No había despuntado aún el sol, y sobre el Vesubio flotaba
un ancho banco gris de niebla, que se extendía hasta Nápoles, ensombreciendo
las pequeñas aldeas del litoral. El mar estaba en calma. Pero en el barrio
marinero, situado en una estrecha ensenada bajo los altos acantilados de
Sorrento, bullían ya los pescadores, con sus mujeres, afanándose por arrastrar
a tierra las barcas, atadas con larguísimas maromas, en las que se distinguían
las redes, colgadas fuera de ellas para pescar durante la noche. Otros
preparaban el aparejo de sus embarcaciones, arreglaban el velamen y sacaban los
remos y pertrechos de las grandes cuevas excavadas profundamente en la roca,
que, bajo su bóveda enrejada, almacenaban durante la noche los útiles de pesca.
Nadie había ocioso o desocupado; hasta los más ancianos, los que ya nunca se
hacían a la mar, se incorporaban también a la larga fila de los que arrastraban
las redes; y aquí y allá, alguna abuelita devanaba el huso sobre uno de los
lisos terrados, o se ocupaba en cuidar del nietecillo, mientras la hija ayudaba
al marido en la faena.
-¡Eh, Rachela, mira! ¡Ahí viene nuestro padre Curato(2)!
-dijo una anciana, dirigiéndose a una chiquilla no mayor de diez años, que
agitaba su pequeño huso junto a ella-. Ahora mismo sube a la barca; Antonino le
llevará a Capri. ¡María Santissima, el buen señor está todavía adormilado!
Y diciendo esto hizo señas con la mano a un minúsculo y
risueño sacerdote que, al pie mismo de ellas, acababa de acomodarse en la
barca, después de haber doblado cuidadosamente su manteo, extendiéndolo sobre
uno de los bancos de madera. Los que se hallaban en la playa interrumpieron un
instante su tarea para ver partir a su párroco, que saludaba cariñosamente a
derecha e izquierda.
-¿Por qué tiene que ir a Capri, abuela? -preguntó la niña-.
¿Es que no hay allí párroco y tienen que pedirnos prestado el nuestro?
-No seas simple -dijo la vieja-. Allí tienen más que
suficientes, y también muchas iglesias bonitas, y hasta un ermitaño, cosa que
nosotros no tenemos. Lo que sucede es que allí vive una signora muy principal,
que vivió mucho tiempo aquí, en Sorrento, y estuvo una vez tan enferma, que el
padre tuvo que llevarle el Santísimo más de una vez, porque pensaban que no
pasaría de esa noche. Pero la Santísima Virgen se apiadó de ella, de manera que
se puso otra vez sana y buena, y hasta pudo bañarse de nuevo en el mar todos
los días. Cuando se fue de aquí para Capri regaló un buen montón de ducados a
la iglesia y a los pobres, y dicen que no quiso marcharse hasta que el padre le
prometió visitarla allí donde vive ahora para confesarse con él. Es asombrosa
la estima en que le tiene la señora; y podemos estar bien contentos de tener
por párroco a una persona que tiene prendas de sobra para ser arzobispo, y a
quien consultan los señores importantes. ¡Que la Virgen le acompañe!
Y diciendo esto agitó la mano en dirección al bote, que se
preparaba en aquellos momentos para desatracar.
-¿Tendremos un día despejado, hijo? -preguntó el sacerdote.
Y miró con expresión dubitativa hacia Nápoles.
-El sol no ha salido todavía -replicó el muchacho-. Cuando
salga terminará, sin duda, con este poco de niebla.
-Pues date prisa, para que lleguemos antes del calor.
Antonino acababa de aferrarse a uno de los largos remos con
objeto de dejar la barca en completa libertad, cuando se detuvo de pronto y
escudriñó las alturas del escarpado sendero que llevaba desde la villa de
Sorrento hasta el barrio marinero.
Apareció en lo alto una esbelta figura de muchacha, que
bajaba apresuradamente por el pedregoso camino y hacía señas con su pañuelo.
Traía un bulto bajo el brazo, y su atuendo era bastante pobre. Sin embargo,
tenía un gesto casi aristocrático, aunque un poco salvaje, cuando echaba hacia
atrás la cabeza, y sus negras trenzas, que llevaba atadas en círculo por encima
de ésta, parecían una diadema.
-¿A qué esperamos? -preguntó el párroco.
-Viene a la barca alguien que también querrá ir a Capri. Con
su permiso, padre; no nos retrasaremos por esto, pues se trata de una muchacha
de apenas dieciocho años.
En aquel momento se acercaba ésta corriendo a lo largo del
muro que bordeaba el sinuoso sendero.
-¿Laurella? -dijo el párroco-. ¿Qué tendrá que hacer en
Capri?
Antonino se encogió de hombros. La muchacha se acercaba con
paso ligero y parecía abstraída y recelosa.
-¡Buenos días, Arrabbiata! -alzaron la voz algunos jóvenes
marineros.
Y habrían dicho más cosas, si la presencia del cura no les
hubiese infundido respeto, pues la orgullosa mudez con que la muchacha acogió
su saludo pareció excitar a los impertinentes mozos.
-Buenos días, Laurella -dijo también el sacerdote-. ¿Qué
tal? ¿Vienes también a Capri?
-Si me lo permiten, padre.
-Pregúntale a Antonino, que es el patrón del barco. Cada uno
es dueño de lo suyo, y Dios lo es de todos.
-Aquí hay medio florín -dijo Laurella, sin dirigir la mirada
al joven barquero-. Si pudiese ir por esta cantidad…
-Tú lo necesitarás más que yo -gruñó entre dientes el mozo.
Y apartó unas cestas de naranjas para dejar sitio libre. Las
llevaba para venderlas en Capri, porque la rocosa isla no producía suficientes
para el consumo de sus muchos visitantes.
