Hay
que ver el trabajo que cuesta ser buen mozo, pobre y solo por añadidura, como
si uno fuera un raro ejemplar de la especie, a merced de la jauría, en una
ciudad podrida como esta de la que no vale la pena hablar. Supongo que de ahí
provienen todos los problemas, aun cuando mirando atrás a lo largo de mi
historia descubro que la hermosura me trajo no pocos beneficios y que esta vida
de hoy, de la que no quiero ni pienso despojarme, se ha hecho en parte gracias
al buen tono de mi pelo, a mi contorno y todo lo demás. No es casual que haya
pescado a Adela, tantas veces, mirándome arrobada como si le costase esfuerzos
concebir que esté cerca de ella, sorbiéndole los sesos, precisamente a ella que
se mostró juiciosa durante una buena tanda de años. Y juiciosa o no, perdió el
dominio de sí misma, mandó los prejuicios al demonio y se puso a amarme con tal
dedicación que por momentos también yo he creído amarla, lo que agregado a los
pingües beneficios que me otorga su amistad hace que esté hoy en día en medio
de un berenjenal. Porque yo quise siempre hacer felices a los demás. Dar
felicidad ha sido mi oficio, así como adornar la calle, la butaca o la
confitería. Un tipo como yo está para dar y recibir amor. Y si por eso se le
paga no creo que haya que hacer alrededor una alharaca semejante: vivimos en un
asqueroso mundo burgués donde las normas las ha dictado un testarudo. Entre
tanta aberración, trabajar me ha parecido siempre intolerable. Y todavía más
cuando se atribuye sólo al varón, al macho, tal fastidiosa responsabilidad.
Hombre o mujer, ¿qué más da? Hace mucho tiempo descubrí que los hombres son los
ejemplares regios de la creación. Claro que es lástima que uno necesite tanto
un cuerpo de mujer, que las halle a su gusto, tersas, idiotas y tan amables que
casi es imposible dejar pasar una de largo, y algo de eso debe haber ocurrido
con Gladis, porque el mismo día que nos encontramos la entreví con ese gusto
especial que nos despiertan ciertas mujeres; me dio sobre los muslos con su plácida
cara a medias cubierta por acné y sus grandes pantorrillas de buena trabajadora
que soporta en pie las ocho horas. Una mujer al fin, amplia, carnosa y blanda,
confortablemente estúpida y joven. No es necesario complicarse más porque las
mujeres como Adela, por ejemplo, lo hacen sentir a uno en falta permanente; hay
que responder a sus preguntas, urdir respuestas, fingir una animación que no se
tiene o esa curiosa preocupación por cada hecho de la vida que nunca he
comprendido y que aqueja a la gente como ella.
Adela
cree en el progreso, analiza los sistemas y la horroriza lo que llama -algo
dramática- el futuro. Porque no ha comprendido todavía que a ejemplares como yo
el porvenir les ofrece siempre espléndidas salidas; hay calles desconocidas,
puertas para llegar, portones abordables, hombres y mujeres con debilidades: es
decir, enormes reservas de aventura y riesgo a mi disposición. De modo que
Adela me molesta -este último tiempo mucho más- la pobre, porque con su
habitual sagacidad descubrió en seguida el posible motivo de mi irritación;
sintió -como ella dice- el desgarrón, y aunque mentí con mayor énfasis que las
veces anteriores, no conseguí diluir su desazón.
