Es
bueno estar otra vez en Buenos Aires. La gente no ha cambiado y hay olor a
limo, a asfalto y los jacarandaes me echaron su espesa bocanada no bien el
automóvil enfiló por Libertador. En el hotel, la gente me trató con deferencia,
no muy seguros de mi origen ni de mis posibilidades y luego, cuando disqué el
número de mi hermana, casi estuvo a punto de llorar. Por la ventana, Buenos
Aires estaba gris y sujeta, como siempre, al artificio de una nube baja que
borra los edificios y me produce asma. La estación de Retiro sigue siendo el
ferrocarril y el reloj de los ingleses, pero más allá de los elevadores, el río
es la sorpresa permanente tal como si uno no pudiera convencerse de la
estupidez de los conquistadores, edificando la ciudad en un pozo.
Ya
hace una semana que estoy aquí. Ya visité a mi hermana y comprobé que nos
separan los genes, mi pobreza y su incapacidad. Anteayer, en Florida y Córdoba,
cuando alguien me pidió una dirección, pensé que volvía a ser argentina. El
diario “La Nación” se ocupó de mi regreso y la noticia -diez por dieciocho-
ocupó exactamente un espacio similar al de mi vida en los tres millones de
kilómetros cuadrados, entre veintidós millones de desarraigados.
Hacia
el segundo fin de semana el conserje extrajo la nota de mi casillero y me la
entregó con la acostumbrada displicencia.
-Para
usted -dijo secamente.
Deberían
dejar de lado la agresividad, me dije. Deberíamos. También yo sintiéndome un
ciudadano trascendente había sido agresiva.
Ahora
enseñaba literatura a medio centenar de caras granujientas y extranjeras y era
distinta a mi conserje; usaba otra pasta dentífrica, fumaba otros cigarrillos,
hubiera sido incapaz de recordar viejas pasiones o fobias compartidas. La nota,
en fin, estaba escrita a lápiz y la letra no era de las mejores. Pero leí el
apellido claramente: decía, Iglesias. Alguna vez, ese apellido de modestas
resonancias fue para mí la determinación del mundo. Habría otros Iglesias; se
daba el caso de nombres y apellidos semejantes, mi propio caso al fin. Me
confundían con los descendientes de un Fulano ilustre, me atribuían parentescos
con los del Perú, creo que hasta con Madama Lynch. Siempre había sido un clavel
del aire de las genealogías acostumbrada a pensar que solamente yo era el
principio y el fin de la familia. En el país del cual venía el nombre Iglesias
hubiera sido de pronunciación dificultosa pero en Buenos Aires era una palabra
más, como Moldes o Roccatagliata.
-La
nota fue dejada por una señorita... anoche -dijo el conserje advirtiendo mi
perplejidad.
Y
bien. Un botones entreabrió la puerta y la tarde penetró por ella con el aire
de la calle, las bocinas y una mujer canosa arrastrando sus valijas. Iglesias
era muy rubio, de anchas espaldas, y vestía siempre un pied de poule. Uno cree
estar a salvo de cosas como esa hasta que ocurren. Un día, durante las
vacaciones, al otro lado de la mesa y mirándonos -mezcla de despecho y de
curiosidad-, afirmándose en un tema baladí y ya la vida no vuelve a ser la
misma. La nota en sí tampoco era gran cosa: una bienvenida formal y un número
de teléfono, pero decía Iglesias y de pronto Buenos Aires había comenzado a
zumbar con un rumor harto conocido; las caras granujientas dejaban de existir
en el recuerdo y yo hablaba con los mismos esquemas del conserje. También me
pregunté si valdría la pena insistir, pero de sobra sé que en estos casos la
gente como yo no resiste la curiosidad; que hay un fondo de venganza y mucho de
autocompasión. Volver es el error, pero de algún modo la vida no ofrece tantas
compensaciones como para resistir, más bien configura una larguísima
reiteración en el fondo de la cual yacemos idénticos a lo que fuimos, como un
traje de novia celosamente conservado. ¿Qué habría sido de Iglesias?
