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domingo, 29 de octubre de 2017




Es bueno estar otra vez en Buenos Aires. La gente no ha cambiado y hay olor a limo, a asfalto y los jacarandaes me echaron su espesa bocanada no bien el automóvil enfiló por Libertador. En el hotel, la gente me trató con deferencia, no muy seguros de mi origen ni de mis posibilidades y luego, cuando disqué el número de mi hermana, casi estuvo a punto de llorar. Por la ventana, Buenos Aires estaba gris y sujeta, como siempre, al artificio de una nube baja que borra los edificios y me produce asma. La estación de Retiro sigue siendo el ferrocarril y el reloj de los ingleses, pero más allá de los elevadores, el río es la sorpresa permanente tal como si uno no pudiera convencerse de la estupidez de los conquistadores, edificando la ciudad en un pozo.
Ya hace una semana que estoy aquí. Ya visité a mi hermana y comprobé que nos separan los genes, mi pobreza y su incapacidad. Anteayer, en Florida y Córdoba, cuando alguien me pidió una dirección, pensé que volvía a ser argentina. El diario “La Nación” se ocupó de mi regreso y la noticia -diez por dieciocho- ocupó exactamente un espacio similar al de mi vida en los tres millones de kilómetros cuadrados, entre veintidós millones de desarraigados.
Hacia el segundo fin de semana el conserje extrajo la nota de mi casillero y me la entregó con la acostumbrada displicencia.
-Para usted -dijo secamente.
Deberían dejar de lado la agresividad, me dije. Deberíamos. También yo sintiéndome un ciudadano trascendente había sido agresiva.
Ahora enseñaba literatura a medio centenar de caras granujientas y extranjeras y era distinta a mi conserje; usaba otra pasta dentífrica, fumaba otros cigarrillos, hubiera sido incapaz de recordar viejas pasiones o fobias compartidas. La nota, en fin, estaba escrita a lápiz y la letra no era de las mejores. Pero leí el apellido claramente: decía, Iglesias. Alguna vez, ese apellido de modestas resonancias fue para mí la determinación del mundo. Habría otros Iglesias; se daba el caso de nombres y apellidos semejantes, mi propio caso al fin. Me confundían con los descendientes de un Fulano ilustre, me atribuían parentescos con los del Perú, creo que hasta con Madama Lynch. Siempre había sido un clavel del aire de las genealogías acostumbrada a pensar que solamente yo era el principio y el fin de la familia. En el país del cual venía el nombre Iglesias hubiera sido de pronunciación dificultosa pero en Buenos Aires era una palabra más, como Moldes o Roccatagliata.
-La nota fue dejada por una señorita... anoche -dijo el conserje advirtiendo mi perplejidad.
Y bien. Un botones entreabrió la puerta y la tarde penetró por ella con el aire de la calle, las bocinas y una mujer canosa arrastrando sus valijas. Iglesias era muy rubio, de anchas espaldas, y vestía siempre un pied de poule. Uno cree estar a salvo de cosas como esa hasta que ocurren. Un día, durante las vacaciones, al otro lado de la mesa y mirándonos -mezcla de despecho y de curiosidad-, afirmándose en un tema baladí y ya la vida no vuelve a ser la misma. La nota en sí tampoco era gran cosa: una bienvenida formal y un número de teléfono, pero decía Iglesias y de pronto Buenos Aires había comenzado a zumbar con un rumor harto conocido; las caras granujientas dejaban de existir en el recuerdo y yo hablaba con los mismos esquemas del conserje. También me pregunté si valdría la pena insistir, pero de sobra sé que en estos casos la gente como yo no resiste la curiosidad; que hay un fondo de venganza y mucho de autocompasión. Volver es el error, pero de algún modo la vida no ofrece tantas compensaciones como para resistir, más bien configura una larguísima reiteración en el fondo de la cual yacemos idénticos a lo que fuimos, como un traje de novia celosamente conservado. ¿Qué habría sido de Iglesias?
También es cómico dejar de amar. Su pelo era largo y rizado; en la urgencia del abrazo yo solía mirar con apasionamiento aquel pelo rebelde y rojo, prolongado sobre el cuello. Tenía grandes pecas en la espalda, y en la piel, un olor a miel y a vainillas, un ingenuo olor a limpio que mi desazón reencontraba en su ropa, en las mantas de la cama y hasta en la habitación que compartíamos. Nuestras riñas llegaban hasta el patio donde la dueña de casa mataba el tiempo curioseando en las ventanas de los pisos superiores; tensas tardes de amor nos tuvieron como protagonistas. Es entonces cuando el mundo se convierte en un muchacho que se llama Iglesias, que nos despierta la sensación de amor.
