Las
dos muchachas, una más vieja que la otra, caminaron resueltamente hasta el
portón pero luego, ya sobre el recuadro de la entrada, vacilaron.
-¿Te
dejo aquí? -dijo la más joven.
Era
alta y carnosa con las pestañas dibujadas en la piel del pómulo, las rodillas
cubiertas por encaje y hermosos ojos de gato. La cadera chata levantaba el
ruedo de la falda y llevaba encima una chaqueta de vaquero que le apretaba los
hombros y los pechos.
-Una
bomba -dijo el pesquisa de la entrada escarbándose los dientes.
Pero
el vigilante pensaba que había llegado al 26 del mes y que no tenía un centavo;
y que su mujer, una criolla de cincuenta y tantos años, era gorda y buenísima.
-Ajá
-dijo, por no pasar por zonzo.
El día
anterior otra mujer parecida a la suya se había presentado en la comisaría
diciendo que su marido le pegaba.
-Se ha
enamorado de la camisera que tiene 19 -dijo al oficial.
Como
ésta, pensó el vigilante fastidiado. Y desvió los ojos.
-Me
dijo que nos anunciáramos -dijo la mayor.
-Las
flacas suelen ser tremendas -dijo el pesquisa sin abandonar la limpieza de sus
dientes.
Flaquísima
verdaderamente, con la boca ancha y muy pintada y un aire enfermizo que hacía
olvidar la poca consistencia del cuerpo, las piernas musculosas, la pollera
cortísima y el pullover de varias temporadas. Así y todo se notaba que había
puesto su mayor empeño al presentarse como ofreciendo a los otros lo mejor; de
modo que también era bonita, algo mayor, de unos 27 años muy gastados.
Ellas
se miraban mutuamente pensando que pegarían golpe, Mirta en especial, la del
sacón vaquero, aunque fuese Adela, la mayor, quien dirigía la maniobra. Y
sonrieron, muy profesionales, calculando si el tipo cansado y sin afeitar que
las miraba sería alguien importante de la Casa.
-Dejen
libre la entrada -rezongó el portero.
Como
aquellas, venían a docenas. Llegaban por la mañana y andaban rondando el portón
durante horas o cruzándose hasta el bar para entonarse con café y agua. Algunas
conseguían entrar y el portero aplicaba en ellas una filosofía bárbara e
infalible. Quince días tardaba el promotor ocasional en encontrarlas, darles
lugar y despedirlas. Luego volvían a la puerta, al café y de este modo la
guardia de muchachas podía ser infinita.
-¿De
parte? -preguntó el portero.
Ellas
eran Adela y Mirta simplemente; así las habían conocido la tarde anterior en la
larga fila hasta la ventanilla y los dos hombres no preguntaron demasiado.
Además entre la gente joven y libre como ellos era habitual. De modo que
bastaría con Adela y Mirta. El portero las miró a través de unos vidrios
empañados. Oyéndolas cuchichear, el vigilante las halló muy parecidas al par de
gallinas que picoteaban el fondo de su casa. La preocupación por su mujer y el
presupuesto lo dejaban sin aliento: su mujer trabajaba duramente desde siempre;
tenía las manos tan quemadas por el agua y el jabón, que parecían separadas de
los brazos. Miró de reojo las uñas escarlatas de las postulantes y pensó que el
mundo era una bolsa de basura. El pagaré vencería el 28 aunque la Gorda, su
mujer, hubiera planchado el 27 por la tarde toda la ropa de la cuadra.
-El
señor Amayo -puntualizó Adela retomando la batuta.
Un
promotor. Dos, para ser exactas. Mirta había dicho que era extraño encontrar
personajes influyentes en la cola del rápido hasta City Bell pero fue un juego
del azar, simple casualidad, que el automóvil del señor Amayo no estuviera en
el taller justamente el día del encuentro.
-Esta
gente siempre se maneja en auto -dijo Mirta tironeándole la blusa.
Adela
estaba muy cansada para reflexiones. Desde hacía un tiempo que no lograba
quitarse el cansancio de los huesos. Lo llevaba metido dentro de la piel y para
eso era inútil dormir o quitarse los zapatos. Mirta resultaba idiota negándose
a admitir que la buena suerte sonreía en la fila de los colectivos.