Cuando
uno está encendido con una cosa como Gladis, el entusiasmo inicial, la curiosidad,
el acecho son muy poderosos. Más aun si se trata de una confortable empleadita
de comercio con un buen departamento algo cursi y no todo lo importante que
sería aconsejable. Pero es difícil conseguir la plenitud; sólo espaciadamente
va a dar uno a lo de Adela sobre la calle Arroyo o a la estancia de los tíos de
Mariana, aquellos tíos malditos que me pusieron de nuevo en mi lugar. Así que
cursi y todo me ha gustado mucho comer a costillas de Gladis y sus amigas
acariciándoles las piernas bajo la mesa e invitando a Alfredo para que
comparta, como yo, esta buena racha de mujeres. Esto, hasta hoy, me ha
divertido: Alfredo, yo y un par de mujercitas con las que el día se corona en
cama, sin promesas, sin esfuerzos, a sexo puro y algo de curiosidad: una fórmula
estupenda. Claro que Adela es diferente. A veces si la veo pienso que penetro
en la nave de una iglesia o que descubro bajo un montón de hojas de los árboles
los ojos asustados de un tierno animal recién nacido. Quizá a eso se le llame
gratitud; ella ha pagado mis camisas, mis almuerzos, mis alquileres atrasados,
ella me ha hablado de la palabra amor y yo le he contestado amor, en voz bien
baja. Y la he hecho feliz, lo que no es poco trabajo tratándose de mujeres como
ella, lúcidas y complicadas, tanto que a menudo uno piensa que más que mujeres
son compañeros, hombres como uno, a los que una misteriosa disposición natural
las hace a la vez tiernas y deseables. Pero aun el deseo por Adela es algo
diferente, porque nadie puede entregarse a tal locura en medio de una iglesia.
Yo la he visto hasta hoy como a un gran compañero, como a un gran tipo estaría
por decir y, en ocasiones, como a una fuerza de la naturaleza dispuesta a
engullirme sin misericordia. Porque esta hembra maternal que se encarga
puntualmente de mi modesto amor diario es también un remolino que arrastra en
pos de sí cuanto encuentra al paso. Quiero decir que Adela me ha tomado y yo la
he hecho feliz, y si eso no es un contrato de trabajo que venga alguien y lo
niegue. Tal como ocurrió en la finca de Rómulo en Mendoza, a la que fui a dar
con el conjunto de teatro de la zona y dimos “Macbeth” y luego Tirso, y con
Tirso lucí mi buena voz y mi figura; el mismo Rómulo se puso como loco y vino a
verme detrás de las maderas que hacían las veces de bambalinas. Está claro que
yo no lo busqué. Ya me había ocurrido con anterioridad con el sueco que me
llevó hasta las Antillas y todo el tiempo mirándome como desesperado y
escribiendo versos detestables y llorando por las noches hasta el punto que
tuve que decirle: si piensas insistir con esas complicaciones, pídeme otra
habitación en la conserjería. Y él se asustó; lloró y prometió de tal manera
que consentí en quedarme, pero dándole la espalda y roncando toda la noche para
fastidiarlo más. Hay que ver que no he cedido nunca a cosas como esa. Y es un
mérito, ya lo creo; la enorme mayoría de los que luego resultan triunfadores
comienzan de ese modo.
Hasta
los actores de cine, dicen, con todos sus desplantes posteriores y el talento.
Y bien, es mérito: hasta los actores: no yo. El inglés se fue convenciendo poco
a poco pero a esa altura ya habíamos recorrido la mitad de México y cuando se
desprendió de mí conocí a Morita, en un cabaret de Tasco. Pasamos tres días de
locura, encerrados en la hostería donde ella vivía con su hija, tres días de
locura en los que nos alcanzaban las comidas ardientes y el tequila por la
banderola. Morita era de primera y eso que nunca me gustaron las actrices; ésta
resultó de poca posibilidad pero muy hermosa, con unos pechos estupendos y un
pelo largo y aceitoso que fijó mi sensualidad a las cabelleras en desorden.
Morita era ya madura y la quise mucho durante aquel par de semanas antes de que
la hija consiguiera hacerse ver, a punto tal me hallaba enajenado por la madre;
y ambas, de una generosidad inusitada. He notado que uno puede esperar de los
pobres una ayuda más cierta y eficaz que la de los ricos, sórdidos muchas
veces, cuidadosos de lo suyo, temerosos de lo que pueda menguar sus beneficios.
