sobre ti brilla la luz sagrada de la venganza.
SÓFOCLES (495 - 506 A .C.)
EL GUERRERO
El 21 de julio de 1798, durante la legendaria
Batalla de las Pirámides en que Napoleón Bonaparte derrotó a los mamelucos
egipcios, el capitán francés Philippe Farel luchaba frente a su compañía de
húsares en el punto más denso y sangriento del combate. Era mucho el polvo que
levantaban los guerreros, los animales, la artillería y las máquinas de guerra
de ambos bandos. El flanco izquierdo del caballo del capitán Farel golpeó, de
pronto, el flanco derecho del caballo del capitán egipcio Esmat Nazif. Ambos
combatientes giraron rápidamente en sus monturas, pero el capitán francés fue más
veloz: con un movimiento instantáneo de su brazo derecho hundió su sable en el
pecho del capitán Nazif, quien soltó su alfanje, cerró los ojos y cayó a tierra
sin decir palabra. El capitán Farel no tuvo tiempo de mirar hacia abajo para
conocer el rostro del hombre a quien había matado: otro jinete egipcio lo
atacaba con la cimitarra en alto.
Poco después del fin de la batalla, el capitán
Farel regresó a Francia con el general Bonaparte, a quien sirvió fielmente
hasta la célebre batalla de Waterloo en 1815, aunque para esta fecha ya había
alcanzado el rango de general. Perseguido por sus ideas bonapartistas y su
lealtad a la memoria del Emperador destronado, el general Farel huyó de Europa
y se estableció en el sur de la provincia francófona de Quebec, en América del
Norte, adonde llegó en mayo de 1817. Gracias al oro y a las piedras preciosas
que rescató del tesoro de su admirado Napoleón, compró millares de hectáreas de
tierras de pastoreo y fundó una hacienda ganadera. Un año después llegaron
desde Francia su esposa y su hijo.
El Hijo
Gérard Farel, nacido en París en 1810, llegó
al sur de Québec con su madre, la mujer del ex general Philippe Farel, cuando
sólo tenía ocho años de edad. Al igual que lo habían hecho su bisabuelo y su
abuelo en Francia, y su padre en la provincia de Québec, se dedicó a la
ganadería, aunque nunca fue feliz ni se sintió satisfecho. Todos los días se
sentaba en el balcón de su mansión campestre a contemplar las inacabables
praderas de verde pasto, pero no podía disfrutar la hermosura del paisaje: en
realidad no hacía más que añorar y revivir los recuerdos de su infancia en
París. Como si se tratara de un sueño, recordaba el ruido de los caballos sobre
las calles pavimentadas de la ciudad, sus divertidos paseos por el Bosque de Bolonia,
y el alboroto citadino de los peatones y los coches que desde niño había
asociado con lo más exquisito de la vida. Gérard fantaseaba con volver a París.
Y así lo hizo a los 57 años de edad: de pronto, un buen día del año 1867, le
cedió su hacienda a sus dos hijos, agarró una cantidad sustancial de ahorros y
regresó con su mujer a Francia.
Los Nietos
Adolphe y André Farel -gemelos- nacieron en la
hacienda de Gérard Farel en 1846. Adolphe lamentó la noticia de la partida de
sus padres, en especial la de su madre, a quien se sentía muy apegado, pero
recibió con grande alegría el anuncio de que al fin sería dueño de la mitad de
la hacienda familiar. No ocurrió igual con André. Este prefería los libros a la
ganadería, las bibliotecas a los prados, la reflexión filosófica a la acción
inmediata y bovina. Acordaron que Adolphe administraría la próspera hacienda y
le enviaría a André una pensión de lujo, para que viviera a gusto en una ciudad
con biblioteca y se dedicara a los estudios. Así lo hicieron durante toda la
vida. Ambos hermanos se querían mucho y nunca discutieron por dinero.
Al principio André vivió en la ciudad de
Québec, donde tenía reputación de intelectual y excéntrico porque no se
interesaba por las cosas que incumbían a la mayoría de sus vecinos. Además,
nadie sabía por qué vivía con tanto desahogo, con coche y caballos propios, ya
que jamás lo habían visto trabajar. En 1886, a los cuarenta años de edad, había
agotado las bibliotecas de Québec, por lo que decidió mudarse a Montreal, donde
aprovechó las circunstancias para aprender inglés. Diez años después, a los
cincuenta, concluyó que Montreal le quedaba pequeña y optó por mudarse a Nueva
York: se le había metido en la cabeza la idea de que sólo sería feliz si vivía
en una ciudad con muchas librerías y grandes bibliotecas. Alquiló un apartamento
cómodo, con vista al Parque Central, y vivió lo que sería la etapa más plena y
hermosa de su vida, porque tenía a su alcance todos los libros del mundo.