Debo decir que no tuve valor o quise contar lo que no fue. Pero estaba de regreso y las palabras dan un gran salto sobre el tiempo transcurrido. Iglesias llamaba mi atención, una breve palmadita sobre el hombro y volviéndome encontraba aquella mirada cerrada por la ira o estrábica de amor, encontraba un orden férreo al que me había mantenido unida a pesar de una historia trivial de cobardía o renunciamiento. Más allá del salón de té estaba el teléfono. En el fondo del bolso encontré una moneda de veinticinco céntimos de dólar y tuve piedad de mí, la desarraigada. Debí pensar que Iglesias también había continuado la vida y que sería bien joven todavía; apenas si lo era yo pero él andaría por los treinta y tantos. Nos ilusionamos acerca del estancamiento del que va quedando atrás y acaso uno mismo es quien se rezaga en esta carrera de postas desdichada. El tiempo, siempre. Al menos, lo que amamos, debiera ser inmutable, pero ocurre que también los otros se transforman y ya el conjunto no es más que el campo donde nuestro ejército participa de la gran maniobra. Iglesias, pues, andaría por los treinta y ocho. No pensaba en él aun cuando su existencia estuviera adosada a la mía, una piel que guarda abajo la otra piel, y aun otra y acaso todas las pieles necesarias.
El número del teléfono tampoco me trajo ninguna conmoción. Siete cifras ordenadas y la voz de Iglesias contestó (habían pasado casi ocho años entre el amor y la respuesta somnolienta):
-Ah, ¿sos vos?
Entonces sin pensarlo seriamente arreglamos una entrevista que sería en su casa, a las ocho de la noche.
A él le encantaba aquel tipo de invitaciones. Siempre le había dado importancia el hecho de que se lo invitara, buscaba el contacto familiar, ansioso de ámbitos y de compañías. La dirección que me diera quedaba cerca de Belgrano y en las dos horas que faltaban traté de no pensar. Abandoné el hotel demasiado convencional y vagué por Santa Fe a la altura de Callao. Pero ocho años de ausencia separan a la gente y a las cosas; no hubiera sabido entrar en un café para matar el tiempo y no era tan extranjera como para sentir que los cueros argentinos son lo mejor del mundo. Por carta conservaba un par de amigos que habían guardado silencio acerca de Iglesias.
Él -lo había dicho en el teléfono- sabía de mí por intermedio de Traverso, ahora radicado en México. Traverso visitó mi departamento en Nueva York la Navidad pasada. Decía carro en vez de automóvil y exageraba el aire lanzado con las jotas. Sin embargo, Traverso le escribió a Iglesias acerca de mi nueva vida o Iglesias lo recordaba ahora. Por fin me decidí a entrar en una confitería y ocupé una mesa al lado de la puerta. Dos mujeres jóvenes criticaban a una tercera que acababa de salir. Hablaban de algo ocurrido en Buenos Aires un mes atrás. Aunque me esforcé no entendía la intención del diálogo y se me escapaban los nombres y las situaciones. Sentí que estaba cortada por mitades y la idea me procuró una viva sensación de miedo y repugnancia. Al partir, uno inmola buena parte de la vida y ahora tenía que aceptar el oscuro resentimiento que se hacía presente al escuchar los ecos de la conversación ajena. Sin embargo yo trabajaba bien, me había enamorado nuevamente y gozaba de buenas digestiones. Fred no era mal tipo, quizá algo apegado a la buena marcha de las cosas, y aceptaba con empeñosa voluntad lo que se le ofrecía. Todos ellos son así. Altos, torpes, serios y voluntariosos.
El mozo dejó frente a mis ojos una irrisoria cantidad de masas y sandwiches cuando la morocha dijo:
-Ella creyó que por ser un militar le estaría...