Al fin
y al cabo la gente debe conocerse donde circula gente.
-¿De
la televisión? -preguntó llena de entusiasmo.
El
señor Amayo parecía ser más importante que su compañero aunque los dos cobraron
fuerzas para las presentaciones de rigor no bien ellas les sonrieron. El otro
se llamaba Tito.
Un
hombre de pelo teñido abandonó la Casa seguido por el viejo de una capa de lana
azul oscuro.
-Ferrario
-chilló una chica precipitándose sobre el automóvil que aguardaba.
El
hombre de la capa recorrió los pocos metros que lo separaban de la máquina sin
quitar la vista del suelo.
-Ferrario
-confirmó Mirta estrechándose al costado de Adela.
Los
pechos anchos y blandos se achataron contra el brazo de la otra. Mirta tenía
cada cosa. Se habían conocido un año atrás precisamente en la antesala de otro
promotor. Esta vez prometían un espectáculo para una boite de la ciudad de
Córdoba y cuando quisieron desnudarlas las muchachas salieron a la calle como
despavoridas. No era que ambas se negaran a cosas semejantes. Las calles y los
cinematógrafos, las revistas todas, estaban atestadas de muchachas como ellas y
sin ropas. Pero el tipo aquel con la boca reluciente de saliva había mostrado
la máquina de fotos.
-Fotos
no -fue la opinión de Adela-, al menos todavía no.
El
reluciente se puso furioso.
-A vos
no te sobra el tiempo, hijita. Un poco más...
Pero
habían dicho no y el viaje a Córdoba se malogró como tantas otras cosas. Desde
que la corrían juntas, Mirta se había enamorado de un director de cine sin trabajo
que vivió a costillas de ambas durante un par de meses y Adela pasaba modelos
en salones de segunda clase. Como ambas eran bonitas conseguían comer y
divertirse, aunque Adela se divertía menos; verdaderamente, a veces casi no se
divertía nada. La salud y la campechana solidez de Mirta ponían sus nervios en
tensión. La veía caminar con alguna pesadez, reírse, cambiar de compañero,
treparse a los ómnibus y acariciar los gatos callejeros con una fruición
sensual.
Sin
embargo Mirta se sacrificaba por Adela; siempre rogaba a su compañero que
trajese a alguien como acompañante o la llevaba consigo. También eran
requeridas juntas pero el mecanismo resultaba complicado y Adela se mostraba
cohibida cuando no francamente repugnada. Mirta era más natural.
-Lo que
no se sabe que se ha hecho es como si no se hubiera hecho -pontificó una noche
de regreso, muertas de cansancio, estragadas y confusas.
-Nunca
otra salida como esta -dijo Adela-, tendré que velar por vos.
-Me
conmovés.
Ahora
Mirta la miraba reticente.
-No es
el caso de que te conviertas en mi hermana -dijo.
-Pienso
que lo necesitás. No te vendría mal, a veces.
Mirta
avanzó por la pieza descalza y todavía con la falda puesta.
-Me
propongo no querer demasiado a cierta gente -dijo-, eso siempre termina en un
infierno.
Inclinada
sobre la cama de la otra la besó.
-Es un
poco difícil no quererte, flaca -murmuró.
Adela
apretó tanto los dedos sobre el cigarrillo que lo deshizo sobre la frazada.
-Por
lo pronto, salidas como la de esta noche... nunca.
Mirta
se encogió de hombros.
-Como
quieras -dijo-. Si se ponen muy cargosos es mejor tenerles algo de buena
voluntad. A fin de mes nos aumentarán el precio de esta pieza y las dos
precisamos un tapado. En fin, si no querés... En esos casos recurriré a
Victoria.
-Victoria
es una puta -dijo Adela furiosa.
-Llamale
hache -dijo Mirta ya medio dormida.
Adela
la miró hasta acabar los cigarrillos; un poco su hermana y mucho más su amiga,
aquel animalito esclavizante que roncaba suavemente. Bordeando cierto paredón
de la calle Cruz jugaba en compañía de su hermano. La vida no era demasiado
hermosa entonces, nunca es hermosa la vida de una chica pobre después de la
muerte de la madre, y en el colegio las cosas se pusieron peor. Las demás
muchachas tenían pretensiones, buenos modales y familia. Su tía se cansó bien
pronto de tan peregrina educación.
