Su nombre era señorita Sydley, de profesión maestra.
Era una mujer menuda que tenía que erguirse para poder
escribir en el punto más alto de la pizarra, como hacía en aquel preciso
instante. Tras ella ninguno de los niños reía ni susurraba, ni picaba a
escondida ningún dulce que sostuviera en la mano. Conocían demasiado bien los
instintos asesinos de la señorita Sydley. La señorita Sydley siempre sabía
quién estaba mascando chicle en la parte trasera de la clase, quién guardaba
una tirachinas en el bolsillo, quién quería ir al lavabo para intercambiar
cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades. Al igual que Dios, siempre
parecía saberlo todo al mismo tiempo.
Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba
para enderezar se maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el
vestido estampado. Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una
mujer con ojos de pedernal. Pero la temían. Su afilada lengua era una leyenda
en el patio de la escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus
ojos podían convertir las rodillas más robustas en pura gelatina.
En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista
de palabras que tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga
carrera docente podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan
cotidiano. Podía volver la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad.
-Vacaciones- anunció mientras escribía la palabra en la
pizarra con su letra firme y prosaica-. Edward, haz una frase con la palabra
vacaciones, por favor.
- Fui de vacaciones a Nueva York - recitó Edward.
A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal
como les había enseñado la señorita Sydley.
Muy bien Edward- aprobó la maestra mientras escribía la
siguiente palabra.
Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo
convencida de que el éxito dependía tanto de los pequeños detalles como de las
grandes acciones. Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que
nunca fallaba.
Uno de sus pequeños trucos consistía en el modo en que
utilizaba las gafas. Toda la clase quedaba reflejada en sus gruesos cristales,
y siempre tenía una leve punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y
asustados cuando los sorprendía en alguna de sus malvados jueguecitos. En aquel
momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada y fantasmal
de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sydley no habló.
Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daban un poco más de cuerda.
-Mañana- articuló con toda claridad-. Robert, haz una frase
con la palabra mañana, por favor.
Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase
estaba silenciosa y adormilada aquél caluroso día de finales de septiembre. El
reloj eléctrico que pendía de la puerta indicaba que todavía quedaba media hora
para que sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes
cabezas cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y terrible
amenaza que representaba la espalda de la señorita Sydley.
-Estoy esperando, Robert.
-Mañana pasará algo malo- repuso Robert.
Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sydley,
que había desarrollado el séptimo sentido propio de todos los docentes
estrictos, no le gustaron ni pizca.
-Ma-ña-na- terminó Robert, tal como le habían enseñado.
Mantenía las manos unidas sobre el pupitre y en aquel momento volvió a arrugar
la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto, la
señorita Sydley tuvo la certeza de que Robert conocía el pequeño truco de las
gafas.
Muy bien, de acuerdo.
Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin
regañar a Robert, dejando que su cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje.
Mientras escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no
tardaría en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo que
todos los niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra
sabía lo que estaba haciendo. Y entonces sería castigado.
El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado.
La señorita Sydley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo
en la pizarra.
De pronto, Robert se transformó.
La señorita Sydley apenas entrevió el cambio, tan sólo
distinguió durante una fracción de segundos el rostro de Robert mientras se
transformaba en algo... diferente.
Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la
punzada de dolor que le acometió en la espalda.
Robert la miraba con expresión inocente y perpleja. Sus
manos seguían unidas sobre la mesa. En su cogote se apreciaban los primeros
indicios de un remolino. No parecía asustado.
«Ha sido fruto de mi imaginación -se dijo la maestra-.
Estaba buscando algo, y mi mente me ha jugado una mala pasada. Parece
absolutamente inocente... sin embargo...»
-¿Robert?
Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un
timbre que impulsara a Robert a confesar. Pero no lo logró.
-¿Si señorita Sydley?
Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace
en el fondo de un río de cauce lento.
-Nada.
Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas
audible recorrió el aula.
-¡Silencio!- ordenó al tiempo que se daba la vuelta-. Otro
sonido y nos quedaremos todos después de la clase.
Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada
permanecía clavada en Robert, quién se la devolvió con infantil inocencia.
«Quién ¿yo? yo no, señorita Sydley.»
La maestra se volvió a la pizarra y empezó a escribir sin
espiar a través de sus gafas. La última media hora se le antojó interminable, y
tuvo la sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la
clase. Una mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto, ¿eh?.»
No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en
su mente, como un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos
muelas, un grano de arena que parecía una montaña.
Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en
huevos escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que
estaba envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad. No sería una de aquellas
maestras solteronas que patalean y gritan cuando las sacan a rastras de sus
clases al llegar el momento de la jubilación. Le recordaban a los jugadores
incapaces de apartarse de la mesa del juego cuando van perdiendo. Pero ella no
iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora.
Bajó la vista hacia los huevos escalfados.
¿Verdad?
Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y
decidió que el de Robert sobresalía sobre los demás.
Se levantó y encendió otra luz.
Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert
apareció ante ella, esbozando una desagradable sonrisa en la oscuridad que se
extendía tras sus párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse...
Pero antes de que pudiera distinguir en qué se estaba
convirtiendo aquel rostro, se sumió en las tinieblas del sueño.
La señorita Sydley pasó una noche inquieta, por lo que al
día siguiente se mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi
esperando que alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota al compañero.
Pero la clase permaneció en silencio... en un profundo silencio. Todos los
alumnos la miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus
miradas sobre ella, como si se tratara de hormigas ciegas que se pasaran por su
cuerpo.
«¡Basta! -se dijo con severidad-. Te estas comportando como
una chiquilla asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros.»
Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse
más aliviada que sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases.
Los niños se alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por
estatura y cogidos de la mano.
-Podéis retiraos- dijo y se quedó escuchando con amargura
los gritos de los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del
brillante sol.
«¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo
que relucía. Algo que me miraba fijamente, si, me miraba fijamente y sonreía y
no era un niño, desde luego que no. Era viejo y malvado y... »
-¿Señorita Sydley?
La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios
escapó una pequeña exclamación involuntaria.
Era el señor Hanning.
-No pretendía asustarla- dijo el hombre con una sonrisa de
disculpa.
-No se preocupe- Repuso la maestra en un tono más hosco del
que pretendía dar a sus palabras.
¿En que estaría pensando? ¿Qué era lo que pasaba?
-¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el
lavabo de chicas?
-Ahora mismo voy.
La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la
parte baja de la espalda. El señor Hanning la contempló con expresión
compasiva. «No se esfuerce-pensó la señorita Sydley-. A la solterona no le
divierte esto en lo absoluto. Ni siquiera le interesa.»
Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de
chicas. Las risas de unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol
se apagaron al acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes
de reanudar sus carcajadas y gritos en el patio.
La señorita Sydley frunció el ceño mientras pensaba que los
niños habían sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños
nunca habían sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos;
pero se apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido. Un
sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había existido. Una
suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como si...
«¿Se ocultaran detrás de las máscaras? ¿Es eso?»
Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se
trataba de una estancia pequeña en forma de L. Los retretes estaban alineados a
lo largo del brazo mas largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo
de la parte más corta de la habitación.
Mientras inspeccionaba los recipientes de la toalla de
papel, divisó su imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al
contemplarse con mayor detalle. No le gustó nada lo que vio... ni pizca.
Percibió una mirada que no había tenido dos días antes, una mirada temerosa,
vigilante. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del
rostro pálido y respetuoso de Robert se había adueñado de ella.
La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y
susurrando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas,
oyó que pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar
los recipientes de toallas.
-Y entonces...
Risitas ahogadas.
-Ella lo sabe pero...
Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido.
-La señorita Sydley está...
Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a
causa de la luz que se filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos,
unidas en su infantil excitación.
Otro pensamiento cruzó su mente.
«Ellas sabían que estaba ahí.»
Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían.
La zarandearía. Las sacudiría hasta que les castañearan los
dientes y sus risas se convirtieran en aullidos; les golpearía la cabeza contra
la pared de azulejos hasta que confesaran que lo sabían.
En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse.
Parecieron alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas
jorobadas que impulsaron a la señorita Sydley a retroceder hacia los lavados de
porcelana, con el corazón desbocado.
Pero las niñas siguieron riendo.
Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se
convirtieron en sonidos asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido
lento y turgente de humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del
contenido de desagüe se tratara.
Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto,
empezó a gritar. El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta
adquirir proporciones dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento.
Las risitas, como carcajadas del diablo, las siguieron hasta las tinieblas.
Por supuesto no podía contarles la verdad.
La señorita Sydley lo supo desde el momento en que abrió los
ojos y distinguió los rostros ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen.
Esta última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín
del gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban
a la señora Sydley con curiosidad que se fueran a casa.
Las dos niñas le dedicaron una sonrisa... una sonrisa lenta,
que indicaba que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela.
Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No
permitiría que la gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros
tentáculos de la senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría
con sus reglas hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar
el problema de raíz.
-Creo que he resbalado -Explicó en tono sereno mientras se
incorporaba, haciendo caso omiso del terrible dolor de la espalda que la
atormentaba-. Algún charco de agua.
