Llovía ya por tercer día consecutivo, y
los senderos del parque y el bosque que rodeaban la quinta estaban convertidos
en verdaderos arroyos. Durante los dos primeros días, el grupo de personas que
se encontraban reunidas en ella habían cifrado su máxima ambición en ser tan
inagotables en buen humor como el cielo en nubes, y en el amplio salón, de
cinco balcones, ante el que florecían las adelfas, llovían las bromas y
chanzas, estallaban las risas y volaban las agudas y mordaces indirectas tan
continuamente como afuera las gotas de lluvia, que tamborileaban sobre la
terraza. Pero en el tercer día comenzó a invadir a los recluidos en esta nueva
arca el temeroso presentimiento de que el diluvio tuviese más largo resuello que
su humor. Cierto que nadie aventuró la promesa que se habían hecho anteayer de
pasar juntos y en compañía esta prueba, procurar conjurarla en compañía y, en
todo caso, encerrarse cada uno en su habitación y guardarse los malos humores
para su coleto. Pero el común diálogo, y los juegos y pasatiempos del espíritu
y el ingenio se cortaron de raíz desde que el profesor, que se tenía por buen
conocedor del barómetro, en lugar del prometido cambio de tiempo, hubo de
reconocer y confesar que el mercurio descendía de nuevo. Habíase procurado un
segundo termómetro, de fabricación propia, y se dedicaba a investigar con toda
dedicación y seriedad los motivos por los que ambos profetas no estaban
totalmente de acuerdo. Su mujer pintaba en silencio la sexta rosa de agua, ya
con acuarela, sobre papel gris. Doña Helena, por su parte, colocaba en aquel
instante las piezas del ajedrez para jugar la séptima partida de desquite, y en
un rincón de la gran sala, doña Ana se acomodaba junto a la cuna de su bebé,
ahuyentándole las moscas con su abanico, mientras intentaba descifrar los
pasatiempos y charadas de un viejo calendario que reposaba en su regazo. El
joven doctor, que jugaba al ajedrez con doña Helena, aprovechaba todas las
pausas para narrar, lo mejor que podía, alguna anécdota en plattdeutsch(1) pero
se interrumpía de pronto, al caer en la cuenta de que ya la había contado el
día anterior. El marido de doña Ana, teniendo bien presente en la memoria la
afirmación del viejo Shandy de que todos los dolores y miserias del alma se
hacen mucho más llevaderos cuando el cuerpo se encuentra en posición
horizontal, se había tendido cuan largo era sobre un viejo sofá de cuero y
despedía el humo de un húmedo cigarro en perezosos anillos azulados contra el
techo del salón.
Entre estas tentativas y ensayos, más o
menos raquíticos y miserables, encaminados a hallar el modo de soportar su
destino, tenía que llamar forzosamente la atención la facha despreocupada y
jovial con que un hombre de mediana edad, las manos a la espalda, recorría
lentamente la sala de un extremo a otro desde hacía ya su buena media hora. De
cuando en cuando se detenía unos instantes ante la mesita del ajedrez, o echaba
una ojeada sobre el hombro de la pintora, o bien, al pasar junto al niño
dormido, rozaba su pequeña frente con una suave caricia; con todo, parecía no
pensar en nada de esto, sino estar abismado en reflexiones que arraigaban,
lejos del lluvioso presente, en un soleado ayer o mañana.
-¿Qué tiene usted, querido Eminus, usted
sólo? -dijo doña Eugenia, que acababa de regresar de un viaje de investigación
de víveres por la cocina y la despensa-. En las caras de los demás se nota a
las claras cómo nos sienta este día repugnante; pero en la suya, por el
contrario, hace buen tiempo, hasta un poco de sol, como si fuese usted un
recién prometido, o hubiese escrito hoy la última página de un libro, o
sintiese que se le iba, por fin, un dolor de muelas que le hubiese atormentado
veinticuatro horas. Confiese usted inmediatamente de qué se trata, o, de lo
contrario, sospecharemos que no es sino malignidad hacia todos los demás, que
no hemos venido al mundo, como usted, para encerrarnos en una habitación
aferrados a los libros.
-Puedo tranquilizarla, mi buena amiga
-sonrió el interpelado-. Por esta vez no hay maldad alguna en juego, ya que me
siento perfectamente bien, y por lo demás, sus restantes hipótesis son, a Dios
gracias, infundadas, y una de ellas hasta resueltamente imposible. Difícilmente
pondría yo buena cara, si me hubiese comprometido, después de mi larga
libertad, a besar las zapatillas(2), máxime estando ya comprometidas todas las
zapatillitas que están aquí presentes. En realidad, lo que me mantiene en
equilibrio, pese a nuestras aflictivas circunstancias, no es sino una hermosa
historia, con la que me he topado casualmente esta mañana temprano, cuando
repasaba mis viejos papeles, y que me persigue sin cesar, como una melodía
pegadiza que se nos cuelga del oído y no nos abandona un momento.
-¿Una historia? Y además, ¿bonita?
-intervino la pintora-. Debería usted contárnosla inmediatamente, como es
lógico. ¿No hemos instituido una comunidad de bienes entre todos nosotros,
mientras dure la lluvia? Y usted quería guardarse para sí una historia bonita.
¡Esto sí que sería un lindo cuento!
-Quizá no les guste a ustedes en absoluto
-replicó Eminus, mientras, en pie junto a ella y prosiguiendo la charla,
enredaba en un nudo el largo tallo de una rosa de agua-. Al menos, a mí no me
gustan muchas de esas historias que tienen hoy éxito, tanto, que me he dicho
hace ya mucho tiempo: tienes un paladar anticuado, y no has avanzado con los
tiempos. Como historiador, esto, en el fondo, me llena de consuelo. Por lo
general, no estamos al tanto de las últimas novedades, no estamos preparados
para ellas. Y quizá también, mis fuentes para el estudio de la Historia me han
echado a perder el gusto por las narraciones, tal y como se escriben y aplauden
hoy. El contraste, la distancia entre ese aire de grabado en madera que ofrecen
las antiguas crónicas de las ciudades y este atildamiento y prolijidad
fotográficos, estereoscópicos, relamidos, de cualquier novela al uso es
inmensamente grande. Allí, todo es aún cañamazo: los bloques están apenas
tallados, resquebrajándose las junturas; el abigarrado material está narrado en
forma confusa y agolpada, de manera que sólo el buen conocedor, o el
aficionado, pueden espigar de allí algo que les pertenece y les place. En
cambio, en nuestros tiempos modernos, tan propicios al arte, es todo tan liso y
pulido, tan consciente y meditado, tan convertido en mero estilo y forma, que
los objetos se le difuminan a uno con harta frecuencia, el qué se borra y
olvida ante el cómo, y nosotros, ante las finezas psicológicas del narrador, no
nos preocupamos en absoluto por los hombres a los que dedica él sus artes
descriptivas. Frente a esto, yo me yergo todavía sobre el viejo criterio de
que, en cada historia, la cosa más importante es para mí la historia misma. Que
se narre algo mejor, algo peor, eso poco me importa. Si lo que sucedió
realmente, o fué imaginado por un quimerista, me impresiona ya en el rígido y
tosco engaste de una vieja crónica, que me dejen de minucias estilísticas, que
ya añadiré yo, de mi propia fantasía, lo que falte. Pero vosotros, los modernos
-y al decir esto arrojó una sarcástica mirada sobre el jugador y el fumador-,
vosotros no estáis contentos, mientras no hayáis colgado a una historia todo lo
imaginable en adornos, atavíos y cosméticos, aunque, sin duda, ella había de
estar mucho más hermosa desnuda, tal y como Dios la crió.
-Cada época tiene sus modas, y por las
buenas o por las malas hay que adaptarse a ellas -replicó el que estaba echado
sobre el sofá, sin incomodarse un ápice en su reposo.
-Y cada época vive y narra sus propias
historias -prorrumpió el jugador de ajedrez-. Mientras estuvo vigente el
derecho del más fuerte, las historias fueron, sin duda, más rudamente
tangibles, desde Aquiles hasta el noble hidalgo de la Mancha; pero desde que en
la vida se ha introducido un poco más de espiritualidad, y cuando los sucesos y
anécdotas son más recatados, más íntimos, es imposible de todo punto
perfilarlos exteriormente con toscos brochazos, como una novela medieval de
capa y espada. Un perfil escueto, y algo de luz y sombra, es cosa que ya no
tiene valor. Nosotros queremos percibir el juego total de colores, los más
delicados semitonos, todo el atractivo del claroscuro; nos hemos vuelto hombres
de carácter blando y tranquilo, y no nos es ya indiferente la parte de
sensibilidad con que dota el narrador a sus personajes.
