No es que la comida
francesa sea mala, bastante fama tiene, pero durante mi quinto día en París,
cuando al fin realizaba mi sueño de pasar un día completo en el famoso Museo
del Louvre, se me descompuso el estómago de pronto y tuve que correr hasta el
baño más cercano. No sé si se debió a las ricas cenas carnívoras que cada
noche, en busca de la novedad, disfrutaba en un restaurante diferente del
Quartier Latin, o a los croquemessieurs y a las crêpes que durante el día me atragantaba,
de pie, en cualquier brasserie. Pero lo cierto es que de pronto tuve que
correr. No digo más. Basta señalar que los baños del museo más famoso del mundo
son limpios: cualquier otro detalle sería imprudente. En el momento del primer
retortijón estaba en uno de los pisos más altos y remotos del Museo, y había
corrido hasta el baño más cercano, por lo que me sentía bastante aislado del
bullicio y escuchaba poco movimiento. En el tiempo que estuve allí sólo
entraron cinco o seis hombres: el último anunció algo en voz alta, pero debido
a mi francés defectuoso y al dolor de mis entrañas no entendí lo que dijo.
Varias veces me sentí
aliviado, libre para volver al Museo al fin, pero cuando me enderezaba, me
lavaba las manos y trataba de acercarme a la salida, de repente me veía
obligado a regresar con prisa al cubículo. No daré más detalles. Creo que
estuve en el baño al menos noventa minutos. Terminado mi calvario, no sólo me
lavé las manos sino que aproveché para enjuagarme la cara y mojarme el pelo. Me
miré en el espejo y la verdad es que ya era otro: tenía el rostro pacífico y se
me había calmado el estómago. Ahora sólo tenía ganas de volver a los salones
del Museo.
Al abrir la puerta
del baño me encontré ante una galería oscura: con esfuerzo, y gracias a la luz
indirecta que salía del baño, podía distinguir las siluetas de los cuadros en
las paredes, pero las luces del Museo estaban apagadas. Tampoco escuchaba a
nadie. Miré mi reloj: ya eran las siete y diez de la noche; el Museo cerraba a
las seis. Agarrado de las paredes, muy despacio, empecé a buscar una salida,
pero a cada paso mío se hacía más oscuro y llegó el momento en que casi no veía
nada. ¿Qué hacer?
No tenía fósforos,
porque no fumo. No encontraba botones de emergencia, ventanas ni teléfonos. No
hallaba las escaleras. Nada. ¿Cómo llegar a la salida? Tanteando muy despacio,
agarrado de las paredes, recorrí las galerías durante más de dos horas. Me
perdí en ese laberinto de pinturas y esculturas. Rendido, sin esperanzas de
encontrar una salida hasta que llegaran los empleados por la mañana, decidí
regresar a la abundante luz del baño donde podría pensar un poco y examinar mis
opciones. Pero tan pronto empecé a buscar el baño comprendí de golpe que había
perdido toda orientación y que ya no sabía si iba o venía. Estaba en una
galería de tapices renacentistas. Olía a humedad, a viejo, a tiempo detenido.
El silencio era perfecto. Frustrado, angustiado, me senté en una esquina con
los codos sobre las rodillas, como un niño. Fijé la vista sobre el tapiz que
tenía justo al frente, en el que se representaba un banquete del Renacimiento.
En el centro de la mesa llamaba la atención una espléndida bandeja de oro, con
incrustaciones de madreperla y lapislázuli, repleta de frutas suculentas. A
pesar de las tinieblas, y de la antigüedad del tapiz, las frutas estaban tan
bien hechas que sentí hambre y la boca se me hizo agua. Al mismo tiempo una
brisa ligera, que surgió de la nada, me refrescó el rostro. Escuché un sonido
suave, ingrávido, como los pasos de una mujer descalza. Con el rabo del ojo me
pareció ver, de pronto, una sombra que se movía. Me puse de pie al instante y
comprobé que no era una aparición, sino una elegante mujer de carne y hueso que
se me acercaba.