-No quiero ir gratis -dijo la muchacha, y sus negras cejas
se contrajeron.
-Anda, niña, ven -dijo el sacerdote-. Antonino es un buen
muchacho y no piensa enriquecerse con tu miseria. Ven aquí, salta -y le tendió
la mano-, y siéntate a mi lado. Mira, ¿ves?, ha extendido su chaqueta para que
te sientes con más comodidad. Conmigo no ha sido capaz de hacer eso. Pero la
gente joven es así; por una mocita se afana más que por diez religiosos. Vamos,
vamos, no necesitas disculparte, Tonino. Está dispuesto así por Dios: cada uno
se preocupa por sus iguales.
Entre tanto, Laurella había saltado dentro y se había
acomodado sin decir palabra, después de haber apartado a un lado la chaqueta.
El joven barquero esperó a que hubiese terminado, mascullando algo entre
dientes. Luego empujó con fuerza en el muelle, y la pequeña lancha se deslizó
libremente por las aguas de la bahía.
-¿Qué traes aquí, en este paquete? -dijo el sacerdote,
mientras ella contemplaba fijamente el mar, que resplandecía ya bajo los
primeros rayos del sol.
-Seda, hilo y un pan, padre. La seda la venderé a una mujer
de Capri, que se dedica a tejer cintas y cordones, y el hilo, a otra.
-¿Devanaste tú misma la seda?
-Sí, señor.
-Si mal no recuerdo, tú aprendiste también a tejer cintas.
-Sí, señor. Pero mi madre está otra vez peor y no puedo
salir de casa; además, no podemos pagar un telar útil y de buena calidad.
-¿Está peor tu madre? ¡Vaya por Dios! Pues cuando estuve a
veros por Pascua, ella estaba levantada.
-Sí, pero la primavera es la peor estación del año para
ella. Desde que tuvimos los grandes temporales y los terremotos ha tenido que
permanecer echada, a causa de los dolores.
-No dejes de rezar y de pedirle a la Santísima Virgen que
interceda por ella, hija mía; y sé buena y animosa, para que tu oración sea
atendida -y después de una pausa-: Cuando te acercabas por la playa te
gritaron: «¡Buenos días, Arrabbiata!». ¿Por qué te llaman así? Ése no es un
nombre digno de una chica cristiana, que debe ser siempre dulce y paciente.
El moreno rostro de la muchacha enrojeció, y sus ojos
relampaguearon.
-Se burlan de mí, porque no bailo, ni canto, ni doy tanto
palique como otras. Que me dejen en paz; yo no me meto con ellos.
-Sin embargo, tú tendrías que ser amable con todos. Que
bailen y canten otras, cuya vida es más regalada que la tuya. Pero dar una
palabra amable, también es conveniente para una persona afligida.
Bajó ella los ojos y frunció las cejas, cual si quisiera
ocultar así su negra mirada. Bogaron en silencio un buen rato; el sol
resplandecía, magnífico, sobre las montañas, y la cumbre del Vesubio sobresalía
por entre los jirones de la niebla que envolvía aún sus laderas, mientras las casas
de la llanura de Sorrento deslumbraban de blancura entre los verdes naranjos.
-Laurella, ¿no has vuelto a saber nada de aquel pintor,
aquel napolitano que quiso casarse contigo? -preguntó el cura.
Negó ella con la cabeza.
-Entonces comenzó a pintarte un cuadro. ¿Por qué le
rechazaste?
-Y ¿para qué querría él hacer eso? Hay otras mucho más
bonitas que yo. Y después, quién sabe a lo que hubiera llegado; mi madre dijo
que podía hechizarme con eso y perjudicar mi alma, o incluso llevarme a la
muerte.
-No creo que fueran cosas tan lamentables -dijo gravemente
el sacerdote-. ¿No estás siempre en manos de Dios, sin cuya voluntad no caerá
ni un solo cabello de tu cabeza? Y ¿ha de ser más fuerte que el Señor un hombre
con un cuadro? Además, bien podías tú ver que te quería bien. De otro modo,
¿cómo hubiera querido casarse contigo?
Ella callaba.
-¿Por qué le rechazaste, di? Era un buen muchacho, un chico
como Dios manda, y hubiera podido sosteneros a ti y a tu madre mucho mejor de
lo que tú puedes ahora, tejiendo y devanando seda.
-Nosotras somos pobres -dijo con vehemencia-, y mi madre
está enferma desde hace mucho tiempo. Habría sido una carga para él. Además, yo
no valgo para casarme con un señorito; cuando sus amigos hubiesen ido a verle
se habría avergonzado de mí.
-¿Qué estás diciendo? Yo te digo que él era un hombre muy
cabal. Y por si fuera poco, quería mudarse a Sorrento, para vivir allí. No, no
volverá tan pronto una persona así, como caída del cielo, para ayudaros.
-¡No quiero marido, nunca, jamás! -dijo ella, tercamente y
como ensimismada.
-¿Es que has hecho voto, o quieres entrar en un convento?
Ella negó de nuevo con la cabeza.
-Tienen razón las personas que te echan en cara tu
terquedad, aunque el nombre que te han puesto no sea muy bonito. ¿No se te ocurre
pensar que no estás sola en el mundo y que con esa testarudez haces más dura la
vida de tu madre enferma y agravas su misma enfermedad? ¿Qué motivos de peso
puedes tener tú para rehusar la mano honrada y sincera que quiere sosteneros a
ti y a tu madre? ¡Contesta, Laurella!
-Tengo un motivo -dijo ella en voz baja y titubeando-. Pero
no puedo decirlo.
