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domingo, 29 de octubre de 2017

CAMPO DE BATALLA Marta Lynch



Las dos muchachas, una más vieja que la otra, caminaron resueltamente hasta el portón pero luego, ya sobre el recuadro de la entrada, vacilaron.
-¿Te dejo aquí? -dijo la más joven.
Era alta y carnosa con las pestañas dibujadas en la piel del pómulo, las rodillas cubiertas por encaje y hermosos ojos de gato. La cadera chata levantaba el ruedo de la falda y llevaba encima una chaqueta de vaquero que le apretaba los hombros y los pechos.
-Una bomba -dijo el pesquisa de la entrada escarbándose los dientes.
Pero el vigilante pensaba que había llegado al 26 del mes y que no tenía un centavo; y que su mujer, una criolla de cincuenta y tantos años, era gorda y buenísima.
-Ajá -dijo, por no pasar por zonzo.
El día anterior otra mujer parecida a la suya se había presentado en la comisaría diciendo que su marido le pegaba.
-Se ha enamorado de la camisera que tiene 19 -dijo al oficial.
Como ésta, pensó el vigilante fastidiado. Y desvió los ojos.
-Me dijo que nos anunciáramos -dijo la mayor.
-Las flacas suelen ser tremendas -dijo el pesquisa sin abandonar la limpieza de sus dientes.
Flaquísima verdaderamente, con la boca ancha y muy pintada y un aire enfermizo que hacía olvidar la poca consistencia del cuerpo, las piernas musculosas, la pollera cortísima y el pullover de varias temporadas. Así y todo se notaba que había puesto su mayor empeño al presentarse como ofreciendo a los otros lo mejor; de modo que también era bonita, algo mayor, de unos 27 años muy gastados.
Ellas se miraban mutuamente pensando que pegarían golpe, Mirta en especial, la del sacón vaquero, aunque fuese Adela, la mayor, quien dirigía la maniobra. Y sonrieron, muy profesionales, calculando si el tipo cansado y sin afeitar que las miraba sería alguien importante de la Casa.
-Dejen libre la entrada -rezongó el portero.
Como aquellas, venían a docenas. Llegaban por la mañana y andaban rondando el portón durante horas o cruzándose hasta el bar para entonarse con café y agua. Algunas conseguían entrar y el portero aplicaba en ellas una filosofía bárbara e infalible. Quince días tardaba el promotor ocasional en encontrarlas, darles lugar y despedirlas. Luego volvían a la puerta, al café y de este modo la guardia de muchachas podía ser infinita.
-¿De parte? -preguntó el portero.
Ellas eran Adela y Mirta simplemente; así las habían conocido la tarde anterior en la larga fila hasta la ventanilla y los dos hombres no preguntaron demasiado. Además entre la gente joven y libre como ellos era habitual. De modo que bastaría con Adela y Mirta. El portero las miró a través de unos vidrios empañados. Oyéndolas cuchichear, el vigilante las halló muy parecidas al par de gallinas que picoteaban el fondo de su casa. La preocupación por su mujer y el presupuesto lo dejaban sin aliento: su mujer trabajaba duramente desde siempre; tenía las manos tan quemadas por el agua y el jabón, que parecían separadas de los brazos. Miró de reojo las uñas escarlatas de las postulantes y pensó que el mundo era una bolsa de basura. El pagaré vencería el 28 aunque la Gorda, su mujer, hubiera planchado el 27 por la tarde toda la ropa de la cuadra.
-El señor Amayo -puntualizó Adela retomando la batuta.
Un promotor. Dos, para ser exactas. Mirta había dicho que era extraño encontrar personajes influyentes en la cola del rápido hasta City Bell pero fue un juego del azar, simple casualidad, que el automóvil del señor Amayo no estuviera en el taller justamente el día del encuentro.
-Esta gente siempre se maneja en auto -dijo Mirta tironeándole la blusa.
Adela estaba muy cansada para reflexiones. Desde hacía un tiempo que no lograba quitarse el cansancio de los huesos. Lo llevaba metido dentro de la piel y para eso era inútil dormir o quitarse los zapatos. Mirta resultaba idiota negándose a admitir que la buena suerte sonreía en la fila de los colectivos.
