VANESSA DROZ
El 11 de octubre de 1492, a las nueve de la
noche, Cristóbal se encaramó al mástil principal de la Santa María, envolvió el
brazo derecho en una soga gruesa para no perder el balance, y clavó la vista en
el horizonte umbroso. Aunque no había luna llena, el recuerdo del tenaz sol de
la tarde aún flotaba en el aire y le permitía ver las apacibles olas de la mar.
Allí permaneció cuarenta y cinco minutos, sin apenas mover la cabeza ni cerrar
los ojos. Algunos tripulantes levantaban la vista recelosa de vez en cuando,
pero no estaban seguros de si meditaba, oraba o examinaba una y otra vez, como
era su costumbre, el mismo punto del horizonte inacabable.
A las diez menos cuarto Cristóbal se secó el
sudor de la frente y bajó a cubierta. Su rostro no reflejaba frustración, ira
ni cansancio: sólo mucha sorpresa y un poco de inquietud. Colocó la mano
distraída sobre el hombro del marinero suspicaz que se disponía a subir al palo
en su lugar, pero no dijo palabra. Regresó al castillo de popa, encendió con
dificultad una de las pocas velas que le quedaban, desenrolló sobre el
escritorio un pequeño mapa antiguo y se dedicó a estudiarlo.
A los pocos minutos, exactamente a las diez de
la noche, Cristóbal Colón se frotó los ojos cansados. Reposó el mentón en la
palma de la mano y miró por la ventana. Creyó ver a lo lejos, en medio de la
noche oscura, una lumbre que subía y bajaba como si alguien hiciera señas con
una antorcha. El rostro se le calentó de golpe. Llamó al repostero de estrados
Pedro Gutiérrez, lo sentó junto a sí y le preguntó si veía la lumbre. Gutiérrez
se acercó a la ventana, sacó el cuerpo hasta la cintura y respondió que sí, que
la veía. Cristóbal Colón entonces llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia y le
preguntó si veía la lumbre, pero éste dijo que no. Poco después la luz de sapareció
y nadie más pudo verla.
A las dos de la mañana, sin haber dormido un
segundo, el capitán Colón todavía examinaba el mapa con una lupa. Las manchas
de sudor de sus axilas, que no se habían secado en los últimos cuatro días, le
bajaban por los costados de la camisa y le subían hasta la mitad de las mangas.
El Capitán colocó el dedo sobre el mapa y lo movió a la izquierda lentamente;
lo detuvo en medio de la mar, en algún punto a todas luces imaginario.
Comenzaba a bajarlo hacia el suroeste cuando estalló, de pronto, el grito casi
histérico de Rodrigo de Triana, vigía de la Pinta: «¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!»
Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso
de pie y golpeó el escritorio con el puño. En ese mismo instante hizo fuego el
estrepitoso cañón lombardo de la Pinta, señal acordada para cuando se hallara
tierra. Las naves restantes dispararon su propio cañonazo: las tripulaciones se
despertaban y comenzaban a celebrar. Las campanas de la Niña, la Pinta y la
Santa María repicaban a todo vuelo.
Don Cristóbal Colón salió a cubierta y ordenó
al timonel que acercara la Santa María a la Pinta, donde Rodrigo de Triana
contaba a la tripulación cómo había visto tierra por primera vez y le recordaba
al capitán Martín Alonso Pinzón la recompensa de diez mil maravedís. La Niña se
acopló a las otras dos naves y los marineros de las tres carabelas se unieron
sobre la cubierta de la Pinta. Aunque eran las dos de la mañana y la noche era
oscura, todos veían con sus propios ojos que no habían llegado al infierno ni
al final del mundo, sino que estaban en una playa común y corriente, con arena,
árboles y olas apacibles. El almirante don Cristóbal Colón ordenó arriar velas
y esperar a que amaneciera. Impartió instrucciones de preparar el desembarco y
luego regresó a la Santa María y se encerró en su camarote. Sacó del bolsillo
una pequeña llave reluciente que aún no había tenido ocasión de usar en todo el
viaje. Con ella abrió un baúl mediano, de madera oscura y perfumada, que
tampoco había tenido motivo para abrir hasta hoy. Sacó una larga túnica de lana
negra y la vistió por encima de su ropa de capitán. Sacó también unas botas
nuevas, de cuero fulgente, que calzó tras quitarse las botas gastadas que había
usado durante todo el viaje. Se lavó el rostro en una palangana de agua salada;
luego se mojó el cabello blanco y lo peinó con los dedos.
«Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso
de pie y golpeó el escritorio con el puño. En ese mismo instante hizo fuego el
estrepitoso cañón lombardo de la Pinta, señal acordada para cuando se hallara
tierra. Las naves restantes dispararon su propio cañonazo».
Al abrir la puerta del camarote se encontró de
frente con los marineros de las tres naos. Cuando vieron al nuevo almirante,
envuelto en lana negra y con botas relucientes, se hincaron de rodillas:
algunos lloraban de alegría, otros llevaban en los rostros el bochorno del
amotinado arrepentido. El almirante don Cristóbal Colón los miró sin decir
palabra.
-Capitán, perdónanos -dijo al fin un marinero
flaco -. Fuimos desconfiados.
-Cantemos el Salve Regina -respondió don
Cristóbal-. Luego preparaos para buscar víveres y agua.
Pocas horas después, al amanecer, el pequeño
bote de remos llegaba a la playa con el almirante don Cristóbal Colón en la
proa. Lo acompañaban, entre otros, los capitanes Martín Alonso Pinzón y Vicente
Yáñez Pinzón. El flamante Virrey, con sus botas de cuero espléndido, fue el
primero en saltar del bote y pisar las nuevas tierras de la reina de Castilla.
Los maravillados acompañantes del descubridor seguían sus pasos de cerca.
A las nueve de la mañana las tripulaciones de
las tres naves se habían bañado en la playa cristalina y descansaban sobre la
arena blanca. El almirante de la Mar Océano hablaba con sus capitanes bajo la
sombra de un árbol extraño, cuyo fruto olía a perfume y tenía forma de corazón.
De pronto, cinco indios desnudos salieron de la arboleda. Cuatro eran jóvenes y
robustos; el quinto, mucho más viejo, caminaba con la ayuda de un palo. Los
jóvenes traían papagayos, hilo de algodón en ovillos y azagayas. Al ver a estas
criaturas que irrumpían de repente en la playa, los marineros se alarmaron y
corrieron a buscar sus espadas. Don Cristóbal Colón se acercó con prisa, ordenó
la calma entre sus hombres y luego caminó lentamente hasta los indios
asombrados. Cuando se detuvo frente a ellos los jóvenes lo miraron con
extrañeza, pero el viejo, apoyándose del brazo de uno de los muchachos, se puso
de rodillas con mucho trabajo. Luego bajó la cabeza en señal de respeto y le
dijo a don Cristóbal Colón en voz baja, en una lengua que ningún español pudo
comprender:
-¡Maestro, al fin has regresado!
2007
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