No era hermosa ni
fea: vestía un traje negro de mangas largas y amplio escote redondo; sobre los
hombros llevaba una estola arcaica, del mismo color. El largo cabello, peinado
con una simple partidura en el centro, era oscuro y algo ondulado. Un velo de
gasa muy fina le cubría la parte de arriba de la cabeza, como una corona.
Aunque calculé que tan sólo
tendría unos 29 años
de edad, su aire era anacrónico; aun así me atrajo su sonrisa autónoma, que no
guardaba relación con el momento ni el lugar en que ambos estábamos atrapados.
La mujer me miraba
con toda la sabiduría del mundo, como si ya supiera quién era yo, dónde vivía y
por qué me había perdido como un imbécil en el Museo.
-Ah, ¿también
perdida? -exclamé sin pensarlo mucho. Quizás pude haber dicho algo más
inteligente o menos predecible, pero estaba nervioso.
-No, no -dijo sin
perder la sonrisa-. Vivo aquí.
Hablaba con acento
raro, pero no era francesa. Andaluza o siciliana, tal vez. De Creta, Cerdeña o
del Algarbe, también era posible. Pero no de Francia.
-¿En París?
-En el Museo, desde
hace muchos años.
-Claro -dije-. En el
Museo. ¿Y cómo te alimentas?
-De las miradas. De
los elogios. Desde muy lejos vienen
a visitarme.
-Bueno, entonces
conoces bien el edificio.
-Cada palmo, recodo y
nicho. Durante trescientos años he caminado estas galerías todas las noches.
-¡Trescientos años!
Entonces lo conoces muy bien. ¿Puedes ayudarme a salir?
-Claro, ahora mismo
puedo llevarte al vestíbulo, pero
preferiría charlar un
poco. ¿Tienes prisa?
Reexaminé a la mujer
con la vista, sin decir palabra. Colocó la mano derecha sobre la izquierda,
ambas al nivel de la cintura, y esperó a que terminara mi inspección. Con la
sonrisa decía todo y nada.
-¡Eres La Gioconda,
Monna Lisa! -exclamé de golpe.
-Desde el día en que
me casé, hace muchos años.
-Lisa es lindo, pero nunca
entendí el «monna». Es selvático.
-No, no. Viene de
señora, «madonna». Mi nombre de soltera fue Lisa di Noldo, si te gusta más.
-Lisa di Noldo -repetí
el melódico nombre-. Me gusta más.
-Debes tener hambre.
-Mucha, desde que vi
las frutas de ese tapiz.
-Pero están viejas -acentuó
la sonrisa un poco-. Ven, sé dónde puedes comer algo.
Con su mano fría,
suave, tomó la mía y me llevó al centro mismo de la oscuridad. Yo no veía nada,
ni si quiera la mano libre que colocaba frente a mi rostro para protegerlo de
lo desconocido. Pero ella me guiaba con paso seguro, rápido, como si
camináramos a plena luz del día. Me inspiró una cierta tranquilidad y me dejé
llevar, aunque de todos modos, como simple reflejo o por alguna profunda
desconfianza que no quería admitir, conservaba mi mano libre como un escudo
frente a mi rostro indefenso.
-Puedes bajar la
mano, sé lo que hago -dijo, como si me leyera los pensamientos. Con un ligero
bochorno, la bajé de una vez. No sabía si ella, en las tinieblas, había notado
mi sonrojo.
El paseo no fue
breve. Bajamos unas cinco escaleras y tuve la impresión de que cruzábamos el
edificio de un lado al otro, aunque no estaba seguro porque llevaba mucho
tiempo desorientado. Mi único contacto con el mundo era aquella suave mano que
me guiaba con dulzura, el susurro de sus faldas que rozaban el piso y el tenue
olor bucólico que emanaba de su cuerpo invisible.
Al fin Lisa se
detuvo, abrió una puerta y encendió la luz.
La claridad súbita me
deslumbró durante varios segundos, pero pronto descubrí que estábamos en una
cafetería.
-Comida como tal no
hay. Pero puedes saciar el hambre con esos víveres modernos -indicó mientras
señalaba unas tablillas repletas de bolsas de papitas fritas y de otras
meriendas embolsadas. Había también una máquina de refrescos.