-¿Qué no puedes decirlo? ¿Ni siquiera a mí, tampoco? ¿Ni
siquiera a tu confesor, a quien te confías en todo lo demás, y que sólo busca
tu bien?
Ella esbozó un gesto con la cabeza.
-Descarga tu corazón, niña. Si tienes razón, yo he de ser el
primero en dártela. Pero eres joven y conoces poco el mundo; y te arrepentirías
luego, tardíamente, si echaras a perder tu felicidad por culpa de unos
pensamientos infantiles.
Ella arrojó una mirada furtiva y recelosa sobre el muchacho,
que remaba afanosamente, sentado en el otro extremo del bote, con su gorrilla
de lana calada hasta las orejas. Tenía la mirada clavada en el mar y parecía
totalmente abstraído en sus pensamientos.
El sacerdote captó la mirada e inclinó el oído hacia ella.
-Yo no he conocido a mi padre -susurró, y sus ojos se
ensombrecieron.
-¿Tu padre? Creo que murió cuando tú tenías apenas diez
años. ¿Qué tiene que ver tu padre (Dios le tenga en gloria) con tu testarudez?
-Usted no le ha conocido, padre, y no sabe que sólo él es el
culpable de la enfermedad de mi madre.
-¿Cómo puede ser eso?
-Porque él la maltrató y le pegaba y la pisoteaba. Aún me
parece estar viendo las noches en que regresaba a casa enfurecido. Ella no le
replicaba ni una palabra y hacía todo lo que él mandaba; pero él la pegaba de
tal modo, que el corazón quería saltarme en pedazos. Yo me cubría la cabeza con
la sábana y fingía dormir, pero me pasaba la noche llorando. Y él, cuando la veía
tirada en el suelo, se transformaba súbitamente, la levantaba en brazos y la
besaba de tal modo, que ella gritaba que la iba a ahogar. Mi madre me prohibió
decir una palabra a nadie; pero todo esto la ha consumido y debilitado tanto,
que nunca más ha vuelto a tener salud desde que murió él, hace ya muchos años.
Y si mi madre se muere antes de tiempo (no lo permita Dios), yo sé bien quién
es el que la ha tronchado.
El curita meneó la cabeza y parecía indeciso sobre el
problema de hasta qué punto debía dar la razón a su joven penitente.
Finalmente, dijo:
-Perdónale, como tu madre le ha perdonado. No fijes más tus
pensamientos en aquellas tristes escenas, Laurella. Ya vendrán mejores tiempos
para ti, tiempos que te harán olvidar todo lo anterior.
-No puedo olvidarlo -dijo ella, con un estremecimiento-. Y
sepa usted, padre, por qué quiero permanecer soltera: para no tener que estar
sometida a nadie que me maltrate primero y luego me acaricie. Ahora, si alguien
quiere pegarme o besarme, yo sé defenderme; pero mi madre no podía defenderse,
ni evitar las palizas ni los besos, porque estaba enamorada de él. Yo no quiero
querer a nadie por cuya causa llegue a verme algún día enferma y en la miseria.
-Eres una criatura y hablas como quien no sabe nada de lo
que pasa en la vida. ¿Son, acaso, todos los hombres como tu pobre padre, que se
entregan por completo a cada capricho y pasión, y se portan mal con sus
mujeres? ¿Es que no has conocido tú muchos hombres como es debido entre los
vecinos del pueblo, y mujeres que viven en paz y concordia con sus maridos?
-Nadie sabía tampoco cómo era mi padre para con mamá, pues
ella se hubiera muerto mil veces antes que decírselo a nadie, o quejarse de
algún modo. Y todo esto, porque le quería. Si con el amor ocurre que le tapa a
uno la boca cuando se debe pedir auxilio y deja al desamparado frente al
criminal en situación que éste pueda matarle si se le antoja, no quiero
entregar mi corazón a ningún hombre.
-Te digo que eres una criatura y no sabes lo que dices.
Cuando te llegue tu hora, el corazón te preguntará si quieres amar o no, y
entonces, de nada te servirá todo lo que tienes ahora en la cabeza -y
prosiguió, tras una pausa-: Y el pintor aquel, ¿le creías también capaz de
haberte maltratado?
-Él ponía los mismos ojos que yo veía poner a mi padre
cuando pedía perdón a mamá y quería abrazarla para decirle otra vez palabras
tiernas. Conozco bien estos ojos. Puede ponerlos muy bien una persona que lleva
dentro del corazón la idea de golpear a su mujer, que no le ha hecho daño
alguno. Me horroricé cuando vi otra vez esos ojos.
Después de esto se sumió en un obstinado silencio. El
sacerdote también calló. Reflexionaba en los muchos buenos consejos y máximas
que hubiera podido oponer a las ideas de la muchacha. Pero la presencia del
joven barquero, que desde el término de la confesión se había tornado
visiblemente desasosegado, selló sus labios. Cuando, tras un viaje de dos
horas, arribaron al pequeño puerto de Capri, Antonino transportó en brazos
desde la barca al reverendo señor, por encima de las últimas olas, y le
depositó respetuosamente en tierra.
No quiso esperar Laurella a que vadease de nuevo el agua
para recogerla. Tomó su chal, cogió sus pequeños zuecos en la mano derecha, el
paquete en la izquierda y chapoteó ágilmente hasta tierra.
-Hoy me quedaré en Capri bastante tiempo -dijo el padre- y
no es preciso que esperes por mí. Quizá vuelva a casa mañana por la mañana. Y
tú, Laurella, cuando regreses, saluda a tu madre de mi parte. Os visitaré esta
misma semana. ¿Sin duda, volverás antes del anochecer?
-Sí, si hay posibilidad -dijo la niña, mientras ponía en
orden su falda con lentitud y desgana.