También
es cómico dejar de amar. Su pelo era largo y rizado; en la urgencia del abrazo
yo solía mirar con apasionamiento aquel pelo rebelde y rojo, prolongado sobre
el cuello. Tenía grandes pecas en la espalda, y en la piel, un olor a miel y a
vainillas, un ingenuo olor a limpio que mi desazón reencontraba en su ropa, en
las mantas de la cama y hasta en la habitación que compartíamos. Nuestras riñas
llegaban hasta el patio donde la dueña de casa mataba el tiempo curioseando en
las ventanas de los pisos superiores; tensas tardes de amor nos tuvieron como
protagonistas. Es entonces cuando el mundo se convierte en un muchacho que se
llama Iglesias, que nos despierta la sensación de amor.
Debo
decir que no tuve valor o quise contar lo que no fue. Pero estaba de regreso y
las palabras dan un gran salto sobre el tiempo transcurrido. Iglesias llamaba
mi atención, una breve palmadita sobre el hombro y volviéndome encontraba
aquella mirada cerrada por la ira o estrábica de amor, encontraba un orden
férreo al que me había mantenido unida a pesar de una historia trivial de
cobardía o renunciamiento. Más allá del salón de té estaba el teléfono. En el
fondo del bolso encontré una moneda de veinticinco céntimos de dólar y tuve
piedad de mí, la desarraigada. Debí pensar que Iglesias también había continuado
la vida y que sería bien joven todavía; apenas si lo era yo pero él andaría por
los treinta y tantos. Nos ilusionamos acerca del estancamiento del que va
quedando atrás y acaso uno mismo es quien se rezaga en esta carrera de postas
desdichada. El tiempo, siempre. Al menos, lo que amamos, debiera ser inmutable,
pero ocurre que también los otros se transforman y ya el conjunto no es más que
el campo donde nuestro ejército participa de la gran maniobra. Iglesias, pues,
andaría por los treinta y ocho. No pensaba en él aun cuando su existencia
estuviera adosada a la mía, una piel que guarda abajo la otra piel, y aun otra
y acaso todas las pieles necesarias.
El
número del teléfono tampoco me trajo ninguna conmoción. Siete cifras ordenadas
y la voz de Iglesias contestó (habían pasado casi ocho años entre el amor y la
respuesta somnolienta):
-Ah,
¿sos vos?
Entonces
sin pensarlo seriamente arreglamos una entrevista que sería en su casa, a las
ocho de la noche.
A él
le encantaba aquel tipo de invitaciones. Siempre le había dado importancia el
hecho de que se lo invitara, buscaba el contacto familiar, ansioso de ámbitos y
de compañías. La dirección que me diera quedaba cerca de Belgrano y en las dos
horas que faltaban traté de no pensar. Abandoné el hotel demasiado convencional
y vagué por Santa Fe a la altura de Callao. Pero ocho años de ausencia separan
a la gente y a las cosas; no hubiera sabido entrar en un café para matar el
tiempo y no era tan extranjera como para sentir que los cueros argentinos son
lo mejor del mundo. Por carta conservaba un par de amigos que habían guardado
silencio acerca de Iglesias.
Él -lo
había dicho en el teléfono- sabía de mí por intermedio de Traverso, ahora
radicado en México. Traverso visitó mi departamento en Nueva York la Navidad
pasada. Decía carro en vez de automóvil y exageraba el aire lanzado con las
jotas. Sin embargo, Traverso le escribió a Iglesias acerca de mi nueva vida o
Iglesias lo recordaba ahora. Por fin me decidí a entrar en una confitería y
ocupé una mesa al lado de la puerta. Dos mujeres jóvenes criticaban a una
tercera que acababa de salir. Hablaban de algo ocurrido en Buenos Aires un mes
atrás. Aunque me esforcé no entendía la intención del diálogo y se me escapaban
los nombres y las situaciones. Sentí que estaba cortada por mitades y la idea
me procuró una viva sensación de miedo y repugnancia. Al partir, uno inmola
buena parte de la vida y ahora tenía que aceptar el oscuro resentimiento que se
hacía presente al escuchar los ecos de la conversación ajena. Sin embargo yo
trabajaba bien, me había enamorado nuevamente y gozaba de buenas digestiones.
