A Adeline Kuang:
Dice que la ciudad
comienza a cansarla. Le aburre contar las ventanas entre las calles del Cristo
y de la Cruz. Ese juego ya no la entretiene. Le sugiero que salgamos a la
campiña pero ella dice que no, que le aterra salir de las murallas, que afuera
todo es insectos, malezas, bestias, indios salvajes. Dice que esta isla se ha
convertido en un castigo, en el antiparaíso, y que ya no sabe qué hacer. Afuera
de las murallas es un infierno, dentro de las murallas es otro infierno, y ya
le cansa contar ventanas.
Desde la última
invasión de los holandeses, hace dos años, no se encuentra un libro para leer.
La ciudad quemada, casi en ruinas; la catedral silenciosa. Ya no se oye el
repicar de las campanas que se robaron los holandeses sacrílegos, ni la música
del órgano que destrozaron con sus hachas. Las paredes de las casas están
cubiertas de cenizas. Y ese persistente olor a quemado, a hecatombe, ha
cambiado el aire que se respira en la ciudad. El cielo es un domo de nostalgia,
el cabalgar de los caballos es diferente; nada, nada es igual en San Juan
Bautista.
«Es el fin del mundo»
dice ella de pie, en el medio de la sala, mirando las vigas del techo y
soltándose el largo cabello negro que yo tanto amo; y así, vestida con su traje
blanco, de pronto se sienta en el suelo, en el mismo centro de la sala, y con
los codos sobre las rodillas empieza a llorar de golpe. Las esclavas corren a
socorrerla pero ella ordena que la dejen quieta, que no le pasa nada; me mira a
través de las lágrimas y repite que es el fin del mundo, que los holandeses nos
han robado la ciudad. Devastado, impotente, la miro en silencio porque no sé
qué decir.
La dejé en el muelle
de la Puerta de San Juan y luego subí a mi balcón. Desde entonces me he negado
a bajar. Vi su barco partir de la bahía: me dijo adiós con su mano enguantada
mientras nos mirábamos en silencio. Ella con sonrisa inevitable, dolorosa; yo
con lágrimas que ella no podía ver porque estaba lejos. El barco zarpó. María
Cristina en su ancho traje de algodón rosado, al lado del mástil principal, me
saludaba despacio. Yo veía el agua tan azul de la bahía, el traje volátil de mi
mujer azotado por la brisa, las velas del galeón que ondulaban como alas
gigantescas; blancas y leves flotaban en el viento. Y esa brisa se llevó la
nave. Tras llegar a la boca de la bahía desapareció rumbo a Sevilla. Y yo sigo
aquí en el balcón, sentado, escrutando día tras día el vil horizonte.
Esa procesión que
pasa frente a mi casa, afligida y nocturna, no me emociona. Apenas escucho el
rosario que las mujeres repiten en voz baja. Sigo sentado en mi balcón, velando
el horizonte debajo de la luna. Esas antorchas y farolas que con su luz abren
la noche, ya no me importan nada. La Semana Santa no significa nada. Este
próximo domingo, Día de la Resurrección, no tendré nada que celebrar. La
Catedral no podrá doblar las campanas, el coro cantará sin órgano y yo dormiré
sin el aroma suave del cabello de María Cristina. Es el fin del mundo.
Anoche pasó otra
procesión frente a mi casa. Aún quedan cabos de vela en la calle. Las señoras y
las niñas vestían de negro, cubrían sus cabezas con mantillas negras, y la luz
amarillenta de las teas y farolas iluminaba las ventanas que mi mujer ya no
quiso contar. Yo escuchaba la letanía de las caminantes y la recordaba a ella
en esa misma calle, su traje blanco en el sol, pero me bastaba cerrar los ojos
un instante para recordar el galeón que abandonó la bahía lentamente, el traje
rosado enardecido por el viento, el guante blanco diciéndome adiós.
Me acusan de
misantropía. Quieren que renuncie a mi balcón. Mis amigos me invitan a la plaza
o quieren llevarme a cabalgar. Me sugieren que tome el sol. Los veo a todos muy
preocupados y los comprendo, creo que yo haría lo mismo por un amigo, pero es
que a mí ya no me importa. Ayer estuve a punto de insultar al Obispo, quien
permaneció casi toda la tarde conmigo en el balcón e insistió en escuchar mi
confesión, pero me negué a contarle nada. Me dice que estoy enfermo, que
padezco melancolía, y me pide que lo acompañe a la Catedral, a ese mismo
edificio de paredes chamuscadas que tanta tristeza causó a mi mujer desde que
se quedó sin música ni campanas. Pero no me importa lo que piense él ni nadie.
Así se lo dije esta mañana al mismo Gobernador, quien también vino a pedirme
que abandonara el balcón. Me habló sobre mis deberes ante los súbditos de la
corona, ante el Rey, ante Dios. Luego, en tono severo, me recordó que soy
biznieto de conquistador y médico de la ciudad. Dijo que los enfermos me
necesitan. Mientras me hablaba bostecé muchas veces y me dediqué, como siempre,
a examinar el horizonte en espera del traje ancho de María Cristina.
Mis esclavas, las
pobres, no dicen una palabra. Cuando traen las bandejas de comida creo ver algo
de tristeza en sus ojos, aunque no puedo estar seguro porque sé que nunca me
han querido. No importa. Seguirán llevándose las bandejas como las trajeron,
sin tocar, con la comida intacta, y yo me quedaré en el balcón esperando el
galeón que deberá volver. Lo que me han dicho mis amigos con voz temblorosa, y
luego repetido el Obispo y el Gobernador en tono misericordioso, no es cierto.
Es una mentira abominable. Sé que no hubo ninguna tormenta en alta mar. Es sólo
un rumor. Tiene que serlo. Yo esperaré en este balcón hasta que vuelva el
galeón, sus velas tremolando como alas gigantescas. El traje rosa estará junto
al mástil. Volveré a sentir el aroma suave del cabello de mi mujer, la caricia
lenta de su mano en mi rostro.
2004
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