Al llegar a mi patria, de regreso de la
Argentina, hice lo que suele hacer todo el que se encuentra en mi caso: me
instalé en un hotel y me dediqué a buscar un piso desalquilado.
Para un hombre con dinero, encontrar un
piso desalquilado es cosa fácil. Yo traía mucho dinero de América y encontré
rápidamente lo que necesitaba.
América había sido pródiga para mí. Es
cierto que durante doce años trabajé furiosamente. Pero también es cierto que
al cabo de los doce años de trabajo incesante, me hallé sin colocación y sin
dinero ¿Cómo volver a mi patria fracasado? Una tarde paseaba por Palermo
pensando esta triste cosa cuando tropecé con una gruesa cartera de cuero negro.
La abrí; la cartera contenía una bolsita con diamantes y $150.000 en billetes.
También contenía unas tarjetas y una cédula de identidad con el nombre y las
señas de su dueño, pero como desde el primer momento había decidido quedarme la
cartera, rompí las tarjetas y la cédula y procuré olvidar el nombre de aquel
caballero, lo que logré enseguida, porque tengo una memoria fatal.
De este modo me hice rico en América. Y
es que en América todo el que trabaja mucho acaba por hacer fortuna.
El cuarto que alquilé al llegar a mi
patria era precioso. Lo decoré todo a mi gusto y comencé a vivir una vida sin
preocupaciones, llena de molicie y de refinamiento. De vez en cuando invitaba a
cualquier muchacha sin compromiso a pasar unos días en mi compañía, y cuando me
sentía harto de su modo de reír o de su gesto al ponerse el pyjama la sustituía
por otra. Este procedimiento de gustar el amor, como si fuese un piano de
manubrio, es una de las bases en que durante años se ha sustentado la
tranquilidad de los hombres solteros.
Pero una tarde, en esa hora romántica y
húmeda del crepúsculo, estaba solo en casa, porque me hallaba en un momento de
transición entre el piano pasado y el piano futuro.
Alguien hizo sonar el timbre y, como una
tromba, se me metió en casa una dama estrepitosamente perfumada con “gardenias
pútridas”, de Lelong.
La dama atravesó el living-room, irrumpió
en mi despacho y se dejó caer en uno de los sillones con la vista fija en el
suelo, las cejas fruncidas y mordiéndose ligeramente el labio inferior.
La contemplé. Traía la cabeza destocada y
se envolvía en un deshabilléde charmeuse y terciopelo. Llevaba unos pendientes
de ópalo y unas chinelas amaranto con los tacones rojos, iguales a los de los
cortesanos de Luis XV. Era rubia; de un rubio frenético.
No quise romper el silencio porque, precisamente,
al sentarse en el sillón, el deshabillé se había arrugado y dejaba al
descubierto las dos piernas de la dama en una extensión suficiente para privar
del habla a un orador famoso; cuanto más a mí, que hablo poquísimo. Detalle
interesante: las medias que envolvían aquellas piernas prodigiosas eran de
gasa, color “risa de sordo”.
Pero semejante situación no podía
prolongarse. La dama alzó de pronto la cabeza y me dijo:
-Caballero: perdone usted esta
intromisión. Soy la vecina del principal derecha. He tenido un feroz disgusto
con mi marido y, llevada de la ira, me he ido de casa. Cuando he querido
reaccionar estaba en la escalera. ¿Adónde ir así? Y se me ocurrió llamar en su
piso. Si a usted le parece, charlaremos un rato, hasta que yo me tranquilice.
-Y es posible que usted consiga
tranquilizarse, señora. Quien no podrá tranquilizarse seré yo mientras usted se
obstine en mostrar enteramente la región de sus ligas.
La dama rectificó los pliegues de su
deshabillé y me hizo de pronto esta pregunta insólita:
-¿Qué opina usted del amor?
-Creo -repuse para ayudarla en su
propósito de quitarle tirantez a nuestra entrevista- que el amor es una especie
de ascensor hidráulico; se le puede exigir que funcione bien durante cinco
años; durante diez; durante quince; pero llega un momento en que se estropea y
se niega a funcionar.
-¿Y entonces?
-Entonces, señora, hay que cambiar de
ascensor o subir a pie; es inevitable.
La dama sonrió con esa sonrisa luminosa
exclusiva de las personas inteligentes.
Luego se inclinó hacia mí, rodeó mi
cuello con sus brazos y murmuró esta sola palabra:
-¡Ay!
Cuando una mujer suspira mientras rodea
con sus brazos el cuello de un hombre, debe uno darse por enterado de que la
dama tiene ganas de suspirar.
-Es usted capaz de enloquecer a cualquier
mujer, amigo mío; sin embargo, nuestro amor es imposible. Yo lo sospecho:
¡imposible, sí!
Y se retorció un dedo, luego, dos;
después, tres; y, al final, todos los dedos de la mano.
Entonces llamaron a la puerta.
-¡Mi marido!
-¿Usted cree?
Fui a abrir y, en efecto, entró el
marido. Tenía un aire triste.
-Caballero -me dijo-. No me explique
usted nada. Usted no tiene la culpa. ¡Ella ha sido la que ha venido aquí!…
¡Dios mío, qué vergüenza!
Rompió a llorar, me rogó un vaso de agua,
y por tres veces le llevé coñac, tila y azahar.
Al volver yo al despacho me encontraba
siempre al marido paseándose excitado, increpando a su mujer, y ésta tumbada en
su silla, mirando la calle con gesto displicente.
Por fin, a las ocho de la noche, después
de que efectué, trayendo agua, una agotadora labor de camello del desierto,
decidieron volverse a su casa.
Ya en la puerta, el marido me estrechó
enérgicamente las manos mientras me decía:
-Gracias, gracias… Nunca olvidaré esto;
nunca lo olvidaré.
Y se fueron.
Media hora después yo subía rápidamente
la escalera y llamaba en el principal derecha. Nadie contestó a mis timbrazos.
Entonces el portero, asomándose al hueco del ascensor, me advirtió que en el
principal derecha no vivía nadie, pues el cuarto estaba desalquilado desde
hacía seis semanas.
Esta noticia me produjo una gran
contrariedad. Porque necesitaba hablar de nuevo con los vecinos del principal
derecha para preguntarles si ellos habían visto por casualidad, una bolsita con
brillantes que yo guardaba en el bargueño de mi despacho y que había echado de
menos al rato de marcharse de mi casa el matrimonio.
FIN
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