Agarré cuatro bolsas
de papitas y me serví una CocaCola grande. Ella no quiso nada. Busqué con la
vista alguna mesa que estuviera cerca de una ventana, pero no había ventanas.
Nos sentamos en la primera mesa.
-¿Cómo anda el mundo?
-preguntó Lisa-. Por favor dime todo lo que sepas.
-¿Dónde te quedaste?
-¿Leonardo sigue
famoso en Italia?
-¿Da Vinci?
Famosísimo en el mundo entero, gracias a ti.
-Al contrario, yo le
debo la fama -dijo, pero su sonrisa críptica me creó la duda de si hablaba en
serio.
-¿Tus últimas
noticias son del siglo XVI?
-No, no. Me hablaron
de la liberación femenina. ¿Las mujeres aún visten como los hombres?
-¿Quién te dijo
semejante barbaridad? -exclamé sorprendido-. Las mujeres nunca se han vestido
como nosotros.
-Las he visto. Y hace
unos años Magdalena, una doncella de Madrid, se quedó atrapada. Pasamos la
noche platicando. En esa misma silla comió, como tú. Vestía calzas parecidas a
las tuyas, no llevaba traje de mujer.
No era difícil hablar
con Lisa. Me hacía una pregunta tras otra, entusiasmada, con la alegría de una
niña pero la inteligencia de una mujer madura. Antes de terminar mis respuestas
me lanzaba nuevas preguntas, a veces de dos en dos, o de tres en tres. Quería
saberlo todo, ponerse al día, enterarse de lo que ocurría en ese mundo externo
que tanto celebraba a La Gioconda, pero que ella apenas conocía. No era
presumida, no parecía consciente de su fama. Hablaba con la curiosidad de una
persona ordinaria y celebraba mis noticias como si ocurrieran ante sus ojos. En
algún momento de la noche, que ya no puedo precisar, comprendí de golpe que me
había enamorado, que a partir de ese encuentro mi vida ya no podría ser la
misma.
Ya le había contado a
Lisa sobre Garibaldi y la unificación italiana, que ella casi no podía creer;
me disponía a contarle sobre el Che Guevara y la historia de América Latina,
pero de pronto se puso de pie, sobresaltada, y me agarró la mano.
-Amanece. Debes irte.
Ven, ven.
Nuevamente me llevó
de la mano por las oscuras galerías. Iba con mucha prisa, casi corriendo,
repitiendo de vez en cuando que debíamos apurarnos para que no la vieran los
empleados. Llegamos finalmente a una habitación algo iluminada: por debajo de
la puerta entraba luz suficiente para ver el rostro exquisito de Lisa.
-Hasta aquí llego,
salió el sol. Al cruzar esa puerta entrarás a un vestíbulo iluminado. Todavía
te faltarán unos cien codos para llegar a la salida del edificio, que está
cerrada. Sólo podrás salir si los centinelas te abren. Ten cuidado. Y no me
olvides -dijo en voz baja-, no me olvides.
Me miró con esa
famosa expresión que no describiré, porque millones de personas lo han
intentado sin éxito durante quinientos años. Había alegría en su rostro, pero
también tristeza. Entonces, en cuestión de segundos, por impulso y sin
planearlo, di el paso que habría de marcar el resto de mi vida: besé la boca
más famosa del mundo.
Lisa no me rechazó:
tampoco me abrazó. Para una mujer de su tiempo no es fácil besar a un hombre la
primera noche. Todavía hay mujeres así en el mundo, y yo había conocido a
varias, por eso reconocí la reacción de una mujer que quiere pero no debe, o
que cree querer pero no está segura. Sostuve el beso; ella esperaba pasiva,
pero sin repudio. Al despegarme bajó la mirada y guardó silencio por primera
vez en toda la noche. La famosa sonrisa de siempre, el extraordinario signo de
interrogación del que tanto se ha hablado en el mundo, había desaparecido: ante
mí tenía ahora un tímido rostro sonrojado. Le levanté el mentón con el dedo. Me
miró a los ojos con los suyos humedecidos y ya no fue necesario decir más.
Me apretó la mano:
-Debes irte. Podrían
verme.