Pero la anarquía de Iglesias me había llenado de terror; era bien cierto que aquel derrumbe contagioso dio a mi vida, misteriosamente, hondo significado; que los días se contaban antes y después de Iglesias. Ahora a veces me sentía feliz. Se trabaja, se duerme, se transita por un mundo que admite horarios y estaciones reiteradas pero no es serio que aguardar dos horas por una invitación produzca tan grande conmoción. Ahora la puerta de la confitería se abrió en imágenes para que Iglesias entrara con la rubia cabeza descubierta, vistiendo el pied de poule, garabateando servilletas con sus poesías nunca coronadas por el éxito. Inclinado hacia mí, sobre la mesa, preguntaba acerca del estado del amor y el destino de un regalo de cumpleaños, desinteresado de todo, negativo y recio. Ensayé largo tiempo el adiós que pondría fin a nuestras relaciones y a menudo pienso que esa historia fue un año de amor y tres de despedidas. Sin embargo, era mi ser íntegro el que tomaba té un jueves a las siete y diez en Santa Fe y Cerrito.
No había una calle ajena en Buenos Aires, no había una esquina ausente en aquellas entrevistas, pero Iglesias reaparecía en mi vida sólo a merced de unas modestas vacaciones, en tránsito. Palpé mis manos sobre la mesa, luego mis antebrazos, memoricé una larga tirada de Shakespeare. Cuerpo, memoria, reflejos componían una realidad. Las morochas daban cuenta de su té y del casamiento de una prima. En la ceremonia había estado el Intendente y una actriz de prestigio recitó para los recién casados. Una ridiculez. Pagué y salí porque era extranjera en el horario y al fin y al cabo habían llegado las ocho de la noche.
En Buenos Aires los hombres seguían metiéndose con las mujeres y uno se manejaba por la calle extrañamente acompañada.
Fred no hubiera hablado a una mujer desconocida y mis canas lo tenían sin cuidado. Él hacía el amor con el mismo empeño que aprendía el español o que jugaba al tenis. A las cinco y cuarto desearía a Vicky un buen fin de semana y quizá pensaría en mí. Se había divorciado de su mujer en el pasado otoño y pensábamos casarnos pronto. Vendría con él a la Argentina en las vacaciones próximas y Fred no entendería nada. Quizá le hablaría de Iglesias pero él se mostraría leal.
-No te preocupés -diría.
La casa de Iglesias estaba a la mitad de cuadra, en la misma vereda de Goethe Schule. En Belgrano hay muchas casas como esa y me alegré de que Iglesias hubiera progresado. Quizá se había casado con una mujer rica, cosa que encontraba razonable y útil. Los hombres como Iglesias no deberían anestesiarse en el trabajo. Nadie le hubiera pedido trabajo a Van Gogh o a Proust. Ni siquiera a Gene Kelly o a Alfredo Alcón. Quiero decir que Iglesias me había resultado siempre insólito y hermoso, lejos de las concesiones cotidianas. El timbre sonó como una escalita musical y entonces creí escuchar la voz de un niño. La mucama no era gran cosa pero abrió la puerta del departamento con una simpática sonrisa.
-¿El señor Iglesias? -pregunté.
Él estaba a dos metros de distancia. Vestía un pantalón de franela y un pullover gris como sus ojos. Había engordado un poco y a los costados de la boca mostraba dos surcos novísimos confundidos con el hoyuelo del mentón. Los años lo mejoraban en parte y en parte lo privaban de su encanto. Recordé la tarde en que el tren nos traía de Bahía Blanca, cuando ambos trabajábamos en el diario y compartíamos la nota. En el espejo del compartimiento vi su cara muy joven y sombreada de cansancio; habíamos hecho el amor toda la tarde y la vida de ambos quedaba reducida a eso. El mundo cabía en una litera del Ferrocarril General Roca. Todavía nos abrazamos largamente hasta que el guarda llamó para el primer turno de la noche. Ahora le tendí una mano pero él me atrajo con desenvoltura, apoyando su mejilla en la mía. También recordé la piel y el olor a vainilla. En aquellos días, pensando que la vida era construcción, había renunciado a todo eso. Fred olía a lavanda, y el aire de Nueva York a cemento húmedo. Yo debí ser la mujer que me saludaba ahora con una sonrisa de simpatía profesional. No sonreiría si hubieras compartido aquel camarote de ferrocarril, pensé.
-Mi mujer -dijo Iglesias sin esfuerzo.