A los tres años de vivir en Nueva York, en
1899, conoció a una joven neoyorkina en una biblioteca. A pesar de la gran
diferencia de edad -André ya tenía cincuenta y tres- la hermosa muchacha, como
ocurre con relativa frecuencia, se enamoró desesperadamente de Farel, no sólo
por su intelecto, que la dejaba sin habla, sino porque seguía siendo un hombre
guapo y hablaba con ese encantador acento francés que, como es sabido, ninguna
mujer puede resistir. Dos años después, en 1901, nació Víctor.
El Biznieto
Víctor Farel nació en Nueva York, en el barrio
de Manhattan conocido como Greenwich Village. Ocho años después, todavía niño,
quedó huérfano de padre, por lo que se crió como estadounidense. Al principio,
la madre -que conocía bien la lengua gala- le hablaba sobre su herencia
francesa y quebequense e intentó enseñarle a hablar francés, pero el niño sólo
se interesaba por la mecánica, la ingeniería y la aplicación de las ciencias a
las técnicas industriales. Cuando sólo tenía doce años de edad quedó huérfano
de madre. Gracias a una amiga de la fallecida, que conocía la dirección de los
abuelos maternos del niño -vivían en Ohio-, las autoridades pudieron
comunicarse con ellos y enviarles al menor. Nadie conocía a su tío Adolphe,
quien administró la hacienda ganadera hasta los ochenta y cinco años de edad y
nunca se arrepintió de su feliz existencia rodeado de vacas.
Víctor se hizo ingeniero, se casó con una
norteamericana de ascendencia inglesa y pasó a ser un estadounidense más de
Ohio, con apenas unas vagas nociones de sus orígenes franceses, y sin ningún
conocimiento de las gloriosas hazañas de su bisabuelo, el general Farel, al
lado del emperador Napoleón I.
El Tataranieto
Billy Farel nació en Columbus, Ohio, en 1929.
Padecía serios problemas de aprendizaje. Odiaba la lectura y la escuela porque
desde niño su padre lo había sometido a un régimen insoportable de estudios
científicos. Mientras los demás niños jugaban, iban al cine o escuchaban la
radio, Billy tenía que pasar la tarde sentado al lado de su madre,
memorizándose las tablas de multiplicación o leyendo libros de ingeniería o de
mecánica industrial que lo aburrían hasta desear la muerte. En el hogar de los
Farel no había paz, sino guerra continua. El padre exigía disciplina y estudio,
el hijo quería juego y libertad. La madre, como ocurre en estos casos,
intentaba servir de intermediaria, pero el carácter del padre era muy
intransigente, casi militar.
En 1945, a los dieciséis años de edad, harto de
una situación familiar que le convertía la vida en un infierno, Billy Farel se
fugó de la casa paterna. Aunque joven, ya era alto, fuerte y musculoso. No era
un intelectual, pero tampoco era tonto. Primero vagó de ciudad en ciudad,
aceptando trabajos menores que pagaban poco; luego empezó a visitar otros
estados. Tras una vida nómada de quince años, de la que nunca se arrepintió
porque conoció decenas de ciudades y vivió con entera libertad, a los treinta y
un años empezó a trabajar en una panadería de Alexandria, en el estado de
Virginia. Se enamoró del arte de hacer pan y echó raíces. Nunca jamás abandonó
su amada ciudad de Alexandria.
El Retorno
Philip Farel nació en Alexandria en 1973. Su
padre se había convertido en un próspero comerciante, dueño de una cadena de
trece panaderías, pero ningún miembro de la familia Farel quería que Philip
fuera panadero. Billy quería que estudiara abogacía, para que pudiera
administrar la cadena y convertirla en una franquicia internacional, y la madre
de Philip quería que estudiara medicina, porque decía que en todas las familias
hacía falta un médico. Pero, aunque nadie se había dado cuenta todavía, el
destino de Philip estaba sellado. Desde niño sus juegos favoritos habían sido
los relativos a la guerra. Se vestía de soldado, hablaba como soldado, leía
libros sobre soldados y guerras, sólo veía películas marciales. Nunca se sacaba
de la correa un revólver de plástico que parecía verdadero, y siempre vestía
uniforme de camuflaje. Fue cobito y niño escucha. Marchaba en todas las paradas
del 4 de Julio.