-Más
bien trabajás mijita -dijo.
Quería
ser actriz. De algún modo aquella vocación había originado todo, hasta la
conversación con los promotores. Una muchacha como ella desea ser actriz como
un hecho natural. Era alta y flaca y ahora las modelos se convertían en grandes
personajes. Ella tuvo dos o tres buenas temporadas pero le faltaba un hombre.
Había tenido poca suerte en eso y cuando conoció a su teniente coronel, el
universo se le vino abajo. Casado y además muy prejuicioso.
-Tenés
que dejar de andar por ahí, tenés que dedicarte a mí -le había dicho.
Adela
se enamoró de él a tal punto que quiso suicidarse cuando lo trasladaron. Pero
el teniente coronel fue tan razonable que no se despidió siquiera. Y fue mejor.
Adela creyó que las habladurías lo habían mandado a Palpalá. Y buscó en el mapa
aquel nombre indígena que ahora significaba su vida. Una modelo de segunda
clase no puede viajar todas las semanas hasta Palpalá. Lloró durante un mes y
pasó los vestidos con ojos de odio. Oyó que una mujer decía a su vecina:
-Pero
che, esta modelo me deprime. Parece que desfilara delante de su tumba.
La
mujer del teniente coronel cambiaría los muebles de lugar y elegiría el lugar
para su prole. Desfiló con tanto odio que la despidieron. Entonces descubrió
que Mirta era una buena compañera y que si bebían juntas hasta la madrugada,
conseguiría dormir. Mirta le parecía muy bonita, con una belleza pegajosa y
memorable que empezó a buscar lugar entre sus sensaciones. Pensándolo mejor
siempre había tenido su lugar aun con el teniente coronel.
-¿Así
que actriz? -dijo el promotor deslizándose a su lado.
Y
Tito, en la oreja izquierda de su amiga:
-Es
cosa de promocionarse, nena.
Ya
casi la tocaba acercándosele mucho con el pretexto de la fila, muerto de risa
de puro satisfecho, asombrado de su buena suerte.
Comenzaron
con grandezas. Aunque se esté en la cola y esperando el colectivo las grandezas
aligeran cada trámite. Nadie comienza mostrando miseria. Las chicas además
estaban bien puestitas, limpias, cualquiera con menos pretensiones las hubiera
tomado por chicas de familia en vacaciones. Tito se tituló experto en
publicidad y llamó al jefe de la Casa su amigo personal. De pronto se encontró
contando un viaje por el Amazonas y ofreciendo a Mirta un contrato para todo el
año. Lo del Amazonas era infalible y a ésta también le daba por los viajes;
había sido azafata o estaba a punto de serlo. Tito lo entendió a medias ocupado
en calcular el contorno del saco vaquero y los centímetros de pantorrilla. Algo
excepcional, y además de agraciada, bastante divertida, con un tono en sí
menor, las erres medio embarulladas, y mohines. Casi le daba fiebre. El Senior
se las arregló para conformarse con la Flaca que era distinguida, bocona, seria
y de aire trágico. De negro y bajo las luces de neón podría resultar
fantástica. De todos modos ellos conocían la historia de las flacas como esa,
las modelos que se retorcían frente al objetivo eran símbolos de un amor
furioso; el sexo universal estaba de rodillas frente a las flacas piernilargas
como aquella.
Sí,
casi, casi, pensó Tito haciendo como que escuchaba a Mirta. En fin, siempre
había tiempo.
Mirta
contó que ese verano veranearía en Pinamar porque era más tranquilo.
Tito
tuvo ganas de reírse.
-¿Tranquilo
con gente como vos?
Adela
explicó que vivían en French y Las Heras, cerca de la familia de ambas.
No
podía olvidar aunque quisiera aquel paredón de la calle Cruz. ¿Dónde estaría
ahora su familia o lo que quedaba de ella? Era de Santa Fe, de una villa que se
inundaba durante las crecientes, y a su padre lo recordaba poco y mal. Mamá
cosía, como todas. ¿Y la Negra? Tendría alrededor de 25 años. En la fábrica una
máquina le rebanó el meñique y la familia recibía ahora la pensión y se
acostumbraban a la mano mocha de la Negra sin emocionarse demasiado.
