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domingo, 29 de octubre de 2017

LA BORDADORA DE TREVISO Paul Heyse


Llovía ya por tercer día consecutivo, y los senderos del parque y el bosque que rodeaban la quinta estaban convertidos en verdaderos arroyos. Durante los dos primeros días, el grupo de personas que se encontraban reunidas en ella habían cifrado su máxima ambición en ser tan inagotables en buen humor como el cielo en nubes, y en el amplio salón, de cinco balcones, ante el que florecían las adelfas, llovían las bromas y chanzas, estallaban las risas y volaban las agudas y mordaces indirectas tan continuamente como afuera las gotas de lluvia, que tamborileaban sobre la terraza. Pero en el tercer día comenzó a invadir a los recluidos en esta nueva arca el temeroso presentimiento de que el diluvio tuviese más largo resuello que su humor. Cierto que nadie aventuró la promesa que se habían hecho anteayer de pasar juntos y en compañía esta prueba, procurar conjurarla en compañía y, en todo caso, encerrarse cada uno en su habitación y guardarse los malos humores para su coleto. Pero el común diálogo, y los juegos y pasatiempos del espíritu y el ingenio se cortaron de raíz desde que el profesor, que se tenía por buen conocedor del barómetro, en lugar del prometido cambio de tiempo, hubo de reconocer y confesar que el mercurio descendía de nuevo. Habíase procurado un segundo termómetro, de fabricación propia, y se dedicaba a investigar con toda dedicación y seriedad los motivos por los que ambos profetas no estaban totalmente de acuerdo. Su mujer pintaba en silencio la sexta rosa de agua, ya con acuarela, sobre papel gris. Doña Helena, por su parte, colocaba en aquel instante las piezas del ajedrez para jugar la séptima partida de desquite, y en un rincón de la gran sala, doña Ana se acomodaba junto a la cuna de su bebé, ahuyentándole las moscas con su abanico, mientras intentaba descifrar los pasatiempos y charadas de un viejo calendario que reposaba en su regazo. El joven doctor, que jugaba al ajedrez con doña Helena, aprovechaba todas las pausas para narrar, lo mejor que podía, alguna anécdota en plattdeutsch(1) pero se interrumpía de pronto, al caer en la cuenta de que ya la había contado el día anterior. El marido de doña Ana, teniendo bien presente en la memoria la afirmación del viejo Shandy de que todos los dolores y miserias del alma se hacen mucho más llevaderos cuando el cuerpo se encuentra en posición horizontal, se había tendido cuan largo era sobre un viejo sofá de cuero y despedía el humo de un húmedo cigarro en perezosos anillos azulados contra el techo del salón.
Entre estas tentativas y ensayos, más o menos raquíticos y miserables, encaminados a hallar el modo de soportar su destino, tenía que llamar forzosamente la atención la facha despreocupada y jovial con que un hombre de mediana edad, las manos a la espalda, recorría lentamente la sala de un extremo a otro desde hacía ya su buena media hora. De cuando en cuando se detenía unos instantes ante la mesita del ajedrez, o echaba una ojeada sobre el hombro de la pintora, o bien, al pasar junto al niño dormido, rozaba su pequeña frente con una suave caricia; con todo, parecía no pensar en nada de esto, sino estar abismado en reflexiones que arraigaban, lejos del lluvioso presente, en un soleado ayer o mañana.
-¿Qué tiene usted, querido Eminus, usted sólo? -dijo doña Eugenia, que acababa de regresar de un viaje de investigación de víveres por la cocina y la despensa-. En las caras de los demás se nota a las claras cómo nos sienta este día repugnante; pero en la suya, por el contrario, hace buen tiempo, hasta un poco de sol, como si fuese usted un recién prometido, o hubiese escrito hoy la última página de un libro, o sintiese que se le iba, por fin, un dolor de muelas que le hubiese atormentado veinticuatro horas. Confiese usted inmediatamente de qué se trata, o, de lo contrario, sospecharemos que no es sino malignidad hacia todos los demás, que no hemos venido al mundo, como usted, para encerrarnos en una habitación aferrados a los libros.
-Puedo tranquilizarla, mi buena amiga -sonrió el interpelado-. Por esta vez no hay maldad alguna en juego, ya que me siento perfectamente bien, y por lo demás, sus restantes hipótesis son, a Dios gracias, infundadas, y una de ellas hasta resueltamente imposible. Difícilmente pondría yo buena cara, si me hubiese comprometido, después de mi larga libertad, a besar las zapatillas(2), máxime estando ya comprometidas todas las zapatillitas que están aquí presentes. En realidad, lo que me mantiene en equilibrio, pese a nuestras aflictivas circunstancias, no es sino una hermosa historia, con la que me he topado casualmente esta mañana temprano, cuando repasaba mis viejos papeles, y que me persigue sin cesar, como una melodía pegadiza que se nos cuelga del oído y no nos abandona un momento.
-¿Una historia? Y además, ¿bonita? -intervino la pintora-. Debería usted contárnosla inmediatamente, como es lógico. ¿No hemos instituido una comunidad de bienes entre todos nosotros, mientras dure la lluvia? Y usted quería guardarse para sí una historia bonita. ¡Esto sí que sería un lindo cuento!
-Quizá no les guste a ustedes en absoluto -replicó Eminus, mientras, en pie junto a ella y prosiguiendo la charla, enredaba en un nudo el largo tallo de una rosa de agua-. Al menos, a mí no me gustan muchas de esas historias que tienen hoy éxito, tanto, que me he dicho hace ya mucho tiempo: tienes un paladar anticuado, y no has avanzado con los tiempos. Como historiador, esto, en el fondo, me llena de consuelo. Por lo general, no estamos al tanto de las últimas novedades, no estamos preparados para ellas. Y quizá también, mis fuentes para el estudio de la Historia me han echado a perder el gusto por las narraciones, tal y como se escriben y aplauden hoy. El contraste, la distancia entre ese aire de grabado en madera que ofrecen las antiguas crónicas de las ciudades y este atildamiento y prolijidad fotográficos, estereoscópicos, relamidos, de cualquier novela al uso es inmensamente grande. Allí, todo es aún cañamazo: los bloques están apenas tallados, resquebrajándose las junturas; el abigarrado material está narrado en forma confusa y agolpada, de manera que sólo el buen conocedor, o el aficionado, pueden espigar de allí algo que les pertenece y les place. En cambio, en nuestros tiempos modernos, tan propicios al arte, es todo tan liso y pulido, tan consciente y meditado, tan convertido en mero estilo y forma, que los objetos se le difuminan a uno con harta frecuencia, el qué se borra y olvida ante el cómo, y nosotros, ante las finezas psicológicas del narrador, no nos preocupamos en absoluto por los hombres a los que dedica él sus artes descriptivas. Frente a esto, yo me yergo todavía sobre el viejo criterio de que, en cada historia, la cosa más importante es para mí la historia misma. Que se narre algo mejor, algo peor, eso poco me importa. Si lo que sucedió realmente, o fué imaginado por un quimerista, me impresiona ya en el rígido y tosco engaste de una vieja crónica, que me dejen de minucias estilísticas, que ya añadiré yo, de mi propia fantasía, lo que falte. Pero vosotros, los modernos -y al decir esto arrojó una sarcástica mirada sobre el jugador y el fumador-, vosotros no estáis contentos, mientras no hayáis colgado a una historia todo lo imaginable en adornos, atavíos y cosméticos, aunque, sin duda, ella había de estar mucho más hermosa desnuda, tal y como Dios la crió.
-Cada época tiene sus modas, y por las buenas o por las malas hay que adaptarse a ellas -replicó el que estaba echado sobre el sofá, sin incomodarse un ápice en su reposo.
-Y cada época vive y narra sus propias historias -prorrumpió el jugador de ajedrez-. Mientras estuvo vigente el derecho del más fuerte, las historias fueron, sin duda, más rudamente tangibles, desde Aquiles hasta el noble hidalgo de la Mancha; pero desde que en la vida se ha introducido un poco más de espiritualidad, y cuando los sucesos y anécdotas son más recatados, más íntimos, es imposible de todo punto perfilarlos exteriormente con toscos brochazos, como una novela medieval de capa y espada. Un perfil escueto, y algo de luz y sombra, es cosa que ya no tiene valor. Nosotros queremos percibir el juego total de colores, los más delicados semitonos, todo el atractivo del claroscuro; nos hemos vuelto hombres de carácter blando y tranquilo, y no nos es ya indiferente la parte de sensibilidad con que dota el narrador a sus personajes.