Temí más a su abulia que a la aparición de sucesivas mujercitas como aquella. Iglesias siempre tuvo la mágica cualidad de reemplazarlo todo; desposeído como estaba desde niño, sabía despedirse de las cosas, de los seres humanos, de los lugares que habitaba. Se desprendía del contorno con generosidad: aquella mujercita u otra ¿qué más daba? El caso es que no era yo. Y yo debí estar en lugar de la muchacha que era sexual y algo deprimente.
-Hola, qué gusto -dijo la mujer de Iglesias.
¿Cuántas veces la habría traicionado ya? No hacían mala pareja, y como ambos eran bastante jóvenes y hermosos aquella afinidad me entristeció. Una supone que nadie puede reemplazarla. Se descuenta la imposibilidad de sustitución y un exclusivo amor. Advertí que la conversación sería difícil porque Iglesias era mal conversador y yo bastante tímida. No sé cómo funciona su mujer; ella parecía más bien una de esas muchachas que aguardan taxis a las siete de la noche por la calle Santa Fe, con las rodillas descubiertas y los largos mechones del pelo a los costados de un rostro anguloso. Seguramente Iglesias se habría excitado muchísimo con ella. Él usaba a las mujeres con exageración, por arranques y ocupando ciclos. Luego, el ciclo era para otra y así siempre. Por eso preferí la cátedra y tantos años ocupados en cosas ejemplares como la literatura iberoamericana y Fred. Se me ocurre que yo hubiera sido una mujer muy entusiasmada, que habría necesitado tocar el cuerpo de Iglesias, todo el tiempo, que hubiera gritado de terror frente a la desconocida que abría la puerta de mi casa. También viviría en Belgrano o en el fondo de San Isidro, donde aún se conservan una o dos casonas coloniales con jazmines y paredes de color rosado. ¿Sería rica la mujer de Iglesias? Vi sillones de pana gris y una chimenea de cristal. Entonces llegó el niño. Era alto y pecoso, de unos cinco años, con la nariz de luchador que yo había admirado en Iglesias y ojos azules. El pelo rojo se encrespaba sobre un par de orejas perfectas. Vestía una camiseta a rayas y zapatillas de basquetbol.
-Hola -dijo y me tendió la mano.
Era muy simpático. Parecía amasado con harina y agua dulce. La piel blanquísima estaba muy manchada por las pecas y la boquita aparecía dibujada sobre el hoyuelo del mentón. Entre las pestañas negras sus aviesos ojos azules me estudiaron.
-¿Cómo te llamás? -pregunté espantada.
Se llamaba Aquiles.
-¿Aquiles? Sabés que hace muchos años hubo un hombre que...
-Lo sé -dijo el muchacho apoyando una mano en mi rodilla.
La mujer de Iglesias sirvió el whisky en vasos anchos y ventrudos. Es muy extraño ver cómo otra actriz ocupa nuestro lugar en el escenario. Se nos ocurren otros gestos, pasos distintos. Ellos hablaban de la vida en la Argentina y creí entender que me envidiaban. Iglesias siempre envidiaba al prójimo. Pero yo estaba fascinada por el niño y lo toqué con las puntas de los dedos como a un objeto sagrado.
-¿Cuántos años tenés? -pregunté con un hilo de voz.
El muchacho me entregó los ojos más bonitos de la tierra.
-Cinco -contestó.
En alguna parte yo había leído que los niños desconfiaban, que los extraños irrumpían en la vida de los niños como aquel para perturbarlos. Pero Aquiles se mostraba tan seguro de sí mismo entre mis rodillas que éstas parecían su sitio natural. Toqué el cuerpecito que olía a caramelo.
-¿Dónde vivís? -preguntó el chico haciendo caso omiso de sus padres.
Traté de explicarle lo de Nueva York y le di una precisa descripción de mi casa y de sus alrededores. Entonces Aquiles respondió que siempre había vivido allí, que su compañero preferido se llamaba Lito y que me traería a su perro.
-Es un niño precioso -dije cuando nos quedamos solos.
La mujer de Iglesias trató de apuntalar la conversación refiriéndose a mi vida. Pero era inútil: no, no tenía hijos, tampoco estaba casada. Creí oportuna una mentira:
-Fred adora a los niños bien educados. Seguramente querrá tener alguno, pronto.
Fred no se fijaba nunca en los niños; su primera mujer no pudo tenerlos y aquel problema lo tenía tan sin cuidado como el de mis canas.
-¿Tenés un novio norteamericano? -preguntó Iglesias seriamente.