Al fin y al cabo la gente debe conocerse donde circula gente.
-¿De la televisión? -preguntó llena de entusiasmo.
El señor Amayo parecía ser más importante que su compañero aunque los dos cobraron fuerzas para las presentaciones de rigor no bien ellas les sonrieron. El otro se llamaba Tito.
Un hombre de pelo teñido abandonó la Casa seguido por el viejo de una capa de lana azul oscuro.
-Ferrario -chilló una chica precipitándose sobre el automóvil que aguardaba.
El hombre de la capa recorrió los pocos metros que lo separaban de la máquina sin quitar la vista del suelo.
-Ferrario -confirmó Mirta estrechándose al costado de Adela.
Los pechos anchos y blandos se achataron contra el brazo de la otra. Mirta tenía cada cosa. Se habían conocido un año atrás precisamente en la antesala de otro promotor. Esta vez prometían un espectáculo para una boite de la ciudad de Córdoba y cuando quisieron desnudarlas las muchachas salieron a la calle como despavoridas. No era que ambas se negaran a cosas semejantes. Las calles y los cinematógrafos, las revistas todas, estaban atestadas de muchachas como ellas y sin ropas. Pero el tipo aquel con la boca reluciente de saliva había mostrado la máquina de fotos.
-Fotos no -fue la opinión de Adela-, al menos todavía no.
El reluciente se puso furioso.
-A vos no te sobra el tiempo, hijita. Un poco más...
Pero habían dicho no y el viaje a Córdoba se malogró como tantas otras cosas. Desde que la corrían juntas, Mirta se había enamorado de un director de cine sin trabajo que vivió a costillas de ambas durante un par de meses y Adela pasaba modelos en salones de segunda clase. Como ambas eran bonitas conseguían comer y divertirse, aunque Adela se divertía menos; verdaderamente, a veces casi no se divertía nada. La salud y la campechana solidez de Mirta ponían sus nervios en tensión. La veía caminar con alguna pesadez, reírse, cambiar de compañero, treparse a los ómnibus y acariciar los gatos callejeros con una fruición sensual.
Sin embargo Mirta se sacrificaba por Adela; siempre rogaba a su compañero que trajese a alguien como acompañante o la llevaba consigo. También eran requeridas juntas pero el mecanismo resultaba complicado y Adela se mostraba cohibida cuando no francamente repugnada. Mirta era más natural.
-Lo que no se sabe que se ha hecho es como si no se hubiera hecho -pontificó una noche de regreso, muertas de cansancio, estragadas y confusas.
-Nunca otra salida como esta -dijo Adela-, tendré que velar por vos.
-Me conmovés.
Ahora Mirta la miraba reticente.
-No es el caso de que te conviertas en mi hermana -dijo.
-Pienso que lo necesitás. No te vendría mal, a veces.
Mirta avanzó por la pieza descalza y todavía con la falda puesta.
-Me propongo no querer demasiado a cierta gente -dijo-, eso siempre termina en un infierno.
Inclinada sobre la cama de la otra la besó.
-Es un poco difícil no quererte, flaca -murmuró.
Adela apretó tanto los dedos sobre el cigarrillo que lo deshizo sobre la frazada.
-Por lo pronto, salidas como la de esta noche... nunca.
Mirta se encogió de hombros.
-Como quieras -dijo-. Si se ponen muy cargosos es mejor tenerles algo de buena voluntad. A fin de mes nos aumentarán el precio de esta pieza y las dos precisamos un tapado. En fin, si no querés... En esos casos recurriré a Victoria.
-Victoria es una puta -dijo Adela furiosa.
-Llamale hache -dijo Mirta ya medio dormida.
Adela la miró hasta acabar los cigarrillos; un poco su hermana y mucho más su amiga, aquel animalito esclavizante que roncaba suavemente. Bordeando cierto paredón de la calle Cruz jugaba en compañía de su hermano. La vida no era demasiado hermosa entonces, nunca es hermosa la vida de una chica pobre después de la muerte de la madre, y en el colegio las cosas se pusieron peor. Las demás muchachas tenían pretensiones, buenos modales y familia. Su tía se cansó bien pronto de tan peregrina educación.