Fred no era mal tipo, quizá algo apegado a la buena marcha de las cosas, y
aceptaba con empeñosa voluntad lo que se le ofrecía. Todos ellos son así.
Altos, torpes, serios y voluntariosos.
El
mozo dejó frente a mis ojos una irrisoria cantidad de masas y sandwiches cuando
la morocha dijo:
-Ella
creyó que por ser un militar le estaría...
Pero
la anarquía de Iglesias me había llenado de terror; era bien cierto que aquel
derrumbe contagioso dio a mi vida, misteriosamente, hondo significado; que los
días se contaban antes y después de Iglesias. Ahora a veces me sentía feliz. Se
trabaja, se duerme, se transita por un mundo que admite horarios y estaciones
reiteradas pero no es serio que aguardar dos horas por una invitación produzca
tan grande conmoción. Ahora la puerta de la confitería se abrió en imágenes
para que Iglesias entrara con la rubia cabeza descubierta, vistiendo el pied de
poule, garabateando servilletas con sus poesías nunca coronadas por el éxito.
Inclinado hacia mí, sobre la mesa, preguntaba acerca del estado del amor y el
destino de un regalo de cumpleaños, desinteresado de todo, negativo y recio.
Ensayé largo tiempo el adiós que pondría fin a nuestras relaciones y a menudo
pienso que esa historia fue un año de amor y tres de despedidas. Sin embargo,
era mi ser íntegro el que tomaba té un jueves a las siete y diez en Santa Fe y
Cerrito.
No
había una calle ajena en Buenos Aires, no había una esquina ausente en aquellas
entrevistas, pero Iglesias reaparecía en mi vida sólo a merced de unas modestas
vacaciones, en tránsito. Palpé mis manos sobre la mesa, luego mis antebrazos,
memoricé una larga tirada de Shakespeare. Cuerpo, memoria, reflejos componían
una realidad. Las morochas daban cuenta de su té y del casamiento de una prima.
En la ceremonia había estado el Intendente y una actriz de prestigio recitó
para los recién casados. Una ridiculez. Pagué y salí porque era extranjera en
el horario y al fin y al cabo habían llegado las ocho de la noche.
En
Buenos Aires los hombres seguían metiéndose con las mujeres y uno se manejaba
por la calle extrañamente acompañada.
Fred
no hubiera hablado a una mujer desconocida y mis canas lo tenían sin cuidado.
Él hacía el amor con el mismo empeño que aprendía el español o que jugaba al
tenis. A las cinco y cuarto desearía a Vicky un buen fin de semana y quizá
pensaría en mí. Se había divorciado de su mujer en el pasado otoño y pensábamos
casarnos pronto. Vendría con él a la Argentina en las vacaciones próximas y
Fred no entendería nada. Quizá le hablaría de Iglesias pero él se mostraría
leal.
-No te
preocupés -diría.
La
casa de Iglesias estaba a la mitad de cuadra, en la misma vereda de Goethe
Schule. En Belgrano hay muchas casas como esa y me alegré de que Iglesias
hubiera progresado. Quizá se había casado con una mujer rica, cosa que
encontraba razonable y útil. Los hombres como Iglesias no deberían anestesiarse
en el trabajo. Nadie le hubiera pedido trabajo a Van Gogh o a Proust. Ni siquiera
a Gene Kelly o a Alfredo Alcón. Quiero decir que Iglesias me había resultado
siempre insólito y hermoso, lejos de las concesiones cotidianas. El timbre sonó
como una escalita musical y entonces creí escuchar la voz de un niño. La mucama
no era gran cosa pero abrió la puerta del departamento con una simpática
sonrisa.