El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud.
La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor.
Al día siguiente, la señorita Sydley obligó a Robert a
quedarse en la escuela después de clase. El muchacho no había hecho nada malo,
por lo que se limitó a acusarlo de una falta imaginaria. No sintió
remordimientos por ello. Era un monstruo, no un niño. Tenía que obligarlo a
confesarlo.
La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que
Robert lo sabía y que esperaba que eso le favorecería. Pero se equivocaba. Esa
era otra de sus pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo
constante durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había
sido tan intenso como en aquel momento... bueno, casi.
Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del
exterior.
Durante un momento permaneció inmóvil con la mirada clavada
en Robert. Esperó a que el niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert
siguió mirándola con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse
en las comisuras de sus labios.
Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy
lejanos, como pertenecientes a un sueño. Solo el zumbido hipnótico del reloj de
la pared era real.
-Somos bastantes -anunció Robert de pronto, como si hablara
del tiempo.
Ahora le tocó el turno a la señorita Sydley de permanecer en
silencio.
-Once en esta escuela.
«Malvado -se dijo la maestra muy asombrada-. Muy malvado,
increíblemente malvado.»
-Los niños que dicen mentiras van al infierno - replicó con
toda claridad-. Sé que muchos padres ya no se lo explican a su... prole...,
pero te aseguro que es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al
infierno. y Las niñas también.
La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada.
-¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sydley? ¿Quiere
verlo bien?
Un hormigueo recorrió la espalda de la señorita Sydley.
-Márchate- ordenó con brusquedad-. Y trae a tu madre o a tu
padre a la escuela mañana. Entonces arreglaremos todo este asunto.
Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro
del niño se contrajera; esperó la aparición de las lágrimas.
En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más,
se amplió hasta mostrar sus dientes.
-Será como traemos algo a clase para explicar qué es,
¿verdad señorita Sydley? A Robert... al otro Robert... le gustaba ese juego.
-Todavía está escondido en el fondo de mi cabeza-. la
sonrisa se curvó en las comisuras de los labios como si de papel quemado se
tratara-. A veces se pone a correr por ahí... me pica quiere que le deje salir.
-Márchate- repitió la señorita Sydley en tono impávido.
El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano.
Robert empezó a transformarse.
De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos
se aplanaron y ensancharon como yema que alguien hubiese pinchado con un
cuchillo, la nariz se amplió con un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se
alargó, y el cabello dejó de ser cabello para concertarse en una maraña
desordenada y crispada.
Robert soltó una risita ahogada.
El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su
nariz, pero la nariz había devorado la parte baja de su rostro; las fosas
nasales se habían fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca
abierta de par en par.
Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita
Sydley distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que
aquel engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo
dejaran salir de allí.
La maestra echó a correr.
Huyó gritando por el pasillo, y los pocos alumnos que
quedaban en la escuela se volvieron para mirarla con ojos inocentes y abiertos
de par en par. El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que
la maestra cruzaba la amplias puertas acristaladas de la entrada, un
espantapájaros loco y gesticulante dibujado contra el brillante sol de
Septiembre.
El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en
la garganta.
La señorita Sydley no veía ni oía nada en absoluto. Bajó a
trompicones los escalones de entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la
calle, dejando tras de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se
escuchó el atronador y profundo sonido de un claxon, y una fracción de segundos
más tarde , el autobús se precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el
rostro del conductor aparecía contraído en una máscara de temor. Los frenos
chirriaron como dragones enojados.
La señorita Sydley cayó al suelo, y las enormes ruedas del
vehículo se detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y
enclaustrado en la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando mientras
el gentío se agolpaba a su alrededor.
Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza.
Estaban colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en
torno a una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un
pequeño sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su
rostro.
La señorita Sydley clavó la mirada en los niños. Sus sombras
la cubrían por entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos
esbozaban pequeñas sonrisas enigmáticas, y la señorita Sydley supo que no
tardaría en ponerse a gritar de nuevo.
En consecuencia, la señorita Sydley regresó a finales de
Septiembre, dispuesta una vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las
reglas.
En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se
acercó a ella con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro.
-Somos tantos que no lo creería-dijo-, ni usted ni nadie
-añadió con un malvado guiño que la dejó petrificada-. Quiero decir, si
intentara explicárselo a alguien...
Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio
la miró con fijeza y estalló en carcajadas.
La señorita Sydley dedicó a Robert una sonrisa llena de
serenidad.
-Pero Robert, ¿de qué estás hablando?
Pero Robert siguió sonriendo mientras regresaba para
incorporarse al juego.