-Ya sé, ya sé -se burló Eminus-; «poca carne, mucha alma», ése es el lema de hoy, y yo no tengo inconveniente en admitirlo. Pero yo me siento un hombre de la hosca y desagradable Edad Media, aunque no en el sentido que le dan los románticos, y por eso prefiero guardarme mi historia; realmente, no se compadece con las modas de hoy, y mientras los poetas aquí presentes harían ascos a la muy humilde y patriarcal forma, yo, por mi parte, temería herir con su contenido a las damas, aunque, en mi opinión, lo encuentro perfectamente moral.
-Como usted mismo nos parece suficientemente moral -dijo doña Eugenia-, bien podremos prestar oídos a su historia sin vacilar, después de oír esta aseveración suya.
-Sobre todo, no estando presente ninguna niña de primera comunión(3) -añadió frau Helene.
-Excepto este angelito que está aquí en la cuna -dijo doña Ana-. Pero es de esperar que haga la vista gorda.
-Después de esto, podría uno atreverse… -dijo Eminus-. Pero ahora, de pronto, me entra miedo de que mi favorita, que me ha gustado muchísimo a solas, pareciese pobre y desmañada cuando la presente a una compañía tan mimada y mal acostumbrada. A más de uno no le ha ido mejor con su adorada prenda secreta. Y mi viejo cronista, al que copié esas cuantas hojas sin pretensión alguna y sólo para mi propio placer, no era ciertamente un poeta, como Boccaccio y compañía, aunque casi habría llegado a merecer este título merced a esta historia.
-No nos detengamos por más tiempo en el preámbulo -dijo entonces el profesor-. Lo peor que puede ocurrirle a vuestra historia es que los poetas la vean sólo como un mero argumento o materia temática, y si se está lloviendo quince días seguidos saquen de ella una tragedia o una comedia que pase por la escena después sin pena ni gloria.
-Que sea lo que Dios quiera, pues -suspiró Eminus entre la espada y la pared.
Y salió en busca de su manuscrito.
Volvió en seguida con una carpeta bajo el brazo, de la que sacó un cuaderno manuscrito.
-Este escrito tiene ya veinte años -dijo, mientras se sentaba junto a la ventana y abría el cuaderno sobre sus rodillas-. Entonces yo estaba trabajando en unos estudios sobre la historia de las ciudades de Lombardía, y hube de ir a Treviso, donde esperaba sacar provecho del archivo de la ciudad y de las bibliotecas de los conventos, provecho que, desgraciadamente, no me cupo en suerte obtener. Tan sólo pude hallar en los Dominicos de San Niccoló una curiosa crónica de fines del siglo XIV, por la que hubiera recompensado muy gustosamente a los «Patres» con oro contante y sonante. Pero todo lo que conseguí fué el permiso para copiar lo que era de importancia o interés para mí, en el frío refectorio, y bajo la mirada del hermano Antonio. Este cuaderno conserva todavía las huellas del espeso vino tinto, oloroso a incienso, del convento, con el que yo neutralizaba de cuando en cuando el polvo de la vieja crónica, hasta que, por fin, tras de algunas áridas y secas páginas, topé con la Historia de la rubia Giovanna, que me refrescó de pronto, como un manantial en medio de una reseca meseta, mucho más de lo que me había refrescado el vino.
Pues, señor, en otro tiempo -estamos en el primer cuarto del siglo XIV-, se encendió una violenta guerra entre la ciudad de Treviso y la vecina Vicenza, por causas manifiestamente insignificantes, a las que dió pábulo, como el huracán a la hoguera, los celos y envidias entre una y otra ciudad. Los vicentinos llamaron en su ayuda a los venecianos, y consiguieron, ayudados por este refuerzo, apoderarse en un golpe de mano del castillo de San Salvatore di Collalto, primero, y más tarde de la misma Treviso, de donde se retiraron, después de afrentarla ignominiosamente e imponerle un considerable tributo de vasallaje, no sin antes haber tomado rehenes y recogido el botín.
Cuando se divulgaron estos sucesos y la noticia llegó hasta Milán, nadie se entristeció o encolerizó con ello, fuera de un noble mancebo originario de nuestra vencida ciudad, llamado Attilio Buonfigli, hijo de uno de los más nobles caballeros de Treviso y sobrino del gonfaloniero Marco Buonfigli, que había crecido desde su infancia en Milán como paje en casa del señor Matteo Visconti; dicho mancebo andaría entonces por los veinticinco años, y estaba perfectamente ejercitado en todas las artes de guerra y caballería. Tan pronto como llegó a sus oídos la desgracia ocurrida a su amada ciudad natal, hizo voto y promesa solemne de no dormir sin armadura hasta haber vengado el ultraje, y tras haber suplicado licencia de su señor, salió a caballo por las puertas de Milán con algunos amigos, armados de todas armas y tan belicosos como él mismo. Y como él se había hecho ya un gran hombre, pese a su juventud, en las guerras que sostuvo Visconti, le acudieron en masa de todas partes, tan pronto como se conocieron sus propósitos, jóvenes vigorosos y ansiosos de aventura, que le juraron fidelidad como condottiero, frente a cualquier enemigo contra el que les condujese. Cuando hubo reunido gente suficiente para hacer frente él solo a los mismos venecianos, si llegara el caso, despachó a Treviso un mensajero secreto para avisar a su tío y a su padre el día en que se plantaría ante las puertas de Vicenza para exigir estrecha satisfacción por la afrenta sufrida. Ellos deberían estar preparados para reunirse con él, y, con la ayuda de Dios, hacer morder el polvo a sus enemigos.
Y así sucedió, y la empresa se llevó a cabo con tanto sigilo y celo, que los de Treviso consiguieron caer de improviso sobre las tropas que se retiraban camino de Venecia, y les arrebataron el botín y los rehenes, mientras en ese mismo día el joven Attilio demostraba a los vicentinos sus dotes de caudillo en una dura refriega junto al riachuelo llamado Bacchilione. Volviéronse allí las tornas y hubo en Treviso igual júbilo que había habido en Vicenza cuando estaba ebria de la gloria de la victoria. Sólo una cosa afligía el júbilo de nuestra buena ciudad: el joven adalid yacía en tierra gravemente con una profunda herida en el cuello, inferida por el mandoble de un vicentino, y durante muchos días su vida pendió de un delgadísimo hilo. Sus propios padres le acomodaron en la mejor casa de la ciudad sometida, casa que pertenecía a uno de los más nobles ciudadanos de ella, el señor Tullio Scarpa, cuyo hijo primogénito, llamado Lorenzaccio, se había distinguido siempre entre los más acérrimos enemigos de los trevisanos, y que no puso en pie en el umbral de la casa paterna mientras el lastimado vencedor era cuidado y atendido en ella. Mucho más afable y cariñosamente fué mirado Attilio por parte de la joven Emilia, hermana única de Lorenzaccio, pese a ser un enemigo de su ciudad natal, de tal manera que los padres de ambos se percataron de ello y concibieron esperanzas de que, llegando un día a emparentar dos familias tan linajudas y principales, se sofocaría el rencor y resentimiento seculares entre las dos ciudades, y la envidia habría de transformarse en una cordial y bien intencionada vecindad. La madre de Attilio habló a su hijo de esto en un momento confidencial, cuando la herida estaba ya muy mejorada. Él no halló nada que objetar, tanto porque su corazón estaba absolutamente libre, cuanto porque la joven vicentina era en verdad una linda y placentera doncella. Pero secretamente, y en lo más hondo de su ser, le repugnaba el deber de tomar por mujer a una hija de esta ciudad; sin duda habría de sentirse muy lejos de la muchacha después de realizada esta unión, y de muy buena gana hubiera cortado de raíz el asunto si no hubiese temido sembrar un nuevo odio entre la recién germinada siembra de la paz.