Gente censurable que cuenta con casas espléndidas, con fincas o con yates,
gente en todo repudiable pero muy útil. Así fue como de Morita pasé a la hija o
no recuerdo bien si ellas se allanaron buenamente a compartirme, la deliciosa
chiquilina de quince años que se me entregaba con audacia detrás de los
armarios, en el bar, en la escalera de acceso a las habitaciones o en el suelo
simplemente, sobre los terrones secos. Y Morita, que bailaba y cantaba con
furiosos bríos, me hizo bien durante algunos meses hasta que se cansó, quizá la
ofendí con lo de la chica, porque el caso fue que compró un billete de barco
para la Argentina y me embarcó sin miramientos al cabo de una tarde amarga. No
llegué en mucho tiempo a la Argentina sin embargo porque ya en el bar del “Rosa
de Fonseca” -Morita fue generosa una vez más- encontré a la inglesa y fue
mirarnos y ponernos como locos y salir de allí después de haber bajado media
botella de whisky y ron de los mejores. El camarote de ella era de lujo y
ocurrió todo lo que se acostumbra en casos como ese, y aun más de lo esperado.
El marido de la inglesa subió en Port au Prince y entre mi flamante amiga y yo
lo convencimos de que un crucero por las islas griegas era lo más aconsejable
en esa época del año. De modo que allí nos fuimos, este amable matrimonio y yo,
navegando en la mayor felicidad a través del mar azul y los islotes con sus
casitas pintadas a la cal, a los que bajábamos para beber el vino áspero que es
el orgullo del país y que tuerce las mejores intenciones. ¡Ah, Grecia fue una
gran escala! Lástima que la escala terminó porque este tipo de vida que es la
mía tiene el inconveniente de la inestabilidad; uno puede ascender hoy, tenerlo
todo, y terminar mañana durmiendo en un banco de la plaza tal como me vi
obligado a hacer en las playas de Ipanema cuando los tíos de Mariana
descubrieron que había gastado los ahorros de la chica. Si quise a alguien en
esa época dura fue a Mariana, con sus ojos azules, su inocencia de 17 años y su
robustez teutona. Y aún conservo su imagen en la colección de fotografías. Pienso
que hoy debe haber llegado a un peso pavoroso pero entonces me parecía ideal:
amplia, ancha, blanda y confortable. Ahora redescubro el tipo en Gladis,
robusta en su uniforme de sarga azul y blusa semitransparente, con sus buenas
carnes y su acné, la cara algo vulgar, tan sin accidentes, tan manejable, tan
excitante; un tipo de mujer que se presenta a veces porque tampoco me conformo
en él. ¿Qué es lo que le he encontrado a Adela? Es fina y algo adusta, un
curioso aspecto de pájaro que me enternece, una seca voluptuosidad a la que
respondo a medias. Y aun así, Adela ocupa intersticios misteriosos y se destaca
en este fluctuante cenagal de coitos y viajes, de supercherías y de largos
períodos en blanco; ella se destaca y creo que me alegra que así sea porque
tengo el techo y el pan asegurados -el pan le toca a Gladis-, pero descubro que
Gladis sin la otra carece de sentido. Gladis no existe si Adela no se ocupa
puntualmente de mis inquietudes o si deja de mirarme a través de la mesa de
café con sus trágicos, bellos ojos de pájaro. Casi me parece que no existe ni
siquiera la inglesa que me llevó a Corfú ni el sueco que me paseó a través de
las Antillas, ni Enrique Hilton -uno de los Hilton, claro- que me llamaba guía
y me dejaba imaginar itinerarios caprichosos, con una voracidad de niño cruel.
Pero no soy cruel puesto que a todos hice felices. Entre uno y otro ha existido
morralla, gente del montón, montañas de seres entrelazados en jergones, camas
de buena calidad, zaguanes y asientos traseros de los automóviles. Morralla
digo entre los verdaderos hitos de una vida que marcaron hombres y mujeres
especiales. Ahora los bendigo a todos, uno por uno, el sueco, la inglesa, la
mejicana, el danés. Rómulo, que se volvió loco y me llevó consigo al campo.
