Margarita no es el
tipo de mujer que le coge pena a los hombres. Durante nuestros quince meses de
noviazgo había comenzado a sospecharlo. Pero la certeza -la terrible,
insoportable evidencia- la tuve la noche en que fulminó nuestra relación en la
misma puerta de su casa. No fue sutil, no paseó por las ramas. Me dijo:
-Gustavo, lo nuestro
se acabó. No quiero verte más la cara.
Así dijo. ¿Sintió
compasión por mí? Ninguna. Su rostro seguía duro, impenetrable, a pesar de
nuestros quince meses de cines, restaurantes, paseos, librerías y amor. A pesar
de las muchas noches en que me había prometido: «Gustavo, seré tuya para
siempre». Pero de pronto era como si no me conociera, como si nunca jamás hubiera
estado en mis brazos. Con sus bruscas palabras me dejó el corazón hecho
pedazos. Y a pesar de mi evidente desesperación, no hizo gesto alguno por
ayudarme a recoger los blandos trozos de corazón dispersos por el suelo.
Yo había dado un rápido
salto hacia atrás, como la gente que pierde un lente de contacto. Me puse de
rodillas y le dije:
-Margarita, mi
corazón, ayúdame a recoger los pedazos.
¿Qué hizo la hermosa
Margarita? ¿Qué exactamente hizo esta mujer que semanas antes, mientras me abrazaba,
me había susurrado al oído: «Sin tu amor soy un pájaro sin alas? »
Me cerró la puerta.
Eso hizo.
Y ahí quedé de
rodillas, en el suelo, frente a los pedazos dispersos de mi corazón destrozado.
El espectáculo me impresionó de tal manera que aún lo llevo grabado en la
memoria: sobre los escalones de mármol blanquísimo yacían los pedazos tintos y
aún palpitantes de un corazón que, a pesar del maltrato recibido, todavía no se
resignaba a perder el amor de Margarita. Saqué mi pañuelo almidonado y lo abrí con
cuidado sobre el mármol. Recogí cada trozo tibio con esmero, uno por uno. Lo
pillaba entre el pulgar y el índice de mi mano derecha, la más diestra; lo
llevaba hasta el montículo que empezaba a crecer en el centro del blanco
pañuelo y lo soltaba. Así recogí todos los fragmentos, y al concluir mi labor
la miré con orgullo y me dije: «He aquí los pedazos de mi corazón». Envolví mi
obra con el pañuelo, hice un pequeño nudo y me lo eché en el bolsillo del
gabán.
No me atrevía a
montarme en el carro. Estaba un poco mareado, me faltaba el aire, la cabeza la
sentía muy liviana. De ocurrirme, en esas condiciones, un accidente, ¿cómo
explicarles a los policías que no estaba borracho ni drogado sino que tenía el
corazón hecho pedazos?
Toqué varias veces en
la puerta de Margarita, quien había sido la mujer de mi vida hasta unos minutos
antes, pero esa bestia -me cuesta usar la palabra, pero no hay otra-, esa
pájara ya estaba bajo la ducha o encerrada en su cuarto con la música a todo
volumen. Ya se había olvidado de mí.
Comprendí lo serio de
mi caso: era una verdadera emergencia. Por ello decidí buscar ayuda oficial.
Saqué el celular del bolsillo de mi pantalón y marqué el 911.
-Emergencias médicas,
diga.
-Necesito ayuda, por
favor.
-¿Cuál es la
emergencia?
-Tengo el corazón
hecho pedazos -dije.
Nada, la imbécil me
colgó el teléfono. Volví a marcar.
-Emergencias médicas,
diga.
-Mire, es en serio.
Necesito ayuda. Tengo el corazón hecho pedazos.
-Pues llame a
Notiuno. Si vuelve a llamar, lo arrestamos.
Colgó de nuevo.
¿Qué hacer? Me senté
en los fríos escalones de mármol blanco -tan gélidos como su dueña-, reflexioné
unos minutos y volví a llamar al 911.
-Emergencias médicas,
diga.
-Soy yo de nuevo, el
del corazón hecho pedazos. Estoy en la avenida Ponce de León número 900. Manda
a la policía porque te seguiré llamando toda la noche, puta.
A los diez minutos
llegaron dos patrullas. De la segunda descendió un sargento delgado, de bigote
fino, a quien se le notaba de lejos que era un hombre sensible. Quizás, en su
tiempo libre, era poeta o compositor de baladas. Les pidió a los demás
policías, de aspecto bastante violento, que aguardaran, y caminó sin prisa
hasta el mármol en que yo esperaba sentado.
-Buenas noches -dijo.
Su semblante era el de un hombre en paz consigo mismo.
-Sargento, gracias
por venir.
-¿Cuál es el
problema?
