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domingo, 29 de octubre de 2017

BUEN MUCHACHO Marta Lynch



Hay que ver el trabajo que cuesta ser buen mozo, pobre y solo por añadidura, como si uno fuera un raro ejemplar de la especie, a merced de la jauría, en una ciudad podrida como esta de la que no vale la pena hablar. Supongo que de ahí provienen todos los problemas, aun cuando mirando atrás a lo largo de mi historia descubro que la hermosura me trajo no pocos beneficios y que esta vida de hoy, de la que no quiero ni pienso despojarme, se ha hecho en parte gracias al buen tono de mi pelo, a mi contorno y todo lo demás. No es casual que haya pescado a Adela, tantas veces, mirándome arrobada como si le costase esfuerzos concebir que esté cerca de ella, sorbiéndole los sesos, precisamente a ella que se mostró juiciosa durante una buena tanda de años. Y juiciosa o no, perdió el dominio de sí misma, mandó los prejuicios al demonio y se puso a amarme con tal dedicación que por momentos también yo he creído amarla, lo que agregado a los pingües beneficios que me otorga su amistad hace que esté hoy en día en medio de un berenjenal. Porque yo quise siempre hacer felices a los demás. Dar felicidad ha sido mi oficio, así como adornar la calle, la butaca o la confitería. Un tipo como yo está para dar y recibir amor. Y si por eso se le paga no creo que haya que hacer alrededor una alharaca semejante: vivimos en un asqueroso mundo burgués donde las normas las ha dictado un testarudo. Entre tanta aberración, trabajar me ha parecido siempre intolerable. Y todavía más cuando se atribuye sólo al varón, al macho, tal fastidiosa responsabilidad. Hombre o mujer, ¿qué más da? Hace mucho tiempo descubrí que los hombres son los ejemplares regios de la creación. Claro que es lástima que uno necesite tanto un cuerpo de mujer, que las halle a su gusto, tersas, idiotas y tan amables que casi es imposible dejar pasar una de largo, y algo de eso debe haber ocurrido con Gladis, porque el mismo día que nos encontramos la entreví con ese gusto especial que nos despiertan ciertas mujeres; me dio sobre los muslos con su plácida cara a medias cubierta por acné y sus grandes pantorrillas de buena trabajadora que soporta en pie las ocho horas. Una mujer al fin, amplia, carnosa y blanda, confortablemente estúpida y joven. No es necesario complicarse más porque las mujeres como Adela, por ejemplo, lo hacen sentir a uno en falta permanente; hay que responder a sus preguntas, urdir respuestas, fingir una animación que no se tiene o esa curiosa preocupación por cada hecho de la vida que nunca he comprendido y que aqueja a la gente como ella.
Adela cree en el progreso, analiza los sistemas y la horroriza lo que llama -algo dramática- el futuro. Porque no ha comprendido todavía que a ejemplares como yo el porvenir les ofrece siempre espléndidas salidas; hay calles desconocidas, puertas para llegar, portones abordables, hombres y mujeres con debilidades: es decir, enormes reservas de aventura y riesgo a mi disposición. De modo que Adela me molesta -este último tiempo mucho más- la pobre, porque con su habitual sagacidad descubrió en seguida el posible motivo de mi irritación; sintió -como ella dice- el desgarrón, y aunque mentí con mayor énfasis que las veces anteriores, no conseguí diluir su desazón.