Alumno aplicado, cuando estaba a punto de
terminar sus estudios preuniversitarios le expresó a sus padres su sueño de
ingresar a la mejor academia militar de los Estados Unidos: West Point. Gracias
a sus buenas calificaciones y a las influencias políticas de su padre, fue
admitido a la prestigiosa universidad. Se graduó en 1995, a los veintidós años
de edad, con el rango de teniente. Ocho años después, en 2003, había ascendido
a capitán. Participó en la invasión norteamericana de Irak con la 82ª División
Aerotransportada, a cargo de una compañía de infantería. Consumada la ocupación
de Bagdad, a la compañía del capitán Farel le asignaron la tarea de buscar y
erradicar a los combatientes enemigos de uno de los barrios más poblados y
peligrosos de la ciudad. El 21 de julio de 2004, durante una operación limpieza
de casa en casa, el capitán Farel supervisaba a sus tropas mientras registraban
las habitaciones de una mansión grande y oscura. Philip Farel escuchó un ruido
en un cuarto vacío que estaba a su izquierda. Sin pensarlo, casi por instinto,
entró solo a la alcoba. De pronto vio una figura humana oculta detrás de la
puerta. Ambos giraron rápidamente, pero la figura iraquí fue más veloz. Colocó
la punta de su puñal sobre el corazón del capitán Farel, y con la otra mano le
apretó la garganta para que no gritara. Con mucha dificultad, porque casi no
podía respirar, el Capitán suplicó en voz muy baja:
-Por favor, no te he hecho nada. No me mates.
EL GUERRERO
El 21 de julio de 1798, durante la legendaria
Batalla de las Pirámides en que los mamelucos egipcios fueron derrotados por
Napoleón Bonaparte, el capitán egipcio Esmat Nazif luchaba frente a su compañía
de jinetes mamelucos en el punto más denso y sangriento del combate. Era mucho
el polvo que levantaban los guerreros, los animales, la artillería y las
máquinas de guerra de ambos bandos. El flanco derecho del caballo del capitán
Nazif golpeó, de pronto, el flanco izquierdo del caballo del capitán francés
Philippe Farel. Ambos combatientes giraron rápidamente en sus monturas, pero el
capitán egipcio fue más lento: recibió un sablazo en el pecho. Sintió un dolor
agudo, punzante, opresivo, que en un segundo le recorrió el cuerpo entero, le
paralizó los músculos y lo dejó sin fuerzas. Soltó el alfanje que llevaba en la
mano derecha, se le cerraron los ojos y cayó de la silla sin emitir una
palabra. Murió sin conocer el rostro del hombre que lo había matado.
Poco después de esta célebre batalla, la
ciudad egipcia del capitán Esmat Nazif fue arrasada por los franceses.
Perseguida por ser la mujer de un capitán y noble egipcio, la joven esposa de
Nazif escondió entre sus ropas a su niña recién nacida y huyó de Egipto con la
ayuda de su hermano. Se estableció en el sur de la ciudad palestina de Jericó,
y gracias al oro y a las piedras preciosas que le dieran los padres de su
marido antes de huir, compró millares de cabras y de ovejas y fundó una
lucrativa empresa de pastoreo.