-¿El
señor Iglesias? -pregunté.
Él
estaba a dos metros de distancia. Vestía un pantalón de franela y un pullover
gris como sus ojos. Había engordado un poco y a los costados de la boca mostraba
dos surcos novísimos confundidos con el hoyuelo del mentón. Los años lo
mejoraban en parte y en parte lo privaban de su encanto. Recordé la tarde en
que el tren nos traía de Bahía Blanca, cuando ambos trabajábamos en el diario y
compartíamos la nota. En el espejo del compartimiento vi su cara muy joven y
sombreada de cansancio; habíamos hecho el amor toda la tarde y la vida de ambos
quedaba reducida a eso. El mundo cabía en una litera del Ferrocarril General
Roca. Todavía nos abrazamos largamente hasta que el guarda llamó para el primer
turno de la noche. Ahora le tendí una mano pero él me atrajo con desenvoltura,
apoyando su mejilla en la mía. También recordé la piel y el olor a vainilla. En
aquellos días, pensando que la vida era construcción, había renunciado a todo
eso. Fred olía a lavanda, y el aire de Nueva York a cemento húmedo. Yo debí ser
la mujer que me saludaba ahora con una sonrisa de simpatía profesional. No
sonreiría si hubieras compartido aquel camarote de ferrocarril, pensé.
-Mi
mujer -dijo Iglesias sin esfuerzo.
Temí
más a su abulia que a la aparición de sucesivas mujercitas como aquella.
Iglesias siempre tuvo la mágica cualidad de reemplazarlo todo; desposeído como
estaba desde niño, sabía despedirse de las cosas, de los seres humanos, de los
lugares que habitaba. Se desprendía del contorno con generosidad: aquella
mujercita u otra ¿qué más daba? El caso es que no era yo. Y yo debí estar en
lugar de la muchacha que era sexual y algo deprimente.
-Hola,
qué gusto -dijo la mujer de Iglesias.
¿Cuántas
veces la habría traicionado ya? No hacían mala pareja, y como ambos eran
bastante jóvenes y hermosos aquella afinidad me entristeció. Una supone que
nadie puede reemplazarla. Se descuenta la imposibilidad de sustitución y un
exclusivo amor. Advertí que la conversación sería difícil porque Iglesias era
mal conversador y yo bastante tímida. No sé cómo funciona su mujer; ella
parecía más bien una de esas muchachas que aguardan taxis a las siete de la
noche por la calle Santa Fe, con las rodillas descubiertas y los largos
mechones del pelo a los costados de un rostro anguloso. Seguramente Iglesias se
habría excitado muchísimo con ella. Él usaba a las mujeres con exageración, por
arranques y ocupando ciclos. Luego, el ciclo era para otra y así siempre. Por
eso preferí la cátedra y tantos años ocupados en cosas ejemplares como la
literatura iberoamericana y Fred. Se me ocurre que yo hubiera sido una mujer
muy entusiasmada, que habría necesitado tocar el cuerpo de Iglesias, todo el
tiempo, que hubiera gritado de terror frente a la desconocida que abría la
puerta de mi casa. También viviría en Belgrano o en el fondo de San Isidro,
donde aún se conservan una o dos casonas coloniales con jazmines y paredes de
color rosado. ¿Sería rica la mujer de Iglesias? Vi sillones de pana gris y una
chimenea de cristal. Entonces llegó el niño. Era alto y pecoso, de unos cinco
años, con la nariz de luchador que yo había admirado en Iglesias y ojos azules.
El pelo rojo se encrespaba sobre un par de orejas perfectas. Vestía una
camiseta a rayas y zapatillas de basquetbol.
-Hola
-dijo y me tendió la mano.
Era
muy simpático. Parecía amasado con harina y agua dulce. La piel blanquísima
estaba muy manchada por las pecas y la boquita aparecía dibujada sobre el
hoyuelo del mentón. Entre las pestañas negras sus aviesos ojos azules me
estudiaron.