Transcurrieron entre tanto cinco o seis semanas, y el cirujano dictaminó que se le podía permitir ya al convaleciente, sin peligro alguno, subir a su corcel y embrazar lanza y escudo, si bien debería evitar durante algún tiempo la opresión de la acerada gola. Determinóse, pues, emprender la partida y dirigirse a Treviso, a donde deberían seguirles la novia y sus padres pocas semanas después, porque la ciudad salvada no quería en modo alguno dejar de festejar con toda pompa y boato la boda de su libertador e hijo predilecto. Y, en efecto, los buenos vecinos de Treviso no habían estado mano sobre mano durante el tiempo que había durado la curación; antes al contrario, se había dispuesto al joven héroe, cuyo nombre estaba en todos los labios, un recibimiento tan brillante como no había cabido jamás en suerte a príncipe alguno.
Entre los muchos presentes que quería ofrecerle la ciudad, estaba un estandarte, o gonfalón que debía entregarle su propio tío, en nombre del pueblo entero: una verdadera maravilla, por la calidad del paño y el arte de su bordado. El astil, de diez pies de longitud, era de fina madera de roble, guarnecida de plata repujada; el mango estaba incrustado de rubíes, y la punta chapada en oro, tan brillante, que cegaba los ojos cuando destellaba al sol. Del astil pendía el pesado pendón, de brocado de plata, sobre el cual un dragón de oro -el blasón de los Buonfigli-, coronado con el escudo de Treviso, estrangulaba en el aire a una serpiente roja, enlazado todo ello con tal naturalidad y recubierto de escamillas de oro, que se creía estar viendo retorcerse un gusano real y verdadero. Encima de todo, bordado en llameantes letras, campeaba el lema en latín: «No temas, yo te liberaré».
Esta maravillosa obra, hija de una aguja llena de arte, había salido, durante las seis semanas que había estado postrado Attilio con el tajo en el cuello, de las manos de una doncella, cuya habilidad excepcional para los tejidos en oro, seda y plata se puso de manifiesto con todo esplendor en la decoración del citado estandarte. La llamaban Gianna, esto es, Giovanna, la Rubia, porque tenía la cabellera como de oro hilado, tanto que había podido bordar un estandarte para la Santísima Virgen de la Cappella di San Sebastiano valiéndose sólo de sus propios cabellos, que se había cortado en señal de duelo por la muerte de su prometido -que se llamaba Sebastián y era un apuesto y simpático mozo de la vecindad-, contagiado de viruelas pocas semanas antes de la fecha concertada para la boda. Tenía ella entonces dieciocho años, y era el centro de tantas ilusiones secretas y tantas abiertas peticiones de matrimonio, que con frecuencia escuchaba la predicción de que antes que hubieran crecido de nuevo sus cabellos tendría ya sucesor su prometido, para cumplir con el refrán que dice: «Pelo largo, entendimiento corto». Ella no se preocupaba en responder sí o no a estas habladurías, y volvía los ojos a sus bordados, cerrados sus oídos y su corazón a las necias pláticas del mundo. Ella desmentía y echaba por tierra esas profecías, viviendo como si con aquella ofrenda de sus cabellos a la Madonna hubiese hecho voto de perpetua doncellez, y nunca mano alguna de varón hubiese de destrenzar, en amoroso juego de caricias, las trenzas que pudiesen algún día volver a enroscarse a su cabeza y alisar con sus dedos el oro suave y mórbido de su cabellera. Muchos creían que se recluiría en un convento, porque bordaba con preferencia hábitos y ornamentos religiosos, paramentos y viriles, y velos de altar, y se mantenía alejada de todos los regocijos y fiestas públicas; pero también desmentía esta idea, y se tomaba cada vez más serena y alegre conforme pasaba el tiempo, y más daba a escuchar que a charlar; compró, tras la temprana muerte de sus padres, una casita que se levantaba adosada a las murallas de la ciudad, y desde cuya torrecilla se divisaba una sonriente perspectiva sobre las fructíferas vegas que regaban con sus vivas aguas los riachuelos Piasevella y Rotteniga. Allí vivía con su nodriza, una vieja criada de vida irreprochable y que no anduvo jamás en boca de las gentes, y nadie echaba a su casa ni una ojeada, salvo alguna que otra vecina, o alguna dama noble de la ciudad que iba a buscarla para encargarle algún trabajo. Algunas veces veíase también sacudir la aldaba de su puerta a algún sacerdote. Ella llamaba al punto a la vieja ama a la estancia donde recibía la visita, manteniendo alejadas así toda murmuración o calumnia. Aunque dejaba descansar la aguja solamente los días de fiesta y no se preocupaba mucho de ella misma, su belleza se mantenía tan incólume que, cuando algún domingo salía a pasear con su vieja servidora, al fresco del atardecer, por las murallas de la ciudad, o por el bosque cercano, no había persona a quien tropezasen con una indiferente mirada sus grandes ojos negros, más negros aún bajo las rubias cejas, que no se detuviese en seco, como hechizado, para prender su vista de ella sin poder apartarla; y seguían llegando hasta ella muchas proposiciones de nobles caballeros forasteros que no conocían su manera de ser ni sus propósitos y se resistían a creer los informes que daban de ella, proposiciones todas encaminadas a hacerla abandonar su estado de soltería. Pero ella daba a todos la misma respuesta: estaba demasiado acostumbrada a su vida y le guardaba harto apego para cambiarla por cualquier otra.
Treinta y dos años había cumplido cuando estalló la contienda entre las dos ciudades vecinas; ella se comportó en esta coyuntura como una leal hija de su ciudad natal y sufrió todos los dolores y molestias que cupieron en suerte a ésta con amargura de su corazón, que luego, cuando le llegó la salvación por medio del brazo de su joven convecino, a quien jamás habían visto sus ojos, parecióle una embajada celestial, y el salvador mismo, como un ángel con espada flamígera. Jamás había aceptado un encargo con mayor alegría y lo había llevado a cabo con mayor aplicación y arte que este estandarte que quería ofrendar la ciudad a su victorioso hijo el día de su entrada en ella; y cuando llegó este día jubiloso y todos los trevisanos que no estaban enfermos en el lecho buscaban con afán un hueco en mercados y calles, ante las puertas, en las ventanas, hasta en los tejados de las casas, para derramar sobre Attilio Buonfigli sus flores y vítores enardecidos, tampoco aguantó los límites de su estrecha casa la rubia Gianna, aunque desde la ventana de la torre divisaba perfectamente el camino de Vicenza. Consiguióse un sitio sobre una tribuna engalanada con tapices y situada ante la casa del consejo, para poder contemplar al héroe desde la distancia, y se atavió con sus mejores galas: un justillo bordado en plata, acuchillado de terciopelo azul, y un brial de fina lana color azul pálido; la cabellera, al uso de la época, entretejida con profusión de cintillos. Tan bella estaba, que una hora antes del recibimiento se promovió en las calles un tumulto y gritería de asombro cuando ella, así ataviada, se dirigió a ocupar su puesto sobre el tablado, junto a una vecina. Pero pronto se apartaron de ella los ojos del gentío y otearon, llenos de impaciencia, la calle por la que debía llegar a caballo el héroe. Una representación del consejo había salido en comitiva a recibirle, hasta una milla más allá de las puertas de la ciudad, para darle la más respetuosa bienvenida. Su tío, el gonfaloniere, aguardaba con los restantes en la escalinata de la Casa Consistorial, totalmente cubierta con un costoso tapiz rojo, del que salía la ancha faja de una alfombra prolongándose a través de la plaza del mercado. Hasta el mismo pórtico de la Catedral, como se acostumbra hacer solamente con personas ungidas y consagradas por la Iglesia.