-Más bien trabajás mijita -dijo.
Quería ser actriz. De algún modo aquella vocación había originado todo, hasta la conversación con los promotores. Una muchacha como ella desea ser actriz como un hecho natural. Era alta y flaca y ahora las modelos se convertían en grandes personajes. Ella tuvo dos o tres buenas temporadas pero le faltaba un hombre. Había tenido poca suerte en eso y cuando conoció a su teniente coronel, el universo se le vino abajo. Casado y además muy prejuicioso.
-Tenés que dejar de andar por ahí, tenés que dedicarte a mí -le había dicho.
Adela se enamoró de él a tal punto que quiso suicidarse cuando lo trasladaron. Pero el teniente coronel fue tan razonable que no se despidió siquiera. Y fue mejor. Adela creyó que las habladurías lo habían mandado a Palpalá. Y buscó en el mapa aquel nombre indígena que ahora significaba su vida. Una modelo de segunda clase no puede viajar todas las semanas hasta Palpalá. Lloró durante un mes y pasó los vestidos con ojos de odio. Oyó que una mujer decía a su vecina:
-Pero che, esta modelo me deprime. Parece que desfilara delante de su tumba.
La mujer del teniente coronel cambiaría los muebles de lugar y elegiría el lugar para su prole. Desfiló con tanto odio que la despidieron. Entonces descubrió que Mirta era una buena compañera y que si bebían juntas hasta la madrugada, conseguiría dormir. Mirta le parecía muy bonita, con una belleza pegajosa y memorable que empezó a buscar lugar entre sus sensaciones. Pensándolo mejor siempre había tenido su lugar aun con el teniente coronel.
-¿Así que actriz? -dijo el promotor deslizándose a su lado.
Y Tito, en la oreja izquierda de su amiga:
-Es cosa de promocionarse, nena.
Ya casi la tocaba acercándosele mucho con el pretexto de la fila, muerto de risa de puro satisfecho, asombrado de su buena suerte.
Comenzaron con grandezas. Aunque se esté en la cola y esperando el colectivo las grandezas aligeran cada trámite. Nadie comienza mostrando miseria. Las chicas además estaban bien puestitas, limpias, cualquiera con menos pretensiones las hubiera tomado por chicas de familia en vacaciones. Tito se tituló experto en publicidad y llamó al jefe de la Casa su amigo personal. De pronto se encontró contando un viaje por el Amazonas y ofreciendo a Mirta un contrato para todo el año. Lo del Amazonas era infalible y a ésta también le daba por los viajes; había sido azafata o estaba a punto de serlo. Tito lo entendió a medias ocupado en calcular el contorno del saco vaquero y los centímetros de pantorrilla. Algo excepcional, y además de agraciada, bastante divertida, con un tono en sí menor, las erres medio embarulladas, y mohines. Casi le daba fiebre. El Senior se las arregló para conformarse con la Flaca que era distinguida, bocona, seria y de aire trágico. De negro y bajo las luces de neón podría resultar fantástica. De todos modos ellos conocían la historia de las flacas como esa, las modelos que se retorcían frente al objetivo eran símbolos de un amor furioso; el sexo universal estaba de rodillas frente a las flacas piernilargas como aquella.
Sí, casi, casi, pensó Tito haciendo como que escuchaba a Mirta. En fin, siempre había tiempo.
Mirta contó que ese verano veranearía en Pinamar porque era más tranquilo.
Tito tuvo ganas de reírse.
-¿Tranquilo con gente como vos?
Adela explicó que vivían en French y Las Heras, cerca de la familia de ambas.
No podía olvidar aunque quisiera aquel paredón de la calle Cruz. ¿Dónde estaría ahora su familia o lo que quedaba de ella? Era de Santa Fe, de una villa que se inundaba durante las crecientes, y a su padre lo recordaba poco y mal. Mamá cosía, como todas. ¿Y la Negra? Tendría alrededor de 25 años. En la fábrica una máquina le rebanó el meñique y la familia recibía ahora la pensión y se acostumbraban a la mano mocha de la Negra sin emocionarse demasiado.