-¿En
French y Las Heras? Las pasaremos a buscar, entonces.
Pero
no. Las muchachas querían visitar la Casa y de ser posible probar fortuna,
ofrecerse a prueba. Las dos tenían buena pasta de actrices, eso se veía por
arriba de la ropa.
O
mejor sin ropa, pensó Tito muerto de risa.
Los
sábados por la tarde Adela no lo pasaba demasiado bien; a menudo las
invitaciones raleaban cada fin de semana; los hombres casados no transigían con
la pausa del feriado y ella era ya una muchacha con agallas que exigía al menos
cierto trato deferente. Mirta, por el contrario, aceptaba lo que trajera la
mano. De buen humor le anunciaba a mediodía el programa de la noche; un
conscripto hijo de mamá, con coche, un dibujante de publicidad, el director de
cine que se volvía cargoso con el tiempo. Era fácil enamorarse de alguien como
Mirta, pensaba Adela mientras preparaba un trago en el ambiente único que
compartía con la otra. Mirta lo había conseguido hacía un par de meses, un buen
ambiente sobre la calle Güemes en el que se alternaban con altas dosis de
camaradería. Más que fácil, añadía mordiéndose los labios. El ruido del
ascensor la sacó de su negrura. Mirta golpeó en la puerta anunciándose: el
acompañante parecía tener no más de 19 años. Inútil llamarle la atención; así
como era graciosa también podía resultar enteramente idiota.
-Llamarlo
novio... vamos. Una amistad, digamos.
Y ya
tenía corridas durante dos semanas entre cinematógrafos, bancos de la plaza y largas
despedidas en el ascensor. Llegado el momento, Adela dejaba el departamento
durante un par de horas. O invitaba a los amigos y bebían hasta la madrugada.
Mirta era muy buena bailarina, quizá algo pesada. Las rodillas y las manos
anchas y rojas eran su punto vulnerable. Pero nadie querría mirar sus manos
cuando ella se contorsionaba armoniosamente junto al tocadiscos, nadie
repararía en sus rodillas teniendo a la vista la amplia mole de sus pechos y su
expresión feliz. Adela la miraba más que los demás y a menudo se encontraba
estableciendo dolorosas comparaciones, abruptas semejanzas. ¿Por qué? se
preguntaba devorando el cigarrillo. Las visitas del director de cine la sacaban
de su quicio. Aquel macho prepotente establecía alrededor de Mirta una red de
maniobras y de imposiciones. Hay hombres que verdaderamente se apoderan de su
presa. Aquel mandón criticaba todo en Mirta pero también su desconfianza era
una parte de la bárbara posesión que le ofrecía. Mirta, menos dada a las
especulaciones, se arrojaba en los brazos del recién llegado con una dosis
ilimitada de alegría.
-Cuando
lo conocí me pareció genial -dijo saliendo de la bañera.
-Te
verán de enfrente -dijo Adela.
La
otra ofreció su desnudez con expresión burlona.
-Mirá,
me tienen harta. No buscan más que eso. Hasta las mujeres.
Adela
la miró de nuevo inescrutable.
-Requena
se ha puesto como loco -dijo Mirta abrochándose el corpiño-, dice que soy
despreciable y me amenaza con dejar en la calle a su mujer para que me case con
él.
-Requena
es un pobrete -dijo Adela dando vuelta el bife sobre la cocinita.
-Y
también un mentiroso -dijo Mirta.
Ahora
dibujaba sus ojos cuidadosamente, sus bellos ojos de gato. Contempló su pelo
que era escaso y feo.
-Me
dijo que viajaría a Mar del Plata y no se movió de la pensión.
-Tenés
que elegir mejor tus amistades -dijo Adela.
La
otra se rió.
-Mirá
quien habla -dijo.
Por
suerte el encuentro con los promotores había sido por partida doble. Faltaría
ahora que los tipos se hubieran hecho humo. Pero ya el portero les daba una
respuesta.
-Amayo
las espera -dijo.
Mirta
hizo una entrada triunfal.
-Te lo
dije -anunció a su compañera con cierto aire de reproche.