-Es que tengo el
corazón hecho pedazos y no me atrevo a manejar el carro. Me falta el aire y
estoy mareado.
-Señor, ¿no cree que
estos asuntos se ventilan mejor con un amigo o sacerdote? El 911 es para
emergencias médicas reales.
-Pero es que tengo el
corazón hecho pedazos.
-Amigo -dijo el
sargento, en tono paciente y comprensivo-, usted no es el primero que sufre una
tragedia amorosa. Yo le juré a mi novia que si me abandonaba mi vida sería un
continuo ir y venir, un perpetuo vagar sin sentido por el mundo, un purgatorio.
-¿Por eso es policía?
-Por eso. Y vago todo
el día por la ciudad, aunque siempre tratando de ayudar a los que, como usted,
sufren tragedias amorosas.
-Pero lo mío es más
concreto, ¿no cree? Mire.
Saqué del bolsillo el
pañuelo, lo abrí con cuidado y le mostré los pedazos de mi corazón. Al sargento
se le llenaron los ojos de lágrimas.
-Perdón, amigo,
estuve ciego -dijo con un sollozo-. Es cierto: usted tiene el corazón hecho
pedazos. Llamaremos una ambulancia de inmediato.
En menos de treinta
minutos la ambulancia me dejó en la sala de emergencias del hospital. Los
paramédicos habían colocado los pedazos de mi corazón en una neverita con
hielo. El paramédico jefe, muy competente, quería llevarla en la falda, pero yo
insistí en transportar mi propio corazón. Por pena, o tal vez porque en
realidad no les importaba, me permitieron cargar la neverita.
En la sala de espera
me sentaron al lado de una rubia treintona. El pelo lacio, partido a la mitad,
le caía sobre los hombros. Llevaba una blusa rosada ceñida al cuerpo y sonreía
con dulzura mientras leía una revista. Se notaba que era una mujer comprensiva.
Estuvimos unos
minutos sin hablar. Yo no tenía ganas de hacerlo porque no es fácil terminar
con un amor de quince meses. Todavía quería a Margarita, a pesar de que me
había destrozado el corazón; cuando se sufre de amor no quedan muchas energías
para hablar.
Pero la mujer soltó
la revista de pronto, cruzó las piernas y se inclinó hacia mí:
-¿Cuál es tu signo? -preguntó.
-Qué importa -exclamé
sorprendido.
-Importa mucho -aclaró-.
¿Qué tienes en esa neverita?
-El corazón, lo tengo
hecho pedazos -dije-. ¿Y tú?
-Estoy a punto de
volverme loca.
-¿Por qué?
-El bandido de mi
novio me dejó. Yo se lo había dicho muchas veces: «Si algún día me dejas, el
dolor me volverá loca». Pero no me hizo caso, no le importó un ajo mi salud
mental. Eso fue ayer. Hoy amanecí con mucho dolor. Pronto, en horas o tal vez
minutos, es obvio que me volveré loca. Quizá tengan que atarme.
-¿Qué te recomiendan?
-Electrochoque.
Terapia cognitivaconductista. Pastillas. Meditación. Dieta macrobiótica vegetariana.
Depende del psiquiatra. ¿Y a ti?
-Todavía no me ha
visto el médico.
-Bueno, pero lo tuyo
es sencillo. A mí me han roto el corazón muchas veces.
-¿Y cómo te curaste?
-El tiempo lo cura
todo. Paciencia.
Cuatro meses después
había empezado a acostumbrarme a la idea de vivir sin Margarita. Todavía la
quería, pero me quedaba muy poquito amor. En escasas horas, tal vez en minutos,
emitiría un último suspiro y la olvidaría para siempre. Pero debo admitir que,
en cierto modo, soy rencoroso. Margarita ya me importaba poco, cierto, pero
sentía ganas de vengarme, de hacerla sufrir como yo había sufrido. ¿Acaso es
fácil vivir con el corazón hecho pedazos? ¿Es poca cosa?
Esa noche, pues, fui
a la casa de Margarita. Aún tenía las llaves, las cuales esa engreída ni
siquiera se había molestado en pedirme de vuelta. Probablemente había cambiado
las cerraduras.
Pero no, era la
misma. Pude abrir la puerta de la sala. Nadie. En la esquina de la derecha,
como siempre, el cono de luz formado por la lámpara que acostumbra dejar
prendida cuando está en el cuarto. Entré a la habitación. Nadie. Pero alguien
se duchaba en el baño. Me acosté sobre la cama a esperar, con los brazos bajo
la cabeza. Me sentía algo arrogante y supongo que mi semblante era el de un
envanecido desdeñoso, carcomido por un terrible deseo de venganza. Ya me sentía
casi libre de Margarita. Sólo me quedaban pocos minutos de amor y los dediqué a
contemplar la decoración del cuarto. No quedaba nada mío: ni una foto, ni uno
solo de mis regalos, como si yo no hubiera existido nunca.