LA HIJA
Fátima Nazif, nacida en El Cairo en 1798,
llegó al sur de Jericó con su madre, la viuda del capitán Nazif, cuando sólo
tenía cinco meses de vida. Al igual que lo habían hecho sus ancestros maternos
en Egipto, y su madre en el sur de Jericó, se dedicó al pastoreo, aunque nunca
fue feliz ni se sintió satisfecha. Todos los días se sentaba junto a sus
inmensos rebaños y rehuía el contacto de los pastores, de las pastoras y de
todos los que buscaban su compañía. No podía disfrutar la riqueza de sus
rebaños ni la suave belleza de los montes que la rodeaban, porque desde niña su
madre le había leído en voz alta los cuentos de Las mil y una noches y ella
añoraba visitar Bagdad, la mágica ciudad de visires y sultanes. Como si las
lecturas de su madre no hubieran sido fantasías, sino reales, a Fátima le
bastaba con cerrar los ojos para ver las calles laberínticas de la ciudad,
escuchar el bullicio del mercado y olfatear las nubes de incienso que brotaban
de las ventanas de los palacios Bagdadíes. Un buen día del año 1853, tras
cumplir 55 años de edad, Fátima decidió de pronto que la felicidad valía más
que un millón de cabras. Le cedió sus rebaños a sus dos hijas, agarró una cantidad
sustancial de ahorros, escogió a cinco de sus criadas favoritas y a sus tres
guardaespaldas más fuertes, y partió a la ciudad de sus sueños.
Las Nietas
Amira y Aicha -gemelas- nacieron en el sur de
Jericó, junto a los rebaños de Fátima Nazif, en 1830. Amira lamentó la noticia
de la partida de su madre, a quien se sentía muy apegada, pero recibió con
alegría el anuncio de que al fin ella y su marido serían dueños de la mitad de
los rebaños. No ocurrió
lo mismo con Aicha. Esta prefería los libros a
la ganadería, la lectura a los prados, la poesía a la acción inmediata y
bóvida. Acordaron que Amira administraría los prósperos rebaños y le enviaría a
su hermana una pensión de lujo para que escribiera poesía y viviera a gusto en
una ciudad con biblioteca. Así lo hicieron durante toda la vida. Ambas hermanas
se querían mucho y nunca discutieron por dinero.
Al principio Aicha vivió en Jericó, donde
tenía reputación de excéntrica porque no se interesaba por las cosas que
incumbían a la mayoría de sus vecinas. Además, nadie sabía por qué vivía con
tanto desahogo -con coche, guardaespaldas y caballos propios- ya que jamás la
habían visto en la compañía de un hombre que la mantuviera. En 1856, a los veintiséis años
de edad, había agotado las bibliotecas de Jericó, por lo que decidió mudarse a
Jerusalén. Cuatro años después, a los treinta años de edad, concluyó que la
provinciana ciudad de Jerusalén le quedaba pequeña y optó por mudarse a
Constantinopla: se le había metido en la cabeza la idea de que sólo sería feliz
en la más grande y culta de todas las ciudades musulmanas, donde abundaban las
bibliotecas, las mezquitas y todos los museos de arte. Compró una casa
majestuosa en el centro de la ciudad, con vista hacia el Cuerno Dorado y Hagia
Sophia, y vivió entonces lo que sería la etapa más hermosa de su vida, porque
tenía a su alcance toda la poesía del mundo.
Al año de vivir en Constantinopla, en 1861,
conoció a un poeta turco en la biblioteca de la Gran Mezquita de Suleimán el
Magnífico. Como ocurre con frecuencia en estas situaciones, el escritor se
enamoró perdidamente de Aicha, no sólo por sus versos que lo dejaban sin habla,
sino porque era una mujer bella, de grandes ojos negros, que hablaba con ese
encantador acento egipcio que, como es sabido, ningún hombre puede resistir. Un
año después, en 1862, nació Adiba.
La Biznieta
Adiba nació en el Barrio Antiguo de
Constantinopla, a pocas
calles del célebre Bazar Egipcio. Ocho años
después, todavía niña, quedó huérfana de madre, por lo que se crió como turca.
Al principio su padre -que conocía bien la historia egipcia- le hablaba sobre
su herencia faraónica, pero la niña sólo se interesaba por la astronomía, las
matemáticas y el estudio de la lógica. Cuando sólo tenía doce años de edad
quedó huérfana de padre. Gracias a un amigo de su padre fallecido, que conocía
la dirección de los abuelos paternos de la niña en la ciudad turca de Esmirna,
las autoridades de la Gran Mezquita Azul pudieron comunicarse con ellos y
enviarles a la menor. Nadie conocía a su tía Amira, quien administró sus
rebaños hasta los ochenta y cinco años de edad y nunca se arrepintió de su
feliz existencia rodeada de alegres cabras.
Adiba se casó con un turco que también amaba
la astrología. Pasó a ser una turca más de Esmirna, con apenas unas nociones
muy vagas de sus orígenes egipcios, y sin ningún conocimiento de las gloriosas
hazañas de su bisabuelo el capitán Nazif, quien había dado la vida por expulsar
a Napoleón de Egipto.