De repente agarró mis
manos entre las suyas, me las besó varias veces y corrió hasta perderse en la
oscuridad de los salones. Cerca de mí, detrás de la puerta que llevaba al
vestíbulo iluminado, comencé a escuchar voces y pasos: los empleados empezaban
a ocupar sus puestos de trabajo. Había llegado la hora de salir y de contarles
a los guardias sobre mi prisión accidental. Abrí la puerta y sólo pude dar dos
pasos: la luz contundente del vestíbulo me deslumbró. Ciego, de sconcertado, me
cubrí los ojos con las manos: escuché los gritos de los empleados asombrados,
la viril conmoción de los guardias, los estridentes chillidos de la alarma.
Varios guardias corrían hacia mí. De pronto sentí un fuerte golpe en las
espaldas, caí al piso boca abajo, una rodilla dura me apretó el cuello contra
el suelo y perdí el sentido.
¿Por qué? ¿Por qué
carajo no me quedé en el Museo con Lisa? ¿Por qué no corrí tras ella en la
oscuridad? ¿Por qué me fui ese día, como un cobarde? Hay decisiones, tomadas en
sólo tres segundos, que marcan el resto de una vida.
La policía francesa,
con la ayuda pertinaz de mi embajada, finalmente se convenció de que yo no era
un ladrón y me dejó libre. Despidieron al guardia incompetente que había
anunciado en el baño, en voz alta, que el Museo cerraba, pero que por prisa o
vagancia no había examinado todos los cubículos ni apagado la luz, según le
correspondía.
Desde el primer día
que salí de la cárcel empecé a visitar a Lisa, pero ya no era igual. No
estábamos solos; apenas podía verla debido a la grotesca aglomeración de
turistas majaderos que siempre exclamaban lo mismo: «¡Es tan pequeña!» A veces
yo la contemplaba durante horas, sin moverme, y creía notar un leve guiño para
mí, un ligero saludo, pero lo mismo decían los turistas: «Mamá, parece que me
sonríe».
«Papá, mira, adonde
quiera que me muevo me sigue con la vista». ¡Insoportable! Locos, locos todos.
Decidí que no
abandonaría a Lisa. Les ordené a mis abogados que vendieran todos mis bienes y
que me enviaran el dinero a París, donde compré un apartamento. Contraté un abogado
francés, trasladé la administración de mis bonos y acciones hasta acá, y
terminé por cortar todos los hilos que me ataban a la patria. En París gozaría
de holgura económica y de entera libertad para estar con mi Lisa.
Todos los días la
visitaba, desde las primeras horas hasta que el Museo cerraba. Imaginaba
conversaciones con ella, le hablaba con el pensamiento. Al principio la situación
fue tolerable: sufría breves ataques de angustia, cierto, pero siempre volvía a
la esperanza, a la ciega esperanza. Sin embargo, al quinto mes de estar en
París ya empezaba a desesperarme de veras. Necesitaba más. Ya no podía
compartir a mi Lisa con esa manada de necios que no hacía más que repetir
sandeces e imaginarse -locos delirantes- que mi adorada les sonreía.
¡Insufrible!
No sé, en realidad no
sé qué habría sido de mí si ella no hubiera tomado la iniciativa. Comenzaba mi
sexto mes en París y llegué al Museo temprano, como siempre, aunque bastante
deprimido. Me detuve frente a mi amada para darle los acostumbrados buenos días
antes de que llegara la gran masa de necios, pero me quedé boquiabierto cuando
el rostro de Lisa asumió de repente un gesto suplicante. Fue muy claro el
ademán, no tuve duda alguna: me imploró que volviera. No fue mi imaginación: el
escaso público también se dio cuenta de que algo había ocurrido en el semblante
de Lisa. Hubo un notable murmullo y varias exclamaciones de miedo. En pocos
minutos llegaron varios guardianes y curadores, a quienes los turistas les
contaron que la bella sonrisa de La Gioconda se había transformado, por unos
segundos, en un gesto de súplica. Ya no necesité más. No necesité más. Era
evidente que no me lo había imaginado ni me estaba volviendo loco. Lisa me
necesitaba.