-Sabes que yo tengo que volver también -dijo Antonino, con
una voz todo lo indiferente que le fue posible-. Te esperaré hasta la hora del
Angelus. Si a esa hora no estás de vuelta, me da igual; me marcharé de todos
modos.
-Tienes que volver, Laurella -intervino el curita-. No debes
dejar sola a tu madre ninguna noche. ¿Tienes que ir muy lejos?
-Hasta Anacapri, en una viña.
-Pues yo, por mi parte, me voy corriendo a Capri. Vete con
Dios, niña, y tú también, hijo mío.
Laurella le besó la mano y dejó caer un saludo que debían
repartirse por igual el padre y Antonino. Éste, empero, no se consideró
incluido en él; él quitó la gorra ante el padre y no se dignó mirar a Laurella.
Pero cuando ambos le hubieron vuelto las espaldas dejó ir su
mirada breves instantes con el reverendo, que se alejaba trabajosamente por el
camino sembrado de grava y guijarros, y se volvió después hacia la muchacha,
que había comenzado a ascender a la derecha, con la mano puesta ante los ojos
para resguardarlos del riguroso sol.
Antes que el camino se perdiese allá arriba por entre
tapias, detúvose ella un momento como para tomar aliento y volvió la cabeza. El
barrio marinero quedaba abajo, a sus pies. En derredor se alzaban las ásperas y
escarpadas rocas, y el mar refulgía de esplendente azul; era un espectáculo
digno en verdad de contemplarse. El azar dispuso que su mirada, al posarse
sobre la barca de Antonino, se encontró con la que éste había dirigido hacia
ella. Ambos esbozaron ese gesto de las personas que quieren disculparse de algo
sucedido por equivocación, tras de lo cual, la muchacha prosiguió su camino con
aspecto sombrío.
*
Faltaba tan sólo una hora para el mediodía, y ya estaba
sentado Antonino en un banco ante la taberna del pueblo desde hacía dos. Algo
debió de venírsele de pronto a las mientes, pues saltó de su asiento, echó a
andar a pleno sol y escudriñó atentamente los caminos que a derecha e izquierda
conducen, respectivamente, a dos pueblecitos de la isla.
-El tiempo está dudoso -dijo a la patrona de la hostería-.
Parece despejado, pero yo conozco bien estos colores del mar y el cielo.
Precisamente los observé antes que descargase la última galerna, cuando me las
vi y me las deseé para poder llevar a tierra a aquella familia inglesa. Lo
recordaréis, seguramente.
-No -dijo la mujer.
-Pues hoy os acordaréis de mí cuando cambie el tiempo antes
del anochecer.
-¿Hay muchos señores allá? -preguntó la tabernera, después
de una pausa.
-Ahora, precisamente, comienza a haberlos. Hasta ahora
tuvimos mal tiempo. Los que vienen por los baños prefieren esperarse.
-La primavera llega con retraso. ¿Habéis ganado allí más que
nosotros aquí, en Capri?
-Si yo me hubiese dedicado solamente a la barca, no habría
tenido ni para comer macarrones dos veces por semana. De cuando en cuando
llevar una carta a Nápoles, o dar un paseo por el mar a un señor que quería
pescar con caña, esto era todo. Pero ya sabéis que mi tío posee grandes naranjales,
y es un hombre rico. «Tonino -dice-, mientras yo viva, no has de pasar penas, y
después, también me preocuparé de ti». Así he pasado este invierno, con la
ayuda de Dios.
-¿Tiene hijos vuestro tío?
-No. No se casó y estuvo mucho tiempo en el extranjero,
donde reunió buenas pesetas. Ahora tiene en proyecto montar una gran factoría
de pesca y quiere ponerme al frente del negocio, para que lo vigile.
-Veo que sois un hombre de buen porvenir, Antonino.
El joven barquero se encogió de hombros.
-Todos tenemos que llevar nuestra carga -dijo.
Se levantó de un salto y miró de nuevo a derecha e
izquierda, oteando el tiempo, aunque debía de saber que éste sólo tiene un
punto de origen en el cuadrante.
-Os traeré una botella más. Vuestro tío puede pagarla -dijo
la mesonera.
-No, no; solamente un vaso. Tenéis un vino demasiado fuerte;
mi cabeza está ya ardiendo.
-No entra en la sangre. Podéis beber cuanto queráis.
Precisamente llega ahora mi marido, con quien tenéis que sentaros y charlar un
ratito.
Venía, en efecto, bajando de la altura el gallardo padrone
de la posada, con la red colgada de la espalda y la roja gorra sobre los
ensortijados cabellos. Había llevado a la ciudad el pescado que le había
encargado la noble señora de marras, para obsequiar al párroco de Sorrento.
Cuando le divisó el joven barquero, le dirigió con la mano una cordial
bienvenida, se sentó a su lado en el banco y comenzó en seguida a preguntar y a
contar cosas.
Traía, precisamente, su mujer una segunda botella de
legítimo Capri cuando la arena de la playa crujió a la izquierda de ellos y
vieron venir a Laurella por el camino que trae de Anacapri. Saludó con un breve
gesto y se quedó en pie, encerrada en un indeciso mutismo.
Antonino se levantó.
-He de irme -dijo-. Es una chica de Sorrento que vino esta
mañana con el señor cura y quiere estar de regreso junto a su madre, que está
enferma, antes que sea de noche.
-Bueno, bueno, aún queda mucho tiempo para que anochezca
-dijo el pescador-. Tendrá tiempo de beber un vaso de vino. Hola, parienta,
trae acá un vaso más, para la chica.
-Muchas gracias, no bebo -dijo Laurella, y volvió a sumirse
en su retraimiento.
-Llena el vaso, mujer, llénalo. Le gusta hacerse rogar.