-¿En French y Las Heras? Las pasaremos a buscar, entonces.
Pero no. Las muchachas querían visitar la Casa y de ser posible probar fortuna, ofrecerse a prueba. Las dos tenían buena pasta de actrices, eso se veía por arriba de la ropa.
O mejor sin ropa, pensó Tito muerto de risa.
Los sábados por la tarde Adela no lo pasaba demasiado bien; a menudo las invitaciones raleaban cada fin de semana; los hombres casados no transigían con la pausa del feriado y ella era ya una muchacha con agallas que exigía al menos cierto trato deferente. Mirta, por el contrario, aceptaba lo que trajera la mano. De buen humor le anunciaba a mediodía el programa de la noche; un conscripto hijo de mamá, con coche, un dibujante de publicidad, el director de cine que se volvía cargoso con el tiempo. Era fácil enamorarse de alguien como Mirta, pensaba Adela mientras preparaba un trago en el ambiente único que compartía con la otra. Mirta lo había conseguido hacía un par de meses, un buen ambiente sobre la calle Güemes en el que se alternaban con altas dosis de camaradería. Más que fácil, añadía mordiéndose los labios. El ruido del ascensor la sacó de su negrura. Mirta golpeó en la puerta anunciándose: el acompañante parecía tener no más de 19 años. Inútil llamarle la atención; así como era graciosa también podía resultar enteramente idiota.
-Llamarlo novio... vamos. Una amistad, digamos.
Y ya tenía corridas durante dos semanas entre cinematógrafos, bancos de la plaza y largas despedidas en el ascensor. Llegado el momento, Adela dejaba el departamento durante un par de horas. O invitaba a los amigos y bebían hasta la madrugada. Mirta era muy buena bailarina, quizá algo pesada. Las rodillas y las manos anchas y rojas eran su punto vulnerable. Pero nadie querría mirar sus manos cuando ella se contorsionaba armoniosamente junto al tocadiscos, nadie repararía en sus rodillas teniendo a la vista la amplia mole de sus pechos y su expresión feliz. Adela la miraba más que los demás y a menudo se encontraba estableciendo dolorosas comparaciones, abruptas semejanzas. ¿Por qué? se preguntaba devorando el cigarrillo. Las visitas del director de cine la sacaban de su quicio. Aquel macho prepotente establecía alrededor de Mirta una red de maniobras y de imposiciones. Hay hombres que verdaderamente se apoderan de su presa. Aquel mandón criticaba todo en Mirta pero también su desconfianza era una parte de la bárbara posesión que le ofrecía. Mirta, menos dada a las especulaciones, se arrojaba en los brazos del recién llegado con una dosis ilimitada de alegría.
-Cuando lo conocí me pareció genial -dijo saliendo de la bañera.
-Te verán de enfrente -dijo Adela.
La otra ofreció su desnudez con expresión burlona.
-Mirá, me tienen harta. No buscan más que eso. Hasta las mujeres.
Adela la miró de nuevo inescrutable.
-Requena se ha puesto como loco -dijo Mirta abrochándose el corpiño-, dice que soy despreciable y me amenaza con dejar en la calle a su mujer para que me case con él.
-Requena es un pobrete -dijo Adela dando vuelta el bife sobre la cocinita.
-Y también un mentiroso -dijo Mirta.
Ahora dibujaba sus ojos cuidadosamente, sus bellos ojos de gato. Contempló su pelo que era escaso y feo.
-Me dijo que viajaría a Mar del Plata y no se movió de la pensión.
-Tenés que elegir mejor tus amistades -dijo Adela.
La otra se rió.
-Mirá quien habla -dijo.
Por suerte el encuentro con los promotores había sido por partida doble. Faltaría ahora que los tipos se hubieran hecho humo. Pero ya el portero les daba una respuesta.
-Amayo las espera -dijo.
Mirta hizo una entrada triunfal.
-Te lo dije -anunció a su compañera con cierto aire de reproche.