Mas ¿quién será capaz de describir el espectáculo maravilloso y lleno de solemnidad que tuvo lugar cuando llegó por fin Attilio, cabalgando la calle, precedido de su escolta, sobre su corcel de batalla, enjaezado con rojos arreos, vestido sencillamente con una cota de malla de finísimo acero que le cubría el traje de guerra, sin arma alguna excepto la espada que le colgaba del tahalí, y sin más tocado ni adorno en la cabeza que sus morenos y ensortijados rizos? Sus mejillas y mentón estaban sombreados por una leve barba, a través de la cual cruzaba la ancha cicatriz roja de su herida. Gobernaba con dominio su vigorosa montura, pero aún no había desaparecido de sus mejillas una ligera palidez, que con frecuencia velaba una ola de rubor cuando columbraba, derramando la mirada a su alrededor y saludando a diestra y siniestra, blancas cabezas que se inclinaban con profundo respeto ante su juventud victoriosa, o madres que alzaban a sus niños para que pudiesen ver mejor al libertador de la ciudad. Y coronándolo todo, la lluvia de flores, que se vertía inagotable sobre el héroe desde ventanas y tejados, de tal modo que su figura desaparecía a veces cumplidamente, cubierta por una capa multicolor, y su espléndido corcel, que estaba acostumbrado en las batallas a otra clase de armas arrojadizas, con las orejas tiesas y los ollares dilatados y temblorosos, mezclaba su vigoroso relincho al vocerío de júbilo y al tañido de las campanas a vuelo.
Cuando la comitiva hubo llegado ante la Casa Consistorial, saltó Attilio del caballo y subió con presteza los escalones para arrodillarse ante su tío, recibir de su mano el estandarte y besar después esa misma mano, que le colmaba con tan ricos presentes. Pero cuando se alzó y se disponía a descender los peldaños para encaminarse a la iglesia, el asombro le dejó petrificado de pronto en cuerpo y alma, y necesitó tres minutos largos para adueñarse otra vez de sí y darse cuenta de dónde estaba y de cuántos miles de ojos estaba pendientes de él. Y es que, a la derecha de la tribuna, había visto un rostro que le arrebató del mundo, como si fuera una aparición de los prados celestiales; allí estaban, clavados en él, los grandes ojos negros bajo las cejas rubias, con una indescriptible expresión, entre dulce y melancólica, y se le agolpó de pronto toda la sangre en el corazón, demudósele el semblante como si hubiese recibido un dardo en mitad del pecho, y si no hubiera tenido asido el estandarte, cuya asta le sirvió de apoyo, hubiera caído por segunda vez de rodillas, ahora contra su voluntad. Los que estaban próximos a él y se percataron de su vacilación, culpáronla a su reciente herida y a la fatiga ocasionada por la larga cabalgata en aquel día caluroso, sin sospechar nadie el verdadero motivo; Attilio, por su parte, se reportó al punto, apartó con esfuerzo la mirada de aquella encantadora faz, y, sin volver una sola vez la cabeza hacia aquella mujer, tomó el camino de la catedral.
Tras él entró en tromba el gentío, y las tribunas se desocuparon también apresuradamente. La última que se levantó, instada con insistencia por su vecina, fué Gianna la Rubia, que, como embelesada en un sueño, o como quien sigue en el firmamento la huella de una estrella fugaz, acompañaba al joven con los ojos hasta que la oscuridad del atrio se tragó su alta figura. La vecina que la acompañaba se dispuso a seguir a los demás, para asistir a los oficios eclesiásticos; pero Gianna pretextó una indisposición o malestar, por haber estado sentado al sol tanto tiempo, y se dirigió sola hacia su casa a través de la desierta ciudad. Alzó del suelo una de las infinitas flores que sembraban las calles, para llevársela a casa como recuerdo; era un clavel encarnado, hollado por un casco de caballo. Ya en su casa, lo colocó en un vaso con agua y hacía mil cábalas y conjeturas sobre lo que significaría el que se abriese y lozanease de nuevo. Su vieja ama, que había presenciado el paso de la comitiva desde una tronera de las murallas, estalló en alabanzas y elogios sobre Attilio: qué modestamente se había comportado, y pensar que era, en edad tan joven, un héroe inmortal ya; llegaría, sin duda, a conseguir fama y gloria venidera para hacer grande el nombre de su ciudad natal entre todas las ciudades de Italia, quizá hasta más grande que Florencia y Roma. Después habló también de su prometida, a quien debían envidiar todas las mujeres, y dijo que era digna de él, y que no se parecía nada en absoluto a su hermano Lorenzaccio, de quien quedaba pésima memoria entre los trevisanos, especialmente entre las mujeres. Poco o nada respondió la Rubia a estas charlas, y se sentó a la vera de su bastidor, con gran asombro de la vieja, ni más ni menos que si se tratase de un día corriente de labor. Y alzaba los ojos de cuando en cuando para echar una ojeada a la flor que estaba en el vaso.
Cuando llegó la tarde, y con ella los demás festejos, el carrusel y los títeres, y los vistosos fuegos de artificio, ella se quedó junto a la ventana, mientras la vieja se marchaba para recabar su parte en el general regocijo. La fiel sirvienta regresó ya anochecido, muerta de cansancio y cubierta de polvo de pies a cabeza, lamentándose de que aquel maldito dolor de cabeza hubiese obligado a su señora a quedarse en casa. La rubia Giovanna la escuchaba en silencio, con rostro sereno, ni alegre ni triste, como si nada de esto fuera con ella. Había terminado entre tanto de bordar una dalmática, y al parecer no se había movido de su sitio. El clavel, allá en el vaso, se había abierto por completo…
Llegó la noche cerrada, y luego de consumir ambas mujeres su silenciosa cena, retiróse la vieja Catalina, cuyos sexagenarios miembros habían sufrido suficiente ajetreo por hoy, a dormir a la cocina. Su ama se quedó levantada, contemplando desde la ventana cómo se alzaba la luna sobre la amplia llanura y plateaba con su luz las nubes en dirección a Rotteniga. El murmullo de la ciudad en fiestas se iba aquietando poco a poco, y entonces un ruiseñor que tenía su nido en un zarzal bajo su ventana, inició un canto tan dulce y nostálgico, que los ojos de la solitaria y hermosa muchacha que le espiaba se llenaron de lágrimas. Sintió una opresión tan ardorosa en el pecho, que se levantó, mató la luz y echó un oscuro manto sobre su liviano vestido de casa. Descendió luego los lisos peldaños de la angosta escalerilla de piedra, abrió el portal y salió a la solitaria calle, para dar unos pasos al fresco de la noche y sosegar un poco el ardiente latir de su sangre. Pero había olvidado, sumida en sus pensamientos, echarse el manto sobre la cabeza, y así pudo ser reconocida fácilmente por los transeúntes, aunque la luna no llegaba a bañar las estrechas callejuelas. Y sucedió por un azar -bien que todo lo terreno obedece siempre a más altos designios-, que, frente a ella, se acercaba por la calle aquel a cuyo alrededor, habían girado durante todo el día sus pensamientos como mariposas alrededor de la luz.
Attilio, fatigadísimo de los honores y agasajos, y agotado por los excesos y la francachela de la fiesta más que por el tumulto y alboroto de una batalla campal, se había escabullido del banquete, so pretexto de su herida, para escudriñar otra vez todos los viejos rincones en los que había jugado de niño; pero, en verdad, le empujó mucho más el anhelo de encontrarse de nuevo con aquellos ojos cuya mirada le abrasaba dentro del corazón. Con discretas preguntas se había informado por un vecino del pueblo de que aquella belleza rubia era precisamente la que había confeccionado el maravilloso estandarte, y había pensado visitarla sin más en su propia casa para expresarle su gratitud. Y he aquí por dónde, venía caminando hacia él, que meditaba con melancólico desasosiego en todo lo sucedido y en lo que podría suceder algún día, la esbelta figura semivelada, como si estuviese esperándole.
A ambos se les cortó el habla cuando se vieron de pronto uno ante el otro. Attilio fué el primero en rehacerse:
-Sin duda os conozco, Madonna -dijo, acercándose a ella con una gentil reverencia-; sois Gianna la Bionda.
-Y yo también os conozco, Attilio Buonfigli -respondió la bella mujer-. ¡Quién no os conoce en Treviso!
Callaron ambos, y cada uno aprovechó la penumbra del sombrío callejón para contemplar al otro detenidamente y a su placer; parecióle al joven que su belleza resplandecía en esta media luz mil veces más espléndida que en pleno día, y ella, por su parte, creyó percibir en sus ojos un brillo completamente distinto cuando se dirigió a ella que cuando la había mirado, mudamente y de lejos, por la mañana.