-Es bastante natural, ¿no te parece? -respondí.
La esposa, que era muy tonta, se echó a reír.
-También ustedes fueron novios o algo así -agregó.
Algo así. Al beber el whisky la nariz y parte de mi cara quedaron dentro del vaso. Ella debería haber visto aquel camarote del General Roca, pensé. Quizá no es prudente aceptar situaciones como esta, en las que el mundo se vuelve cómicamente del revés. Hacia el final del viaje el agotamiento de Iglesias no le impidió decir: “Arrastraremos esto el resto de la vida”. Ahora estábamos de visita, él de pie, yo sentada en un sofá moteado, bebiendo whisky. Creí que le decía Pacha, o sería Masha; quiero creer que no se llamaría Marta; digamos Masha, entonces. Yo no hacía otra cosa más que pensar en el niño; se me había incrustado en la garganta haciéndome difícil hablar o respirar. No había contado con que Iglesias tuviera un hijo de Macha o como demonios se llamara. Un hijo de Iglesias, de todos modos, era un riesgo y una posibilidad con la que no contara. Ahora pienso que es injusto aquel aspecto del viejo problema. Había renunciado a Iglesias, no a su hijo. Finalmente, de pie, a mi alrededor, estaba el mundo. Sentada frente al matrimonio, la estudié con horror en una fantástica pantalla.
Masha dijo que él hablaba de mí a menudo y quizá estaba demostrándome su absoluta despreocupación o tan sólo colocándose en una posición menos secundaria. Siempre se imagina el pasado mejor de lo que fue; sin embargo, nuestro pasado había sido realmente hermoso. La idea de tener que comer y conversar aún por espacio de una hora me pareció insoportable. Ni a ellos ni a mí nos pasaban grandes cosas, acaso ya lo habíamos pasado casi todo. Ahora hablaban de la vida en la Argentina tal como ellos la veían desde el departamento de Belgrano. La mujer de Iglesias dirigía una boutique, la misma donde Iglesias la encontrara antes de casarse. Pero todos sabíamos que aquí se vive bien aun cuando la explicación de tal bienestar sea confusa y complicada.
Iglesias me dijo que trabajaba en una empresa de financiaciones y lo imaginé renunciando a su preciosa cualidad de soñador. La mujer parecía ganar mucho dinero; pero aunque ella llevase todo el peso de la casa Iglesias seguiría haciéndose valer; había sido su insólita costumbre y también su espléndida característica. Durante nuestras relaciones se había enamorado de una o dos mujeres y a pesar de eso yo lo respetaba, jamás había perdido mi consideración, lo admiré con firmeza todo el tiempo. Sólo que no me casé con él, que no viví con él, siquiera. El niño entró arrastrando un perro de color marrón con orejas suaves y sedosas que rozaban sus patas delanteras. Siempre seguro de sí mismo depositó el animal cerca de mis piernas.
-Se llama Bonnie -dijo.
Era una perra. El nudo en mi garganta me hacía vacilar. Yo no conté nunca con aquella trampa elemental que ellos me tendían ahora. Iglesias fue un amante satisfactorio que me trajo alegrías y dolor. No era justo que yo reencontrara a Iglesias y, multiplicándolo, al hijo de Iglesias y la casa con aire penetrante y aun dos o tres objetos conservados de aquella intimidad, objetos vivos, con la huella de los dedos.
-No molestés demasiado, Aquiles -dijo Masha con frívola ternura.
Los ojos de Iglesias me contemplaban sobre el vaso comunicándome impresiones. Había amado ese color gris, no su expresión; era parco y a menudo brutal. Pero los ojos de Aquiles sumaban el color a la ternura y esa chispa de curiosidad de la cual ha de nacer, poco después, todo el milagro de la relación. No era sensato que ahora apareciera con el niño; cuando se renuncia a un hombre se renuncia a lo que conocemos de él, su cuerpo, alguna frase memorable, una tarde en el automóvil junto a los árboles, la noche en que atravesamos el Centro Cívico, su candor, su cara en el hueco izquierdo del cuello. A nadie se le puede ocurrir imaginar la existencia de un chico como aquel. Me habían hecho trampas. Yo no habría renunciado a Aquiles. Nadie hubiera renunciado a un niño amasado con pan y agua azucarada que sonreía mostrándome su perro:
-Vendré a buscarte para ir al Zoológico -le dije con la voz ahogada.