-¿Cómo
te llamás? -pregunté espantada.
Se
llamaba Aquiles.
-¿Aquiles?
Sabés que hace muchos años hubo un hombre que...
-Lo sé
-dijo el muchacho apoyando una mano en mi rodilla.
La
mujer de Iglesias sirvió el whisky en vasos anchos y ventrudos. Es muy extraño
ver cómo otra actriz ocupa nuestro lugar en el escenario. Se nos ocurren otros
gestos, pasos distintos. Ellos hablaban de la vida en la Argentina y creí
entender que me envidiaban. Iglesias siempre envidiaba al prójimo. Pero yo
estaba fascinada por el niño y lo toqué con las puntas de los dedos como a un
objeto sagrado.
-¿Cuántos
años tenés? -pregunté con un hilo de voz.
El
muchacho me entregó los ojos más bonitos de la tierra.
-Cinco
-contestó.
En
alguna parte yo había leído que los niños desconfiaban, que los extraños
irrumpían en la vida de los niños como aquel para perturbarlos. Pero Aquiles se
mostraba tan seguro de sí mismo entre mis rodillas que éstas parecían su sitio
natural. Toqué el cuerpecito que olía a caramelo.
-¿Dónde
vivís? -preguntó el chico haciendo caso omiso de sus padres.
Traté
de explicarle lo de Nueva York y le di una precisa descripción de mi casa y de
sus alrededores. Entonces Aquiles respondió que siempre había vivido allí, que
su compañero preferido se llamaba Lito y que me traería a su perro.
-Es un
niño precioso -dije cuando nos quedamos solos.
La
mujer de Iglesias trató de apuntalar la conversación refiriéndose a mi vida.
Pero era inútil: no, no tenía hijos, tampoco estaba casada. Creí oportuna una
mentira:
-Fred
adora a los niños bien educados. Seguramente querrá tener alguno, pronto.
Fred
no se fijaba nunca en los niños; su primera mujer no pudo tenerlos y aquel
problema lo tenía tan sin cuidado como el de mis canas.
-¿Tenés
un novio norteamericano? -preguntó Iglesias seriamente.
-Es
bastante natural, ¿no te parece? -respondí.
La
esposa, que era muy tonta, se echó a reír.
-También
ustedes fueron novios o algo así -agregó.
Algo
así. Al beber el whisky la nariz y parte de mi cara quedaron dentro del vaso.
Ella debería haber visto aquel camarote del General Roca, pensé. Quizá no es
prudente aceptar situaciones como esta, en las que el mundo se vuelve
cómicamente del revés. Hacia el final del viaje el agotamiento de Iglesias no
le impidió decir: “Arrastraremos esto el resto de la vida”. Ahora estábamos de
visita, él de pie, yo sentada en un sofá moteado, bebiendo whisky. Creí que le
decía Pacha, o sería Masha; quiero creer que no se llamaría Marta; digamos
Masha, entonces. Yo no hacía otra cosa más que pensar en el niño; se me había
incrustado en la garganta haciéndome difícil hablar o respirar. No había
contado con que Iglesias tuviera un hijo de Macha o como demonios se llamara.
Un hijo de Iglesias, de todos modos, era un riesgo y una posibilidad con la que
no contara. Ahora pienso que es injusto aquel aspecto del viejo problema. Había
renunciado a Iglesias, no a su hijo. Finalmente, de pie, a mi alrededor, estaba
el mundo. Sentada frente al matrimonio, la estudié con horror en una fantástica
pantalla.
Masha
dijo que él hablaba de mí a menudo y quizá estaba demostrándome su absoluta
despreocupación o tan sólo colocándose en una posición menos secundaria.