-Perdonad, Madonna -prosiguió el mancebo- que os haya abordado aquí en la calle, y a hora tan nocturna, como si fuera un salteador de caminos. Era mi intención haber ido a visitaros mañana mismo en vuestra casa, para daros las más rendidas gracias por el enorme trabajo y el raro y precioso arte que habéis puesto en el bordado de mi estandarte. Si no os sirve de enojo, permitidme que os acompañe hasta vuestra casa, pues que vais sola. Yo querría saber un alto y difícil servicio para ofreceros, un servicio que os testimoniase cuán obligado y rendido os estoy.
La hermosa mujer, como si no hubiese comprendido sus palabras, no supo responder a ellas sino esto:
-Mi casa está tan sólo a media docena de pasos de aquí y es demasiado modesta y humilde para que yo pudiese invitaros a entrar en ella.
-No digáis eso -interrumpió Attilio-. Muy al contrario, si vos fueseis una princesa y hubiese yo de solicitar una gracia, consideraría como el más alto favor que me permitierais entrar en ella y descansar un cuarto de hora, pues en verdad estoy fatigado de vagar por estas callejuelas y me haría mucho bien un trago de agua.
No sin cierta vacilación y rubor respondióle ella:
-¿Quién podría negar un trago de agua al vencedor de Bacchilione en el día de su entrada en la ciudad liberada por él, y suplicado tan cortés y comedidamente? Entrad, señor Attilio. Mi pobre casa y todo lo que dentro contiene están a vuestro servicio.
Abrió la pequeña poterna, y le hizo pasar, y tras de correr de nuevo el cerrojo -porque los días de fiesta vagabundea mucha chusma desocupada, atenta solamente a pescar en aguas turbias-, condujo a su huésped tras de sí, asiéndole amablemente de la mano, por la escalerilla de caracol, que estaba totalmente a oscuras, hasta que él se detuvo, casi cegado, cuando ella abrió la puerta que daba a su aposento y le inundó la blanca claridad de la luna.
-Tomad asiento -dijo ella- hasta que os traiga el agua. ¿O quizá no rechazaríais una copa de vino del que bebemos nosotras?
Pero él, cuyo corazón latía violentamente, se limitó a mover en silencio la cabeza y se dirigió hacia la ventana, junto a la que yacía su bastidor y sus labores de bordado, contemplándolos como si le hubiesen ordenado copiarlos. Dejóle ella solo, y se dirigió a la cocina, donde el ama yacía profundamente dormida sobre una manta que había extendido sobre las losas de piedra para aprovechar su frescor.
-¡Ama, ama! -dijo a media voz-. ¡Oh, si supieras quién ha venido!
Luego, mientras llenaba una copa del gran cántaro de piedra que estaba junto al hogar, se interrumpió un instante y oprimió las frías manos contra sus ardientes mejillas, diciendo para sí:
«¡Santa Madre de Dios, defiende mi corazón de ilusiones sin esperanza!».
Cobró ánimos con esto, y depositando un panecillo sobre un plato de estaño, cogiólo junto con la copa y lo llevó todo a donde estaba Attilio, quien, entre tanto, se había sentado en el sillón y tenía la mirada perdida en la llanura.
-Me avergüenzo -dijo ella- de traeros sólo pan y agua, una comida de cárcel. Mas, si os place, extenderé el brazo fuera de la ventana; entre el foso y el muro crece una vieja higuera, que ofrece un dulcísimo fruto.
-Gianna -respondió el joven tomando la copa de su mano-, Gianna, no apetecería bebida otra alguna si hubiese de ser aquí vuestro cautivo por toda la eternidad.
Y ella, mientras se esforzaba en sonreír:
-Pronto os llenaríais de tedio, mientras que fuera, en el mundo y al lado de vuestra joven esposa, os esperan mil goces diversos y toda suerte de dichas y honores.
-¿Qué me recuerdas? -gritó él, y su frente se ensombreció-. Has de saber que aquellos esponsales por los que me auguras el cielo aquí en la tierra significan el infierno para mí. Yo estaba entonces débil aún y extenuado por la fiebre de las heridas; sin ser dueño de mí, me he dejado prender en este maldito lazo, en el que me retuerzo como el pez en la arena que le abrasa. ¡Ay de mis años de juventud! ¿Por qué, necio de mí, no he aprendido a conocerme a mí mismo antes de haberme vendido a esta desgraciada obligación? ¿Por qué no cegaría antes que fuese demasiado tarde?
Saltó de su asiento y comenzó a dar vueltas con pasos recios por la estancia iluminada de luna, como una pantera joven capturada en las redes y arrojada luego dentro de una jaula enrejada.
La rubia doncella, llena de susto por el vehemente arrebato de aquella repentina confesión, sólo supo decir, estrujando entre sus dedos los rojos pétalos del clavel:
-¡Me llenáis de asombro, señor Attilio! ¿No es vuestra prometida hermosa y joven, y a más de eso criada y crecida en medio de todas las virtudes? ¿Cómo, pues, consideráis como una maldición el llegar a ser su esposo?
-Aunque fuera un ángel de los que sirven ante el trono de Dios -barbotó él, deteniéndose ante ella-, esta flor que ha deshojado tu mano sería para mí un presente mil veces más caro que toda su persona entera, con sus gracias y virtudes. ¡Ah! ¿Por qué has hecho esto conmigo, Gianna? Quien nunca ha visto el sol, vive contento y dichoso en el crepúsculo. Pero desde esta mañana, en que mi mirada se encontró con la tuya, sé que en toda la tierra sólo hay una mujer por cuyo amor y favor yo me atrevería a todo, y batiría en la guerra mi cuerpo y mi alma, y esa mujer eres tú, Gianna la Bionda. ¡Bien quisiera que me cubriera la noche eterna antes que tener que arrastrarme de nuevo hacia el crepúsculo que me espera, para soñar en ti, en mi sol, tiritando de frío y de infelicidad!
Había apresado sus dos manos, como si quisiese aferrarse a ella para no despeñarse en la sima de su desdicha; el rostro de ella permanecía impasible y él la soltó, y se encaminó a la abierta ventana. Se hizo el silencio durante unos instantes; el ruiseñor que anidaba en el matorral no cesaba de revolotear y de gorjear. De pronto, como impulsado por una súbita decisión, retornó a su lado, y dijo:
-Pues bien, aunque yo, y todos conmigo, hubiésemos de perdernos por causa de esto, no lo haré, no sufriré estas cadenas ni estos lazos. Mañana, al rayar el alba, despacharé cartas a Vicenza para retirar mi palabra, y luego me emplazaré entre ambas ciudades, y retaré a todo caballero que ose negar que Gianna la Bionda es la reina de las mujeres.
-No haréis eso, Attilio -dijo entonces la hermosa muchacha, dirigiendo una tranquila y grave mirada, por delante de él, hacia el cielo nocturno-. El que os sintáis tan repentinamente inclinado a mí y queráis someterme y rendirme vuestro corazón de modo tan absoluto, lo considero como un altísimo y excesivo don, por el que yo, que soy indigna de vos, os estaré reconocida durante toda mi vida. Pero no puedo aceptaros sin que eso signifique arrojarnos ambos a la perdición. Reflexionad, amigo mío, con cuánta pujanza se recrudecería de nuevo la apenas sofocada enemiga entre ambas ciudades, si vos hicieseis a la casa de Scarpa, y con ella a la ciudad toda, el ultraje de despreciar a vuestra prometida; no podéis acusarla de falta o pecado alguno contra vos, sino únicamente declarar que os agrada más otro rostro. Y este mismo rostro, supuesto que mereciese hoy todas las extremadas alabanzas y la pasión que ha provocado en vos, ¿quién sabe si dentro de un año no se habrá marchitado todo su encanto, de modo que os preguntaréis lleno de asombro cómo pudo ser posible que os encendieseis por él en tan ardiente pasión? ¿No vemos con frecuencia, al término de los estíos, que una noche estalla de pronto el temprano otoño, y vuelve de súbito amarillo y seco al árbol que ayer mismo lozaneaba aún con todo su follaje verde? Yo he cumplido ya treinta y un años; vos, amigo mío, estáis todavía en la plenitud de la juventud, y ascendéis aún por la falda del monte a cuya cumbre yo he arribado ya. Dejadme que sea, como mayor en edad, la más sensata, y tener cordura por ambos. Quiero así exponeros mi inquebrantable decisión: aunque hubiese de ver que vuestro sentimiento era algo más que un capricho pasajero, y que todas las circunstancias adversas se sometiesen a vuestros deseos por un milagro, no consentiría jamás en ser vuestra esposa, aunque viniesen a mí en persona vuestros padres, para apoyar con sus ruegos lo que vos tratáis de alcanzar.