La Tataranieta
Zubeida nació en Esmirna, Turquía, en 1892.
Padecía serios problemas de aprendizaje. Odiaba los libros porque desde niña su
madre la había sometido a un régimen insoportable de estudios astronómicos y
matemáticos. Mientras las demás niñas jugaban con muñecas, tocaban el laúd o
aprendían a servir el té, Zubeida tenía que pasar la tarde sentada al lado de
su madre, memorizándose las tablas de multiplicación o leyendo libros de
astronomía que la aburrían hasta desear la muerte. En el hogar de la niña
Zubeida no había paz, sino guerra continua. La madre exigía disciplina y
estudio, la hija quería juego y libertad. El padre, como ocurre en estos casos,
intentaba servir de intermediario, pero el carácter de la madre era muy
intransigente, casi militar.
En el 1912, a los veinte años de edad, harta de una
situación familiar que le convertía la vida en un infierno, Zubeida se fugó de
la casa materna. Aunque joven y sin muchos conocimientos del mundo real, no era
tonta. Durante los primeros seis años estuvo con la tía de su mejor amiga, la
señora Latifa, quien la acogió como doncella. El marido de esta tía era
comerciante y poseía una pequeña flota de barcos, por lo que Zubeida estuvo
esos seis años visitando casi todos los puertos musulmanes del Mar
Mediterráneo. El séptimo año, durante una visita a la ciudad costera de Tartus,
en Siria, conoció al panadero más importante del puerto y se enamoró. Obtuvo el
permiso de la señora Latifa para casarse y permanecer en Siria. Nunca jamás
abandonó su amada ciudad de Tartus.
La Luz Sagrada
Aziza nació en Siria en 1936. Su padre era un
próspero panadero que surtía todos los barcos que llegaban al puerto, pero
ningún miembro de la familia quería que Aziza permaneciera el resto de su vida
en ese puerto incoloro y aburrido, donde todos los días transcurrían como si
fueran el mismo. El padre quería que su hija se casara con un joven emprendedor
y moderno, para que convirtiera su panadería en una cadena internacional con
representación en todos los puertos. Zubeida quería que su hija se casara con
un médico, porque decía que en todas las familias hacía falta un doctor que
también supiera de astronomía. Pero nadie se había dado cuenta de la pasión de
Aziza por la política. Desde niña le hablaba a sus amigas del mucho amor que
sentía por la Gran Patria Musulmana y de la necesidad urgente de expulsar a los
extranjeros impíos. Sobre cualquier silla de la casa se trepaba para exhortar a
la familia a despojarse de sus manías occidentales y regresar a las sabias y
antiguas costumbres del Islam. Se negó a usar maquillaje -que de todos modos su
bello rostro no necesitaba-, rechazó la ropa francesa e insistió en vestir la
chilaba. Todos los años, gracias a los barcos de los amigos de su padre, hacía
el peregrinaje a La Meca.
Una tarde en que acudió al despacho de su
padre, en el puerto, se encontró de frente con el general Abu Abdalá Ben
Machal. El famoso revolucionario panárabe había venido a comprar víveres para
su ejército de guerrilleros, que luchaba contra el gobierno títere y
prooccidental de Bagdad. Era muy alto, con brazos musculosos, y tenía el rostro
enfebrecido de aquellos que todos los días arriesgan sus vidas por una causa;
ella vestía la chilaba, pero llevaba la cabeza al descubierto y los cabellos se
le habían desparramado sobre los hombros. Él miró fijamente, casi con dureza,
los bellos ojos grandes, negros, radiantes, que lo admiraban sin disimulo; ella
le sostuvo la mirada. Dos meses después, a eso de las cuatro de la mañana,
Aziza se fugó con el general iraquí y se fueron a luchar a Bagdad.
El Destino
Fátima nació en las afueras de Bagdad en 1973.