-Ya sé, ya sé -se burló Eminus-; «poca
carne, mucha alma», ése es el lema de hoy, y yo no tengo inconveniente en
admitirlo. Pero yo me siento un hombre de la hosca y desagradable Edad Media,
aunque no en el sentido que le dan los románticos, y por eso prefiero guardarme
mi historia; realmente, no se compadece con las modas de hoy, y mientras los
poetas aquí presentes harían ascos a la muy humilde y patriarcal forma, yo, por
mi parte, temería herir con su contenido a las damas, aunque, en mi opinión, lo
encuentro perfectamente moral.
-Como usted mismo nos parece
suficientemente moral -dijo doña Eugenia-, bien podremos prestar oídos a su
historia sin vacilar, después de oír esta aseveración suya.
-Sobre todo, no estando presente ninguna
niña de primera comunión(3) -añadió frau Helene.
-Excepto este angelito que está aquí en
la cuna -dijo doña Ana-. Pero es de esperar que haga la vista gorda.
-Después de esto, podría uno atreverse…
-dijo Eminus-. Pero ahora, de pronto, me entra miedo de que mi favorita, que me
ha gustado muchísimo a solas, pareciese pobre y desmañada cuando la presente a
una compañía tan mimada y mal acostumbrada. A más de uno no le ha ido mejor con
su adorada prenda secreta. Y mi viejo cronista, al que copié esas cuantas hojas
sin pretensión alguna y sólo para mi propio placer, no era ciertamente un
poeta, como Boccaccio y compañía, aunque casi habría llegado a merecer este
título merced a esta historia.
-No nos detengamos por más tiempo en el
preámbulo -dijo entonces el profesor-. Lo peor que puede ocurrirle a vuestra
historia es que los poetas la vean sólo como un mero argumento o materia
temática, y si se está lloviendo quince días seguidos saquen de ella una
tragedia o una comedia que pase por la escena después sin pena ni gloria.
-Que sea lo que Dios quiera, pues
-suspiró Eminus entre la espada y la pared.
Y salió en busca de su manuscrito.
Volvió en seguida con una carpeta bajo el
brazo, de la que sacó un cuaderno manuscrito.
-Este escrito tiene ya veinte años -dijo,
mientras se sentaba junto a la ventana y abría el cuaderno sobre sus rodillas-.
Entonces yo estaba trabajando en unos estudios sobre la historia de las
ciudades de Lombardía, y hube de ir a Treviso, donde esperaba sacar provecho
del archivo de la ciudad y de las bibliotecas de los conventos, provecho que,
desgraciadamente, no me cupo en suerte obtener. Tan sólo pude hallar en los
Dominicos de San Niccoló una curiosa crónica de fines del siglo XIV, por la que
hubiera recompensado muy gustosamente a los «Patres» con oro contante y
sonante. Pero todo lo que conseguí fué el permiso para copiar lo que era de
importancia o interés para mí, en el frío refectorio, y bajo la mirada del
hermano Antonio. Este cuaderno conserva todavía las huellas del espeso vino
tinto, oloroso a incienso, del convento, con el que yo neutralizaba de cuando
en cuando el polvo de la vieja crónica, hasta que, por fin, tras de algunas
áridas y secas páginas, topé con la Historia de la rubia Giovanna, que me
refrescó de pronto, como un manantial en medio de una reseca meseta, mucho más
de lo que me había refrescado el vino.
Pues, señor, en otro tiempo -estamos en
el primer cuarto del siglo XIV-, se encendió una violenta guerra entre la
ciudad de Treviso y la vecina Vicenza, por causas manifiestamente
insignificantes, a las que dió pábulo, como el huracán a la hoguera, los celos
y envidias entre una y otra ciudad. Los vicentinos llamaron en su ayuda a los
venecianos, y consiguieron, ayudados por este refuerzo, apoderarse en un golpe
de mano del castillo de San Salvatore di Collalto, primero, y más tarde de la
misma Treviso, de donde se retiraron, después de afrentarla ignominiosamente e
imponerle un considerable tributo de vasallaje, no sin antes haber tomado
rehenes y recogido el botín.
Cuando se divulgaron estos sucesos y la
noticia llegó hasta Milán, nadie se entristeció o encolerizó con ello, fuera de
un noble mancebo originario de nuestra vencida ciudad, llamado Attilio
Buonfigli, hijo de uno de los más nobles caballeros de Treviso y sobrino del
gonfaloniero Marco Buonfigli, que había crecido desde su infancia en Milán como
paje en casa del señor Matteo Visconti; dicho mancebo andaría entonces por los
veinticinco años, y estaba perfectamente ejercitado en todas las artes de
guerra y caballería. Tan pronto como llegó a sus oídos la desgracia ocurrida a
su amada ciudad natal, hizo voto y promesa solemne de no dormir sin armadura
hasta haber vengado el ultraje, y tras haber suplicado licencia de su señor,
salió a caballo por las puertas de Milán con algunos amigos, armados de todas armas
y tan belicosos como él mismo. Y como él se había hecho ya un gran hombre, pese
a su juventud, en las guerras que sostuvo Visconti, le acudieron en masa de
todas partes, tan pronto como se conocieron sus propósitos, jóvenes vigorosos y
ansiosos de aventura, que le juraron fidelidad como condottiero, frente a
cualquier enemigo contra el que les condujese. Cuando hubo reunido gente
suficiente para hacer frente él solo a los mismos venecianos, si llegara el
caso, despachó a Treviso un mensajero secreto para avisar a su tío y a su padre
el día en que se plantaría ante las puertas de Vicenza para exigir estrecha
satisfacción por la afrenta sufrida. Ellos deberían estar preparados para
reunirse con él, y, con la ayuda de Dios, hacer morder el polvo a sus enemigos.
Y así sucedió, y la empresa se llevó a
cabo con tanto sigilo y celo, que los de Treviso consiguieron caer de improviso
sobre las tropas que se retiraban camino de Venecia, y les arrebataron el botín
y los rehenes, mientras en ese mismo día el joven Attilio demostraba a los
vicentinos sus dotes de caudillo en una dura refriega junto al riachuelo
llamado Bacchilione. Volviéronse allí las tornas y hubo en Treviso igual júbilo
que había habido en Vicenza cuando estaba ebria de la gloria de la victoria. Sólo
una cosa afligía el júbilo de nuestra buena ciudad: el joven adalid yacía en
tierra gravemente con una profunda herida en el cuello, inferida por el
mandoble de un vicentino, y durante muchos días su vida pendió de un
delgadísimo hilo. Sus propios padres le acomodaron en la mejor casa de la
ciudad sometida, casa que pertenecía a uno de los más nobles ciudadanos de
ella, el señor Tullio Scarpa, cuyo hijo primogénito, llamado Lorenzaccio, se
había distinguido siempre entre los más acérrimos enemigos de los trevisanos, y
que no puso en pie en el umbral de la casa paterna mientras el lastimado
vencedor era cuidado y atendido en ella. Mucho más afable y cariñosamente fué
mirado Attilio por parte de la joven Emilia, hermana única de Lorenzaccio, pese
a ser un enemigo de su ciudad natal, de tal manera que los padres de ambos se
percataron de ello y concibieron esperanzas de que, llegando un día a
emparentar dos familias tan linajudas y principales, se sofocaría el rencor y
resentimiento seculares entre las dos ciudades, y la envidia habría de
transformarse en una cordial y bien intencionada vecindad. La madre de Attilio
habló a su hijo de esto en un momento confidencial, cuando la herida estaba ya
muy mejorada. Él no halló nada que objetar, tanto porque su corazón estaba
absolutamente libre, cuanto porque la joven vicentina era en verdad una linda y
placentera doncella. Pero secretamente, y en lo más hondo de su ser, le
repugnaba el deber de tomar por mujer a una hija de esta ciudad; sin duda
habría de sentirse muy lejos de la muchacha después de realizada esta unión, y
de muy buena gana hubiera cortado de raíz el asunto si no hubiese temido
sembrar un nuevo odio entre la recién germinada siembra de la paz.
Transcurrieron entre tanto cinco o seis
semanas, y el cirujano dictaminó que se le podía permitir ya al convaleciente,
sin peligro alguno, subir a su corcel y embrazar lanza y escudo, si bien
debería evitar durante algún tiempo la opresión de la acerada gola.
Determinóse, pues, emprender la partida y dirigirse a Treviso, a donde deberían
seguirles la novia y sus padres pocas semanas después, porque la ciudad salvada
no quería en modo alguno dejar de festejar con toda pompa y boato la boda de su
libertador e hijo predilecto. Y, en efecto, los buenos vecinos de Treviso no
habían estado mano sobre mano durante el tiempo que había durado la curación;
antes al contrario, se había dispuesto al joven héroe, cuyo nombre estaba en
todos los labios, un recibimiento tan brillante como no había cabido jamás en
suerte a príncipe alguno.
Entre los muchos presentes que quería
ofrecerle la ciudad, estaba un estandarte, o gonfalón que debía entregarle su
propio tío, en nombre del pueblo entero: una verdadera maravilla, por la
calidad del paño y el arte de su bordado. El astil, de diez pies de longitud,
era de fina madera de roble, guarnecida de plata repujada; el mango estaba
incrustado de rubíes, y la punta chapada en oro, tan brillante, que cegaba los
ojos cuando destellaba al sol. Del astil pendía el pesado pendón, de brocado de
plata, sobre el cual un dragón de oro -el blasón de los Buonfigli-, coronado
con el escudo de Treviso, estrangulaba en el aire a una serpiente roja,
enlazado todo ello con tal naturalidad y recubierto de escamillas de oro, que
se creía estar viendo retorcerse un gusano real y verdadero. Encima de todo,
bordado en llameantes letras, campeaba el lema en latín: «No temas, yo te
liberaré».
Esta maravillosa obra, hija de una aguja
llena de arte, había salido, durante las seis semanas que había estado postrado
Attilio con el tajo en el cuello, de las manos de una doncella, cuya habilidad
excepcional para los tejidos en oro, seda y plata se puso de manifiesto con
todo esplendor en la decoración del citado estandarte. La llamaban Gianna, esto
es, Giovanna, la Rubia, porque tenía la cabellera como de oro hilado, tanto que
había podido bordar un estandarte para la Santísima Virgen de la Cappella di
San Sebastiano valiéndose sólo de sus propios cabellos, que se había cortado en
señal de duelo por la muerte de su prometido -que se llamaba Sebastián y era un
apuesto y simpático mozo de la vecindad-, contagiado de viruelas pocas semanas
antes de la fecha concertada para la boda. Tenía ella entonces dieciocho años,
y era el centro de tantas ilusiones secretas y tantas abiertas peticiones de
matrimonio, que con frecuencia escuchaba la predicción de que antes que
hubieran crecido de nuevo sus cabellos tendría ya sucesor su prometido, para
cumplir con el refrán que dice: «Pelo largo, entendimiento corto». Ella no se
preocupaba en responder sí o no a estas habladurías, y volvía los ojos a sus
bordados, cerrados sus oídos y su corazón a las necias pláticas del mundo. Ella
desmentía y echaba por tierra esas profecías, viviendo como si con aquella
ofrenda de sus cabellos a la Madonna hubiese hecho voto de perpetua doncellez,
y nunca mano alguna de varón hubiese de destrenzar, en amoroso juego de
caricias, las trenzas que pudiesen algún día volver a enroscarse a su cabeza y
alisar con sus dedos el oro suave y mórbido de su cabellera. Muchos creían que
se recluiría en un convento, porque bordaba con preferencia hábitos y
ornamentos religiosos, paramentos y viriles, y velos de altar, y se mantenía
alejada de todos los regocijos y fiestas públicas; pero también desmentía esta
idea, y se tomaba cada vez más serena y alegre conforme pasaba el tiempo, y más
daba a escuchar que a charlar; compró, tras la temprana muerte de sus padres,
una casita que se levantaba adosada a las murallas de la ciudad, y desde cuya
torrecilla se divisaba una sonriente perspectiva sobre las fructíferas vegas
que regaban con sus vivas aguas los riachuelos Piasevella y Rotteniga. Allí
vivía con su nodriza, una vieja criada de vida irreprochable y que no anduvo
jamás en boca de las gentes, y nadie echaba a su casa ni una ojeada, salvo
alguna que otra vecina, o alguna dama noble de la ciudad que iba a buscarla
para encargarle algún trabajo. Algunas veces veíase también sacudir la aldaba
de su puerta a algún sacerdote. Ella llamaba al punto a la vieja ama a la
estancia donde recibía la visita, manteniendo alejadas así toda murmuración o
calumnia. Aunque dejaba descansar la aguja solamente los días de fiesta y no se
preocupaba mucho de ella misma, su belleza se mantenía tan incólume que, cuando
algún domingo salía a pasear con su vieja servidora, al fresco del atardecer,
por las murallas de la ciudad, o por el bosque cercano, no había persona a
quien tropezasen con una indiferente mirada sus grandes ojos negros, más negros
aún bajo las rubias cejas, que no se detuviese en seco, como hechizado, para
prender su vista de ella sin poder apartarla; y seguían llegando hasta ella
muchas proposiciones de nobles caballeros forasteros que no conocían su manera
de ser ni sus propósitos y se resistían a creer los informes que daban de ella,
proposiciones todas encaminadas a hacerla abandonar su estado de soltería. Pero
ella daba a todos la misma respuesta: estaba demasiado acostumbrada a su vida y
le guardaba harto apego para cambiarla por cualquier otra.
Treinta y dos años había cumplido cuando
estalló la contienda entre las dos ciudades vecinas; ella se comportó en esta
coyuntura como una leal hija de su ciudad natal y sufrió todos los dolores y
molestias que cupieron en suerte a ésta con amargura de su corazón, que luego,
cuando le llegó la salvación por medio del brazo de su joven convecino, a quien
jamás habían visto sus ojos, parecióle una embajada celestial, y el salvador
mismo, como un ángel con espada flamígera. Jamás había aceptado un encargo con
mayor alegría y lo había llevado a cabo con mayor aplicación y arte que este
estandarte que quería ofrendar la ciudad a su victorioso hijo el día de su
entrada en ella; y cuando llegó este día jubiloso y todos los trevisanos que no
estaban enfermos en el lecho buscaban con afán un hueco en mercados y calles,
ante las puertas, en las ventanas, hasta en los tejados de las casas, para
derramar sobre Attilio Buonfigli sus flores y vítores enardecidos, tampoco
aguantó los límites de su estrecha casa la rubia Gianna, aunque desde la
ventana de la torre divisaba perfectamente el camino de Vicenza. Consiguióse un
sitio sobre una tribuna engalanada con tapices y situada ante la casa del
consejo, para poder contemplar al héroe desde la distancia, y se atavió con sus
mejores galas: un justillo bordado en plata, acuchillado de terciopelo azul, y
un brial de fina lana color azul pálido; la cabellera, al uso de la época,
entretejida con profusión de cintillos. Tan bella estaba, que una hora antes
del recibimiento se promovió en las calles un tumulto y gritería de asombro
cuando ella, así ataviada, se dirigió a ocupar su puesto sobre el tablado,
junto a una vecina. Pero pronto se apartaron de ella los ojos del gentío y
otearon, llenos de impaciencia, la calle por la que debía llegar a caballo el
héroe. Una representación del consejo había salido en comitiva a recibirle,
hasta una milla más allá de las puertas de la ciudad, para darle la más
respetuosa bienvenida. Su tío, el gonfaloniere, aguardaba con los restantes en
la escalinata de la Casa Consistorial, totalmente cubierta con un costoso tapiz
rojo, del que salía la ancha faja de una alfombra prolongándose a través de la
plaza del mercado. Hasta el mismo pórtico de la Catedral, como se acostumbra
hacer solamente con personas ungidas y consagradas por la Iglesia.
Mas ¿quién será capaz de describir el
espectáculo maravilloso y lleno de solemnidad que tuvo lugar cuando llegó por
fin Attilio, cabalgando la calle, precedido de su escolta, sobre su corcel de
batalla, enjaezado con rojos arreos, vestido sencillamente con una cota de
malla de finísimo acero que le cubría el traje de guerra, sin arma alguna
excepto la espada que le colgaba del tahalí, y sin más tocado ni adorno en la
cabeza que sus morenos y ensortijados rizos? Sus mejillas y mentón estaban
sombreados por una leve barba, a través de la cual cruzaba la ancha cicatriz
roja de su herida. Gobernaba con dominio su vigorosa montura, pero aún no había
desaparecido de sus mejillas una ligera palidez, que con frecuencia velaba una
ola de rubor cuando columbraba, derramando la mirada a su alrededor y saludando
a diestra y siniestra, blancas cabezas que se inclinaban con profundo respeto
ante su juventud victoriosa, o madres que alzaban a sus niños para que pudiesen
ver mejor al libertador de la ciudad. Y coronándolo todo, la lluvia de flores,
que se vertía inagotable sobre el héroe desde ventanas y tejados, de tal modo
que su figura desaparecía a veces cumplidamente, cubierta por una capa
multicolor, y su espléndido corcel, que estaba acostumbrado en las batallas a otra
clase de armas arrojadizas, con las orejas tiesas y los ollares dilatados y
temblorosos, mezclaba su vigoroso relincho al vocerío de júbilo y al tañido de
las campanas a vuelo.
Cuando la comitiva hubo llegado ante la
Casa Consistorial, saltó Attilio del caballo y subió con presteza los escalones
para arrodillarse ante su tío, recibir de su mano el estandarte y besar después
esa misma mano, que le colmaba con tan ricos presentes. Pero cuando se alzó y
se disponía a descender los peldaños para encaminarse a la iglesia, el asombro
le dejó petrificado de pronto en cuerpo y alma, y necesitó tres minutos largos
para adueñarse otra vez de sí y darse cuenta de dónde estaba y de cuántos miles
de ojos estaba pendientes de él. Y es que, a la derecha de la tribuna, había
visto un rostro que le arrebató del mundo, como si fuera una aparición de los
prados celestiales; allí estaban, clavados en él, los grandes ojos negros bajo
las cejas rubias, con una indescriptible expresión, entre dulce y melancólica,
y se le agolpó de pronto toda la sangre en el corazón, demudósele el semblante
como si hubiese recibido un dardo en mitad del pecho, y si no hubiera tenido
asido el estandarte, cuya asta le sirvió de apoyo, hubiera caído por segunda
vez de rodillas, ahora contra su voluntad. Los que estaban próximos a él y se
percataron de su vacilación, culpáronla a su reciente herida y a la fatiga
ocasionada por la larga cabalgata en aquel día caluroso, sin sospechar nadie el
verdadero motivo; Attilio, por su parte, se reportó al punto, apartó con
esfuerzo la mirada de aquella encantadora faz, y, sin volver una sola vez la
cabeza hacia aquella mujer, tomó el camino de la catedral.
Tras él entró en tromba el gentío, y las
tribunas se desocuparon también apresuradamente. La última que se levantó,
instada con insistencia por su vecina, fué Gianna la Rubia, que, como
embelesada en un sueño, o como quien sigue en el firmamento la huella de una
estrella fugaz, acompañaba al joven con los ojos hasta que la oscuridad del
atrio se tragó su alta figura. La vecina que la acompañaba se dispuso a seguir
a los demás, para asistir a los oficios eclesiásticos; pero Gianna pretextó una
indisposición o malestar, por haber estado sentado al sol tanto tiempo, y se
dirigió sola hacia su casa a través de la desierta ciudad. Alzó del suelo una
de las infinitas flores que sembraban las calles, para llevársela a casa como
recuerdo; era un clavel encarnado, hollado por un casco de caballo. Ya en su
casa, lo colocó en un vaso con agua y hacía mil cábalas y conjeturas sobre lo
que significaría el que se abriese y lozanease de nuevo. Su vieja ama, que
había presenciado el paso de la comitiva desde una tronera de las murallas,
estalló en alabanzas y elogios sobre Attilio: qué modestamente se había
comportado, y pensar que era, en edad tan joven, un héroe inmortal ya;
llegaría, sin duda, a conseguir fama y gloria venidera para hacer grande el
nombre de su ciudad natal entre todas las ciudades de Italia, quizá hasta más
grande que Florencia y Roma. Después habló también de su prometida, a quien
debían envidiar todas las mujeres, y dijo que era digna de él, y que no se
parecía nada en absoluto a su hermano Lorenzaccio, de quien quedaba pésima
memoria entre los trevisanos, especialmente entre las mujeres. Poco o nada
respondió la Rubia a estas charlas, y se sentó a la vera de su bastidor, con
gran asombro de la vieja, ni más ni menos que si se tratase de un día corriente
de labor. Y alzaba los ojos de cuando en cuando para echar una ojeada a la flor
que estaba en el vaso.
Cuando llegó la tarde, y con ella los
demás festejos, el carrusel y los títeres, y los vistosos fuegos de artificio,
ella se quedó junto a la ventana, mientras la vieja se marchaba para recabar su
parte en el general regocijo. La fiel sirvienta regresó ya anochecido, muerta
de cansancio y cubierta de polvo de pies a cabeza, lamentándose de que aquel
maldito dolor de cabeza hubiese obligado a su señora a quedarse en casa. La
rubia Giovanna la escuchaba en silencio, con rostro sereno, ni alegre ni
triste, como si nada de esto fuera con ella. Había terminado entre tanto de
bordar una dalmática, y al parecer no se había movido de su sitio. El clavel,
allá en el vaso, se había abierto por completo…
Llegó la noche cerrada, y luego de
consumir ambas mujeres su silenciosa cena, retiróse la vieja Catalina, cuyos
sexagenarios miembros habían sufrido suficiente ajetreo por hoy, a dormir a la
cocina. Su ama se quedó levantada, contemplando desde la ventana cómo se alzaba
la luna sobre la amplia llanura y plateaba con su luz las nubes en dirección a
Rotteniga. El murmullo de la ciudad en fiestas se iba aquietando poco a poco, y
entonces un ruiseñor que tenía su nido en un zarzal bajo su ventana, inició un
canto tan dulce y nostálgico, que los ojos de la solitaria y hermosa muchacha
que le espiaba se llenaron de lágrimas. Sintió una opresión tan ardorosa en el
pecho, que se levantó, mató la luz y echó un oscuro manto sobre su liviano
vestido de casa. Descendió luego los lisos peldaños de la angosta escalerilla
de piedra, abrió el portal y salió a la solitaria calle, para dar unos pasos al
fresco de la noche y sosegar un poco el ardiente latir de su sangre. Pero había
olvidado, sumida en sus pensamientos, echarse el manto sobre la cabeza, y así
pudo ser reconocida fácilmente por los transeúntes, aunque la luna no llegaba a
bañar las estrechas callejuelas. Y sucedió por un azar -bien que todo lo
terreno obedece siempre a más altos designios-, que, frente a ella, se acercaba
por la calle aquel a cuyo alrededor, habían girado durante todo el día sus
pensamientos como mariposas alrededor de la luz.
Attilio, fatigadísimo de los honores y
agasajos, y agotado por los excesos y la francachela de la fiesta más que por
el tumulto y alboroto de una batalla campal, se había escabullido del banquete,
so pretexto de su herida, para escudriñar otra vez todos los viejos rincones en
los que había jugado de niño; pero, en verdad, le empujó mucho más el anhelo de
encontrarse de nuevo con aquellos ojos cuya mirada le abrasaba dentro del
corazón. Con discretas preguntas se había informado por un vecino del pueblo de
que aquella belleza rubia era precisamente la que había confeccionado el
maravilloso estandarte, y había pensado visitarla sin más en su propia casa
para expresarle su gratitud. Y he aquí por dónde, venía caminando hacia él, que
meditaba con melancólico desasosiego en todo lo sucedido y en lo que podría
suceder algún día, la esbelta figura semivelada, como si estuviese esperándole.
A ambos se les cortó el habla cuando se
vieron de pronto uno ante el otro. Attilio fué el primero en rehacerse:
-Sin duda os conozco, Madonna -dijo,
acercándose a ella con una gentil reverencia-; sois Gianna la Bionda.
-Y yo también os conozco, Attilio
Buonfigli -respondió la bella mujer-. ¡Quién no os conoce en Treviso!
Callaron ambos, y cada uno aprovechó la
penumbra del sombrío callejón para contemplar al otro detenidamente y a su
placer; parecióle al joven que su belleza resplandecía en esta media luz mil
veces más espléndida que en pleno día, y ella, por su parte, creyó percibir en
sus ojos un brillo completamente distinto cuando se dirigió a ella que cuando
la había mirado, mudamente y de lejos, por la mañana.
-Perdonad, Madonna -prosiguió el mancebo-
que os haya abordado aquí en la calle, y a hora tan nocturna, como si fuera un
salteador de caminos. Era mi intención haber ido a visitaros mañana mismo en
vuestra casa, para daros las más rendidas gracias por el enorme trabajo y el
raro y precioso arte que habéis puesto en el bordado de mi estandarte. Si no os
sirve de enojo, permitidme que os acompañe hasta vuestra casa, pues que vais
sola. Yo querría saber un alto y difícil servicio para ofreceros, un servicio
que os testimoniase cuán obligado y rendido os estoy.
La hermosa mujer, como si no hubiese
comprendido sus palabras, no supo responder a ellas sino esto:
-Mi casa está tan sólo a media docena de
pasos de aquí y es demasiado modesta y humilde para que yo pudiese invitaros a
entrar en ella.
-No digáis eso -interrumpió Attilio-. Muy
al contrario, si vos fueseis una princesa y hubiese yo de solicitar una gracia,
consideraría como el más alto favor que me permitierais entrar en ella y
descansar un cuarto de hora, pues en verdad estoy fatigado de vagar por estas
callejuelas y me haría mucho bien un trago de agua.
No sin cierta vacilación y rubor
respondióle ella:
-¿Quién podría negar un trago de agua al
vencedor de Bacchilione en el día de su entrada en la ciudad liberada por él, y
suplicado tan cortés y comedidamente? Entrad, señor Attilio. Mi pobre casa y
todo lo que dentro contiene están a vuestro servicio.
Abrió la pequeña poterna, y le hizo
pasar, y tras de correr de nuevo el cerrojo -porque los días de fiesta
vagabundea mucha chusma desocupada, atenta solamente a pescar en aguas
turbias-, condujo a su huésped tras de sí, asiéndole amablemente de la mano,
por la escalerilla de caracol, que estaba totalmente a oscuras, hasta que él se
detuvo, casi cegado, cuando ella abrió la puerta que daba a su aposento y le
inundó la blanca claridad de la luna.
-Tomad asiento -dijo ella- hasta que os
traiga el agua. ¿O quizá no rechazaríais una copa de vino del que bebemos
nosotras?
Pero él, cuyo corazón latía
violentamente, se limitó a mover en silencio la cabeza y se dirigió hacia la
ventana, junto a la que yacía su bastidor y sus labores de bordado,
contemplándolos como si le hubiesen ordenado copiarlos. Dejóle ella solo, y se
dirigió a la cocina, donde el ama yacía profundamente dormida sobre una manta
que había extendido sobre las losas de piedra para aprovechar su frescor.
-¡Ama, ama! -dijo a media voz-. ¡Oh, si
supieras quién ha venido!
Luego, mientras llenaba una copa del gran
cántaro de piedra que estaba junto al hogar, se interrumpió un instante y
oprimió las frías manos contra sus ardientes mejillas, diciendo para sí:
«¡Santa Madre de Dios, defiende mi
corazón de ilusiones sin esperanza!».
Cobró ánimos con esto, y depositando un
panecillo sobre un plato de estaño, cogiólo junto con la copa y lo llevó todo a
donde estaba Attilio, quien, entre tanto, se había sentado en el sillón y tenía
la mirada perdida en la llanura.
-Me avergüenzo -dijo ella- de traeros
sólo pan y agua, una comida de cárcel. Mas, si os place, extenderé el brazo
fuera de la ventana; entre el foso y el muro crece una vieja higuera, que
ofrece un dulcísimo fruto.
-Gianna -respondió el joven tomando la
copa de su mano-, Gianna, no apetecería bebida otra alguna si hubiese de ser
aquí vuestro cautivo por toda la eternidad.
Y ella, mientras se esforzaba en sonreír:
-Pronto os llenaríais de tedio, mientras
que fuera, en el mundo y al lado de vuestra joven esposa, os esperan mil goces
diversos y toda suerte de dichas y honores.
-¿Qué me recuerdas? -gritó él, y su
frente se ensombreció-. Has de saber que aquellos esponsales por los que me
auguras el cielo aquí en la tierra significan el infierno para mí. Yo estaba
entonces débil aún y extenuado por la fiebre de las heridas; sin ser dueño de
mí, me he dejado prender en este maldito lazo, en el que me retuerzo como el
pez en la arena que le abrasa. ¡Ay de mis años de juventud! ¿Por qué, necio de
mí, no he aprendido a conocerme a mí mismo antes de haberme vendido a esta
desgraciada obligación? ¿Por qué no cegaría antes que fuese demasiado tarde?
Saltó de su asiento y comenzó a dar
vueltas con pasos recios por la estancia iluminada de luna, como una pantera
joven capturada en las redes y arrojada luego dentro de una jaula enrejada.
La rubia doncella, llena de susto por el
vehemente arrebato de aquella repentina confesión, sólo supo decir, estrujando
entre sus dedos los rojos pétalos del clavel:
-¡Me llenáis de asombro, señor Attilio!
¿No es vuestra prometida hermosa y joven, y a más de eso criada y crecida en
medio de todas las virtudes? ¿Cómo, pues, consideráis como una maldición el
llegar a ser su esposo?
-Aunque fuera un ángel de los que sirven
ante el trono de Dios -barbotó él, deteniéndose ante ella-, esta flor que ha
deshojado tu mano sería para mí un presente mil veces más caro que toda su
persona entera, con sus gracias y virtudes. ¡Ah! ¿Por qué has hecho esto conmigo,
Gianna? Quien nunca ha visto el sol, vive contento y dichoso en el crepúsculo.
Pero desde esta mañana, en que mi mirada se encontró con la tuya, sé que en
toda la tierra sólo hay una mujer por cuyo amor y favor yo me atrevería a todo,
y batiría en la guerra mi cuerpo y mi alma, y esa mujer eres tú, Gianna la
Bionda. ¡Bien quisiera que me cubriera la noche eterna antes que tener que
arrastrarme de nuevo hacia el crepúsculo que me espera, para soñar en ti, en mi
sol, tiritando de frío y de infelicidad!
Había apresado sus dos manos, como si
quisiese aferrarse a ella para no despeñarse en la sima de su desdicha; el
rostro de ella permanecía impasible y él la soltó, y se encaminó a la abierta
ventana. Se hizo el silencio durante unos instantes; el ruiseñor que anidaba en
el matorral no cesaba de revolotear y de gorjear. De pronto, como impulsado por
una súbita decisión, retornó a su lado, y dijo:
-Pues bien, aunque yo, y todos conmigo,
hubiésemos de perdernos por causa de esto, no lo haré, no sufriré estas cadenas
ni estos lazos. Mañana, al rayar el alba, despacharé cartas a Vicenza para
retirar mi palabra, y luego me emplazaré entre ambas ciudades, y retaré a todo
caballero que ose negar que Gianna la Bionda es la reina de las mujeres.
-No haréis eso, Attilio -dijo entonces la
hermosa muchacha, dirigiendo una tranquila y grave mirada, por delante de él,
hacia el cielo nocturno-. El que os sintáis tan repentinamente inclinado a mí y
queráis someterme y rendirme vuestro corazón de modo tan absoluto, lo considero
como un altísimo y excesivo don, por el que yo, que soy indigna de vos, os
estaré reconocida durante toda mi vida. Pero no puedo aceptaros sin que eso
signifique arrojarnos ambos a la perdición. Reflexionad, amigo mío, con cuánta
pujanza se recrudecería de nuevo la apenas sofocada enemiga entre ambas
ciudades, si vos hicieseis a la casa de Scarpa, y con ella a la ciudad toda, el
ultraje de despreciar a vuestra prometida; no podéis acusarla de falta o pecado
alguno contra vos, sino únicamente declarar que os agrada más otro rostro. Y
este mismo rostro, supuesto que mereciese hoy todas las extremadas alabanzas y
la pasión que ha provocado en vos, ¿quién sabe si dentro de un año no se habrá
marchitado todo su encanto, de modo que os preguntaréis lleno de asombro cómo
pudo ser posible que os encendieseis por él en tan ardiente pasión? ¿No vemos
con frecuencia, al término de los estíos, que una noche estalla de pronto el
temprano otoño, y vuelve de súbito amarillo y seco al árbol que ayer mismo
lozaneaba aún con todo su follaje verde? Yo he cumplido ya treinta y un años;
vos, amigo mío, estáis todavía en la plenitud de la juventud, y ascendéis aún
por la falda del monte a cuya cumbre yo he arribado ya. Dejadme que sea, como
mayor en edad, la más sensata, y tener cordura por ambos. Quiero así exponeros
mi inquebrantable decisión: aunque hubiese de ver que vuestro sentimiento era
algo más que un capricho pasajero, y que todas las circunstancias adversas se
sometiesen a vuestros deseos por un milagro, no consentiría jamás en ser
vuestra esposa, aunque viniesen a mí en persona vuestros padres, para apoyar
con sus ruegos lo que vos tratáis de alcanzar.
Antes de terminar de decir esto, dirigió
hacia él su mirada, y al verle tan pálido, con sus hermosos ojos llenos de
desconsuelo y desesperación, estuvo en la punta de un cabello que no echase por
tierra, llevada de amor y de compasión, lo que se había arrancado del alma con
indecible entereza.
-Buenas noches, Madonna -replicó él
tristemente, e hizo intención de marcharse; pero se detuvo y clavó los ojos en
el suelo.
-Estáis encolerizado conmigo -dijo ella.
Y él:
-¡No, Gianna, en nombre de Dios! Pero
dadme licencia para marchar. Verdaderamente, he permanecido aquí demasiado
tiempo y he hablado como un insensato, sin pensar que lo que os he ofrecido
quizá sea para vos tan poco valioso que no os molestaríais ni siquiera en
tender la mano hacia ello, cuanto menos para soportar luchas y fatigas. De este
modo, yo me llevo una vergüenza merecida y justa; y no es culpa de nadie, sino mía
propia, el que este día de mi homenaje, que tan festivo comenzó, venga a
terminar tan tristemente. ¡Adiós, Gianna! La bandera que habéis bordado, y que
esta mañana me pareció la más preciada joya en la tierra, la ofrendaré a una
iglesia para que su presencia no me recuerde la mano que tan fríamente había de
rechazarme.
Inclinóse en una reverencia, y ya iba a
pisar el umbral de la estancia, cuando oyó su nombre tras él; el corazón de
Gianna, en furiosa rebeldía contra sus cadenas, las había roto por fin, y le
afloró a los labios.
-Attilio -dijo llena de rubor y sin ser
ya dueña de sí-, no puedo veros marchar de ese modo, si quiero vivir todavía.
Todo lo que os he dicho debe quedar inalterado, y no habéis de cambiar una jota
de ello, pues es para salvación vuestra, que es para mí más cara que la mía
propia. Pero no os he dicho todo aún. Sabed, pues, que desde que murió mi
prometido, hace ya doce años, jamás he tenido idea ni deseo de entregarme a un
hombre, y si he conservado puro y limpio el tesoro de mi honra, en verdad que
no me ha costado ni lucha ni aflicción algunas. Y pienso esto de mí, no tanto
por causa de la inestable y pobre belleza, cuanto por que sé que tengo un alma
libre y fuerte y no querría rendirla sumisamente al poder de alguien peor o más
débil que yo, como debe hacer en el matrimonio la mujer al marido. Y de tantos
como me han solicitado, no he hallado uno sólo a quien no me pareciese que
servirle era humillación y vasallaje. Hoy por vez primera, cuando os vi entrar
cabalgando en la ciudad a la que habéis devuelto el honor y la libertad, y, vi
con cuánta nobleza humillabais vuestra cabeza bajo tanta dicha, cómo os
inclinabais en tan plena juventud, y, ni envanecido ni altanero, sino con el
aspecto de quien sólo es un ministro de Dios, aceptabais la gratitud de los por
vos libertados, me dije a mí misma: «¿Por qué no serás más joven, para ganar el
amor de ese mancebo?». Y cuando vi la cicatriz de vuestro cuello, pensé:
«Descalza peregrinaría hasta los Santos Lugares para que me llegase a caber en
suerte la dicha de oprimir mis labios tan sólo una vez contra esa sagrada
herida». Y cuando regresaba, sabedora ya de lo que me sucedía, recogí una flor
de la calle, ésta misma que aquí veis, por que la había hollado el casco de
vuestro caballo, y pensé que me la pusiesen bajo la almohada cuando me llevasen
a dormir el sueño eterno… ¡Y ahora que te he dicho esto, Attilio, repite, si
tienes entrañas, tus crueles palabras, que aseguran que mi mano te ha rechazado
con frialdad!
Abrióle los brazos y atrajo su cabeza
hasta su pecho, e inclinándose hasta su cuello, besó la cicatriz que tanto
habían anhelado sus labios. Él permanecía mudo y aturdido ante ella, como un
condenado a muerte a quien anuncian la gracia del tribunal que le condenó. Pero
ella se desenlazó de él al punto, y dijo:
-Esto que hago, amigo mío, hágolo con la
más plena lucidez y con toda consciencia, y no me asaltará arrepentimiento
alguno, aunque bien sé que muchas personas denostarían y reprobarían mi
conducta si llegasen a conocerla. Yo os entrego hoy la única joya que poseo,
joya a la cual he guardado hasta hoy más celosamente que a mi vida misma. Mas
ved: aquí, en estos mismos umbrales que pisáis, estuvo un día vuestro futuro
cuñado, el señor Lorenzaccio, y me importunó con ruegos y promesas para que
fuese suya, queriendo llevarme a Vicenza como esposa. Lo que le rehusé a él,
enemigo de mi ciudad y opresor suyo (Dios es testigo de que tuve que amenazarle
con esta daga antes que renunciase a sus brutales pretensiones, y aún lleva la
cicatriz en su mano derecha), lo que a él le negué, se lo ofrezco a vos,
salvador de mi ciudad, como recompensa por la victoria, y nada pido a cambio de
ello, sino que os olvidéis de mí cuando subáis al altar para prometer
solemnemente otra fidelidad. Y no os dé pesadumbre por lo que después haya de
ser de mí. Mi destino es dichoso en todas las renunciaciones, y envidiable en
medio de la aflicción, porque puedo ofrecer el presente de mi honor al mejor
hombre que han visto mis ojos, y he llegado a saborear una tardía primavera,
tan hermosa como jamás hubiera podido soñar, antes que el invierno de los años
sepulte bajo su nieve este rubio sendero que hoy divide mis cabellos. Tuyos son
estos ojos y estos labios, Attilio, y tuyo es este cuerpo intacto y virgen, y
tuyo este corazón, que nunca volverá a desear las dulzuras de la vida cuando te
hayas alejado de mí, y que arderá, como el de una viuda, con la luz de la dicha
perdida, hasta que repose en paz.
Con esto, llevóle hasta el sillón que
estaba junto a la ventana y se arrodilló ante él; él cogió su cabeza con ambas
manos, y no se sació de contemplarla, y de besar su boca, frente y mejilla. La
luna se había ocultado largo tiempo ha, cuando aún estaban ellos unidos en mil
dulcísimos goces; pero cuando allá lejos, en el campo, se alzó el canto del
gallo mañanero, apresuróse ella a soltarle de sus brazos, porque no fuese
echado de menos en casa de sus padres. Habían convenido en que él volvería la
próxima noche, y todas las siguientes, así como en la contraseña a la que franquearía
ella su puerta; despidióse él tal un borracho del festín, y en el orgullo de su
felicidad desdeñó bajar por la escalerilla de caracol, aunque la calle estaba
todavía desierta; balanceóse en la ventana, y, afianzando los pies en la rama
de la higuera, saltó hasta el muro de abajo, donde se detuvo unos instantes
para dirigirla aún mil amorosas palabras y arrojar a su ventana, atadas en un
ramillete, florecillas de las que crecían a orillas del foso, hasta que ella,
temiendo alguna mirada espiadora, se retiró del alféizar. Apartóse él entonces
del lugar y corrió a lo largo de la muralla, tan cautelosamente, que pudo
alcanzar el portón sin ser notado. Los adormilados centinelas no le
reconocieron, y en su casa nadie le había echado de menos, y así él, regocijándose
sobre manera, entró hasta su aposento y se dejó caer en el lecho, para
recuperar en un corto descanso matinal el sueño perdido en esa noche.
Con idéntica prudencia y sigilo supieron
disponerlo también las noches siguientes, de manera que, en toda la ciudad,
nadie llegó a tener sospecha de su entendimiento, si no era el ama, Catalina,
quien, empero, era tan poco dada a la charla como la higuera que crecía junto a
la ventana; y además, la felicidad y el honor de su señora estaban en su
corazón por encima de todo, y ni los más atroces tormentos habrían arrancado de
sus labios el nombre del mancebo. Una cosa, empero, la llenaba de congoja, y
era que su ama siguiese en sus trece. Decíala ella, que todo tendría que
terminar en cuanto la novia, Emilia Scarpa, hubiese intercambiado el anillo con
Attilio. «¿Qué os imagináis? -decía la buena anciana-. ¿Creéis que podréis
contemplar con serenidad cómo se engalana otra con la flor que vos habéis
llevado prendida en el pecho? Yo os amo muy de veras, señora, más que si
fuerais fruto de mis propias entrañas. Por ese camino vais a vuestra perdición:
el corazón se os partirá como una manzana cortada en dos por un cuchillo».
-Ama -decía la Rubia-, es posible que
tengas razón. Pero ¿qué importa? Mejor es que me pierda yo, que no él, a quien
amo, y esta noble ciudad, madre de ambos.
-¿Qué locuras estáis diciendo? -le
interrumpió la anciana-. Si él os ama de ese modo, como asegura y vos creéis a
pies juntillas, tampoco podrá sobrevivir a este dolor, y de este modo destrozaréis
a dos personas con vuestra obstinación. En cuanto a la ciudad, bien podría
desafiar, ahora que la protege un héroe así, la enemiga de tres ciudades más
poderosas aún que Vicenza.
Parecidas palabras dijo también a
Attilio, y con más arrebatada vehemencia conforme se acercaba el momento en que
debía despedirse de los idolatrados ojos. Él esperaba todavía, como en los días
primeros, vencer su resistencia, y estaba decidido a sacrificarlo todo por
ella. Por el contrario, Gianna, para quien era más amargo que la muerte el solo
pensamiento de que su amado pudiese enfriar su amor hacia ella y se
arrepintiese algún día de haber atado su lozana vida juvenil a la suya
marchita, buscaba desesperadamente cómo acallar su arrebatada pasión, con
burlas sobre su edad y la inconstancia y veleidad de los hombres, cada vez que
la estrechaba él con nuevas súplicas, e intentaba hacerle tan dulces las horas
presentes, que olvidase y ahogase en ellas las amarguras del futuro.
Activáronse entretanto, diligentemente,
los preparativos de las bodas en ambas casas, la de los Buonfigli y la de los
Scarpa, y en el transcurso de la novena semana después del festivo recibimiento
en Treviso del novio, tuvo lugar la no menos brillante ceremonia de la petición
de la novia, a quien fueron a buscar los trevisanos. Entre los espectadores era
inmensa la alegría, por la paz y concordia sellada ahora, y garantizada entre
ambas ciudades vecinas; y aún subió más de tono cuando se ofreció a sus ojos el
espectáculo de la joven novia, riquísimamente ataviada, y de su séquito,
compuesto por sesenta doncellas, todas sobre blancos palafrenes y engalanadas
con las más ricas vestiduras. Pero en la comitiva había dos personas a quienes
era muy difícil ocultar su rabia y su pesadumbre: uno de ellos era el propio
novio, que hubiese preferido tomar en la mano una víbora antes que a su novia,
y el otro el señor Lorenzaccio, su futuro cuñado, que rechinaba los dientes de
furor pensando que debía, sin duda, componer una figura muy humilde junto a su
joven rival, y tendría encima que sonreír a ello; Lorenzaccio, que habría
destrozado entre sus dientes muy gustosamente a su cuñado y a toda su
parentela. Y aún un tercer corazón estaba también cerrado a la alegre fiesta de
este día, y era el corazón que latía en el seno de la rubia Gianna; bien sabía
ella que la noche que había de seguir a este día sería la última noche de
felicidad para ella. No se había esforzado, como en el otro recibimiento, en
conseguir un asiento en la tribuna levantada ante el concejo, y estaba en su
casa cuando Attilio, a la vera de los forasteros, cabalgó por las calles de la
ciudad, y de nuevo se abatió sobre la pareja una espesa lluvia de flores. Y por
la tarde, cuando todo el pueblo se precipitó en masa hacia la pradera donde se
había de celebrar un torneo, en palenques ricamente engalanados, sentóse junto
a la ventana, envuelta en tristísimos pensamientos, y las lágrimas acudieron a
sus ojos con tanta frecuencia que no volvió a distinguir claramente la luz del
día.
-¡Pobre corazón! -sollozó-. Ya ha llegado
el tiempo en que debes demostrar que eres lo bastante fuerte para rechazar tu
única felicidad, y he aquí que eres tan débil que quieres casi deshacerte en
tus mismas lágrimas. ¡Has cargado con algo cuyo peso no puedes soportar! Tú no
sabías entonces que el amor es un vino que vuelve más sediento cada vez al que
bebe de él. Ahora el cáliz de tu salvación se transforma en una ponzoña que ha
de consumirte lentamente, y ningún médico de la tierra, ni la ayuda de todos
los santos, podrían salvarte.
Entró Catalina y la persuadió a salir
afuera, para, ya que estaba decidida a separarse de su amigo para siempre,
admirarle una vez más en el esplendor de la fuerza y gallardía, y verle
triunfar de todos los hombres. Esperaba en secreto que sucediese un milagro y
su señora cambiase de pensamiento. Así pues, vistió a la afligida Gianna, que
se dejaba hacer como una niña, con todo esmero y diligencia y la condujo hasta
el campo de liza, que hormigueaba ya de gente y trepidaba de relinchos y de son
de clarines. Confundidas entre la multitud, vieron a la novia sentada en lo
alto del tablado, entre su padre y el tío de su prometido, y oyeron lo que
comentaba de ella la gente; gustábales a unos sobremanera, otros hallaban en
ella esto o lo otro de rechazable, cada uno, en fin, guiaba su complacencia
hacia algo determinado. La rubia Gianna no decía una palabra, y nadie hubiera
podido sospechar lo que guardaba en su pensamiento. Pero la invadió un violento
rubor cuando dos mozos se dijeron uno al otro, en voz suficientemente alta, al
pasar ella por delante: «¡Diez Emilias daría yo por una Gianna la Bionda!», y
el otro: «Treviso se lleva la palma en mujeres hermosas, como en las armas», y
muchos ojos asestaron sus miradas a la bella bordadora. Pero su sangre se desvaneció
de súbito en mortal palidez; en aquel mismo instante entraba Attilio al galope
en la liza, armado de todas armas, pero con el cuello protegido solamente con
un ligero forro de cuero, sujeto al yelmo o almete, en lugar de la gola de
bronce que los franceses llaman barbière. Llevaba levantada la visera, y todos
pudieron ver lo pálido que estaba y las graves miradas que derramaba en
derredor, con lo que muchos se llenaron de asombro, considerando que era un
adalid siempre alegre y juvenil, y hoy, además, un novio en la fiesta de sus
esponsales. Él, empero, cabalgó hasta llegar ante el tablado sobre el que
estaba sentada su prometida, inclinó la cabeza ante ella y se dejó anudar al
morrión una cinta, en señal de que deseaba servirla como caballero. Sonaron
entonces los clarines, y por el lado opuesto entró cabalgando en el campo el
señor Lorenzaccio, con la visera calada ya, pese a lo cual todos le
reconocieron al punto, por su divisa y por su armadura, y desearon desde el
fondo de su corazón verle derribado en la arena por el fuerte brazo de su
cuñado. Pero estaba decretada otra cosa en los arcanos de la Providencia. Pues
apenas los heraldos habían dado la señal con el redoble de sus mazos y los
trompeteros habían lanzado al aire sus sones, cuando ambos jinetes se arrojaron
uno contra el otro, con las lanzas en ristre; era tan espesa la nube de polvo
que levantaron los corceles, que el espectáculo del primer choque entre los
caballeros quedó oculto a los ojos de los espectadores; se escuchaba tan sólo
el estrépito de las broncíneas picas golpeando escudos y corazas, y luego se
hizo un repentino silencio. Cuando se disipó la nube, pudieron ver, con espanto
y consternación, a Attilio todavía en los estribos, pero derribado hacia atrás
sobre la silla de su buen corcel, que estaba inmóvil como si fuera de piedra.
Un torrente de sangre brotó de su cuello, cuya desamparada desnudez había sido
oportuno objetivo de la pérfida arma de su enemigo. El vencedor se detuvo ante
él, levantó la celada, como si quisiera cerciorarse de que su vengativa obra
estaba consumada, y después de medir a su adversario con una maligna mirada de
despedida, cerró de nuevo el yelmo, picó espuelas a su corcel y cabalgó a trote
lento, sin saludar a nadie, hasta salir del campo de batalla, cruzando a través
del pueblo, que, petrificado de asombro, no quería dar crédito a sus ojos.
Entretanto, los escuderos y jueces del
torneo se abalanzaron al caído, levantáronle de la silla y le depositaron en la
arena sobre un cobertor. Estalló entonces un clamoreo de dolor, rompiéronse las
filas de la multitud y el pueblo en masa se precipitó frenético por encima de
las vallas; los que estaban sentados en los tablados abandonaron
precipitadamente sus asientos, y sólo con ímprobos esfuerzos y al cuento de sus
varas pudieron los heraldos hacer alrededor del moribundo espacio suficiente
para que pudiesen allegarse hasta él sus padres y deudos, y la misma novia.
Yacía él en silencio, con los ojos cerrados, sin exhalar lamento alguno de
dolor o de queja por tener que entrar a formar parte tan tempranamente de los
celestiales ejércitos. Los que le rodeaban se lamentaban a gritos, maldecían
otros la perfidia de Lorenzaccio, quién llamaba a voces a un médico, quién a un
sacerdote, para que diese el último consuelo para el viaje al moribundo héroe.
Quizá consideraba este amargo destino
como una ruptura de los aborrecidos lazos, y le daba por ello la bienvenida;
por eso, cuando oyó pronunciarse su nombre y reconoció la voz de su prometida,
intentó volver la cabeza, como para dar a entender que deseaba exhalar su
último aliento sin una mentira. Pero he aquí que, de pronto, el pueblo que
contemplaba la dolorosa escena en estrecho y apretado círculo, se dividió y
apartó con un murmullo de asombro. Se vio a la rubia Gianna abrirse paso a
través de la multitud y penetrar en el círculo, pálida como una aparición, pero
con una compostura y continente tal que se diría que iba a ser coronada reina
de todas las mujeres con la corona de espinas del dolor.
-¡Marchaos de aquí! -dijo, tendiendo el
brazo hacia la novia-. Este moribundo me pertenece, y así como yo fui en vida
suya en cuerpo y alma, quiero también estar con él en la hora de la muerte, y
nadie ha de robarme ni un suspiro suyo.
Diciendo esto, se arrodilló junto a su
amante y depositó delicadamente su tronchada cabeza sobre su seno, de modo que
la sangre empapó su traje de fiesta.
-Attilio -dijo-, ¿me reconoces?
Al punto abrió él los ojos y suspiró:
-¡Oh Gianna mía, todo acabó! La muerte no
ha querido que yo prometiese a otra mi eterna fidelidad, pues te pertenecía
solamente a ti. Me muero, esposa mía. Bésame con tu último beso y recoge mi
alma en tus brazos.
Inclinóse ella hasta sus labios, y apenas
había rozado su boca cuando él cerró los ojos de nuevo y su cabeza cayó pesadamente
en su regazo. En todos los que contemplaban esta escena crecía una compasión
tan profunda y fuerte por la noble pareja que nadie, ni aun los mismos Scarpas,
se atrevería a turbar la despedida de los amantes. Y cuando se dispusieron a
transportar en unas parihuelas el cuerpo exánime del joven héroe a la ciudad,
dividióse el gentío, y mientras unos acompañaron al muerto, siguieron otros la
comitiva que se encargó de llevar hasta su casa a su amada, que se había
desvanecido junto a su amigo muerto. Sólo la joven Emilia se volvió aquella
misma noche con su madre a Vicenza. Su padre, el señor Tullio Scarpa, se quedó
en casa de los Buonfigli para asistir al funeral de Attilio, lamentándose por
partida doble de la desdicha de la hija y del oprobio y vergüenza que había
caído sobre su hijo.
Cuando, después de tres días, se llevó al
sepulcro al muerto amado, en la capilla de la Madonna degli Angeli, vióse la
alta figura de Giovanna que seguía al féretro muy de cerca y delante de todos
los deudos del muerto, vestida con ropas de viuda y cubierta con negras tocas.
Cuando apartó a un lado el velo, para besar la frente del cadáver, dejóse ver,
entre el estupor general, el milagro que había sucedido: y es que el oro de sus
cabellos, cuyo brillo se percibía desde muy lejos, habíase tornado durante esas
pocas noches en descolorida y pálida plata, y sus rasgos se habían marchitado
como los de una anciana.
Muchos pensaron que no soportaría la vida
mucho tiempo y que seguiría su muerte a la de su amante. No obstante, vivió todavía
tres años, durante los cuales no abandonó sus atavíos de viuda, ni fué vista en
parte alguna donde hubiese bulla o festejo. Se había aplicado calladamente a
una labor, según una promesa hecha en la capilla de la Madonna degli Angeli, y
esa labor era el bordado de una gran bandera en la que estaba estampado el
Arcángel San Miguel, revestido de blanca armadura y en actitud de matar al
dragón. Se decía que la coraza del Arcángel la había tejido ella con sus
propios cabellos blancos. Esta bandera fué depositada junto a aquel primer
estandarte, en la capilla donde estaba el sepulcro de Attilio. Concluida esta
tarea, terminó también el tiempo de su vida y se llevó a la bordadora al
descanso eterno, cumpliéndose su ruego de ser enterrada al pie de su amante.
Aquel lugar fué, durante mucho tiempo, centro de peregrinación y visita de
nativos y forasteros, que contemplaban el artístico y rico trabajo de las dos
banderas y se contaban unos a otros la historia de Gianna la Bionda, que dió a
su amado, ya en el sepulcro, cuanto poseía, hasta la honra, si bien hubiese
podido conservarla intacta muy fácilmente tan sólo con haber guardado silencio.
Cuando el lector hubo terminado, siguióse
en el salón un rato de silencio, durante el cual sólo retuvo la palabra la
lluvia, cuyo suave susurro había acompañado melancólicamente toda la narración.
Finalmente, rompió a hablar el joven
doctor que estaba sentado a la mesa de ajedrez.
-La historia tiene algo del dorado tono
de la escuela veneciana. Esto, desde luego, ya no lo consiguen las paletas de
los modernos. No obstante, se me antoja que el copista ha pintado por su cuenta
en algunos puntos, y reciamente.
-¡El copista! -exclamó el del sofá
arrojando lejos su cigarro-. Cómo se ve que no conoces todavía a Eminus. Se ha
burlado de nosotros, y no se ha propuesto sino colocarnos un cuadro pleno de
colorido junto a nuestras quebradas y pálidas pinturas. ¿Cuánto va a que esta
crónica de San Niccoló es todavía más reciente que el desacreditado Ossian de
Macpherson(4)?
Eminus aparentó no prestar oído a estas
palabras.
-Y ¿qué piensa usted de la moralidad de
esta historia? -preguntó dirigiéndose a doña Julia.
La interpelada meditó un instante y luego
replicó:
-No sé si realmente puede ponerse como
modelo y ejemplo un caso tan singular y curioso. Además, ¿no tiene cada época
sus propias costumbres y cada pueblo su temperamento peculiar? Reconozco que
una entrega amorosa que no se orienta hacia la fidelidad eterna matrimonial
siempre irá en contra de mis sentimientos, y que me he reconciliado con el
extraño comienzo de la historia, a través de su trágico final. Por eso, si esta
rubia Giovanna hubiese sido hermana mía, no hubiera dudado un solo instante en
ir mano a mano con ella junto al ataúd de Attilio en la comitiva fúnebre.
-No hubiera usted podido extenderle un
mejor certificado de buena conducta -replicó el narrador-. Permítame que le
bese a usted la mano por ello.
(1) Plattdeutsch: Bajo alemán; forma
dialectal popular, en uso todavía en ciertas zonas del Norte del país. (N. del
T.). <<
(2) Besar las zapatillas equivale a
doblar la cerviz o humillarse casándose. (N. del T.).
(3) Lit.: unkonfirmiertes Fräulein:
«señorita sin confirmar»: se refiere, naturalmente, a la ceremonia de la
confirmación. (N. del T.). <<
(4) Entre los años 1760 y 1763, el poeta
escocés Jacobo Macpherson (1738-1796) dió a conocer unos supuestos poemas en
prosa inglesa, que presentó como traducción del bardo gaélico Ossian, aunque
eran en grandísima parte obra suya, y un hábil mosaico de trozos bíblicos,
fragmentos de las literaturas clásicas, y viejas baladas célticas y gaélicas.
Su evocación de paisajes melancólicos, sentimientos tristes y meditaciones
sobre las ruinas y el destino humano, han sido causa de que se haya considerado
a Macpherson un precursor del Romanticismo. (N. del T.). <<
FIN
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