Cuando uno está encendido con una cosa como Gladis, el entusiasmo inicial, la curiosidad, el acecho son muy poderosos. Más aun si se trata de una confortable empleadita de comercio con un buen departamento algo cursi y no todo lo importante que sería aconsejable. Pero es difícil conseguir la plenitud; sólo espaciadamente va a dar uno a lo de Adela sobre la calle Arroyo o a la estancia de los tíos de Mariana, aquellos tíos malditos que me pusieron de nuevo en mi lugar. Así que cursi y todo me ha gustado mucho comer a costillas de Gladis y sus amigas acariciándoles las piernas bajo la mesa e invitando a Alfredo para que comparta, como yo, esta buena racha de mujeres. Esto, hasta hoy, me ha divertido: Alfredo, yo y un par de mujercitas con las que el día se corona en cama, sin promesas, sin esfuerzos, a sexo puro y algo de curiosidad: una fórmula estupenda. Claro que Adela es diferente. A veces si la veo pienso que penetro en la nave de una iglesia o que descubro bajo un montón de hojas de los árboles los ojos asustados de un tierno animal recién nacido. Quizá a eso se le llame gratitud; ella ha pagado mis camisas, mis almuerzos, mis alquileres atrasados, ella me ha hablado de la palabra amor y yo le he contestado amor, en voz bien baja. Y la he hecho feliz, lo que no es poco trabajo tratándose de mujeres como ella, lúcidas y complicadas, tanto que a menudo uno piensa que más que mujeres son compañeros, hombres como uno, a los que una misteriosa disposición natural las hace a la vez tiernas y deseables. Pero aun el deseo por Adela es algo diferente, porque nadie puede entregarse a tal locura en medio de una iglesia. Yo la he visto hasta hoy como a un gran compañero, como a un gran tipo estaría por decir y, en ocasiones, como a una fuerza de la naturaleza dispuesta a engullirme sin misericordia. Porque esta hembra maternal que se encarga puntualmente de mi modesto amor diario es también un remolino que arrastra en pos de sí cuanto encuentra al paso. Quiero decir que Adela me ha tomado y yo la he hecho feliz, y si eso no es un contrato de trabajo que venga alguien y lo niegue. Tal como ocurrió en la finca de Rómulo en Mendoza, a la que fui a dar con el conjunto de teatro de la zona y dimos “Macbeth” y luego Tirso, y con Tirso lucí mi buena voz y mi figura; el mismo Rómulo se puso como loco y vino a verme detrás de las maderas que hacían las veces de bambalinas. Está claro que yo no lo busqué. Ya me había ocurrido con anterioridad con el sueco que me llevó hasta las Antillas y todo el tiempo mirándome como desesperado y escribiendo versos detestables y llorando por las noches hasta el punto que tuve que decirle: si piensas insistir con esas complicaciones, pídeme otra habitación en la conserjería. Y él se asustó; lloró y prometió de tal manera que consentí en quedarme, pero dándole la espalda y roncando toda la noche para fastidiarlo más. Hay que ver que no he cedido nunca a cosas como esa. Y es un mérito, ya lo creo; la enorme mayoría de los que luego resultan triunfadores comienzan de ese modo.
Hasta los actores de cine, dicen, con todos sus desplantes posteriores y el talento. Y bien, es mérito: hasta los actores: no yo. El inglés se fue convenciendo poco a poco pero a esa altura ya habíamos recorrido la mitad de México y cuando se desprendió de mí conocí a Morita, en un cabaret de Tasco. Pasamos tres días de locura, encerrados en la hostería donde ella vivía con su hija, tres días de locura en los que nos alcanzaban las comidas ardientes y el tequila por la banderola. Morita era de primera y eso que nunca me gustaron las actrices; ésta resultó de poca posibilidad pero muy hermosa, con unos pechos estupendos y un pelo largo y aceitoso que fijó mi sensualidad a las cabelleras en desorden. Morita era ya madura y la quise mucho durante aquel par de semanas antes de que la hija consiguiera hacerse ver, a punto tal me hallaba enajenado por la madre; y ambas, de una generosidad inusitada. He notado