A veces la cargaba el eterno pesimismo de Adela. No les iba demasiado mal, caramba, Adela había salido en el aviso de dentífrico y de medias Solferinas. En cuanto a ella, los nombres se sucedían junto al teléfono como en una guía interminable.
¿Acaso su madre no había cortado por lo sano casándose de nuevo? Sus hermanas tenían que vérselas con aquel padrastro simpático y cargoso, pero ella no. El accidente sexual de sus quince años la había liberado y era tan fácil ahora ser bonita, ir al cine, comer, escuchar y sonreír... Tito le parecía algo pesado pero era cosa de imaginar y remitirse a su director de cine, que la volvía medio loca cada vez que la llamaba. ¡Ah! ¡Esas llamadas espaciadas podían ser también excepcionales! No era tan difícil sentirse satisfecha, más bien cuestión de aflojarse y dejar que la vida fluyera mansamente. Pensando en la oportunidad que se le daba Mirta sintió deseos de bailar.
-Buenas tardes, buenas tardes -dijo Amayo-. Un trabajo agotador, mijita -agregó sacando pecho.
El portero le echó una mirada criminal. A ése lo tenía marcado, y también el pesquisa de la puerta, porque había sospechas de juego o de muchachas.
-Qué laburo, ¿no? -dijo el portero ácidamente.
Si los promotores eran gente importante deberían tomar alguna medida con aquel portero. Tito avanzó en mangas de camisa y a Mirta le pareció mejor, más joven y simpático. Su director de cine era especialísimo, ya lo sabía ella, pero en general los hombres resultaban todos muy simpáticos, Tito en especial si se omitía la calvicie prematura y un cierto olor ácido sobre la camisa.
-Saldremos en seguida -dijo el promotor.
Adela miró a Mirta preocupada. ¿No era en la Casa donde se hacían las pruebas? ¿No estaban ellas allí para mostrarse como actrices frente a importantes promotores? Tal había sido la conversación. Lo habían convenido el día anterior antes de abandonar la cola, antes de ocupar un taxi donde todos se apretaron un poco. ¡Ah, los primeros roces podían ser significativos! Y acaso, por la noche, ellos, los cuatro, se abocarían a los juegos de la convivencia, bailar a Go-Gó o besarse un poco. Ya estarían listas para la gratitud, después de la prueba dentro de la Casa. Los promotores iban y venían ocupados si se quiere en misteriosos preparativos; pero el resultado no era satisfactorio. Como dos bolas de billar salían disparados en distintas direcciones, entrechocaban y regresaban, se recogían cambiando confidencias y sonreían a las dos muchachas entre aspavientos. Ellos trataban de conseguir un coche y al fin alguien les contestó a los gritos:
-El coche está en la esquina -dijo Tito.
Dieron órdenes a un muchacho flaco que parecía ser destinatario y única comparsa del dúo y cuando pasaron cerca del pesquisa éste no hizo otra cosa que maldecir su negra suerte: una sospecha de juego y de muchachas y aquellos infelices se alejaban, el brazo puesto sobre los hombros de la más hermosa. El promotor Senior iba, un paso atrás, con la piernilarga. El pesquisa anotó por su hábito: Salida a las cinco y cuarto de la tarde, chapa 636.510 de Buenos Aires, cuatro personas, tales señas. La de 19 años era una bomba.
-Voy a tomar agua -dijo el vigilante con cara de tristeza.
Faltaban aún un par de horas. La Gorda estaría de regreso preparando la comida de la noche; la nena haría los deberes. Y el tiempo pasaría también para la contraentrega de los documentos sin pagar. ¡Qué sed tenía ahora, qué ganas de trampear a la Policía Federal y de sentirse libre aunque más no fuera por un par de minutos! Que se fueran al infierno la custodia de la Casa, el patrullero que daba vuelta en Jerónimo Salguero y el mismo jefe de su Departamento.
-Mira qué papa -dijo el pesquisa contemplando a las parejas.
A la más joven se le vio el final del muslo y las dos rodillas anchas y rojizas.