Alumna aplicada, cuando estaba a punto de terminar sus estudios
preuniversitarios le expresó a sus padres su sueño de ingresar a la mejor
universidad de Irak. Gracias a sus buenas calificaciones y a las influencias
políticas de su padre -heroico general retirado-, fue admitida a la Universidad
de Bagdad y se graduó con altos honores en 1995, a los veintidós años
de edad. Ocho años después, en 2003, se desempeñaba como abogada de los pobres
cuando comenzó la invasión norteamericana. De inmediato, tanto ella como sus
viejos padres se unieron a la resistencia. Recibió adiestramiento militar en
fábricas y almacenes vacíos; leyó libros sobre la guerra no convencional y las
tácticas de las guerrillas urbanas, que le regaló su padre; aprendió a usar el
fusil y el puñal; recibió lecciones sobre el uso de explosivos. Sus padres
fabricaban bombas caseras durante la noche y espiaban a los invasores durante
el día. La hermosa Fátima lo aprendió todo muy rápido, como si llevara los
conocimientos militares en la sangre. Por eso ascendió a capitana en menos de
un año, y recibió la honrosa tarea de convertir el barrio más poblado de Bagdad
en un insoportable infierno en que la fuerza invasora norteamericana nunca
conociera el sueño ni el descanso.
El 21 de julio de 2004, a eso de las siete de
la mañana, Fátima y quince compañeros dormían en el piso de la mansión
abandonada que usaban de vez en cuando como escondite. Tenían mucho sueño
porque habían pasado la noche entera, hasta el amanecer, hostigando al enemigo
en las calles con bombas que accionaban por control remoto. En la habitación de
al lado su madre, Aziza fabricaba bombas caseras. El padre de Fátima caminaba
con un bastón cerca de los edificios del gobierno, jugando el papel de anciano
senil y jubilado. En realidad inspeccionaba los blancos militares que le
sugeriría a su hija para esa noche, los cuales retrataba con la cámara
minúscula que ocultaba en el bastón.
A pesar de su sueño profundo, Fátima se
despertó cuando creyó escuchar un ruido en la puerta principal de la casa.
Luego oyó botas en el pasillo que estaba a su derecha. Descalza, con el largo
cabello negro cayéndole sobre los hombros, agarró su puñal y se puso de pie.
Sus compañeros abrieron los ojos y se sentaron en silencio: apuntaron sus rifles
en la dirección de los pasos desconocidos que se acercaban. Sin pensarlo, casi
por instinto, Fátima se colocó detrás de la puerta y esperó. De pronto vio la
figura humana que abría la puerta. Ambos giraron rápidamente, pero ella fue más
veloz. Colocó la afiladísima punta de su puñal sobre el corazón del capitán
Farel, y con la otra mano le apretó la garganta para que no hiciera ruido. Sus
quince compañeros, ahora de pie, apuntaban sus rifles a la cabeza del militar.
Con mucha dificultad, porque casi no podía respirar, el Capitán suplicó en voz
muy baja:
-Por favor, no te he hecho nada. No me mates.
Fátima concentró la mirada sobre la boca de su
enemigo, como si intentara leerle los labios. El Capitán insistió:
-Por favor, vine a ayudarte.
Fátima escuchó ruidos en el pasillo. Con un
movimiento instantáneo, casi invisible, empujó el puñal con todas sus fuerzas y
lo hundió en el corazón del capitán Farel, quien cerró los ojos y cayó al suelo
sin decir palabra. La mujer no tuvo tiempo para mirar el cadáver del hombre a
quien había matado: las botas de otros invasores se acercaban rápidamente al
aposento. Ella y sus compañeros, que conocían todas las puertas y ventanas de
la casa, huyeron descalzos, sin que el enemigo los escuchara.
Esa noche, sin saber que había vengado la
muerte de su antepasado el capitán Esmat Nazif, quien 205 años antes había
perecido a manos del invasor francés Philippe Farel, Fátima y sus compañeros se
escondían en la azotea de una casa de Bagdad, esperando a que llegara la hora
de lanzar un nuevo ataque contra el ejército extranjero. La ex abogada, con el
pelo recogido en la nuca, bebía té, miraba las estrellas y descansaba sentada
en el suelo. Uno de sus guerrilleros, Omar, que había sido maestro de escuela
primaria hasta el día de la invasión norteamericana, se sentó a su lado con una
taza de té y también miró al cielo. Era una noche tranquila, clara, silenciosa.
Ambos contemplaban las estrellas sin hablar. De pronto, Omar preguntó en voz
baja, con un poco de tristeza:
-¿Qué te dijo?
-No sé -respondió Fátima, un poco incómoda-.
No entiendo inglés.
2008
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