Siempre se imagina el pasado mejor de lo que fue; sin embargo, nuestro pasado
había sido realmente hermoso. La idea de tener que comer y conversar aún por
espacio de una hora me pareció insoportable. Ni a ellos ni a mí nos pasaban
grandes cosas, acaso ya lo habíamos pasado casi todo. Ahora hablaban de la vida
en la Argentina tal como ellos la veían desde el departamento de Belgrano. La
mujer de Iglesias dirigía una boutique, la misma donde Iglesias la encontrara
antes de casarse. Pero todos sabíamos que aquí se vive bien aun cuando la
explicación de tal bienestar sea confusa y complicada.
Iglesias
me dijo que trabajaba en una empresa de financiaciones y lo imaginé renunciando
a su preciosa cualidad de soñador. La mujer parecía ganar mucho dinero; pero
aunque ella llevase todo el peso de la casa Iglesias seguiría haciéndose valer;
había sido su insólita costumbre y también su espléndida característica.
Durante nuestras relaciones se había enamorado de una o dos mujeres y a pesar
de eso yo lo respetaba, jamás había perdido mi consideración, lo admiré con
firmeza todo el tiempo. Sólo que no me casé con él, que no viví con él,
siquiera. El niño entró arrastrando un perro de color marrón con orejas suaves
y sedosas que rozaban sus patas delanteras. Siempre seguro de sí mismo depositó
el animal cerca de mis piernas.
-Se
llama Bonnie -dijo.
Era
una perra. El nudo en mi garganta me hacía vacilar. Yo no conté nunca con
aquella trampa elemental que ellos me tendían ahora. Iglesias fue un amante
satisfactorio que me trajo alegrías y dolor. No era justo que yo reencontrara a
Iglesias y, multiplicándolo, al hijo de Iglesias y la casa con aire penetrante
y aun dos o tres objetos conservados de aquella intimidad, objetos vivos, con
la huella de los dedos.
-No
molestés demasiado, Aquiles -dijo Masha con frívola ternura.
Los
ojos de Iglesias me contemplaban sobre el vaso comunicándome impresiones. Había
amado ese color gris, no su expresión; era parco y a menudo brutal. Pero los
ojos de Aquiles sumaban el color a la ternura y esa chispa de curiosidad de la
cual ha de nacer, poco después, todo el milagro de la relación. No era sensato
que ahora apareciera con el niño; cuando se renuncia a un hombre se renuncia a
lo que conocemos de él, su cuerpo, alguna frase memorable, una tarde en el
automóvil junto a los árboles, la noche en que atravesamos el Centro Cívico, su
candor, su cara en el hueco izquierdo del cuello. A nadie se le puede ocurrir
imaginar la existencia de un chico como aquel. Me habían hecho trampas. Yo no
habría renunciado a Aquiles. Nadie hubiera renunciado a un niño amasado con pan
y agua azucarada que sonreía mostrándome su perro:
-Vendré
a buscarte para ir al Zoológico -le dije con la voz ahogada.
Aquiles
movió la cabeza y nuevamente se adhirió a mis rodillas de modo que sentí su
fragilidad y sus huesos delicados.
-¿En
tu país hay muchos animales? -preguntó.
Le
dije con tristeza que él y yo teníamos el mismo país, que me había ido lejos
sólo por trabajo. Pero era idiota tratar de explicarle al chico que la pérdida
de quien era su padre casi me costó la vida. Que yo había visto derrumbarse
aquella torre de amor entre riñas, indignidades y mentiras.
-En
Nueva York podés ver animales dentro de cajas de cristal en un Museo.
-Digo
animales vivos -insistió Aquiles sagazmente.
-Vendré
a buscarte -le prometí-, iremos al Zoológico alguna vez, si tu madre lo
permite.
Masha
dijo que para ella todo estaba bien, y le parecía espléndido que alguien se
ocupara de Aquiles una tarde. Impulsivamente estreché al niño entre mis brazos
pensando que resistiría, pero no lo hizo. Y esta vez Iglesias comprendió.
Cuando dejé el vaso de whisky sobre la mesita baja su rostro se había
contraído.