Tras una larga
espera, salió al fin del baño. Estaba desnuda y tan perfecta como siempre, pero
no me afectó su presencia. Era claro que el amor se me escapaba de prisa. Me
miró con gesto lacónico, sin expresión ni sorpresa.
-Olvidé pedirte la
llave -dijo-. ¿Viniste a traerla?
-A eso -dije-. Y a
otra cosa mucho más importante.
-¿A qué? -dijo sin
miedo. No estaba preocupada por mi presencia en la habitación. No se molestó en
cubrir su relumbrante cuerpo desnudo. Así de poco me respetaba.
-Vine a decirte que
me quedan poquitos segundos de amor por ti.
-¡Todavía te quedan! -soltó
una carcajada-. Qué lento eres. De todos modos, ¿a mí qué me importa? Deja la
llave y vete.
-Sé que no recuerdas
lo que me prometiste. Yo mismo he olvidado mucho en estos meses. Pero hay una
promesa tuya que no puedo olvidar. Me pareció linda en aquel entonces.
-¿Cuál?
-Me dijiste: «Sin tu
amor soy un pájaro sin alas».
-Pendejadas -dijo
ella-. Ahora vete. Pronto vienen a buscarme.
-Antes escucha.
-¿Qué cosa? Hazme el
favor y sal de mi casa.
-Espera... escucha...
escucha bien...
-¿Qué dices?
-Silencio, ahora...
ahora... oye.
-Tonto, qué...
-¡Calla, carajo!
Escucha...
De golpe sentí como
si una larga aguja me atravesara el pecho desde adentro, una afilada aguja que
quería abrirse paso entre mi carne y salir a la libertad. Entonces lo vi.
Primero se escuchó un tenue arpegio como de telenovelas: un «tlin tlin» agudo y
sostenido. Luego un hilo rojo muy fino, casi invisible, comenzó a salir de mi
pecho. Al contacto con el aire, se disolvía.
-¿Lo ves, Margarita? -dije
calmado-. ¿Lo oyes...? Los últimos segundos de amor por ti. Salen lentos. Los
siento salir. Salen. Ah..., se fueron. Míralos disolverse. Ya no te amo,
Margarita. Yanoteamo.
Esa noche envolví a
Margarita con mi pañuelo y la coloqué en el bolsillo del gabán, donde había
guardado los pedazos de mi corazón destrozado. En mi casa la metí en una caja
de zapatos, a la que le hice agujeros pequeños para que respirara. Al día
siguiente compré una jaula dorada para pájaros raros, con columpios, campanas y
una bañerita. Por tratarse de Margarita, también compré muchos espejos. En el
colmado adquirí alpiste, semillas de anís y galletitas. Coloqué la jaula en la
pared de la izquierda de mi sala, al lado de la ventana.
Ahora, cuando recibo
visitas, la espantosa pájara sin alas es siempre el centro de atención. La
gente es cruel. Algunos han dicho que la criatura es un monstruo, un simulacro
de pájaro, y que debería morir porque no tiene alas. Lo han dicho al frente
mismo de Margarita, en su cara.
Otros visitantes -los
amantes de los animales, los ecologistas, los vegetarianos- han llegado al
indelicado descaro de preguntarme si fui yo quien le cortó las alas. Pero no me
ofendo jamás. Comprendo que estas personas -dichosas, en verdad- nunca han
sufrido: nunca han conocido, como yo, la perfecta congoja de aquel que está de
rodillas, solo, desconsolado, en medio de blanquísimos escalones de mármol
frío... recogiendo uno por uno los tibios pedazos de un corazón destrozado.
2009
Luis López Nieves, (Puerto
Rico, 1950)
Es autor de El corazón de Voltaire, novela aclamada
por la crítica literaria internacional como una de las más originales del siglo
XXI, y de Seva, uno de los mayores éxitos de la literatura caribeña. López
Nieves ha ganado el Premio Nacional de Literatura de Puerto Rico en dos
ocasiones. Fundó el primer programa de Maestría en Creación Literaria de
América Latina en la Universidad del Sagrado Corazón (San Juan de Puerto Rico),
el cual actualmente dirige. También es el creador y director de la Biblioteca
Digital Ciudad Seva, uno de los portales ciberliterarios más visitados del
mundo. Ha publicado los libros de cuentos Escribir para Rafa (1987) y La
verdadera muerte de Juan Ponce de León (2000), que cuentan ya con varias
reediciones. Sus obras han sido traducidas al alemán, inglés, islandés,
neerlandés, polaco e italiano. Desde el 2007 es Escritor Residente de la
Universidad del Sagrado Corazón. En el 2009 publicó su novela más reciente, El
silencio de Galileo, que asimismo ha recibido importantes elogios en tres con
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