-Déjela -dijo el muchacho-. Tiene una cabeza muy dura, y lo
que no quiere una vez, no hay santo que se lo haga aceptar.
Y con esto se despidió con brevedad, corrió hacia la
embarcación, soltó la amarra y quedó en espera de la muchacha. Ésta saludó otra
vez a los dueños de la taberna y se dirigió hacia la barca con paso lento y
premioso. Miró a todos lados, como si esperase encontrar alguien que la
acompañase en el viaje; pero el barrio marinero estaba desierto; los pescadores
dormían, o habían salido al mar de pesca, con redes y cañas; algunas mujeres y
niños se sentaban en los quicios de las puertas, dormitando o haciendo punto, y
los forasteros que habían ido allí aquella mañana esperaban la hora más fresca
del día para regresar a sus lugares. Laurella no pudo tampoco prolongar mucho
tiempo su indagación, pues antes que pudiese pensar en resistirse, Antonino la
cogió en brazos y la llevó a la barca, como si fuera una niña. Saltó él detrás,
y con pocos golpes de remo se hallaron en pleno mar. Ella se había sentado en
la proa de la lancha, dándole casi la espalda a él, que sólo podía ver su
perfil. Sus facciones estaban ahora más serias que de costumbre. Sobre su
delicada frente caían espesos los cabellos; las finas aletas de la nariz
temblaban en un gesto obstinado, tan característico en ella, y la madura boca,
de labios redondos y suaves, permanecía cerrada firmemente.
Cuando hubieron navegado un buen rato en este silencio se
resintió ella del ardor del sol, sacó el pan del talego de lienzo que lo
envolvía y se sujetó éste sobre las trenzas. Luego comenzó a comer del pan,
pues no había almorzado nada en Capri.
Antonino no pudo ver esto mucho tiempo. Rebuscó en uno de
los cestos, que por la mañana había estado lleno de naranjas, sacó dos y dijo:
-Aquí tienes algo para acompañar el pan, Laurella. No creas
que las he reservado para ti. Rodaron desde la cesta y las encontré en la barca
cuando vine para dejar en ella las dos banastas vacías.
-Cómetelas tú; yo tengo bastante con mi pan.
-Son refrescantes para el calor, y tú has andado mucho.
-Me dieron arriba un vaso de agua, que me refrescó ya.
-Como quieras -dijo él, y las dejó caer de nuevo en la
cesta.
Nuevo silencio. El mar brillaba como un espejo, y apenas
hacía ruido al chocar con la quilla. Blancas gaviotas, de las que anidan en las
grietas de los acantilados, describían sus lentos círculos, acechando su presa
silenciosamente.
-Podrías llevar las naranjas a tu madre -recomenzó Antonino.
-Tenemos todavía en casa, y si se terminan, iré yo y
compraré más.
-Llévaselas, de todos modos con un saludo de mi parte.
-Ella no te conoce a ti.
-Puedes decirle tú quién soy.
-Yo tampoco te conozco.
No era la primera vez que negaba ella conocerle. Un año
antes, precisamente cuando el pintor de marras acababa de llegar a Sorrento, se
lo encontró ella un domingo que Antonino jugaba, con otros mozos del pueblo, en
la ancha plazoleta que hay al final de la calle Boccia. Allí se encontró
también Laurella al pintor por vez primera; ella, que traía sobre la cabeza un
cántaro de agua, caminaba sin fijarse en él. El napolitano, sorprendido de su
aspecto, detúvose para mirarla; se encontraba en plena acera, en medio del
círculo del juego, y con dos pasos hubiera podido salir de él; pero una áspera
bola que chocó violentamente contra la articulación de su tobillo le hizo
recordar de pronto que aquél no era el lugar más apropiado para perderse en
ensueños. Miró a su alrededor, esperando una disculpa. Pero el joven marinero
que había lanzado el golpe le miraba silencioso y ceñudo, rodeado de sus
compañeros, y el forastero juzgó conveniente evitar un cambio de palabras y se marchó
discretamente. Pero es el caso que en el pueblo se habló del incidente y se
volvió a comentar cuando el pintor hizo la corte abiertamente a Laurella.
-No le conozco -dijo ésta, indignada cuando el pintor le
preguntó si le rechazaba a él por causa de aquel mozo insolente y descortés.
También habían llegado a oídos de ella esas habladurías.
Desde entonces, siempre que se cruzaba con Antonino le recordaba y reconocía
bien.
Y he aquí que, ahora, estaban ambos sentados en la
embarcación, como dos enemigos irreconciliables, y a ambos les golpeaba
mortalmente el corazón. El rostro de Antonino, por lo demás tranquilo y
bondadoso, estaba intensamente arrebolado. Golpeaba rítmicamente el agua, con
tanta fuerza, que la espuma salpicaba hasta él, y sus labios se estremecían
como si murmurase entre dientes ásperas palabras. Ella, por su parte, hacía
como que no le veía, ponía su gesto más indiferente e, inclinada sobre la
borda, dejaba discurrir el oleaje entre sus dedos. Desató luego un pañuelo y
puso en orden sus cabellos, como si estuviese completamente sola en la barca.
Pero sus cejas estaban fruncidas tirantemente y se llevaba con frecuencia las
manos humedecidas a las ardorosas mejillas, para refrescárselas.
Estaban en alta mar y no se vislumbraba vela alguna en el
horizonte. La isla había quedado atrás, y la costa yacía en la lejanía, bañada
en el resplandor del sol. Ni una sola gaviota atravesaba la profunda soledad.
Antonino miró en derredor suyo. Un pensamiento le vino súbitamente a las
mientes; desapareció el sofoco de sus mejillas, y dejó que se hundieran los
remos. Laurella miró instintivamente hacia él, con gesto inquisitivo, pero sin
temor.