-Pasemos
a comer -dijo.
La
comida fue muy mala porque Masha había comprado el pollo y la ensalada a último
momento. La ensalada tenía un feo gusto metálico y el pollo estaba crudo, con
rastro de sangre junto a los huesos. El niño comió y bebió juiciosamente y yo
pretendí conversar. La mirada de Iglesias volvió a perderme en una maraña de
recuerdos y de conflictos que quebraban mi serenidad.
-¿Todavía
escribís cuentos? -preguntó.
-Oh,
sí, ahora sin esperanzas.
-Deberías
haber traído algunos para leerlos.
-Claro
que sí -dijo Masha sin mucha convicción.
Se
levantó para acostar al niño y yo adiviné que el pretexto le servía a fines de
ocultar su aburrimiento. Estaba cómoda en un mundo al que ya consideraba
seguro, al que no prestaba demasiada atención, y que le exigía poco. Iglesias
sentía una entusiasta gratitud por la carne que le era útil y estaba el niño
además, también debía ser importante el niño aun cuando el nuevo hubiera deseado
tenerlo conmigo.
-No me
has dicho si ya vas a la escuela -dije.
Dejó
la habitación seguido por su perro. La camiseta fuera del pantalón cortísimo
mostró parte de su piel muy blanca. En seguida regresó con un cuaderno a rayas
donde escribiera: mano, masa, yeso; el perro sentado sobre el cuarto trasero
comenzó a rascarse y Aquiles lo empujó excusándose. Me dijo que él mismo bañaba
a su perro el día sábado; pero el problema estaba en que aún no distinguía bien
un día de otro.
-¿Mañana
es sábado, papá? -preguntó volviéndose hacia Iglesias.
Los
dos rostros rubios enfrentados se llenaron de pequeños surcos y de hoyuelos.
Masha fumaba un cigarrillo con aire pensativo. Por derecho, ella se adscribía a
todas esas cosas que me producían vértigo y derrumbamientos. Le había bastado
ser libre e intentar. Quizá sólo es posible vivir sin reflexiones y ella no se
mostraba demasiado entusiasmada al aceptar un orden de cosas harto natural. Sin
embargo dijo:
-Aquiles,
debés ir a la cama.
-Vendré
a buscarte antes del sábado -prometí.
El
niño levantó los ojos clarísimos y empujó al perro sin contemplaciones.
-Hasta
mañana -dijo ofreciéndose para el beso inevitable.
Si me
echaba a llorar estaba perdida. Ahora Iglesias también compartía en parte
aquellas emociones.
-Siempre
te gustaron los niños -dijo.
-Ahora
es tarde -contesté olvidándome de Fred y mis últimas posibilidades.
-Estabas
demasiado empeñada en escapar -dijo Iglesias con rencor.
Masha
se alejó canturreando con el niño de la mano. Al caminar noté sus espléndidas
caderas y las piernas poderosas. Pero Iglesias insistía:
-Y
bien: ¿te ha ido bien, entonces?
Lo que
pudo haber sido yacía alrededor de Iglesias.
-No
sabía lo de Aquiles -contesté bajo un acceso de asma.
Tomamos
el café discutiendo acerca de la rudeza de los choferes en Nueva York. Una vez
Masha había pretendido comentar lo hermoso de la Quinta Avenida en el mes de
abril y el chofer la había puesto en su lugar: No intente ensayar su inglés
conmigo, dijo. Oh, claro. No todos los yanquis eran así. Afirmándolo, mi vida
me pareció tan vulnerable que dejé morir la conversación. Iglesias, como
siempre, odiaba Buenos Aires. Pero no se decidía a partir. Los padres de Masha
eran dueños de algunas hectáreas de campo en la Patagonia y ellos aguardaban un
porvenir neblinoso con buenos augurios y una tranquilidad heredada. Le recordé
que él había amado el peregrinar por el mundo y que aquel afán ambulatorio me
asustaba tanto como procurarle aburrimiento. Si pensaba en Fred ahora me
pondría enferma. Oh, no, los yanquis eran mucho peor que eso. Lo del chofer
sólo era la espuma de una sucia ola que llegaba con absoluta periodicidad. Un
voraz centro aspirador de vida absorbía la mía en el departamento de Tercera y
Cuarenta y dos a medias pago, a medias eficiente, a medias realizada. Los
norteamericanos me aplicaban una mano férrea para sobrevivir. Los Iglesias iban
al Colón dos veces por semana y en verano alquilaban una pequeña casa en San
Bernardo. Aquel bello torso blanco se llagaba bajo el sol cuando hacíamos el
amor entre los médanos. Ahora una mujer que hablaba jerigonza veía correr al
hijo de Iglesias y se tostaban juntos. Fred y yo veraneábamos en Jimena Bay.
