Nunca antes las montañas francesas habían
sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía semanas que el aire se mantenía
claro, áspero y helado. Durante el día, los grandes campos de nieve, color
blanco mate, yacían inclinados e interminables bajo el cielo estridentemente
azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y clara, una luna helada,
furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se volvía azul y sorda
sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres humanos
evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y maldiciendo,
permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche, aparecían empañadas
y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.
Fue un tiempo difícil para los animales
de la zona. Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también
los pájaros sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en
botín de águilas y lobos. Pero aun estos sufrían terriblemente de frío y de
hambre. Solo unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las
empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá,
uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y
temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la
superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en
cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y
rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban a buen resguardo el
ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas. En
escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo un perro, y ya habían
sido muertos dos lobos de la manada.
La helada persistía. Muchas veces los
lobos se echaban juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el
otro, y escuchaban acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno,
martirizado por los maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto
con un alarido terrorífico. Entonces todos los demás dirigían sus hocicos hacia
él, temblaban, y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y
quejumbroso.
Por fin la parte más chica de la manada
decidió partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron
y olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote,
rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaban atrás los miraron con ojos muy
abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron
indecisos y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.
Los emigrantes se separaron al mediodía.
Tres de ellos se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los
otros siguieron hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos,
fuertes, pero terriblemente flacos. El estómago de color claro, combado hacia
dentro, era delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las
costillas; las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres
en tres se internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero,
al tercero, un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por
los campesinos furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el
miedo y el temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos
del correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida,
tras tan buen botín, los tres animales se sentían a la vez temerosos y a gusto;
se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron
el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de
listones de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente,
jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron
los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó
el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello
una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y
corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y
hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza
imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se
arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un
quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se
recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había
corrido. En ningún lado podían verse personas o casas. Delante de él se
encontraba una montaña imponente, nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo.
Atormentado por la sed, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura
que cubría la nieve.
Más allá de la montaña se topó de
inmediato con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un tupido bosque de
pinos. Luego rodeó con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor
de los establos tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió
por entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto
y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El
costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a
goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el
bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces
y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era
escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración
agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña,
avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo
herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras
la sangre marrón corría despacio por su costado.
El frío había cedido. Al oeste, el cielo
estabas brumoso y parecía prometer nieve.
Por fin el animal, agotado, alcanzó la
cima. Ahora se encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado,
cerca de Mont Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No
sentía hambre, pero sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido
seco y enfermo nació de su hocico entregado; su corazón latía pesado y
dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo presionaba como una
carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; allí
se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora.
Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se
levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna,
que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía
lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto
tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al
astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.
Un poco más tarde surgieron luces y
pasos. Campesinos con abrigos gruesos, cazadores y muchachos jóvenes con gorros
de piel y botas toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría.
Habían descubierto al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron.
Entonces vieron que el animal ya estaba a punto de fallecer y se le echaron
encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió.
Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt
Immer, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el
aguardiente y el café que bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza
del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba
sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas,
en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto.
FIN
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