El coche enfiló hacia Palermo. Los promotores habían olvidado la terminología especial y se dirigían libremente a las muchachas instándolas a gozar del paseo, a mostrar otro poco las rodillas y a acercarse a ellos lo más posible. Mirta y Adela comenzaron a confundir los planes. Ya no entendían nada acerca del desplazamiento de aquellos intereses profesionales. Hasta entonces distinguían claramente las largas horas de pie en el probador, las poses para las fotografías y las changas en la televisión con el miserable café con leche de las dos y media; distinguían el frío o el calor siempre indeseable, las malas compañeras, la directora de escena lesbiana. Conocían el magro presupuesto, la necesidad de aparentar, la loca esperanza de las cámaras sobre sus caras maquilladas y bonitas, el ansiado ojo experto que las descubriría llevándolas a la riqueza, tan lejos de la pieza compartida y de los muchachos barullentos, ardientes y guarangos. Distinguían una buena hora de cine acariciándose con su pareja y hasta la alegría de alguna noche menos ruidosa que otras noches. Pero el trabajo seguía siendo rudo y miserable: se les hinchaban los pies, les pesaba el vientre o la cabeza, se les enrojecían los ojos bajo la doble hilera de anchas pestañas postizas. Podían aguantar porque aún daba para mucho aquella piel de buena calidad, las espléndidas dentaduras, el período mensual sin alteraciones y las santas ganas de vivir y de fornicar. Pero ahora a fuerza de comprender la situación se desorientaban. Ellas no precisaban hombres sino pruebas. El día anterior, en la fila de Constitución habían sido claras: era hora de que aquel milagro proclamado por los consagrados se hiciera para ellas. Eran jóvenes, dúctiles y bonitas. Los promotores habían dicho ser capitanes de la Casa y un contrato para ellos era juego de niños. ¿Entonces?
-Correte, linda -dijo el Senior, que parecía contentísimo.
En el asiento trasero Mirta había transigido filosóficamente por acercar sus piernas. ¿Las polleras cortas habían sido inventadas para eso? Tito resollaba de alegría. Ya no hablaban nada del contrato, sino que se mostraban enamoradísimos, con un entusiasmo casi contagioso. Aun a muchachas veteranas como ellas, el proceso de enamoramiento les resultaba fascinante. En un abrir y cerrar de ojos se disponía de los hombres. Y de atenerse a las estadísticas, habría hombres para rato. Las revistas y el cinematógrafo entronizaban generosamente sus muslos, la canaleta entre los pechos, la hendidura de sus ingles, el borde del pezón, todo era material precioso, ávidamente devorado, expuesto, apto para el consumo y la proliferación. Adela y Mirta orillaban, pues, en cierta forma, una suerte de curiosa gloria que las separaba de la especie convirtiéndolas en ejemplares admirables. Soy una mujer, decía Mirta explicándose. Una terminología apta y precisa como un buen membrete de mercado.
El automóvil entró por un sendero bordeado de árboles; algunos automóviles estaban ya detenidos en las inmediaciones, con la pequeña luz trasera encendida como precaución.
-¡Atención: Zona de amor! -dijo el Senior de excelente humor.
Ahora los cuatro chacoteaban cómodamente. Un área alerta en la atención de Adela seguía funcionando.
De acuerdo, pensó acercándose a su compañero. Antes o después me da lo mismo.
Según las tibias referencias del tipo, los estudios estaban ocupados hasta la medianoche. Quizá después. Aunque hubiera bastado un metro cuadrado de pasillo, pensó Adela entregando la boca al beso que llegó enseguida. O un rincón en el vestuario o el despacho que aquellos dos sabuesos compartían. Cualquier sitio, libre o no, habría bastado para que ellas, ambas, llevaran adelante la prueba cinematográfica. En la cola de Constitución habían precisado sus necesidades: tanto Mirta como Adela estaban bien seguras de lo buenas que podían resultar como heroínas de comedia. Mirta tenía una bonita voz pastosa y era una buena bailarina. Adela sería apta para el drama.
-Están muy buenas -dijo Tito besándola en el cuello y deslizando las manos debajo del pullover. El sacón vaquero cayó bajo el asiento.