que uno puede esperar de los pobres una ayuda más cierta y eficaz que la de los ricos, sórdidos muchas veces, cuidadosos de lo suyo, temerosos de lo que pueda menguar sus beneficios. Gente censurable que cuenta con casas espléndidas, con fincas o con yates, gente en todo repudiable pero muy útil. Así fue como de Morita pasé a la hija o no recuerdo bien si ellas se allanaron buenamente a compartirme, la deliciosa chiquilina de quince años que se me entregaba con audacia detrás de los armarios, en el bar, en la escalera de acceso a las habitaciones o en el suelo simplemente, sobre los terrones secos. Y Morita, que bailaba y cantaba con furiosos bríos, me hizo bien durante algunos meses hasta que se cansó, quizá la ofendí con lo de la chica, porque el caso fue que compró un billete de barco para la Argentina y me embarcó sin miramientos al cabo de una tarde amarga. No llegué en mucho tiempo a la Argentina sin embargo porque ya en el bar del “Rosa de Fonseca” -Morita fue generosa una vez más- encontré a la inglesa y fue mirarnos y ponernos como locos y salir de allí después de haber bajado media botella de whisky y ron de los mejores. El camarote de ella era de lujo y ocurrió todo lo que se acostumbra en casos como ese, y aun más de lo esperado. El marido de la inglesa subió en Port au Prince y entre mi flamante amiga y yo lo convencimos de que un crucero por las islas griegas era lo más aconsejable en esa época del año. De modo que allí nos fuimos, este amable matrimonio y yo, navegando en la mayor felicidad a través del mar azul y los islotes con sus casitas pintadas a la cal, a los que bajábamos para beber el vino áspero que es el orgullo del país y que tuerce las mejores intenciones. ¡Ah, Grecia fue una gran escala! Lástima que la escala terminó porque este tipo de vida que es la mía tiene el inconveniente de la inestabilidad; uno puede ascender hoy, tenerlo todo, y terminar mañana durmiendo en un banco de la plaza tal como me vi obligado a hacer en las playas de Ipanema cuando los tíos de Mariana descubrieron que había gastado los ahorros de la chica. Si quise a alguien en esa época dura fue a Mariana, con sus ojos azules, su inocencia de 17 años y su robustez teutona. Y aún conservo su imagen en la colección de fotografías. Pienso que hoy debe haber llegado a un peso pavoroso pero entonces me parecía ideal: amplia, ancha, blanda y confortable. Ahora redescubro el tipo en Gladis, robusta en su uniforme de sarga azul y blusa semitransparente, con sus buenas carnes y su acné, la cara algo vulgar, tan sin accidentes, tan manejable, tan excitante; un tipo de mujer que se presenta a veces porque tampoco me conformo en él. ¿Qué es lo que le he encontrado a Adela? Es fina y algo adusta, un curioso aspecto de pájaro que me enternece, una seca voluptuosidad a la que respondo a medias. Y aun así, Adela ocupa intersticios misteriosos y se destaca en este fluctuante cenagal de coitos y viajes, de supercherías y de largos períodos en blanco; ella se destaca y creo que me alegra que así sea porque tengo el techo y el pan asegurados -el pan le toca a Gladis-, pero descubro que Gladis sin la otra carece de sentido. Gladis no existe si Adela no se ocupa puntualmente de mis inquietudes o si deja de mirarme a través de la mesa de café con sus trágicos, bellos ojos de pájaro. Casi me parece que no existe ni siquiera la inglesa que me llevó a Corfú ni el sueco que me paseó a través de las Antillas, ni Enrique Hilton -uno de los Hilton, claro- que me llamaba guía y me dejaba imaginar itinerarios caprichosos, con una voracidad de niño cruel. Pero no soy cruel puesto que a todos hice felices. Entre uno y otro ha existido morralla, gente del montón, montañas de seres entrelazados en jergones, camas de buena calidad, zaguanes y asientos traseros de los automóviles. Morralla digo entre los verdaderos hitos de una vida que marcaron hombres y mujeres especiales. Ahora los bendigo a todos, uno por uno, el sueco, la inglesa, la