A
veces la cargaba el eterno pesimismo de Adela. No les iba demasiado mal,
caramba, Adela había salido en el aviso de dentífrico y de medias Solferinas.
En cuanto a ella, los nombres se sucedían junto al teléfono como en una guía
interminable.
¿Acaso
su madre no había cortado por lo sano casándose de nuevo? Sus hermanas tenían
que vérselas con aquel padrastro simpático y cargoso, pero ella no. El
accidente sexual de sus quince años la había liberado y era tan fácil ahora ser
bonita, ir al cine, comer, escuchar y sonreír... Tito le parecía algo pesado
pero era cosa de imaginar y remitirse a su director de cine, que la volvía medio
loca cada vez que la llamaba. ¡Ah! ¡Esas llamadas espaciadas podían ser también
excepcionales! No era tan difícil sentirse satisfecha, más bien cuestión de
aflojarse y dejar que la vida fluyera mansamente. Pensando en la oportunidad
que se le daba Mirta sintió deseos de bailar.
-Buenas
tardes, buenas tardes -dijo Amayo-. Un trabajo agotador, mijita -agregó sacando
pecho.
El
portero le echó una mirada criminal. A ése lo tenía marcado, y también el
pesquisa de la puerta, porque había sospechas de juego o de muchachas.
-Qué
laburo, ¿no? -dijo el portero ácidamente.
Si los
promotores eran gente importante deberían tomar alguna medida con aquel
portero. Tito avanzó en mangas de camisa y a Mirta le pareció mejor, más joven
y simpático. Su director de cine era especialísimo, ya lo sabía ella, pero en
general los hombres resultaban todos muy simpáticos, Tito en especial si se
omitía la calvicie prematura y un cierto olor ácido sobre la camisa.
-Saldremos
en seguida -dijo el promotor.
Adela
miró a Mirta preocupada. ¿No era en la Casa donde se hacían las pruebas? ¿No
estaban ellas allí para mostrarse como actrices frente a importantes
promotores? Tal había sido la conversación. Lo habían convenido el día anterior
antes de abandonar la cola, antes de ocupar un taxi donde todos se apretaron un
poco. ¡Ah, los primeros roces podían ser significativos! Y acaso, por la noche,
ellos, los cuatro, se abocarían a los juegos de la convivencia, bailar a Go-Gó
o besarse un poco. Ya estarían listas para la gratitud, después de la prueba
dentro de la Casa. Los promotores iban y venían ocupados si se quiere en
misteriosos preparativos; pero el resultado no era satisfactorio. Como dos
bolas de billar salían disparados en distintas direcciones, entrechocaban y
regresaban, se recogían cambiando confidencias y sonreían a las dos muchachas
entre aspavientos. Ellos trataban de conseguir un coche y al fin alguien les
contestó a los gritos:
-El
coche está en la esquina -dijo Tito.
Dieron
órdenes a un muchacho flaco que parecía ser destinatario y única comparsa del
dúo y cuando pasaron cerca del pesquisa éste no hizo otra cosa que maldecir su
negra suerte: una sospecha de juego y de muchachas y aquellos infelices se
alejaban, el brazo puesto sobre los hombros de la más hermosa. El promotor Senior
iba, un paso atrás, con la piernilarga. El pesquisa anotó por su hábito: Salida
a las cinco y cuarto de la tarde, chapa 636.510 de Buenos Aires, cuatro
personas, tales señas. La de 19 años era una bomba.
-Voy a
tomar agua -dijo el vigilante con cara de tristeza.
Faltaban
aún un par de horas. La Gorda estaría de regreso preparando la comida de la
noche; la nena haría los deberes. Y el tiempo pasaría también para la
contraentrega de los documentos sin pagar. ¡Qué sed tenía ahora, qué ganas de
trampear a la Policía Federal y de sentirse libre aunque más no fuera por un
par de minutos! Que se fueran al infierno la custodia de la Casa, el patrullero
que daba vuelta en Jerónimo Salguero y el mismo jefe de su Departamento.
-Mira
qué papa -dijo el pesquisa contemplando a las parejas.
A la
más joven se le vio el final del muslo y las dos rodillas anchas y rojizas.