Antes de terminar de decir esto, dirigió hacia él su mirada, y al verle tan pálido, con sus hermosos ojos llenos de desconsuelo y desesperación, estuvo en la punta de un cabello que no echase por tierra, llevada de amor y de compasión, lo que se había arrancado del alma con indecible entereza.
-Buenas noches, Madonna -replicó él tristemente, e hizo intención de marcharse; pero se detuvo y clavó los ojos en el suelo.
-Estáis encolerizado conmigo -dijo ella.
Y él:
-¡No, Gianna, en nombre de Dios! Pero dadme licencia para marchar. Verdaderamente, he permanecido aquí demasiado tiempo y he hablado como un insensato, sin pensar que lo que os he ofrecido quizá sea para vos tan poco valioso que no os molestaríais ni siquiera en tender la mano hacia ello, cuanto menos para soportar luchas y fatigas. De este modo, yo me llevo una vergüenza merecida y justa; y no es culpa de nadie, sino mía propia, el que este día de mi homenaje, que tan festivo comenzó, venga a terminar tan tristemente. ¡Adiós, Gianna! La bandera que habéis bordado, y que esta mañana me pareció la más preciada joya en la tierra, la ofrendaré a una iglesia para que su presencia no me recuerde la mano que tan fríamente había de rechazarme.
Inclinóse en una reverencia, y ya iba a pisar el umbral de la estancia, cuando oyó su nombre tras él; el corazón de Gianna, en furiosa rebeldía contra sus cadenas, las había roto por fin, y le afloró a los labios.
-Attilio -dijo llena de rubor y sin ser ya dueña de sí-, no puedo veros marchar de ese modo, si quiero vivir todavía. Todo lo que os he dicho debe quedar inalterado, y no habéis de cambiar una jota de ello, pues es para salvación vuestra, que es para mí más cara que la mía propia. Pero no os he dicho todo aún. Sabed, pues, que desde que murió mi prometido, hace ya doce años, jamás he tenido idea ni deseo de entregarme a un hombre, y si he conservado puro y limpio el tesoro de mi honra, en verdad que no me ha costado ni lucha ni aflicción algunas. Y pienso esto de mí, no tanto por causa de la inestable y pobre belleza, cuanto por que sé que tengo un alma libre y fuerte y no querría rendirla sumisamente al poder de alguien peor o más débil que yo, como debe hacer en el matrimonio la mujer al marido. Y de tantos como me han solicitado, no he hallado uno sólo a quien no me pareciese que servirle era humillación y vasallaje. Hoy por vez primera, cuando os vi entrar cabalgando en la ciudad a la que habéis devuelto el honor y la libertad, y, vi con cuánta nobleza humillabais vuestra cabeza bajo tanta dicha, cómo os inclinabais en tan plena juventud, y, ni envanecido ni altanero, sino con el aspecto de quien sólo es un ministro de Dios, aceptabais la gratitud de los por vos libertados, me dije a mí misma: «¿Por qué no serás más joven, para ganar el amor de ese mancebo?». Y cuando vi la cicatriz de vuestro cuello, pensé: «Descalza peregrinaría hasta los Santos Lugares para que me llegase a caber en suerte la dicha de oprimir mis labios tan sólo una vez contra esa sagrada herida». Y cuando regresaba, sabedora ya de lo que me sucedía, recogí una flor de la calle, ésta misma que aquí veis, por que la había hollado el casco de vuestro caballo, y pensé que me la pusiesen bajo la almohada cuando me llevasen a dormir el sueño eterno… ¡Y ahora que te he dicho esto, Attilio, repite, si tienes entrañas, tus crueles palabras, que aseguran que mi mano te ha rechazado con frialdad!
Abrióle los brazos y atrajo su cabeza hasta su pecho, e inclinándose hasta su cuello, besó la cicatriz que tanto habían anhelado sus labios. Él permanecía mudo y aturdido ante ella, como un condenado a muerte a quien anuncian la gracia del tribunal que le condenó. Pero ella se desenlazó de él al punto, y dijo:
-Esto que hago, amigo mío, hágolo con la más plena lucidez y con toda consciencia, y no me asaltará arrepentimiento alguno, aunque bien sé que muchas personas denostarían y reprobarían mi conducta si llegasen a conocerla. Yo os entrego hoy la única joya que poseo, joya a la cual he guardado hasta hoy más celosamente que a mi vida misma. Mas ved: aquí, en estos mismos umbrales que pisáis, estuvo un día vuestro futuro cuñado, el señor Lorenzaccio, y me importunó con ruegos y promesas para que fuese suya, queriendo llevarme a Vicenza como esposa. Lo que le rehusé a él, enemigo de mi ciudad y opresor suyo (Dios es testigo de que tuve que amenazarle con esta daga antes que renunciase a sus brutales pretensiones, y aún lleva la cicatriz en su mano derecha), lo que a él le negué, se lo ofrezco a vos, salvador de mi ciudad, como recompensa por la victoria, y nada pido a cambio de ello, sino que os olvidéis de mí cuando subáis al altar para prometer solemnemente otra fidelidad. Y no os dé pesadumbre por lo que después haya de ser de mí. Mi destino es dichoso en todas las renunciaciones, y envidiable en medio de la aflicción, porque puedo ofrecer el presente de mi honor al mejor hombre que han visto mis ojos, y he llegado a saborear una tardía primavera, tan hermosa como jamás hubiera podido soñar, antes que el invierno de los años sepulte bajo su nieve este rubio sendero que hoy divide mis cabellos. Tuyos son estos ojos y estos labios, Attilio, y tuyo es este cuerpo intacto y virgen, y tuyo este corazón, que nunca volverá a desear las dulzuras de la vida cuando te hayas alejado de mí, y que arderá, como el de una viuda, con la luz de la dicha perdida, hasta que repose en paz.
Con esto, llevóle hasta el sillón que estaba junto a la ventana y se arrodilló ante él; él cogió su cabeza con ambas manos, y no se sació de contemplarla, y de besar su boca, frente y mejilla. La luna se había ocultado largo tiempo ha, cuando aún estaban ellos unidos en mil dulcísimos goces; pero cuando allá lejos, en el campo, se alzó el canto del gallo mañanero, apresuróse ella a soltarle de sus brazos, porque no fuese echado de menos en casa de sus padres. Habían convenido en que él volvería la próxima noche, y todas las siguientes, así como en la contraseña a la que franquearía ella su puerta; despidióse él tal un borracho del festín, y en el orgullo de su felicidad desdeñó bajar por la escalerilla de caracol, aunque la calle estaba todavía desierta; balanceóse en la ventana, y, afianzando los pies en la rama de la higuera, saltó hasta el muro de abajo, donde se detuvo unos instantes para dirigirla aún mil amorosas palabras y arrojar a su ventana, atadas en un ramillete, florecillas de las que crecían a orillas del foso, hasta que ella, temiendo alguna mirada espiadora, se retiró del alféizar. Apartóse él entonces del lugar y corrió a lo largo de la muralla, tan cautelosamente, que pudo alcanzar el portón sin ser notado. Los adormilados centinelas no le reconocieron, y en su casa nadie le había echado de menos, y así él, regocijándose sobre manera, entró hasta su aposento y se dejó caer en el lecho, para recuperar en un corto descanso matinal el sueño perdido en esa noche.
Con idéntica prudencia y sigilo supieron disponerlo también las noches siguientes, de manera que, en toda la ciudad, nadie llegó a tener sospecha de su entendimiento, si no era el ama, Catalina, quien, empero, era tan poco dada a la charla como la higuera que crecía junto a la ventana; y además, la felicidad y el honor de su señora estaban en su corazón por encima de todo, y ni los más atroces tormentos habrían arrancado de sus labios el nombre del mancebo. Una cosa, empero, la llenaba de congoja, y era que su ama siguiese en sus trece. Decíala ella, que todo tendría que terminar en cuanto la novia, Emilia Scarpa, hubiese intercambiado el anillo con Attilio. «¿Qué os imagináis? -decía la buena anciana-. ¿Creéis que podréis contemplar con serenidad cómo se engalana otra con la flor que vos habéis llevado prendida en el pecho? Yo os amo muy de veras, señora, más que si fuerais fruto de mis propias entrañas. Por ese camino vais a vuestra perdición: el corazón se os partirá como una manzana cortada en dos por un cuchillo».