mejicana, el danés. Rómulo, que se volvió loco y me llevó consigo al campo. Rómulo, que me enseñó el nombre de los buenos vinos y los lugares donde come y bebe la gente bien. Rómulo, que llenó mi armario de trajes bien cortados, que admiraba boquiabierto mis buenas piernas de nadador y que me confesó aterrado la violencia de su sentimiento. Quizá por eso he aprendido a respetarlo; casi me atraían su aspecto espléndido de coronel inglés, sus mostachos blancos y los ojos vivos del empresario afortunado; y de ese modo ¡cómo hubiera deseado tener una parte de lo suyo, una migaja de su cuenta, un potrero de su finca, una habitación de su gran casona llena de recuerdos y de falsos antepasados! A tiempo que todo prometía, Rómulo hablaba de futuros venturosos y hasta de legados; pero los ricos hablan de legados cuando ya han cerrado los cordones de la bolsa. A menudo me pregunto si hube de ponerme a tono con los acontecimientos, si no pequé de timorato o si debí ceder del todo ya que no basta excitar una pasión sino que hay que satisfacerla luego; y es lo que hice con Adela porque preciso su felicidad para acostarme tranquilo con Gladis y con las otras Gladis que fueron o que aparecerán, porque el mundo que habitamos está conformado por vendedoras confortables y no por mujeres que pretenden absolutos. Nadie sabe lo que cuesta esta dura profesión de ser buen mozo. Ayer mismo en el café, escuchando a un amigo divagar sobre mi hermosura, recordé en seguida cómo es que se peleaban las hermanas Miró en la fábrica donde estuve un mes, las cartas rencorosas de Rómulo recriminándome mis encuentros ocasionales y el estupor de Gladis cuando Adela le salió al encuentro. Recuerdo sobre todo el gran aullido visceral de Adela. En Adela, que es tan particular y parece un pájaro, lo recuerdo todo. Y es también lo que no alcanzo a comprender aunque he bajado una botella de escocés en la casa del salvadoreño que conocí anteayer y que me invitó a su casa. Ni el whisky, ni el valet, ni Gladis que sale a las ocho y media del trabajo y a la que encontraba no bien Adela quedaba a buen recaudo. Porque esta noche empiezo otra etapa y es preciso que sobrevenga la aventura salvadora, el diplomático o Alfredo por quien siempre sentí una atracción misteriosa. Yo que no soy ni siquiera ruin encuentro este gran piso sobre la placita de Arenales tan desierto y tétrico como un enorme cementerio. En la habitación vecina el nuevo amigo gestiona un viaje que he puesto como meta para una amistad condicionada. Será fácil apoyarme en él porque es un individuo derrotado; pero las caderas de Gladis eran estupendas y aún dan para un par de veces más. Y este whisky del demonio está más débil a medida que se aflojan mis resortes interiores y voy a llorar si este tipo no regresa y me dice una palabra, voy a gritar si alguien no me quita de los ojos este espejo en el que se refleja mi contorno; aún puedo proponerle a Adela un buen negocio en el que ella pondría su fuerza y yo el tono en el que vivo, que es muy cómodo y al que estoy enteramente encariñado. Pero Adela no contesta a mis llamadas, hace quince horrendos días que nada sé de ella y que la encuentro apetecible y bella en el recuerdo. Hace dos tétricas semanas que conozco el fin de mi aventura y la imposibilidad de sustituirla. Si alguien no interrumpe este whisky que me abrasa, mis aullidos llegarán hasta la calle. En fin: otra mujer, otro hombre, otra posibilidad de vivir de la rapiña, de mis lindos ojos, pero ¿por qué no puedo emborracharme hoy? Y el salvadoreño regresa satisfecho cuando me avisa que lo ha gestionado todo -oyes, belleza-, está todo arreglado y dentro de un cuarto de hora Gladis me pagará la cena y galopará conmigo. Pero las paredes de la casa se derrumban y esa voz absurda se ensaña entre el whisky, el salvadoreño y las ganas de llorar. Esa voz que repite Adela, Adela, es un lugar donde no hay nadie.

FIN





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