Se me romperán las medias, pensó Mirta olvidándose del psicodrama y respondiendo a Tito. Era divertido y joven, aunque una pena que no estuviera en tipo. Borró con enérgico ademán el recuerdo del director de cine que pugnaba entre el cuello de Tito y el borde de su oreja izquierda. No es posible obstinarse en el pelo suave y rizado de un tipo pobre y ardiente. Los tipos como el director no conseguían nunca nada fuera del amor. Mirta lanzó una risita promisoria y de este modo supo Adela que en el asiento posterior las cosas se desenvolverían con normalidad. El Senior era algo exigente y el volante le molestaba sobre el borde de la espalda, las largas piernas chocaron con el tablero de los instrumentos. Era puerco y exigente. En aquellos trances, y como era la más vieja, siempre ocurría que su mala estrella la ponía cerca de lo peor. Suerte para Mirta, suspiró, dejándose llevar tan entristecida que entrevió la caída de las ramas sobre la ventanilla como una visión de lágrimas. Ahora retornarían las imágenes con la visión de una chica flaca en el paredón de la calle Cruz y quién sabe la muchacha desconocida desnudándose frente a la ventana con los pesados pechos bamboleándose. Retornaría el asombro, la prudente observación de una espalda ajena subiendo y bajando en una respiración acelerada, sobrevendría el incrédulo interrogante: ¿Para qué y por qué todo esto? No soy santa, pensó Adela, maniobrando con habilidad, y es la última vez que accedo estando Mirta a un metro de distancia. Es demasiado, sollozó, porque ahora Mirta era la chica de la ventana saludándola y aquellos dos forcejeaban con un amplio margen de impudicia hasta que el asiento posterior y el delantero fueron un solo y único aquelarre. Despojado de entusiasmo el Senior encendió un cigarrillo y le ofreció el correspondiente.
-Mijita -dijo y se volvió para observar a la otra pareja. Rió largamente hasta que Adela sintió serios deseos de apagarle la brasa sobre la mejilla. ¡Con qué satisfacción reía y fumaba el Senior! Las piernas desnudas de Mirta resaltaban sobre el tapizado. La ancha cara felina se acercó sobre los hombros de Tito. Estaba plena.
También ella reía y lo encontraba todo bien. ¡Cuántos ensayos en el hotel, en la escalera del departamento, en el jardín botánico, en los departamentos alquilados con muebles o sin ellos! ¡Y en el automóvil prestado junto al río, ahora o más tarde en el cinematógrafo! El pullover lila marcaba el contorno de los grandes pechos sueltos aviesamente desparramados hacia los sobacos. Tito se aferraba hipnotizado.
-Bueno, che -dijo el Senior apagando de pronto el cigarrillo y retornando a la necesaria seriedad.
Tito saltó del asiento y en un abrir y cerrar de ojos estuvo al lado de Adela. No habría caso de protestas porque los promotores llevaban un ritmo envidiable en cada movimiento y todo funcionaba en ellos a satisfacción; eran como las hermanas manecillas de un reloj, como dos aguerridos mercenarios que se reparten el botín. Mirta ronroneaba entre agresiva y halagada.
Aquellos entreveros pasionales la ponían fuera de sí. No entendía bien las prevenciones de Adela en la materia; hasta opinaba que su mojigatería era perniciosa como la fea enfermedad de una persona joven. El cuerpo era un precioso bien y aquel par de robustos compañeros de la hora respondían puntualmente a un llamado general. Y así fue como se cumplió por segunda vez la ceremonia. Estaba oscuro y un automóvil encendió los focos y los apagó en seguida para no delimitar los grupos. El Senior se había enamorado de Mirta y llenaba su pelo y el comienzo de su espalda de besos encendidos. Tenía que volver a verla, la buscaría. Luego, se calmó. Tito consultó el reloj.
-La pucha, ocho y cuarto. El Viejo nos estará buscando para “El Especial”.
El Senior acomodó su corbata y su camisa como pudo.
-¿Ferrario estaría de regreso antes de las nueve? -preguntó.
Tito se peinaba en el retrovisor.
-Si llega antes que nosotros... despedite -dijo.