-Ama -decía la Rubia-, es posible que tengas razón. Pero ¿qué importa? Mejor es que me pierda yo, que no él, a quien amo, y esta noble ciudad, madre de ambos.
-¿Qué locuras estáis diciendo? -le interrumpió la anciana-. Si él os ama de ese modo, como asegura y vos creéis a pies juntillas, tampoco podrá sobrevivir a este dolor, y de este modo destrozaréis a dos personas con vuestra obstinación. En cuanto a la ciudad, bien podría desafiar, ahora que la protege un héroe así, la enemiga de tres ciudades más poderosas aún que Vicenza.
Parecidas palabras dijo también a Attilio, y con más arrebatada vehemencia conforme se acercaba el momento en que debía despedirse de los idolatrados ojos. Él esperaba todavía, como en los días primeros, vencer su resistencia, y estaba decidido a sacrificarlo todo por ella. Por el contrario, Gianna, para quien era más amargo que la muerte el solo pensamiento de que su amado pudiese enfriar su amor hacia ella y se arrepintiese algún día de haber atado su lozana vida juvenil a la suya marchita, buscaba desesperadamente cómo acallar su arrebatada pasión, con burlas sobre su edad y la inconstancia y veleidad de los hombres, cada vez que la estrechaba él con nuevas súplicas, e intentaba hacerle tan dulces las horas presentes, que olvidase y ahogase en ellas las amarguras del futuro.
Activáronse entretanto, diligentemente, los preparativos de las bodas en ambas casas, la de los Buonfigli y la de los Scarpa, y en el transcurso de la novena semana después del festivo recibimiento en Treviso del novio, tuvo lugar la no menos brillante ceremonia de la petición de la novia, a quien fueron a buscar los trevisanos. Entre los espectadores era inmensa la alegría, por la paz y concordia sellada ahora, y garantizada entre ambas ciudades vecinas; y aún subió más de tono cuando se ofreció a sus ojos el espectáculo de la joven novia, riquísimamente ataviada, y de su séquito, compuesto por sesenta doncellas, todas sobre blancos palafrenes y engalanadas con las más ricas vestiduras. Pero en la comitiva había dos personas a quienes era muy difícil ocultar su rabia y su pesadumbre: uno de ellos era el propio novio, que hubiese preferido tomar en la mano una víbora antes que a su novia, y el otro el señor Lorenzaccio, su futuro cuñado, que rechinaba los dientes de furor pensando que debía, sin duda, componer una figura muy humilde junto a su joven rival, y tendría encima que sonreír a ello; Lorenzaccio, que habría destrozado entre sus dientes muy gustosamente a su cuñado y a toda su parentela. Y aún un tercer corazón estaba también cerrado a la alegre fiesta de este día, y era el corazón que latía en el seno de la rubia Gianna; bien sabía ella que la noche que había de seguir a este día sería la última noche de felicidad para ella. No se había esforzado, como en el otro recibimiento, en conseguir un asiento en la tribuna levantada ante el concejo, y estaba en su casa cuando Attilio, a la vera de los forasteros, cabalgó por las calles de la ciudad, y de nuevo se abatió sobre la pareja una espesa lluvia de flores. Y por la tarde, cuando todo el pueblo se precipitó en masa hacia la pradera donde se había de celebrar un torneo, en palenques ricamente engalanados, sentóse junto a la ventana, envuelta en tristísimos pensamientos, y las lágrimas acudieron a sus ojos con tanta frecuencia que no volvió a distinguir claramente la luz del día.
-¡Pobre corazón! -sollozó-. Ya ha llegado el tiempo en que debes demostrar que eres lo bastante fuerte para rechazar tu única felicidad, y he aquí que eres tan débil que quieres casi deshacerte en tus mismas lágrimas. ¡Has cargado con algo cuyo peso no puedes soportar! Tú no sabías entonces que el amor es un vino que vuelve más sediento cada vez al que bebe de él. Ahora el cáliz de tu salvación se transforma en una ponzoña que ha de consumirte lentamente, y ningún médico de la tierra, ni la ayuda de todos los santos, podrían salvarte.
Entró Catalina y la persuadió a salir afuera, para, ya que estaba decidida a separarse de su amigo para siempre, admirarle una vez más en el esplendor de la fuerza y gallardía, y verle triunfar de todos los hombres. Esperaba en secreto que sucediese un milagro y su señora cambiase de pensamiento. Así pues, vistió a la afligida Gianna, que se dejaba hacer como una niña, con todo esmero y diligencia y la condujo hasta el campo de liza, que hormigueaba ya de gente y trepidaba de relinchos y de son de clarines. Confundidas entre la multitud, vieron a la novia sentada en lo alto del tablado, entre su padre y el tío de su prometido, y oyeron lo que comentaba de ella la gente; gustábales a unos sobremanera, otros hallaban en ella esto o lo otro de rechazable, cada uno, en fin, guiaba su complacencia hacia algo determinado. La rubia Gianna no decía una palabra, y nadie hubiera podido sospechar lo que guardaba en su pensamiento. Pero la invadió un violento rubor cuando dos mozos se dijeron uno al otro, en voz suficientemente alta, al pasar ella por delante: «¡Diez Emilias daría yo por una Gianna la Bionda!», y el otro: «Treviso se lleva la palma en mujeres hermosas, como en las armas», y muchos ojos asestaron sus miradas a la bella bordadora. Pero su sangre se desvaneció de súbito en mortal palidez; en aquel mismo instante entraba Attilio al galope en la liza, armado de todas armas, pero con el cuello protegido solamente con un ligero forro de cuero, sujeto al yelmo o almete, en lugar de la gola de bronce que los franceses llaman barbière. Llevaba levantada la visera, y todos pudieron ver lo pálido que estaba y las graves miradas que derramaba en derredor, con lo que muchos se llenaron de asombro, considerando que era un adalid siempre alegre y juvenil, y hoy, además, un novio en la fiesta de sus esponsales. Él, empero, cabalgó hasta llegar ante el tablado sobre el que estaba sentada su prometida, inclinó la cabeza ante ella y se dejó anudar al morrión una cinta, en señal de que deseaba servirla como caballero. Sonaron entonces los clarines, y por el lado opuesto entró cabalgando en el campo el señor Lorenzaccio, con la visera calada ya, pese a lo cual todos le reconocieron al punto, por su divisa y por su armadura, y desearon desde el fondo de su corazón verle derribado en la arena por el fuerte brazo de su cuñado. Pero estaba decretada otra cosa en los arcanos de la Providencia. Pues apenas los heraldos habían dado la señal con el redoble de sus mazos y los trompeteros habían lanzado al aire sus sones, cuando ambos jinetes se arrojaron uno contra el otro, con las lanzas en ristre; era tan espesa la nube de polvo que levantaron los corceles, que el espectáculo del primer choque entre los caballeros quedó oculto a los ojos de los espectadores; se escuchaba tan sólo el estrépito de las broncíneas picas golpeando escudos y corazas, y luego se hizo un repentino silencio. Cuando se disipó la nube, pudieron ver, con espanto y consternación, a Attilio todavía en los estribos, pero derribado hacia atrás sobre la silla de su buen corcel, que estaba inmóvil como si fuera de piedra. Un torrente de sangre brotó de su cuello, cuya desamparada desnudez había sido oportuno objetivo de la pérfida arma de su enemigo. El vencedor se detuvo ante él, levantó la celada, como si quisiera cerciorarse de que su vengativa obra estaba consumada, y después de medir a su adversario con una maligna mirada de despedida, cerró de nuevo el yelmo, picó espuelas a su corcel y cabalgó a trote lento, sin saludar a nadie, hasta salir del campo de batalla, cruzando a través del pueblo, que, petrificado de asombro, no quería dar crédito a sus ojos.