Rómulo, que me enseñó el nombre de los buenos vinos y los lugares donde come y
bebe la gente bien. Rómulo, que llenó mi armario de trajes bien cortados, que
admiraba boquiabierto mis buenas piernas de nadador y que me confesó aterrado
la violencia de su sentimiento. Quizá por eso he aprendido a respetarlo; casi
me atraían su aspecto espléndido de coronel inglés, sus mostachos blancos y los
ojos vivos del empresario afortunado; y de ese modo ¡cómo hubiera deseado tener
una parte de lo suyo, una migaja de su cuenta, un potrero de su finca, una
habitación de su gran casona llena de recuerdos y de falsos antepasados! A
tiempo que todo prometía, Rómulo hablaba de futuros venturosos y hasta de
legados; pero los ricos hablan de legados cuando ya han cerrado los cordones de
la bolsa. A menudo me pregunto si hube de ponerme a tono con los
acontecimientos, si no pequé de timorato o si debí ceder del todo ya que no
basta excitar una pasión sino que hay que satisfacerla luego; y es lo que hice
con Adela porque preciso su felicidad para acostarme tranquilo con Gladis y con
las otras Gladis que fueron o que aparecerán, porque el mundo que habitamos
está conformado por vendedoras confortables y no por mujeres que pretenden
absolutos. Nadie sabe lo que cuesta esta dura profesión de ser buen mozo. Ayer
mismo en el café, escuchando a un amigo divagar sobre mi hermosura, recordé en
seguida cómo es que se peleaban las hermanas Miró en la fábrica donde estuve un
mes, las cartas rencorosas de Rómulo recriminándome mis encuentros ocasionales y
el estupor de Gladis cuando Adela le salió al encuentro. Recuerdo sobre todo el
gran aullido visceral de Adela. En Adela, que es tan particular y parece un
pájaro, lo recuerdo todo. Y es también lo que no alcanzo a comprender aunque he
bajado una botella de escocés en la casa del salvadoreño que conocí anteayer y
que me invitó a su casa. Ni el whisky, ni el valet, ni Gladis que sale a las
ocho y media del trabajo y a la que encontraba no bien Adela quedaba a buen
recaudo. Porque esta noche empiezo otra etapa y es preciso que sobrevenga la
aventura salvadora, el diplomático o Alfredo por quien siempre sentí una
atracción misteriosa. Yo que no soy ni siquiera ruin encuentro este gran piso
sobre la placita de Arenales tan desierto y tétrico como un enorme cementerio.
En la habitación vecina el nuevo amigo gestiona un viaje que he puesto como
meta para una amistad condicionada. Será fácil apoyarme en él porque es un
individuo derrotado; pero las caderas de Gladis eran estupendas y aún dan para
un par de veces más. Y este whisky del demonio está más débil a medida que se
aflojan mis resortes interiores y voy a llorar si este tipo no regresa y me
dice una palabra, voy a gritar si alguien no me quita de los ojos este espejo
en el que se refleja mi contorno; aún puedo proponerle a Adela un buen negocio
en el que ella pondría su fuerza y yo el tono en el que vivo, que es muy cómodo
y al que estoy enteramente encariñado. Pero Adela no contesta a mis llamadas,
hace quince horrendos días que nada sé de ella y que la encuentro apetecible y
bella en el recuerdo. Hace dos tétricas semanas que conozco el fin de mi
aventura y la imposibilidad de sustituirla. Si alguien no interrumpe este
whisky que me abrasa, mis aullidos llegarán hasta la calle. En fin: otra mujer,
otro hombre, otra posibilidad de vivir de la rapiña, de mis lindos ojos, pero
¿por qué no puedo emborracharme hoy? Y el salvadoreño regresa satisfecho cuando
me avisa que lo ha gestionado todo -oyes, belleza-, está todo arreglado y
dentro de un cuarto de hora Gladis me pagará la cena y galopará conmigo. Pero
las paredes de la casa se derrumban y esa voz absurda se ensaña entre el
whisky, el salvadoreño y las ganas de llorar. Esa voz que repite Adela, Adela,
es un lugar donde no hay nadie.
FIN
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