-Estoy dispuesto a terminar con esto -prorrumpió el mozo-.
Ha durado ya demasiado tiempo y me maravilla, realmente, que no haya acabado
conmigo. ¿Dices que no me conoces? ¿Es que no has consentido que yo pasease
ante ti como un estúpido, con el corazón rebosante de cosas por decirte? Y tú
me despedías con malas palabras y me volvías la espalda.
-Y ¿qué tenía yo que hablar contigo? -dijo ella, cortante-.
Bien veía que lo que tú pretendías era liarte conmigo. Yo no quiero andar en
boca de las gentes. Y para marido no te quiero a ti; ni a ti, ni a nadie.
-¿A nadie? No dirás eso siempre. ¿Por qué despachaste al
pintor? Porque entonces eras todavía una chiquilla. Algún día te quedarás sola,
y entonces, insensata como eres, aceptarás al primero que llegue.
-Nadie conoce su porvenir. Es posible que cambie de manera
de pensar. ¿A ti qué te importa?
-¿Que qué me importa? -se encolerizó él, y saltó del banco
con tal violencia, que la barca se tambaleó-. ¿Que qué me importa? ¡Y aún
puedes preguntarlo, sabiendo lo que me pasa! ¡Tendría que morir perramente el
que te tratase mejor que yo!
-¿Me he prometido acaso a ti? ¿Qué culpa tengo yo de que tú
seas un majadero? Y ¿qué derecho tienes tú sobre mí?
-¡Ah! -gritó él-. Desde luego, no está escrito; ningún
abogado lo ha redactado en latines, sellándolo después. Pero yo sé que tengo
tanto derecho a ti como a ir al cielo, si me porto como una buena persona.
¿Crees que yo quiero contemplar cómo entras con otro en la iglesia, mientras
las chicas pasan delante de mí con aire de guasa? ¿Debo dejarme afrentar así?
-Por mí, puedes hacer lo que quieras. No pienso atemorizarme
con tantas amenazas. Yo también quiero hacer mi santa voluntad.
-No dirás eso por mucho tiempo -dijo él, y todo su cuerpo se
estremeció-. Soy lo bastante hombre como para no dejar que una testaruda así
eche a perder mi vida. ¿No sabes que ahora estás en mi poder y tienes que hacer
lo que yo quiera?
Estremecióse ella ligeramente y clavó los ojos en él.
-Mátame, si te atreves -dijo lentamente.
-No se debe hacer nada a medias -replicó él con voz ronca-.
Hay sitio en el mar para los dos. No puedo ayudarte, niña -dijo, con un acento
casi comprensivo y como en sueños-; tenemos que hundirnos los dos de una vez,
¡y va a ser ahora mismo! -gritó desgarradoramente, mientras la sujetaba de
pronto con ambos brazos.
Pero al momento retiró la mano derecha, de la que empezó a
brotar abundante sangre; ella le había mordido profundamente.
-¿Dices que tengo que hacer lo que tú quieras? -dijo,
apartándole de sí con un rápido empujón-. ¡Mira, pues, si estoy en tu poder! -y
diciendo esto saltó sobre la borda de la embarcación y desapareció en las aguas.
Reapareció inmediatamente. Su corpiño la ceñía fuertemente,
y sus cabellos, destrenzados por las olas, se le adherían espesos al cuello.
Braceaba afanosamente, nadando sin exhalar una voz, vigorosamente, alejándose
de la barca en dirección a la costa.
El repentino susto parecía haberle paralizado el sentido al
muchacho. Estaba en pie en la barca, inclinado hacia adelante, con la mirada
fija en ella, como si ante sus ojos se desarrollara un milagro. Después de unos
momentos se precipitó a los remos y bogó con energía en dirección a ella,
mientras el piso de la embarcación se iba tornando rojo de la sangre que afluía
cada vez más a su mano. En un abrir y cerrar de ojos estuvo a su lado, pese a
que ella nadaba muy rápidamente.
-¡Por María Santísima -gritó-, sube a la barca! He sido un
estúpido. Dios es testigo de que se me nubló la razón. Como un relámpago del
cielo me vino a los sesos algo que me carbonizó, y ya no supe lo que hacía o
decía. No me perdones, Laurella; sólo debes salvar tu vida y subir otra vez a
la barca.
Ella siguió nadando, como si nada hubiese oído.
-¡No puedes llegar a tierra, aún quedan dos millas! ¡Piensa
en tu madre! ¡Si te sucediese una desgracia, yo me moriría de tristeza!
Ella midió con una ojeada la distancia a que se hallaba de
la costa. Luego, sin contestarle a él, nadó hacia la barca y asió la borda con
ambas manos. Precipitóse él a ayudarla; su chaqueta, que estaba echada en el
banco, resbaló y cayó al agua cuando la barca se escoró fuertemente por el peso
de la muchacha. Subió ésta ágilmente y se encaramó en su primitivo asiento.
Cuando él la vio a salvo se aferró de nuevo a los remos. Ella retorcía su
empapada chaquetilla y escurría el agua de sus trenzas. Al hacer esto miró al
suelo de la barca y descubrió entonces la sangre. Arrojó una rápida mirada a la
mano, que guiaba el remo como si fuese insensible al dolor.
-¡Eh, mira ahí! -dijo ella, y le alargó su pañuelo.
Movió él la cabeza y continuó remando. Finalmente levantóse
ella, se acercó a él y ató fuertemente el pañuelo alrededor de la honda herida.
Luego le quitó el remo de la mano, aunque él se resistió, y se sentó a su lado,
sin dirigirle la mirada; fijó los ojos en el remo, enrojecido de sangre, y
empujó la barca adelante con enérgicos golpes.