Aquiles movió la cabeza y nuevamente se adhirió a mis rodillas de modo que sentí su fragilidad y sus huesos delicados.
-¿En tu país hay muchos animales? -preguntó.
Le dije con tristeza que él y yo teníamos el mismo país, que me había ido lejos sólo por trabajo. Pero era idiota tratar de explicarle al chico que la pérdida de quien era su padre casi me costó la vida. Que yo había visto derrumbarse aquella torre de amor entre riñas, indignidades y mentiras.
-En Nueva York podés ver animales dentro de cajas de cristal en un Museo.
-Digo animales vivos -insistió Aquiles sagazmente.
-Vendré a buscarte -le prometí-, iremos al Zoológico alguna vez, si tu madre lo permite.
Masha dijo que para ella todo estaba bien, y le parecía espléndido que alguien se ocupara de Aquiles una tarde. Impulsivamente estreché al niño entre mis brazos pensando que resistiría, pero no lo hizo. Y esta vez Iglesias comprendió. Cuando dejé el vaso de whisky sobre la mesita baja su rostro se había contraído.
-Pasemos a comer -dijo.
La comida fue muy mala porque Masha había comprado el pollo y la ensalada a último momento. La ensalada tenía un feo gusto metálico y el pollo estaba crudo, con rastro de sangre junto a los huesos. El niño comió y bebió juiciosamente y yo pretendí conversar. La mirada de Iglesias volvió a perderme en una maraña de recuerdos y de conflictos que quebraban mi serenidad.
-¿Todavía escribís cuentos? -preguntó.
-Oh, sí, ahora sin esperanzas.
-Deberías haber traído algunos para leerlos.
-Claro que sí -dijo Masha sin mucha convicción.
Se levantó para acostar al niño y yo adiviné que el pretexto le servía a fines de ocultar su aburrimiento. Estaba cómoda en un mundo al que ya consideraba seguro, al que no prestaba demasiada atención, y que le exigía poco. Iglesias sentía una entusiasta gratitud por la carne que le era útil y estaba el niño además, también debía ser importante el niño aun cuando el nuevo hubiera deseado tenerlo conmigo.
-No me has dicho si ya vas a la escuela -dije.
Dejó la habitación seguido por su perro. La camiseta fuera del pantalón cortísimo mostró parte de su piel muy blanca. En seguida regresó con un cuaderno a rayas donde escribiera: mano, masa, yeso; el perro sentado sobre el cuarto trasero comenzó a rascarse y Aquiles lo empujó excusándose. Me dijo que él mismo bañaba a su perro el día sábado; pero el problema estaba en que aún no distinguía bien un día de otro.
-¿Mañana es sábado, papá? -preguntó volviéndose hacia Iglesias.
Los dos rostros rubios enfrentados se llenaron de pequeños surcos y de hoyuelos. Masha fumaba un cigarrillo con aire pensativo. Por derecho, ella se adscribía a todas esas cosas que me producían vértigo y derrumbamientos. Le había bastado ser libre e intentar. Quizá sólo es posible vivir sin reflexiones y ella no se mostraba demasiado entusiasmada al aceptar un orden de cosas harto natural. Sin embargo dijo:
-Aquiles, debés ir a la cama.
-Vendré a buscarte antes del sábado -prometí.
El niño levantó los ojos clarísimos y empujó al perro sin contemplaciones.
-Hasta mañana -dijo ofreciéndose para el beso inevitable.
Si me echaba a llorar estaba perdida. Ahora Iglesias también compartía en parte aquellas emociones.
-Siempre te gustaron los niños -dijo.
-Ahora es tarde -contesté olvidándome de Fred y mis últimas posibilidades.
-Estabas demasiado empeñada en escapar -dijo Iglesias con rencor.
Masha se alejó canturreando con el niño de la mano. Al caminar noté sus espléndidas caderas y las piernas poderosas. Pero Iglesias insistía:
-Y bien: ¿te ha ido bien, entonces?
Lo que pudo haber sido yacía alrededor de Iglesias.
-No sabía lo de Aquiles -contesté bajo un acceso de asma.