El
coche enfiló hacia Palermo. Los promotores habían olvidado la terminología
especial y se dirigían libremente a las muchachas instándolas a gozar del paseo,
a mostrar otro poco las rodillas y a acercarse a ellos lo más posible. Mirta y
Adela comenzaron a confundir los planes. Ya no entendían nada acerca del
desplazamiento de aquellos intereses profesionales. Hasta entonces distinguían
claramente las largas horas de pie en el probador, las poses para las
fotografías y las changas en la televisión con el miserable café con leche de
las dos y media; distinguían el frío o el calor siempre indeseable, las malas
compañeras, la directora de escena lesbiana. Conocían el magro presupuesto, la
necesidad de aparentar, la loca esperanza de las cámaras sobre sus caras
maquilladas y bonitas, el ansiado ojo experto que las descubriría llevándolas a
la riqueza, tan lejos de la pieza compartida y de los muchachos barullentos,
ardientes y guarangos. Distinguían una buena hora de cine acariciándose con su
pareja y hasta la alegría de alguna noche menos ruidosa que otras noches. Pero
el trabajo seguía siendo rudo y miserable: se les hinchaban los pies, les
pesaba el vientre o la cabeza, se les enrojecían los ojos bajo la doble hilera
de anchas pestañas postizas. Podían aguantar porque aún daba para mucho aquella
piel de buena calidad, las espléndidas dentaduras, el período mensual sin
alteraciones y las santas ganas de vivir y de fornicar. Pero ahora a fuerza de
comprender la situación se desorientaban. Ellas no precisaban hombres sino
pruebas. El día anterior, en la fila de Constitución habían sido claras: era
hora de que aquel milagro proclamado por los consagrados se hiciera para ellas.
Eran jóvenes, dúctiles y bonitas. Los promotores habían dicho ser capitanes de
la Casa y un contrato para ellos era juego de niños. ¿Entonces?
-Correte,
linda -dijo el Senior, que parecía contentísimo.
En el
asiento trasero Mirta había transigido filosóficamente por acercar sus piernas.
¿Las polleras cortas habían sido inventadas para eso? Tito resollaba de
alegría. Ya no hablaban nada del contrato, sino que se mostraban
enamoradísimos, con un entusiasmo casi contagioso. Aun a muchachas veteranas
como ellas, el proceso de enamoramiento les resultaba fascinante. En un abrir y
cerrar de ojos se disponía de los hombres. Y de atenerse a las estadísticas,
habría hombres para rato. Las revistas y el cinematógrafo entronizaban
generosamente sus muslos, la canaleta entre los pechos, la hendidura de sus
ingles, el borde del pezón, todo era material precioso, ávidamente devorado,
expuesto, apto para el consumo y la proliferación. Adela y Mirta orillaban,
pues, en cierta forma, una suerte de curiosa gloria que las separaba de la
especie convirtiéndolas en ejemplares admirables. Soy una mujer, decía Mirta
explicándose. Una terminología apta y precisa como un buen membrete de mercado.
El
automóvil entró por un sendero bordeado de árboles; algunos automóviles estaban
ya detenidos en las inmediaciones, con la pequeña luz trasera encendida como
precaución.
-¡Atención:
Zona de amor! -dijo el Senior de excelente humor.
Ahora
los cuatro chacoteaban cómodamente. Un área alerta en la atención de Adela
seguía funcionando.
De
acuerdo, pensó acercándose a su compañero. Antes o después me da lo mismo.
Según
las tibias referencias del tipo, los estudios estaban ocupados hasta la
medianoche. Quizá después. Aunque hubiera bastado un metro cuadrado de pasillo,
pensó Adela entregando la boca al beso que llegó enseguida. O un rincón en el
vestuario o el despacho que aquellos dos sabuesos compartían. Cualquier sitio,
libre o no, habría bastado para que ellas, ambas, llevaran adelante la prueba
cinematográfica. En la cola de Constitución habían precisado sus necesidades:
tanto Mirta como Adela estaban bien seguras de lo buenas que podían resultar
como heroínas de comedia. Mirta tenía una bonita voz pastosa y era una buena
bailarina. Adela sería apta para el drama.
-Están
muy buenas -dijo Tito besándola en el cuello y deslizando las manos debajo del
pullover. El sacón vaquero cayó bajo el asiento.