La implacable cabeza de Adela dedujo que aquellos promotores tenían una miserable situación dentro de la Casa. Ahora se lamentaban del tiempo, del arranque dificultoso del Di Tella y de no poder tomarse una cerveza antes del horario de la noche.
-¿Qué es lo que ensaya Ferrario, entonces?
Tito se encogió de hombros.
-Yo reemplazo al iluminador que se enfermó por la mañana -dijo manejando con dificultad en un sendero barroso.
-Tené cuidado, salí al asfalto que es directo.
Había tantos automóviles en la oscuridad que a uno y otro lado del sendero los focos iluminaban las cabezas confundidas, las piernas, un trozo de espalda flexionada. Parecía en cierto modo un campo de batalla.
Adela se peinó en silencio. Mirta, la falda aún arrollada en las caderas, levantó las negras medias de encaje. Sanas, menos mal, pensó. Los compañeros se mostraron razonables aunque no demasiado agradecidos. Estaban más bien apurados. O quizá muertos de susto o responsabilidad.
-Apurate, viejo -dijo el Senior encendiendo un cigarrillo sin ofrecerle a Mirta. Ésta lo codeó.
-Ah, ¿vos fumás, piba?
Una hembrita espléndida, pensó distraídamente. Y sería mejor retomar el Bajo. Tito maldijo el tránsito mientras se filtraba entre dos camiones.
-El Viejo se pondrá furioso y yo necesito la quincena.
-Tomá Salguero -dijo el Senior.
Les costaba esfuerzo recordar a las muchachas, o quizá sólo se trataba de una estéril tentativa de comunicación. Y ahora, francamente, ¿cuál sería el objeto? Aquellas espléndidas mujeres exigían una prueba. La habían suplicado. Quizá si el Viejo consentía... todo dependía de su buen o mal humor. Pero Senior y Tito evitaban fricciones como esa. El Viejo quería hacer los descubrimientos por sí mismo, nunca que se los trajeran y menos por encargo de los subordinados. Arriesgarse por Mirta y por Adela era poco razonable.
Porque lindas minas como estas las encontrás a la salida de la Casa cada día, pensó Senior.
-¿Ustedes viven por aquí, muñecas? -dijo Tito.
-Ya te dije que en French y Las Heras -dijo Adela agriamente.
-Ah, mijita, no va a ser posible. Tenemos los minutos contados para el programa de Ferrario.
Mirta rió entre dientes. Quizá cumplirían la prueba al día siguiente, quizá los promotores como aquellos exigían tiempo en el trato o un conocimiento especialísimo.
Ahora Mirta sólo sentía hambre y sed. Un buen bife con cerveza la devolvería a su diario buen humor pero haría falta algo más para conformar a Adela.
En la puerta de la Casa aún conversaba el pesquisa con el vigilante.
-Mañana llamaré seguro, hermosa -dijo el Senior besando la ancha boca de Mirta.
Adela los miró con odio.
-Seguro, seguro, los esperamos -dijo.
Las muchachas se bajaron del Di Tella algo confundidas. En ocasiones como aquella era difícil acertar con cada movimiento. Tito cerró el coche y terminó de abrochar sus ropas arrugadas.
-Hasta la vista, hermosas -dijo.
Adela y Marta pasaron frente a la puerta de la Casa, cerrada la expresión. Mirta daba largos trancos, las rodillas fuertes curvándose al avanzar.
-Una bomba -dijo el pesquisa.
El portero, saludando a los falsos promotores, consignó que habían arribado a las 8 y 25. El policía dispuso el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
Quizá la Gorda habría inventado alguna solución para lo del pagaré. Aquellas mujercitas del montón no sabían lo que es lavar una pila de ropas todas las mañanas, cuidar que la nena hiciese los deberes, sonreír con buena voluntad cuando él llegaba a las once de la noche, después de nueve horas de facción. El vigilante pensó que el mundo era una bolsa de basura.
-Che, ¿qué hacemos? -preguntó Adela cuando llegaron a la esquina.
-Yo tomaría un café -contestó Mirta impasible.

FIN


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