Tarde en la noche,
bajo la lluvia, el carruaje se detuvo frente a la mansión. Los lacayos
corrieron a colocar la banqueta bajo la portezuela, para que el Obispo y sus
dos sacerdotes pudieran bajar sin esfuerzo. Al inclinarse, la peluca blanca de
uno de los sirvientes estuvo a punto de caer en el fango, pero éste la detuvo a
tiempo, sin que los clérigos se distrajeran por su torpeza. El Obispo delgado,
de carnes rosadas, vestía la ropa suntuosa que exigía la ocasión. Los sacerdotes,
más modestos en el acicalamiento, se limitaban a cargar los Santos Óleos y la
Eucaristía.
El zaguán estaba
repleto de gente del pueblo con velas y linternas en las manos. Olía a lluvia,
a humedad, a noche tras noche de llovizna empedernida sin el respiro de una
luna llena. Algunas mujeres lloraban. Los lacayos le abrieron paso a los
clérigos, pero al llegar a la puerta tuvieron que detenerse y esperar junto a
los demás. Pasaron treinta minutos. Sesenta minutos. Dos horas. Primero los
lacayos trajeron banquetas para que los clérigos descansaran. Luego trajeron
tazones con agua fresca, que el Obispo generosamente compartió con los
desconocidos que hacían guardia, como él, frente a la puerta del famoso
moribundo.
Al fin, tras una
espera que rebasó las tres horas, la sirvienta abrió la puerta y les hizo señas
a los clérigos, quienes entraron a la mansión en silencio.
-La sobrina y el
médico duermen al fin -dijo la mujer-.
El amo muere.
Llevó a los
religiosos a una habitación pequeña, oscura, calurosa. Con la cabeza recostada
sobre varios almohadones de pluma, el moribundo miraba hacia la puerta con los
labios apretados. Era muy viejo y no llevaba peluca.
-Hijo -dijo el
Obispo, sentándose al lado de la cama -¿ya no maldices a Dios?
-No -dijo el
moribundo con voz cansada. Los clérigos no pudieron disimular la alegría.
Los dos sacerdotes se
congratularon con una son risa, mientras el Obispo, el pecho inflado, miraba al
moribundo con ojos condescendientes.
-¡Alabado sea! Al fin
has visto la luz, hijo mío. ¿Quieres confesión?
-No -dijo el anciano,
cada vez más débil y cerca de la muerte. La vida se le vaciaba como una jarra
quebrantada.
El regocijo de los
sacerdotes se convirtió en un angustiado desconcierto. El Obispo, entristecido,
se enderezó la peluca blanca que le caía hacia el lado derecho.
-Pero has dicho que
no lo maldices, que ¡crees en tu Creador!
-No puedo maldecir lo
que no existe, idiota -dijo el moribundo con sus últimas energías.
Los ojos del cura que
cargaba los Santos Óleos se llenaron de lágrimas.
-Es tu última
oportunidad -insistió el Obispo.
-Acércate -dijo el
moribundo, levantando una mano.
El Obispo acercó el
oído. Los sacerdotes, ansiosos por escuchar, casi se recostaron sobre las
espaldas del prelado.
-Váyanse a la mierda
-dijo el anciano, y expiró.
Los sacerdotes,
atónitos, tardaron varios minutos en reaccionar.
-Excelencia -dijo el
que llevaba los Santos Óleos- lo vi en sus ojos.
-¿Qué viste?
-preguntó, sorprendido, el sacerdote que llevaba la Eucaristía.
-Quiso arrepentirse
-continuó el de los Santos Óleos -, pero el maldito Demonio...
-...le llenó la boca
de vil blasfemia y pecado -remató el Obispo.
El sacerdote que
llevaba la Eucaristía estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo: de su
rostro desapareció todo signo de curiosidad. Los tres guardaron silencio otros
minutos, contemplando sin cesar el cuerpo inerte del hombre de letras.
-Tengamos piedad de
su alma -dijo el que llevaba los Santos Óleos, mientras abría los frascos de
aceite exquisito.
-Tengámosla -asintió
el Obispo.
Cuando los religiosos
regresaron a la puerta principal de la mansión ya el pueblo conocía la noticia
de la muerte del filósofo. Algunos lloraban, varios tenían la mirada pasmada,
otros guardaban silencio. Todos sabían que algo importante había pasado allí
esa noche: la muerte de un hombre que no era como ellos. El Obispo se dispuso a
hablarle a su rebaño. Los lacayos acercaron velas a su rostro.
-Hijos míos:
regocijaos. Voltaire, el más grande sacrílego de todos los tiempos, vio la luz
en los últimos minutos de su vida y pidió la absolución. Dísela. Vio el rostro
de Dios. Que descanse en paz.
2001
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