Se me
romperán las medias, pensó Mirta olvidándose del psicodrama y respondiendo a
Tito. Era divertido y joven, aunque una pena que no estuviera en tipo. Borró
con enérgico ademán el recuerdo del director de cine que pugnaba entre el
cuello de Tito y el borde de su oreja izquierda. No es posible obstinarse en el
pelo suave y rizado de un tipo pobre y ardiente. Los tipos como el director no
conseguían nunca nada fuera del amor. Mirta lanzó una risita promisoria y de
este modo supo Adela que en el asiento posterior las cosas se desenvolverían
con normalidad. El Senior era algo exigente y el volante le molestaba sobre el
borde de la espalda, las largas piernas chocaron con el tablero de los
instrumentos. Era puerco y exigente. En aquellos trances, y como era la más
vieja, siempre ocurría que su mala estrella la ponía cerca de lo peor. Suerte
para Mirta, suspiró, dejándose llevar tan entristecida que entrevió la caída de
las ramas sobre la ventanilla como una visión de lágrimas. Ahora retornarían
las imágenes con la visión de una chica flaca en el paredón de la calle Cruz y
quién sabe la muchacha desconocida desnudándose frente a la ventana con los pesados
pechos bamboleándose. Retornaría el asombro, la prudente observación de una
espalda ajena subiendo y bajando en una respiración acelerada, sobrevendría el
incrédulo interrogante: ¿Para qué y por qué todo esto? No soy santa, pensó
Adela, maniobrando con habilidad, y es la última vez que accedo estando Mirta a
un metro de distancia. Es demasiado, sollozó, porque ahora Mirta era la chica
de la ventana saludándola y aquellos dos forcejeaban con un amplio margen de
impudicia hasta que el asiento posterior y el delantero fueron un solo y único
aquelarre. Despojado de entusiasmo el Senior encendió un cigarrillo y le
ofreció el correspondiente.
-Mijita
-dijo y se volvió para observar a la otra pareja. Rió largamente hasta que
Adela sintió serios deseos de apagarle la brasa sobre la mejilla. ¡Con qué
satisfacción reía y fumaba el Senior! Las piernas desnudas de Mirta resaltaban
sobre el tapizado. La ancha cara felina se acercó sobre los hombros de Tito.
Estaba plena.
También
ella reía y lo encontraba todo bien. ¡Cuántos ensayos en el hotel, en la
escalera del departamento, en el jardín botánico, en los departamentos
alquilados con muebles o sin ellos! ¡Y en el automóvil prestado junto al río,
ahora o más tarde en el cinematógrafo! El pullover lila marcaba el contorno de
los grandes pechos sueltos aviesamente desparramados hacia los sobacos. Tito se
aferraba hipnotizado.
-Bueno,
che -dijo el Senior apagando de pronto el cigarrillo y retornando a la
necesaria seriedad.
Tito
saltó del asiento y en un abrir y cerrar de ojos estuvo al lado de Adela. No
habría caso de protestas porque los promotores llevaban un ritmo envidiable en
cada movimiento y todo funcionaba en ellos a satisfacción; eran como las
hermanas manecillas de un reloj, como dos aguerridos mercenarios que se
reparten el botín. Mirta ronroneaba entre agresiva y halagada.
Aquellos
entreveros pasionales la ponían fuera de sí. No entendía bien las prevenciones
de Adela en la materia; hasta opinaba que su mojigatería era perniciosa como la
fea enfermedad de una persona joven. El cuerpo era un precioso bien y aquel par
de robustos compañeros de la hora respondían puntualmente a un llamado general.
Y así fue como se cumplió por segunda vez la ceremonia. Estaba oscuro y un
automóvil encendió los focos y los apagó en seguida para no delimitar los
grupos. El Senior se había enamorado de Mirta y llenaba su pelo y el comienzo
de su espalda de besos encendidos. Tenía que volver a verla, la buscaría.
Luego, se calmó. Tito consultó el reloj.
-La
pucha, ocho y cuarto. El Viejo nos estará buscando para “El Especial”.
El
Senior acomodó su corbata y su camisa como pudo.
-¿Ferrario
estaría de regreso antes de las nueve? -preguntó.
Tito
se peinaba en el retrovisor.
-Si
llega antes que nosotros... despedite -dijo.