Ambos estaban pálidos y silenciosos. Cuando se hallaron
cerca de tierra se cruzaron con ellos unos pescadores que querían arrojar sus
redes durante la noche; saludaron a gritos a Antonino y lanzaron alguna broma a
Laurella, pero ninguno de los dos levantó la vista ni respondió una sola
palabra.
El sol brillaba aún bastante alto sobre Procida cuando
arribaron al puerto. Laurella escurrió su chaquetilla, casi totalmente seca ya,
y saltó a tierra. Allí, sobre la azotea, estaba otra vez la anciana que la
había visto partir por la mañana.
-¿Qué te has hecho en la mano, Tonino? -gritó desde arriba-.
¡Cristo bendito, si la barca está llena de sangre!
-No es nada, commare -contestó el mozo-. Me desgarré con un
clavo que sobresalía demasiado. Mañana se habrá pasado ya. Esta maldita sangre
es sólo de la mano, y parece más grave de lo que es en realidad.
-Voy a bajar para ponerte un emplasto de hierbas,
comparello. Espera, que en seguida voy.
-No os preocupéis, commare. Ya ha pasado todo, y mañana
estará olvidado. Tengo una piel muy sana, y las heridas me cicatrizan en
seguida.
Laurella se despidió con un Addio!, y tomó la vereda que
conduce monte arriba.
-¡Buenas noches! -gritó el mozo, sin mirarla.
Luego sacó los aparejos de la barca, retiró las cestas y
subió lentamente los peldaños de piedra de su mísera casa.
*
Anduvo un buen rato yendo y viniendo por las dos únicas
habitaciones de la casa, en las que no había nadie más que él. A través de los
abiertos ventanucos, que tenían por todo cierre unos postigos de madera, corría
el aire algo más fresco que sobre el quieto mar, y el muchacho se sintió a
gusto en aquella soledad. Detúvose ante una imagen de la Madre de Dios y
contempló con devoción la aureola de estrellas de papel de plata que la
rodeaba. No se le ocurrió rezar. ¿Para qué pedir por lo que nunca más esperaba
que sucediera?
El día parecía haberse dormido. Echaba de menos la
oscuridad, porque estaba fatigado, y la pérdida de sangre le había debilitado
más de lo que quería confesarse a sí mismo. Sintió agudos dolores en la mano y,
sentándose en una banqueta, desató la venda. La sangre contenida brotó de
nuevo, y la mano apareció hinchada y tumefacta. Se lavó la herida
cuidadosamente, y tuvo la mano algún tiempo en agua, refrescándosela. Cuando la
sacó pudo apreciar claramente la huella de los dientes de Laurella. «Tenía
razón -se dijo-. Fuí un bestia y no merecí nada mejor. Mañana le devolveré el
pañuelo, por intermedio de Giuseppe. No quiero que ella vuelva a verme». Lavó
también detenidamente el pañuelo y lo extendió luego al sol. Después se vendó
la mano, lo mejor que pudo, con la izquierda y los dientes, tras de lo cual
dejóse caer en la cama y cerró los ojos.
La luz de la luna le despertó, sacándole de su entresueño,
junto con el renovado y agudo dolor de la mano. Saltó de la cama para calmar
las sordas palpitaciones de la sangre con un poco de agua fresca; pero le
detuvo un rumor en la puerta de entrada.
-¿Quién es? -dijo en voz alta, y abrió.
Ante él apareció Laurella.
Sin preguntar nada entró. Despojóse del pañuelo que traía
anudado a la cabeza y depositó una cestilla sobre la mesa, después respiró
hondo.
-Vienes a buscar tu pañuelo, ¿verdad? -dijo él-. Podías
haberte ahorrado la molestia, porque mañana, a primera hora, pensaba haberle
pedido a Giuseppe que te lo llevara.
-No es por el pañuelo -contestó ella al punto-. Estuve en el
monte para traerte hierbas medicinales, que son muy buenas para la hemorragia.
Aquí están -y destapó el cestito.
-¡Cuánta molestia -dijo él, sin aspereza alguna-, cuánta
molestia! Ya está mucho mejor; y aunque estuviera peor, me lo tendría muy bien
merecido. Pero ¿cómo has venido a estas horas? ¡Si te encontrase alguien aquí!
Ya sabes cómo les gusta criticar y andar en chismes, aunque no sepan lo que
dicen.
-No me preocupo de nadie -dijo ella con vehemencia-. Pero quiero
ver la mano y aplicarte las hierbas, pues tú no podrás arreglártelas sólo con
la izquierda.
-Te digo de veras que no es necesario.
-Déjame verlo, entonces, para que me lo crea.
Y sin más explicaciones le cogió la mano, sin que él pudiera
resistirse, y desató los trapos que le servían de venda. Cuando vio la fuerte
inflamación no pudo evitar un estremecimiento y dejó escapar un «¡Jesús,
María!».
-Está un poquito hinchada -dijo él-. Pero eso se pasa en
veinticuatro horas.
Ella movió la cabeza.
-Así no puedes salir al mar en una semana entera.
-Pienso hacerlo pasado mañana. ¿Qué importa eso?
Buscó ella una palangana y lavó otra vez la herida, mientras
él se quejaba como un niño. Luego puso sobre la herida las saludables hierbas,
que le aliviaron en seguida la quemazón, y la vendó con tiras de lino que había
traído consigo.
Cuando todo estuvo terminado, dijo él:
-Te lo agradezco de veras. Y escucha: si quieres hacerme aún
otro favor, perdóname que me viniese hoy a la cabeza una locura así y olvida
todo lo que he dicho y hecho. Yo mismo no sé cómo pudo suceder; tú no me diste
motivo alguno, a fe mía que no. Ahora no debes volver a saber nada de mí,
porque podría ofenderte.