Eran las once y media.
-Me
despediré de Aquiles -dije poniéndome de pie.
El
niño dormía en una cucheta como para marineros. Su pelo rojo brilló bajo el
ángulo de luz de la puerta entreabierta. Lo besé tantas veces que se despertó.
Colocando un dedo dentro de mi boca me sonrió mostrándose conciliador.
-Voy a
dormir -murmuró.
Los
padres me despidieron con sonrisas y descubrí encantada que mi visita había
puesto a Iglesias de un humor de perros.
-Tomemos
otro café por ahí -dijo Iglesias.
Pero
si salíamos juntos a la calle, Buenos Aires sería un ancla a fondo, atándome de
nuevo. Ya en la puerta, Masha me pidió que regresara pronto. Todo el tiempo lo
había pasado deambulando por la casa sin mostrar mucho entusiasmo. Para
vengarme acerqué mi mejilla a los labios de Iglesias.
-Te
llamaré -me prometió.
Yo les
repetía que Aquiles era un niño muy hermoso.
Al
salir, y bajo la sombra de los árboles sentí miedo y estuve a punto de llorar;
caminé por Virrey del Pino hasta Cabildo y tomé un taxi que enfiló hacia la
calle Santa Fe.
-Es
una linda noche -dije.
El
chofer me contó que estaba por guardar el automóvil cuando lo llamaron para llevar
un herido hasta el hospital Fiorito. Una chica joven que sangraba, explicó
volviéndose sobre el asiento. El conserje me entregó el cable de Fred y pensé
qué haría con él mientras el ascensor zumbó hasta el sexto piso. Después lo
eché a un cajón sin enterarme de su contenido.
-He
perdido mucho tiempo -dije en alta voz revisándome las canas-, en realidad
siempre pensé que los yanquis eran unos cerdos.
Si
volvía ahora a la calle, alguien hablaría conmigo, quizá tomaría un café y el
diarero me ofrecería “Crónica” con un horrible titular de drogas y de fútbol.
Si bajaba ahora a la calle llamaría a casa de Iglesias para escuchar el tono de
su voz. El niño pelirrojo dormiría confiado en sus padres jóvenes que fumaban
cambiando frases sobre la cama conyugal. Por esa noche Iglesias no tendría el
gusto atroz. Aunque nunca se sabía de él.
Yo no
había contado con que Iglesias tuviera un niño pelirrojo y una voz muy grave
reclamándome ahora en el teléfono:
-Marta,
oíme.
-Pero
che.
-Escuchame.
Corté
despacio.
Quizá
mañana o antes del sábado si cumplía mi promesa acerca del Zoológico.
Afuera,
en la calle, un noctámbulo discutía con otro interrumpiendo el tránsito. El
diariero me ofreció la “Crónica” y se la pagué sin esperar el vuelto. Había
salido la luna y esa parte de la ciudad se destacaba nítida contra un cielo
aterciopelado, más claro sobre la Iglesia del Pilar. Y yo pensé que era bueno
estar de regreso, continuando el tiempo de mi vida y absorbiendo de golpe y
para siempre toda la humedad de Buenos Aires.
FIN
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