La
implacable cabeza de Adela dedujo que aquellos promotores tenían una miserable
situación dentro de la Casa. Ahora se lamentaban del tiempo, del arranque
dificultoso del Di Tella y de no poder tomarse una cerveza antes del horario de
la noche.
-¿Qué
es lo que ensaya Ferrario, entonces?
Tito
se encogió de hombros.
-Yo
reemplazo al iluminador que se enfermó por la mañana -dijo manejando con
dificultad en un sendero barroso.
-Tené
cuidado, salí al asfalto que es directo.
Había
tantos automóviles en la oscuridad que a uno y otro lado del sendero los focos
iluminaban las cabezas confundidas, las piernas, un trozo de espalda
flexionada. Parecía en cierto modo un campo de batalla.
Adela
se peinó en silencio. Mirta, la falda aún arrollada en las caderas, levantó las
negras medias de encaje. Sanas, menos mal, pensó. Los compañeros se mostraron
razonables aunque no demasiado agradecidos. Estaban más bien apurados. O quizá
muertos de susto o responsabilidad.
-Apurate,
viejo -dijo el Senior encendiendo un cigarrillo sin ofrecerle a Mirta. Ésta lo
codeó.
-Ah,
¿vos fumás, piba?
Una
hembrita espléndida, pensó distraídamente. Y sería mejor retomar el Bajo. Tito
maldijo el tránsito mientras se filtraba entre dos camiones.
-El
Viejo se pondrá furioso y yo necesito la quincena.
-Tomá
Salguero -dijo el Senior.
Les
costaba esfuerzo recordar a las muchachas, o quizá sólo se trataba de una
estéril tentativa de comunicación. Y ahora, francamente, ¿cuál sería el objeto?
Aquellas espléndidas mujeres exigían una prueba. La habían suplicado. Quizá si
el Viejo consentía... todo dependía de su buen o mal humor. Pero Senior y Tito
evitaban fricciones como esa. El Viejo quería hacer los descubrimientos por sí
mismo, nunca que se los trajeran y menos por encargo de los subordinados.
Arriesgarse por Mirta y por Adela era poco razonable.
Porque
lindas minas como estas las encontrás a la salida de la Casa cada día, pensó
Senior.
-¿Ustedes
viven por aquí, muñecas? -dijo Tito.
-Ya te
dije que en French y Las Heras -dijo Adela agriamente.
-Ah,
mijita, no va a ser posible. Tenemos los minutos contados para el programa de
Ferrario.
Mirta
rió entre dientes. Quizá cumplirían la prueba al día siguiente, quizá los
promotores como aquellos exigían tiempo en el trato o un conocimiento
especialísimo.
Ahora
Mirta sólo sentía hambre y sed. Un buen bife con cerveza la devolvería a su
diario buen humor pero haría falta algo más para conformar a Adela.
En la
puerta de la Casa aún conversaba el pesquisa con el vigilante.
-Mañana
llamaré seguro, hermosa -dijo el Senior besando la ancha boca de Mirta.
Adela
los miró con odio.
-Seguro,
seguro, los esperamos -dijo.
Las
muchachas se bajaron del Di Tella algo confundidas. En ocasiones como aquella
era difícil acertar con cada movimiento. Tito cerró el coche y terminó de
abrochar sus ropas arrugadas.
-Hasta
la vista, hermosas -dijo.
Adela
y Marta pasaron frente a la puerta de la Casa, cerrada la expresión. Mirta daba
largos trancos, las rodillas fuertes curvándose al avanzar.
-Una
bomba -dijo el pesquisa.
El
portero, saludando a los falsos promotores, consignó que habían arribado a las
8 y 25. El policía dispuso el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
Quizá
la Gorda habría inventado alguna solución para lo del pagaré. Aquellas
mujercitas del montón no sabían lo que es lavar una pila de ropas todas las
mañanas, cuidar que la nena hiciese los deberes, sonreír con buena voluntad
cuando él llegaba a las once de la noche, después de nueve horas de facción. El
vigilante pensó que el mundo era una bolsa de basura.
-Che,
¿qué hacemos? -preguntó Adela cuando llegaron a la esquina.
-Yo
tomaría un café -contestó Mirta impasible.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario