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domingo, 29 de octubre de 2017

CUENTOS DE COLORES Marta Lynch



Mi abuela, sentada a la puerta de la casa, me lo decía siempre: ésta llegará lejos, y señalaba con ademán seguro la esquina de Quintino Bocayuva e Yrigoyen. Recargando el gesto, aumentaba su generosidad en dirección a Castro Barros. Lejos, decía. En esos casos, sintiéndome observada, hacía un alto en el juego callejero para permitir la admiración de los vecinos; sobre todo la de los inquilinos de mi abuela, que me auguraban desde siempre toda clase de éxitos.
Cuando lo recuerdo, descubro que ya entonces era lo que se llama una belleza con mis grandes ojos claros y el pelo espeso y negro que mamá dejaba crecer generosamente adelantándose a la moda que vino luego. En casa éramos dos, mi hermana y yo, pero la belleza solamente mía. Ocurre a menudo que una chica se destaque entre toda la familia como si fuera un ejemplar exótico, y entonces, los que la rodean cumplen con su obligación rindiéndole homenaje. Mi hermana me decía:
-Gladis, ¡qué linda sos!
Desnudándonos en el vestuario del club o en el comedor donde por la noche tendíamos los sillones-cama, ella me miraba con una larga atención llena de envidia y de curiosidad.
A los catorce años ya era lo que se llama un esplendor con unas piernas finas y un par de pechos tersos que indicaban hacia arriba a cada movimiento sin ceder un milímetro y sin sostén. Mi hermana Elvira no era fea. Más bien baja y regordeta al tipo de mamá, que también fue muy hermosa hasta que se casó y nacimos, una a los diez meses y medio de la otra; entonces empezó a engordar. Con lo espléndido de sus almuerzos los domingos y lo bien que le fue en sus relaciones conyugales, no es extraño que haya perdido la elasticidad porque mamá, como todas las mujeres de aquel barrio, es una mujer tranquila que se sienta a tejer después de la hora del almuerzo y ya no se preocupa hasta el teleteatro de las cinco. Pero a decir verdad yo le traje mucha inquietud. Hay que ver lo que es tener la responsabilidad de una belleza a punto tal que lo proclamaban todos: la gente del Mercadito y el boletero del cinematógrafo, y éste más que bien acostumbrado a las fotos de las artistas norteamericanas y francesas. El barrio entero tenía algo que hacer conmigo, y los sábados por la tarde, al entrar en el club, mamá notaba que se hacía un silencio misterioso como si todo el mundo quisiera cobrar fuerzas para redoblar su admiración. Precisamente allí gané el primer concurso.
Se hizo para Carnaval y yo no había cumplido todavía diecisiete cuando el presidente, que era el dueño de la peluquería, me llamó:
-Gladis -dijo todo encrespado. Noté desde ese día que los hombres, como el presidente aquel, se encrespan desde los pies hasta la cabeza cuando hablan a una chica hermosa como yo; se babean casi, se acercan mucho y una puede descubrirles el olor a vino o el aliento de la úlcera-. Gladis -dijo entonces-, este concurso está hecho para vos. Prácticamente...
Y se quedó en suspenso.
Yo cavilé acerca de aquel prácticamente que quedó en el aire. Entonces, despierta como siempre, quise enterarme del significado.
-Pues... que está hecho para vos, hijita -dijo el peluquero algo confuso-, que es un concurso para que lo ganés vos.
Quise saber también si no competirían otras chicas, Leonor, por ejemplo, que era la hija de una empleada de correos con la que nos observábamos con furia al encontrarnos en el almacén o el cine; Leonor o Ester, que trabajaba en la fábrica de soda y que era un poco chueca aunque muy bonita; o Irma, la empleada de la mercería que después se hizo oficinista para estar sentada porque las ocho horas y media de pie le traían várices. Suponiendo que por las várices y el acné mensual quedaría fuera de concurso, pude mostrarme generosa.
-O Irma -dije con magnanimidad.
El presidente movió las manos sobre mi cabeza, tan habituado como estaba a manejar el pelo de los otros.
-Ninguna tiene nada que hacer con vos, hijita -repitió mirándome encantado-, vos lo sabés. Ninguna.
Papá, que acababa de ser ascendido en la Municipalidad, quiso saber los detalles del concurso; si habría de pasearme en malla o si los hombres del jurado tomaban las medidas, como él había visto hacer en las películas. Hay que calcular los escrúpulos de mi padre sabiendo que ya entonces yo era 92-65-92, lo que referido a mis diecisiete años es una descripción notable. Ser 92-65-92 es aún la primera condición que se exige a una mujer. Y que no vengan ahora a interponer en mi relato objeciones pretenciosas. Ya me lo avisó la directora del colegio, una mujer algo triste que me conocía desde primero superior:
-¿Sólo sexto grado, Gladis? Va a resultarte difícil trabajar. Ahora, en el mundo exigen cosas como el estudio y la preparación...
Hablábamos de pie en la esquina de Boedo donde está el colegio. Las luces de la pizzería fueron a dar sobre mi suéter y vi el reflejo de mi pelo oscuro en la vidriera. No había un solo hombre que no se diera vuelta a mirarme, algunos hasta se paraban fingiendo encender un cigarrillo o estudiar el kiosco de revistas sobre el cordón de la vereda. La directora, que era triste pero no zonza, lo observó en seguida.
-No tan difícil -resolvió.
Y me pareció algo más triste, a punto tal que traté de desembarazarme de ella porque ya estaba segura de ganar en el concurso y no quería saber nada con aquellos que congelaran mi alegría. Así fue que planté en sexto grado porque había descubierto que a pesar de mi belleza los mejores papeles en las fiestas de noviembre se los daban a Ester, que era menos bonita pero aprendía de memoria cada frase como si un ser misterioso se las dictase en el oído.
Por mi parte las palabras o los versos me costaban una barbaridad y reflexionando acerca de ello sentía flaquear mi vocación por el cinematógrafo.
Mi hermana y yo solíamos mantener largas charlas sobre los galanes a escoger, sobre la ropa que podríamos usar, los carteles luminosos y el gran sueldo que nos permitiría mudarnos del barrio en dirección al Norte, o al centro si se quiere; de todos modos, lejos, según el dicho de la abuela. Como mi cintura seguía estrechándose y mis lindos pechos señalando arriba, decidí por fin que sería modelo y ya no hice otra cosa que caminar como aconsejaban las expertas, con un libro sobre mi cabeza y el vientre contraído. En ese tiempo, entre el fin de curso y el concurso, mamá comenzó a entusiasmarse con la idea de que la belleza de una de sus hijas no fuese solamente de uso casero. Quiero decir que mamá se transformó, puso todo su empeño en secundarme y todo el dinero de la casa fue a parar a las revistas de modas o a la modista de la cuadra, que se desvivía ante la posibilidad de estar vistiendo a quien sería en el futuro una auténtica 92-65-92 para la Argentina.
Al fin, después de muchas discusiones el concurso fue en pullover y pollera, porque el padre de Leonor amenazó con dar parte a la Minoridad y el Cura presionó por medio de la directora; así que desfilamos justamente el domingo quince de febrero con un calor de locura y un cielo gris oscuro que presagiaba convertirse en lluvia antes de la noche. El asado y el baile estaban programados para festejar el acontecimiento, y en el club no había sitio para nadie. Hasta papá tuvo que resignarse a concurrir porque mamá mostraba un entusiasmo mayor que el del presidente y exigía a la familia asistencia obligatoria. En el tumulto alcancé a descubrir los ojos asustados de mi hermana y en ellos como un signo de reproche, lo que me resultó muy injusto. La belleza que se lleva como una condecoración corre por cuenta y riesgo de aquel que la otorga y uno queda libre. De tal manera no sé cuál era el reproche de mi hermana pero supongo que en el fondo del asunto contaba, tanto más que toda reflexión, la pesada carga de envidia que arrastra en pos una belleza como yo.
Desfilamos por el salón de actos y recuerdo que los zapatos nuevos me apretaban mucho.
Tal como me aconsejara mi madre y la experta instalada en la farmacia de Castro Barros e Yrigoyen, entré cuanto pude la barriga y saqué mis lindos pechos hasta que ya no pude más. Mis pechos sin sostén, estaba por decirles, mientras aguardaba junto a Leonor y a Ester. Desfilamos por la pasarela o por aquello que el presidente llamaba, y no sé por qué, la pasarela, una esquina del salón comedor del que habían quitado las mesas de banquete y también las sillas. Alrededor la gente se agolpaba entre murmullos, las mujeres con una falsa mirada de conocedoras y los tipos como si nos fueran a comer. Con mi práctica de modelo no me fue difícil intentar un giro original, pero ahora que he caminado tanto en tal sentido comprendo cuán torpe debí parecerles a todos, aun a la sencilla gente de mi barrio, con los zapatos estrenados ese día y la pollera que me caía un poco sobre la curva de las pantorrillas. No bien di la primera vuelta descubrí que sería elegida porque el presidente y un periodista de la radio me escudriñaban como desaforados. Ambos se habían enardecido y escribían afanosamente sobre un papel verdoso. Entonces fue cuando me descompuse o al menos creí descomponerme porque se armó a mi alrededor un gran revuelo y mientras el presidente me proclamaba reina de las fiestas de la Celebración del Club, mamá pedía agua para mí, más atenta al monto de mi premio que a mi estado de salud, a decir verdad, muy buena.
Las otras chicas se dispersaron tan pronto como les fue posible porque, aunque no lo supe entonces, he supuesto siempre que el sabor de la derrota es muy amargo...
Entretanto, en el escritorio que ocupaba el presidente se me preparaba el manto y la corona, y fue entonces cuando el periodista de la radio comenzó a fastidiarme para que mostrara un poco más las piernas o en cierto modo para que accediera a despojarme de la ropa como sincera proclamación de mi belleza. Mamá, que había conseguido colarse en la Dirección, comenzó a protestar a gritos. Pero el presidente logró calmarla aclarándole que sólo se trataba de usar una malla bien ceñida que ella misma podría ir a buscar a nuestra casa. Para mayor seguridad iría con mi madre la mismísima mujer del presidente, podrían ir las dos mientras el público comenzaba a prepararse para el baile y yo quedaba a buen recaudo entre los miembros del jurado y mi hermana. Una belleza como yo merecía un tratamiento especialísimo porque al cabo de esa noche podían surgir circunstancias especiales que harían de mi vida un verdadero éxito. Eso no debía olvidarlo mamá y sus últimos temores fueron abatidos cuando el periodista dijo haber descubierto entre la concurrencia a un magnate de la televisión para el cual todas las llaves del triunfo estaban desde siempre aseguradas. Fue el final y allí partieron mi madre y la enérgica copresidenta, dejándome en las seguras manos de mis admiradores de hoy. En seguida todos se asociaron a la obra. Para festejar mi triunfo debíamos hacer una celebración particular, dijeron, y pidieron al buffet una botella de vino blanco, una botella verde y fina, la recuerdo, y llamaron a mi hermana que entró más muerta que viva. Afuera parecían haberse olvidado de nosotros porque la música comenzó a llenar las instalaciones del club y aun por las puertas entreabiertas vi algunas parejas que iniciaban el baile y dos de las chicas del concurso que lloraban. No sé por qué verlas llorar me produjo una intensa conmoción interior, una salvaje alegría. Por primera vez en la vida me sentía triunfadora en público, cosa muy distinta a sentirlo y serlo -como yo- frente a la familia o los vecinos más fieles del barrio.
Miré a mi hermana con el convencimiento de que me comprendería y así ocurrió. Ella estaba parada en el otro extremo de la pieza, temblando como si la hubieran sacado del agua, y transpirando.
-Ganaste, Gladis -dijo al fin.
Hubiera querido abrazarla como en el teatro pero la felicidad me volvía dura y egoísta hasta las lágrimas. En eso estaba cuando los vi regresar con la botella. Sobre una puerta había un espejo y observé una vez más lo hermosa que era con todas mis redondeces debidamente repartidas, la cara lisa y tersa y los ojos restallantes como hechos de la más pura porcelana. Ellos entraron y dieron vuelta la llave.
-Aquí están mis lindas chicas -dijo el presidente muy emocionado-, porque la hermanita de Gladis no es fea, Rafael, mirala bien, no es fea.
Pero Rafael no tenía ojos más que para mí y ya se acercaba alegremente mostrando sus espesos bigotes y su cara joven muy movida por la risa y la excitación de lo que pensaba hacer.
-Entonces, querida, para que pueda inscribir tus medidas en el diario, dame una oportunidad -dijo respirando fuerte.
Creo que protesté sin mayor convencimiento porque el espejo me atraía mucho más que el periodista e infinitamente más que el presidente, que era calvo, gordo y viejo. El espejo reclamaba mi atención porque en él estaba ahora de cuerpo entero y tan hermosa que sólo cabía dar rienda suelta a mi belleza mostrándola con tranquilidad.
Los dos admiradores brindaban en tanto por mi éxito y felicidad y la sonrisa que consiguieron arrancar a Elvira disipó mis últimas reservas. Ya al salir de la pasarela, cuando mi desmayo, había sentido la mano de uno de ellos justamente bajo la curva del trasero; y bien, ahora la sentía nuevamente en forma harto apremiante porque los tipos actuaban con tanto frenesí que casi una no se daba cuenta de las cosas y todo era fácil y ligero como una carrera en automóvil. El caso fue que me quité el pullover con un brindis por aquel mágico sostén sin aditamentos y luego los zapatos, pero uno de ellos me gritó: los zapatos nunca, lo que me pareció en rigor una verdadera grosería y bastó casi para que desistiera de mostrar lo que todavía permanecía oculto.
-Sos una reina -gritaba el presidente-, te lo dije, Rafael, con esta chica a la televisión, luego a la gloria, al mundo.
-Un pecado, viejo -dijo el periodista-, haberla hecho desfilar vestida fue un error monstruoso.
Con la segunda copa de vino renegaron agriamente de las exigencias del cura y de la directora a quien acusaban de jovata o de beata, no recuerdo bien, pero ya estaban promediando la botella y advertí que -los zapatos nunca, pero el resto sí- debía emprenderla ahora con el resto de lo que llevaba encima. Por cierto que la imagen reflejada en el espejo no podía ser mejor; cierto era también que mi hermana se había puesto roja como si le brotara sangre de la cara y parecía más próxima a llorar que a gozar de un momento como ese. Por las exclamaciones de los dos traviesos miembros del jurado advertí que había que darse prisa si es que quería mostrarme en todo mi esplendor porque el periodista hablaba ahora de una fotografía de arte que me pagarían una barbaridad, y con la que llenarían todos los kioscos de la calle. Podría sacarme así o de este modo, decía maniobrando aceleradamente sobre mis caderas y mis muslos, pero:
-Ahora la pollera, linda -dijo el muy estúpido rompiéndome los broches.
Ya está. La fotografía era un hecho y es un oficio bien decente donde las chicas actúan con la máxima honorabilidad y sólo se muerden de rabia las mujeres como la directora, que ya han perdido el turno. Ya estaba. Mi cuerpo emitía el máximo esplendor posible y ellos dos se mostraban más cómicos atropellándome y aconsejándome las poses, tratando de apretar aquí o de rozar allá, entusiasmados como un par de chicos de la escuela, qué degenerados, dijo mi hermana, pero yo pensé más bien, qué imbéciles, y me sentí adherida a ellos por una compasión dulzona como si estuviera a punto de abrazarlos o de ceder al fin. Pero escuchamos unos golpes en la puerta y los dos recobraron de golpe la apostura, el presidente más que el otro que estaba más bien deschavetado quizá porque era joven y se sentía a gusto entre nosotras, jóvenes como él. El presidente ordenó su escaso pelo algo alborotado y como un tenor que se compone el pecho, dijo:
-Voy, querida -mientras me empujaba sin mayores miramientos hacia el fondo de la pieza donde había un baño. Con un envión final me reunió a mi hermana en tanto el otro hacía desaparecer las copas en el interior de un mueble y ambos corrían gritando entrecortadamente, voy, un instante, que la chica se prepare y otras cosas similares. La copresidenta y mi madre dieron golpes apremiantes para derribar la puerta y así es como me vi en el interior del baño mientras mi hermana forcejeaba por cubrir mi desnudez cuando entró mamá y le dijimos:
-Me preparaba.
Ella titubeó un instante pero luego se quitó la preocupación mostrándome la malla que era amarilla, con un escote profundo sobre los pechos y en la espalda; una malla nueva que había comprado casi secretamente para la ocasión.
Entonces en el baño diminuto, cuatro mujeres -también la copresidenta intervenía ahora con cara desconfiada- llevamos adelante la ceremonia de mi presentación, las dos señoras considerando a salvo mi decencia, y mi hermana y yo, con un secreto compartido que ya había dejado de ser peligroso.
Fue aquella mi primera noche de gloria. Desde entonces, desde que desfilé por mi propio impulso en malla mientras las otras chicas se contentaban con hacerlo en pollera y pullover de banlon, los concursos como aquel y otros mejores se sucedieron... Ahora bien. No se crea que el periodista aquel pasó sin pena ni gloria hacia el olvido. Yo ya había tenido mis cosas en el barrio, desde que cumplí los quince años, y con un muchacho que trabajaba en la fábrica de neumáticos y estudiaba inglés. A decir verdad, mi primer novio fue un tipo muy buen mozo aunque a menudo me aburría un poco. Todo el mundo sabe lo pesado que es un hombre joven, y para colmo honesto, que se enamora de una. Comenzó con los apremios en la última fila del cine un sábado a la tarde y como ganaba bien nada nos costó completar las cosas tal como se debe en el hotel de la calle Rioja. Pero Pedro nunca comprendió que un cuerpo como el que él tenía entre manos merecía la gloria. Quizá en eso lo aventajó el periodista que vino a mí con pretensiones pero también con un montón de proyectos respetables que no era neumáticos recapados o clases en la cultural. Eso lo comprendió mejor que Pedro hasta el mismo presidente, al que tuve que satisfacer en el escritorio donde se me coronara reina de la Promoción porque ya el pobre viejo no me dejaba en paz y siempre es preferible conceder en parte a ganarse un enemigo.
Pero volviendo al periodista debo admitir que todo cuanto tengo ahora se lo debo a él, un tipo inteligente, capaz de darse vuelta frente a una mujer no sólo para sacarle una ventaja sino también para aportar lo suyo. Despedí a Pedro que le había dado por el casamiento e intervine en seguida en el concurso de Primavera, de Carnaval, de Villa Urquiza y de Uruguayos Radicados con un éxito rotundo. Ya empezaba a acostumbrarme al nuevo oficio tanto como a vestir el traje de baño, los zapatos siempre y las fotografías para la revista reservada en la que aparecía, mensualmente, con regularidad.
La corte de mis admiradores arreció y se multiplicó a medida que he avanzado por las fotografías, la publicidad y los concursos, entre los aplausos de los hombres y los ojos cada vez más furiosos de todas las mujeres. Mi hermana me ha seguido siendo fiel. Casi estaría por decir que mi desnudez la requiere como un aditamento sin el cual no podría ser del todo cada vez que me despojo de la ropa para un premio o una fotografía. A menudo, en el trajín de cosas compartidas con mi madre -a mi padre lo veo cada vez menos-, recuerdo que quería ser actriz y hasta me fastidié una vez cuando la dama más importante del jurado quiso preguntarme qué es lo que me llevaba a presentarme allí. La miré sin comprender. Era fea, adusta y vieja, quiero decir que me pareció fea, adusta y vieja y deduje que estaría envidiosa de mi popularidad. Pero ella seguía sepultada en sus visones preguntando con unos grandes ojos tristes que se parecían algo a los míos:
-¿Qué te lleva a presentarte en concursos como este? ¿Qué es lo que te trae aquí?
Mi belleza, jovata, mi belleza y los diecinueve años que olvidaste, debí decirle, pero en lugar de eso sonreí:
-Quiero ser actriz -dije con mi celebrada voz pastosa-, actriz.
Algunos se sonrieron.
-Ah, está bien -dijo la jovata-, pero eso debe darte algo de seguridad, alegría, sentido de responsabilidad sobre tu belleza.
Sentido de mi responsabilidad.
Nadie es menos responsable que una mujer hermosa de diecinueve años a la que se le permite todo, a la que todos buscan, a la que se le rinde un homenaje ardiente a cada paso.
-Sos imponente -me decía el periodista cuando me dejaba en la cama de su departamento-, mijita: sos imponente.
Él fue un tipo importante para mí desde el momento en que me obligó a sentirlo verdaderamente en aquello que tomábamos como si fuera amor y que maldito si nos importaba a él o a mí si lo era o no. Fue bien importante desde el momento que me trajo el contacto para la televisión y comenzó un trabajo más bien duro que consistía en vestirme de soirée a las doce menos cuarto para aparecer frente a las cámaras a los dos y cuarto, y justamente un minuto y medio, al punto que aparecía una modelo celebérrima y consagrada que hacía la parte importante del programa. Pero yo esperaba con gusto las dos horas y media tomando un té con leche con tostadas en el bar del edificio mientras mi hermana retocaba una vez y otra el espeso maquillaje y la cola del vestido tan pesado por efecto de las lentejuelas. Había noches en que casi no podía caminar porque los pies se me dilataban y los ojos me dolían por obra de los focos. Me moría de hambre y había que aguantar las groserías de los que pasaban por allí o las indiscretas exigencias de los hombres, con la firme esperanza de verse al fin recompensada. Mi periodista cumplió holgadamente su palabra y me introdujo. Casi me llevó al cinematógrafo pero en ese rubro los peces gordos no llegaban hasta las chicas como yo, sólo tratábamos con técnicos casados o con fotógrafos muy jóvenes los cuales apenas podían mantenerse y pasar un buen rato con nosotras una vez a la quincena. De modo que todo se volvía trabajo o aparecer un par de segundos tomando la bebida tal o cual u ofrecer un aceite comestible en una lata que todos sabíamos vacía. Así que dije a mi periodista que iba a volver a mis concursos con los que me sentía en mi elemento aunque la gloria fuese corta. Ese segundo que duraba el recorrido de la pasarela, los ojos bien fijos en las partes fundamentales de mi cuerpo y la corona de metal dorado sobre los rulos negros y aceitosos me procuraban una felicidad infinita. Esperaba de cierto modo que alguna vez el presidente del jurado fuese de veras importante y todo cobrara nuevo ritmo. A mi periodista no le gustó nada y me dijo algunas cosas fuertes antes de dejarme vestida y maquillada para el minuto y medio de las dos y cuarto de la tarde. Me dijo cosas horrendas, se metió con mi madre y con mi hermana, lo que fue de veras una descortesía. Y yo demostré que tengo agallas para defenderme cuando esa misma tarde me anoté en el concurso de Miss Argentina.
¡Cuántas ansiedades durante quince días! ¡Cuántos trabajos delicados para imponer en aquellas selecciones previas la rotunda afirmación de mis medidas!
-Sos una 92-63 (ahora) 92 auténtica -decía mi hermana que también había cambiado mucho y que ahora manejaba sus intereses y los míos.
Las cosas comenzaron a ponerse duras desde la aparición de un par de competidoras respetables: Leonor y Marina, dos que enfilaban hacia el triunfo sin rodeos. Marina era modelo profesional y algo crecida, tenía 29 años, ya había estado casada y tenía un hijo cuidado por su madre, una simpática mujer, tan ansiosa por el triunfo de su hija como se mostraba la mía. Todas ignorábamos al que fuera su marido pero Marina estaba enamorada de Ezquivel, un fotógrafo social. Esa era la ventaja de Marina: tenía fotos que dejaban sin aliento y bien que hizo uso de una de ellas hasta que el tipo se angustió de tal manera que acabó por cortarse las venas frente al hospital Durand. Mi hermana dijo que era conveniente para todos si se piensa que una competidora con problemas pierde mucho de esplendor. Y Marina se mostraba muy caída cada noche en el café Moderno al reunirse con el resto de su grupo, grupo bastante confuso si se quiere ya que se integraba por parejas y hoy era un poeta inédito y mañana un corredor de automóviles y la gente de publicidad que llenaba los lugares al lado de nosotras, de modo que a los pocos meses ya aquello era un berenjenal, difícil de desentrañar. En cuanto a Leonor, debo confesar que era la misma del primer concurso en el club, la misma competidora audaz y mentirosa. Ella y los suyos poseían una curiosa certidumbre acerca del triunfo aunque habían pasado más de tres años y yo seguía ganando los concursos subsidiarios, los de las medias y los del Tricot de Lana amén de Miss Canal y Miss Mar del Plata. A pesar de todo, Leonor aprendió a manejarse sabiamente sobre todo con los jefes de publicidad y hasta con el célebre Maciel que se había casado con una actriz de teatro y que ahora aparecía fotografiado en las revistas. Con Maciel o no, Leonor llegó a la preselección y mamá, mi hermana y yo adivinamos que en esa dura prueba la suerte debería elegir entre Leonor, Marina y yo. Por cierto que no fue fácil vivir aquellas semanas de la preselección casi conminadas a estar juntas de la noche a la mañana, sonriendo, ensayando el paso frente a la mesa de jurados, bebiendo jugo de tomates y comiendo arroz hervido como único alimento en parte por la belleza, en parte porque el presupuesto familiar ya no daba más. Personalmente, convivir con mis competidoras me procuraba una ansiedad insoportable. Este par de idiotas que luchaban por sacarse y sacarme una ventaja tuvieron la virtud de quebrar mi resistencia. Marina peleaba por lo suyo con carácter; es algo más decente, dijo mamá, al menos recurría a los hombres, expediente razonable en problemas como este. Pero la otra, haciendo desaparecer invitaciones, mezclando indebidamente el maquillaje en el momento de salir para la exhibición, esta Leonor con su tonito comercial de mostrador después de largos años de trabajo... Ah, difícil soportar a Leonor. Entre nosotras casi no nos dirigíamos la palabra.