Entretanto, los escuderos y jueces del torneo se abalanzaron al caído, levantáronle de la silla y le depositaron en la arena sobre un cobertor. Estalló entonces un clamoreo de dolor, rompiéronse las filas de la multitud y el pueblo en masa se precipitó frenético por encima de las vallas; los que estaban sentados en los tablados abandonaron precipitadamente sus asientos, y sólo con ímprobos esfuerzos y al cuento de sus varas pudieron los heraldos hacer alrededor del moribundo espacio suficiente para que pudiesen allegarse hasta él sus padres y deudos, y la misma novia. Yacía él en silencio, con los ojos cerrados, sin exhalar lamento alguno de dolor o de queja por tener que entrar a formar parte tan tempranamente de los celestiales ejércitos. Los que le rodeaban se lamentaban a gritos, maldecían otros la perfidia de Lorenzaccio, quién llamaba a voces a un médico, quién a un sacerdote, para que diese el último consuelo para el viaje al moribundo héroe.
Quizá consideraba este amargo destino como una ruptura de los aborrecidos lazos, y le daba por ello la bienvenida; por eso, cuando oyó pronunciarse su nombre y reconoció la voz de su prometida, intentó volver la cabeza, como para dar a entender que deseaba exhalar su último aliento sin una mentira. Pero he aquí que, de pronto, el pueblo que contemplaba la dolorosa escena en estrecho y apretado círculo, se dividió y apartó con un murmullo de asombro. Se vio a la rubia Gianna abrirse paso a través de la multitud y penetrar en el círculo, pálida como una aparición, pero con una compostura y continente tal que se diría que iba a ser coronada reina de todas las mujeres con la corona de espinas del dolor.
-¡Marchaos de aquí! -dijo, tendiendo el brazo hacia la novia-. Este moribundo me pertenece, y así como yo fui en vida suya en cuerpo y alma, quiero también estar con él en la hora de la muerte, y nadie ha de robarme ni un suspiro suyo.
Diciendo esto, se arrodilló junto a su amante y depositó delicadamente su tronchada cabeza sobre su seno, de modo que la sangre empapó su traje de fiesta.
-Attilio -dijo-, ¿me reconoces?
Al punto abrió él los ojos y suspiró:
-¡Oh Gianna mía, todo acabó! La muerte no ha querido que yo prometiese a otra mi eterna fidelidad, pues te pertenecía solamente a ti. Me muero, esposa mía. Bésame con tu último beso y recoge mi alma en tus brazos.
Inclinóse ella hasta sus labios, y apenas había rozado su boca cuando él cerró los ojos de nuevo y su cabeza cayó pesadamente en su regazo. En todos los que contemplaban esta escena crecía una compasión tan profunda y fuerte por la noble pareja que nadie, ni aun los mismos Scarpas, se atrevería a turbar la despedida de los amantes. Y cuando se dispusieron a transportar en unas parihuelas el cuerpo exánime del joven héroe a la ciudad, dividióse el gentío, y mientras unos acompañaron al muerto, siguieron otros la comitiva que se encargó de llevar hasta su casa a su amada, que se había desvanecido junto a su amigo muerto. Sólo la joven Emilia se volvió aquella misma noche con su madre a Vicenza. Su padre, el señor Tullio Scarpa, se quedó en casa de los Buonfigli para asistir al funeral de Attilio, lamentándose por partida doble de la desdicha de la hija y del oprobio y vergüenza que había caído sobre su hijo.
Cuando, después de tres días, se llevó al sepulcro al muerto amado, en la capilla de la Madonna degli Angeli, vióse la alta figura de Giovanna que seguía al féretro muy de cerca y delante de todos los deudos del muerto, vestida con ropas de viuda y cubierta con negras tocas. Cuando apartó a un lado el velo, para besar la frente del cadáver, dejóse ver, entre el estupor general, el milagro que había sucedido: y es que el oro de sus cabellos, cuyo brillo se percibía desde muy lejos, habíase tornado durante esas pocas noches en descolorida y pálida plata, y sus rasgos se habían marchitado como los de una anciana.
Muchos pensaron que no soportaría la vida mucho tiempo y que seguiría su muerte a la de su amante. No obstante, vivió todavía tres años, durante los cuales no abandonó sus atavíos de viuda, ni fué vista en parte alguna donde hubiese bulla o festejo. Se había aplicado calladamente a una labor, según una promesa hecha en la capilla de la Madonna degli Angeli, y esa labor era el bordado de una gran bandera en la que estaba estampado el Arcángel San Miguel, revestido de blanca armadura y en actitud de matar al dragón. Se decía que la coraza del Arcángel la había tejido ella con sus propios cabellos blancos. Esta bandera fué depositada junto a aquel primer estandarte, en la capilla donde estaba el sepulcro de Attilio. Concluida esta tarea, terminó también el tiempo de su vida y se llevó a la bordadora al descanso eterno, cumpliéndose su ruego de ser enterrada al pie de su amante. Aquel lugar fué, durante mucho tiempo, centro de peregrinación y visita de nativos y forasteros, que contemplaban el artístico y rico trabajo de las dos banderas y se contaban unos a otros la historia de Gianna la Bionda, que dió a su amado, ya en el sepulcro, cuanto poseía, hasta la honra, si bien hubiese podido conservarla intacta muy fácilmente tan sólo con haber guardado silencio.
Cuando el lector hubo terminado, siguióse en el salón un rato de silencio, durante el cual sólo retuvo la palabra la lluvia, cuyo suave susurro había acompañado melancólicamente toda la narración.
Finalmente, rompió a hablar el joven doctor que estaba sentado a la mesa de ajedrez.
-La historia tiene algo del dorado tono de la escuela veneciana. Esto, desde luego, ya no lo consiguen las paletas de los modernos. No obstante, se me antoja que el copista ha pintado por su cuenta en algunos puntos, y reciamente.
-¡El copista! -exclamó el del sofá arrojando lejos su cigarro-. Cómo se ve que no conoces todavía a Eminus. Se ha burlado de nosotros, y no se ha propuesto sino colocarnos un cuadro pleno de colorido junto a nuestras quebradas y pálidas pinturas. ¿Cuánto va a que esta crónica de San Niccoló es todavía más reciente que el desacreditado Ossian de Macpherson(4)?
Eminus aparentó no prestar oído a estas palabras.
-Y ¿qué piensa usted de la moralidad de esta historia? -preguntó dirigiéndose a doña Julia.
La interpelada meditó un instante y luego replicó:
-No sé si realmente puede ponerse como modelo y ejemplo un caso tan singular y curioso. Además, ¿no tiene cada época sus propias costumbres y cada pueblo su temperamento peculiar? Reconozco que una entrega amorosa que no se orienta hacia la fidelidad eterna matrimonial siempre irá en contra de mis sentimientos, y que me he reconciliado con el extraño comienzo de la historia, a través de su trágico final. Por eso, si esta rubia Giovanna hubiese sido hermana mía, no hubiera dudado un solo instante en ir mano a mano con ella junto al ataúd de Attilio en la comitiva fúnebre.
-No hubiera usted podido extenderle un mejor certificado de buena conducta -replicó el narrador-. Permítame que le bese a usted la mano por ello.

(1) Plattdeutsch: Bajo alemán; forma dialectal popular, en uso todavía en ciertas zonas del Norte del país. (N. del T.). <<
(2) Besar las zapatillas equivale a doblar la cerviz o humillarse casándose. (N. del T.).
(3) Lit.: unkonfirmiertes Fräulein: «señorita sin confirmar»: se refiere, naturalmente, a la ceremonia de la confirmación. (N. del T.). <<
(4) Entre los años 1760 y 1763, el poeta escocés Jacobo Macpherson (1738-1796) dió a conocer unos supuestos poemas en prosa inglesa, que presentó como traducción del bardo gaélico Ossian, aunque eran en grandísima parte obra suya, y un hábil mosaico de trozos bíblicos, fragmentos de las literaturas clásicas, y viejas baladas célticas y gaélicas. Su evocación de paisajes melancólicos, sentimientos tristes y meditaciones sobre las ruinas y el destino humano, han sido causa de que se haya considerado a Macpherson un precursor del Romanticismo. (N. del T.). <<

FIN


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