-Soy yo la que he de pedirte excusas -interrumpió ella-. Yo
hubiera podido decirte las cosas de muy distinta manera, de manera mucho mejor,
y no enojarte con mi estúpido comportamiento. Y por si fuera poco, la herida…
-Obraste en defensa propia, y fue el preciso momento en que
de nuevo fui dueño de mí. Y, como ya te he dicho, no tiene importancia. No
hables de excusas, por Dios. Me has hecho un beneficio, y yo te lo agradezco.
Ahora vete a dormir. ¡Ah!, y aquí tienes tu pañuelo, para que te lo lleves.
Se lo tendió, pero ella no se movió de donde estaba y
parecía sostener una lucha consigo misma. Finalmente dijo:
-Tú has perdido tu chaqueta por mi culpa, y yo sé que dentro
iba el dinero de las naranjas. Me acordé durante el camino. No puedo
devolvértelo, porque no tenemos dinero, y si lo tuviéramos, sería de mamá. Pero
aquí tengo la cruz de plata que me dejó el pintor sobre la mesa cuando estuvo
en casa por última vez. Yo no había vuelto a acordarme de ella desde entonces y
no quisiera tenerla guardada en el armario por más tiempo. Si la vendes (vendrá
a pesar un par de onzas, según dijo entonces mamá), te compensaría de tu
pérdida, y lo que faltase, ya lo conseguiría yo hilando por las noches, cuando
mi madre esté dormida.
-No quiero nada absolutamente -dijo él con brevedad, y le
metió en el bolsillo la bruñida cruz que había sacado de él.
-Tienes que cogerla -replicó ella-. Quién sabe el tiempo que
estarás sin poder ganar nada con esa mano. Aquí la dejo y no quiero volver a
verla ante mis ojos.
-Pues tírala al mar.
-Si no es ningún regalo lo que te hago; no es más que tu
perfecto derecho, lo que te pertenece.
-¿Derecho? Yo no tengo derecho a nada tuyo. Si algún día te
tropezaras conmigo, hazme el favor de no mirarme, para que no piense que me
recuerdas lo que te debo, y la culpa que tengo ante ti. Y ahora, buenas noches
por última vez.
Metió el pañuelo en el cestillo, puso encima la cruz y lo
cubrió todo con la tapa. Y cuando levantó la vista, el asombro le sobresaltó el
corazón: gruesas lágrimas se deslizaban por las mejillas de la muchacha, y ella
las dejaba correr sin trabas.
-María Santissima! -exclamó él-. ¿Estás enferma? ¡Estás
temblando de pies a cabeza!
-No es nada -dijo ella-. Me voy ya -y se dirigió con paso
vacilante hacia la puerta.
Pero el llanto la venció y, apoyando la frente contra el
quicio, rompió en hondos e incontenibles sollozos. Antes que pudiese acercarse
él para incorporarla, se volvió ella de pronto y se arrojó a su cuello.
-¡No puedo resistirlo más! -gritó, aferrándose a él como se
aferra a la vida un moribundo-; no puedo oír que me digas cosas amables y que
luego me eches de tu lado, con toda la culpa y el remordimiento en mi
conciencia. Pégame, pisotéame, maldíceme; o, si es cierto que me quieres aún,
después de todas las malas acciones que te he hecho, tómame y quédate conmigo y
haz conmigo lo que se te antoje; pero no me despidas así de tu lado.
Nuevos y vehementes sollozos la interrumpieron.
Él la retuvo un rato entre sus brazos antes de contestarle.
-¿Que si te quiero todavía? ¡Virgen Santa! ¿Piensas que se
me ha ido por la herida toda la sangre del corazón? ¿No le sientes golpear en
mi pecho, como si quisiera salirse hasta ti? Si lo dices por probarme, o porque
tienes lástima de mí, vete; vete, que también quiero olvidar esto. Pero no
debes pensar que estás en deuda conmigo, que tanto sufro por ti.
-No -dijo ella con firmeza. Alzó la mirada de su hombro y le
miró apasionadamente al rostro con los húmedos ojos-. No; yo te quiero y te
diré más aún: he vivido llena de temor por esto y he luchado contra ello. Pero
desde ahora voy a ser otra muy distinta, pues no podré resistir el no poder
mirarte cuando te acerques por el callejón. Y ahora quiero besarte, para que
puedas decirte, si alguna vez dudas de mi amor: Ella me ha besado, y Laurella
no besa a nadie, sino a quien quiere para marido.
Le besó tres veces, se separó de él y dijo:
-Buenas noches, amor mío. Anda a dormir y cuídate la mano; y
no vengas conmigo, que no me da miedo de nadie, sino sólo de ti.
Se deslizó por la puerta y se perdió de vista entre las
sombras del muro. Él se quedó largo tiempo mirando por la ventana, con la
mirada perdida en el mar, sobre el que parecían refulgir todas las estrellas.
*
Cuando el pequeño padre curato abandonó el confesionario,
ante el cual había estado largo rato arrodillada Laurella, sonrió plácidamente
para sus adentros. «Quien hubiera pensado -se dijo- que Dios fuera a
compadecerse tan pronto de este maravilloso corazón. ¡Y yo que me reprochaba no
haber conjurado más fuertemente todavía al demonio de la terquedad!… Pero
nuestros ojos son miopes para los caminos ocultos del cielo. El Señor la
bendiga ahora, y ojalá pueda llegar yo a ver cómo el primer arrapiezo de
Laurella me lleva de viaje por el mar, en lugar de su padre… ¡Vaya, vaya con la
L’Arrabbiata!».
(1) La rabiosa, la huraña. En italiano en el original.
<<
(2) Las frases o expresiones que figuran en el original en
italiano, van en cursiva. <<
FIN
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