También había que aguantar a la señora Armel, la dueña de los Cosméticos Armel, que era solícita en exceso con las concursantes pero en eso al menos yo me mantenía lúcida; la pareja es una mujer y un hombre, por más que la señora Armel fuera la patrocinante de la oportunidad maravillosa.
Una tarde de esas yo no pude más conmigo y comencé a llorar de modo que Leonor se acercó a atenderme y yo aproveché la circunstancia para aplicarle una bofetada espléndida. Leonor gritó tanto que subieron desde la planta baja, el vigilante de turno, el bombero voluntario y la recepcionista. Hay que ver lo complejo que es el mundo de la televisión, de la empresa, de la riqueza organizada. Hay que ver cuánto es lo que se mueve alrededor de la belleza puesta en marcha. Todos subieron como eco a los gritos de Leonor y poco faltó para que nos prendiéramos una a la otra hasta sacarnos sangre con la vaga esperanza de eliminarnos mutuamente. Pero el bombero puso buena voluntad y músculos y aunque fuimos reducidas, desde aquella tarde todo se hizo muy difícil y yo conseguí rebajar tres kilos sin ayuda del jugo de tomates ni de las caminatas por el barrio.
No quiero pensar lo generoso y amplio que es el premio para la triunfadora. Dinero en abundancia, viajes, un abrigo de visón, una semana en el mejor hotel de California, otra semana en Madrid, una semana en el Alvear, donde se haría el concurso. Y luego el triunfo entre las piernas. No sé por qué esa expresión de mi madre siempre me resultó preciosa. El triunfo entre las piernas como si la gloria fuera ese caballo brioso que puede conducirnos al fin del mundo apetecido. Mi belleza sería el pasaporte de la felicidad y el triunfo entre las piernas quizás los carteles luminosos y más que todo eso el adiós a la mediocridad, a los largos plantones del mediodía bebiendo té con galletitas, el peregrinaje por las tiendas en busca del vestido más barato, los zapatos gastados por el uso, el gordo bonachón aunque exigente que pasa a buscarnos en la Coupé de Ville. Adiós a todo lo que olía mal y llegó el concurso. Confieso que cuando quiero evocar el día me resulta tan vertiginoso que lo recuerdo apenas. Aprontamos nuestro bagaje: de pechos, ojos almendrados, buenas piernas y traseros, a la hora señalada. Algunas de las concursantes hacían promesas y vi a una chica de Ciudadela extraer de su cartera una pequeña cruz a la que cubrió de besos. Algunas de las madres asistentes nos acompañaron hasta la pasarela donde desfilaríamos y en un relámpago vi la feroz expresión de mi familia -madre y hermana ya lo dije- sumidas en un curioso efecto de embeleso. Alguien me pellizcó un muslo al pasar pero estábamos bajo los reflectores y todas las cabezas, los hombres y la voz del público se fundieron en una masa inadvertible y bien compacta; pensé que así deben divisarla los toreros en el medio de la plaza. Nos llamaron por el nombre y por el número que llevábamos anotado entre los dedos de la mano izquierda.
Desfilamos; y el olor, el tono y el grito de la gente se hizo más patente.
Ganó Leonor, parece extraño recordarlo, ganó Leonor y Marina lloró hasta desfigurarse. Yo no lloré. Al fin y al cabo soy una hembra majestuosa, ya lo han dicho y otra vez quizá se me dará la oportunidad. Ahora había que mantenerse en calma; aprovechando las bases del concurso regresé a la lujosa habitación del hotel que me estaba destinada y encargué -por cuenta de cosméticos Ardel- una cena espléndida con pollo al champignon y champaña helado. Comí hasta que ya no pude más porque ya mañana habrá tiempo de buscarse otro concurso o de aprovechar las conexiones obtenidas. La belleza es la condición número uno si se usa sabiamente. Y en eso, mamá y mi hermana, bebiendo su champaña, estuvieron de acuerdo.

FIN


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