Tomamos el café discutiendo acerca de la rudeza de los choferes en Nueva York. Una vez Masha había pretendido comentar lo hermoso de la Quinta Avenida en el mes de abril y el chofer la había puesto en su lugar: No intente ensayar su inglés conmigo, dijo. Oh, claro. No todos los yanquis eran así. Afirmándolo, mi vida me pareció tan vulnerable que dejé morir la conversación. Iglesias, como siempre, odiaba Buenos Aires. Pero no se decidía a partir. Los padres de Masha eran dueños de algunas hectáreas de campo en la Patagonia y ellos aguardaban un porvenir neblinoso con buenos augurios y una tranquilidad heredada. Le recordé que él había amado el peregrinar por el mundo y que aquel afán ambulatorio me asustaba tanto como procurarle aburrimiento. Si pensaba en Fred ahora me pondría enferma. Oh, no, los yanquis eran mucho peor que eso. Lo del chofer sólo era la espuma de una sucia ola que llegaba con absoluta periodicidad. Un voraz centro aspirador de vida absorbía la mía en el departamento de Tercera y Cuarenta y dos a medias pago, a medias eficiente, a medias realizada. Los norteamericanos me aplicaban una mano férrea para sobrevivir. Los Iglesias iban al Colón dos veces por semana y en verano alquilaban una pequeña casa en San Bernardo. Aquel bello torso blanco se llagaba bajo el sol cuando hacíamos el amor entre los médanos. Ahora una mujer que hablaba jerigonza veía correr al hijo de Iglesias y se tostaban juntos. Fred y yo veraneábamos en Jimena Bay. Eran las once y media.
-Me despediré de Aquiles -dije poniéndome de pie.
El niño dormía en una cucheta como para marineros. Su pelo rojo brilló bajo el ángulo de luz de la puerta entreabierta. Lo besé tantas veces que se despertó. Colocando un dedo dentro de mi boca me sonrió mostrándose conciliador.
-Voy a dormir -murmuró.
Los padres me despidieron con sonrisas y descubrí encantada que mi visita había puesto a Iglesias de un humor de perros.
-Tomemos otro café por ahí -dijo Iglesias.
Pero si salíamos juntos a la calle, Buenos Aires sería un ancla a fondo, atándome de nuevo. Ya en la puerta, Masha me pidió que regresara pronto. Todo el tiempo lo había pasado deambulando por la casa sin mostrar mucho entusiasmo. Para vengarme acerqué mi mejilla a los labios de Iglesias.
-Te llamaré -me prometió.
Yo les repetía que Aquiles era un niño muy hermoso.
Al salir, y bajo la sombra de los árboles sentí miedo y estuve a punto de llorar; caminé por Virrey del Pino hasta Cabildo y tomé un taxi que enfiló hacia la calle Santa Fe.
-Es una linda noche -dije.
El chofer me contó que estaba por guardar el automóvil cuando lo llamaron para llevar un herido hasta el hospital Fiorito. Una chica joven que sangraba, explicó volviéndose sobre el asiento. El conserje me entregó el cable de Fred y pensé qué haría con él mientras el ascensor zumbó hasta el sexto piso. Después lo eché a un cajón sin enterarme de su contenido.
-He perdido mucho tiempo -dije en alta voz revisándome las canas-, en realidad siempre pensé que los yanquis eran unos cerdos.
Si volvía ahora a la calle, alguien hablaría conmigo, quizá tomaría un café y el diarero me ofrecería “Crónica” con un horrible titular de drogas y de fútbol. Si bajaba ahora a la calle llamaría a casa de Iglesias para escuchar el tono de su voz. El niño pelirrojo dormiría confiado en sus padres jóvenes que fumaban cambiando frases sobre la cama conyugal. Por esa noche Iglesias no tendría el gusto atroz. Aunque nunca se sabía de él.
Yo no había contado con que Iglesias tuviera un niño pelirrojo y una voz muy grave reclamándome ahora en el teléfono:
-Marta, oíme.
-Pero che.
-Escuchame.
Corté despacio.
Quizá mañana o antes del sábado si cumplía mi promesa acerca del Zoológico.
Afuera, en la calle, un noctámbulo discutía con otro interrumpiendo el tránsito. El diariero me ofreció la “Crónica” y se la pagué sin esperar el vuelto. Había salido la luna y esa parte de la ciudad se destacaba nítida contra un cielo aterciopelado, más claro sobre la Iglesia del Pilar. Y yo pensé que era bueno estar de regreso, continuando el tiempo de mi vida y absorbiendo de golpe y para siempre toda la humedad de Buenos Aires.

FIN


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