La señorita Sydley llevó la pistola a la escuela en el
bolso. El arma había pertenecido a su hermano, quien se la había arrebatado a
un soldado alemán muerto poco después de la batalla de Bulge. Jim llevaba diez
años muerto. No había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos
cinco, pero cuando la abrió la vio brillar con destellos apagados. Los
cartuchos de munición seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como
le había enseñado Jim.
Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a
Robert. Robert le devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que
flotaba justo debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia.
No tenía idea de qué era lo que anidaba debajo de la piel de
Robert, y tampoco le importaba; sólo esperaba que el auténtico Robert hubiera
desaparecido por completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el
verdadero Robert debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de
aquella cosa sucia y serpenteante que había soltado una risita ahogada en la
clase y la había obligado a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso
de que estuviera vivo, liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de
misericordia.
-Hoy haremos un examen -anunció la señorita Sydley.
Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos de sus
sillas, sino que se limitaron a mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso
de sus ojos. Pesados, sofocantes.
-Será un examen muy especial. Los iré llamando uno en uno al
aula de mimeografía, y ahí pasaréis el examen. Después les daré un caramelo y
podrán irse a casa. ¿no les parece estupendo?
-Robert, tu serás el primero.
Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la
nariz de un modo bastante ostensible.
-Sí, señorita Sydley.
La maestra tomó su bolso y ambos recorrieron el amplio
pasillo, pasando juntos al apagado sonido de los alumnos que recitaban la
lección tras las puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final
del pasillo, junto a los lavados. La habían insonorizado dos años antes; la
vieja máquina era muy antigua y ruidosa.
La señorita Sydley cerró la puerta con llave una vez
estuvieron dentro.
-Nadie puede oírte -dijo con toda tranquilidad mientras
sacaba el revólver del bolso-. Ni a tí ni a esto.
-Pero somos muchos -terció Robert con una sonrisa inocente-.
Muchos más de los que hay aquí en la escuela.
Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de
papel del mimeógrafo.
-¿Le gustaría volver a ver como me transformo?
Antes de que la señorita Sydley pudiera replicar, el rostro
de Robert comenzó a relucir y convertirse en la máscara grotesca que ya
conocía. La maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia
atrás, sobre los estantes de papel, y a continuación se deslizó hasta el suelo,
un niño muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho.
Tenía un aspecto patético.
Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a
doce alumnos, y los hubiera matado a todos si la señora Crossen no hubiera
llegado a la sala en busca de un paquete de papel rayado.
La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una
mano a los labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita
Sydley le alcanzó y le colocó una mano en el hombro.
-Tenía que hacerse, Margaret -le explicó-. Es terrible pero
tenía que hacerse. Son todos unos monstruos.
La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados
en alegres ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando.
La chiquita cuya mano sostenía la señorita Sydley empezó a llorar de un modo
constante y monótono. Uaaaaahhh... Uaaaaahhh....
-Transfórmate -ordenó la señorita Sydley-. Enséñaselo a la
señora Crossen. Demuéstrale que tenía que hacerse.
-¡Maldita sea, transfórmate! -gritó la señorita Sydley-
¡Maldita zorra, maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! que dios te
maldiga, ¡transfórmate!
La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un
abrir y cerrar de ojos, la señora Crossen se abalanzó sobre ella como un gato.
De pronto, la espalda de la señorita Sydley cedió.
No hubo juicio.
Se sometió a un exhaustivo análisis, se le administraron los
medicamentos más avanzados y más tarde empezó a asistir a sesiones de terapia
ocupacional. Al cabo de un año, bajo estricta vigilancia, se le permitió
participar en una sesión de encuentro experimental.
Su nombre era Buddy Jenkins, de profesión Psiquiatra.
Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las
manos, mientras observaba una habitación equipada como guardería. En la pared
más alejada, una vaca saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La
señorita Sydley estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre
las rodillas, rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y
babeaban. Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos
mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos
ante cualquier indicio de agresividad por parte de la mujer.
Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sydley
reaccionaba bien. Leía en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a
un chiquillo que había tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico
tuvo la impresión de que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció
el ceño y apartó la vista de los niños.
-Sáquenme de aquí, por favor -rogó en voz baja y monótona,
sin dirigirse a nadie en particular.
La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños
mientras la seguían con ojos abierto y vacuos, pero, al mismo tiempo,
profundos.Uno de ellos esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos
dedos en la boca de ademán malicioso.
Aquella noche, la señorita Sydley se rebanó el cuello con un
trozo de espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a
observar a los niños con creciente atención. Al final, apenas si podía apartar
la mirada de ellos.
FIN
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