Esa fue la primera
noche en que traté de esconderme a la hora del cierre. Intenté todo. Me sentaba
en la esquina remota de algún salón poco visitado, me paraba detrás de una
estatua, me escondía en un entrepiso, pero siempre llegaba un guardián y me
decía que debía salir porque estaban cerrando. De más está decir que lo primero
que probé fue el mismo baño en que me había quedado la primera vez, pero el
sustituto del guardián despedido cumplía sus tareas con el celo excesivo de un
novato. Una tarde, en un cubículo, llegué a trepar los pies sobre el inodoro,
pero el guardián abría cada puerta una por una y se cercioraba de que no
hubiera nadie.
Cerca de seis semanas
duró este suplicio. De día acompañaba a Lisa y le indicaba, por medio de
ligeros gestos, que estaba en camino, que tuviera paciencia. De tarde hacía un
nuevo intento que nunca podía ser demasiado obvio, porque me arriesgaba a que
me arrestaran por tentativa de hurto, en cuyo caso, ya preso, nunca volvería a
ver a Lisa. Yo no podía dejarla sola, por eso toda maniobra mía debía parecer
accidental, como ocurrió la primera vez. En fin, una noche se me ocurrió una
nueva estrategia, bastante más arriesgada que las anteriores. A la hora del
cierre me fui al baño de la primera noche, que tenía cinco inodoros con sus
cubículos. Entré al tercero, cerré la puerta con seguro y trepé los pies sobre
el inodoro. A los pocos minutos llegó el guardián y gritó desde la puerta:
-On ferme maintenant.
Sortez, s’il vous plaît.
Caminó hasta el
primer cubículo y abrió la puerta con un golpe de la mano: ésta chocó con la
pared y volvió a cerrarse. Hizo lo mismo con la segunda puerta. Me preparé.
Cuando golpeó la tercera puerta, que no abrió, aproveché el ruido para
deslizarme por debajo del panel divisorio y llegar al segundo cubículo. Me
trepé rápidamente al inodoro. El guardia, irritado, preguntó en voz alta si
había alguien dentro. Luego se metió por debajo de la puerta, quitó el seguro y
abrió. Aproveché el bullicio para deslizarme debajo del panel y pasar al primer
cubículo. Muy molesto, el guardia dijo una frase que interpreté como «malditos
bromistas de mierda», aunque no puedo estar seguro porque lo dijo muy rápido.
Continuó su tarea donde se había quedado: empujó la puerta de los cubículos
cuarto y quinto, regresó a la entrada del baño, apagó las luces y salió.
Unos treinta minutos
estuve sin moverme, acuclillado sobre el primer inodoro, tieso de miedo. Debía
estar seguro de que no quedaba nadie en las galerías del Museo. Al fin, cuando
pensé que ya no había peligro, salí del cubículo y prendí la luz. Me lavé la
cara con agua fría, me peiné y partí entusiasmado a buscar a mi querida Lisa,
pero no fue necesario: me esperaba ante la puerta, con su famosa sonrisa y los
brazos cruzados.
-¿Por qué tardaste
tanto? -me reprochó con cariño.
Los labios más
conocidos del mundo y el cuerpo más desconocido: ambos fueron míos esa noche,
la más gloriosa de mi vida. Le dije que la amaba; respondió, con la voz entrecortada,
que no quería vivir un día más sin mí. No digo más. Así pasamos la noche, entre
declaraciones de amor, anécdotas sobre nuestros seis meses de separación y la
historia del Che Guevara que finalmente, entre caricias y caricias, pude
contarle a mi curiosa Lisa. No daré más detalles.
Yo le besaba la parte
de atrás del cuello, que como todo su cuerpo olía a paisajes y flores, cuando
de pronto, alarmada, me apretó la mano y casi gritó:
-Amanece, caro mío.
Debes irte. Ven, ven.
Nos pusimos de pie y
ella quiso llevarme de la mano hasta la salida. Pero me negué a moverme.
-No me voy -dije-. Me
quedo contigo.
-No, no. Qué dices.
Nos descubrirán.
-No importa. Me
quedo.
-Te harán daño. Te
desterrarán. Estarás lejos de mí y no podré soportarlo.
-Pues piensa en algo
rápido, porque no me iré de tu lado.
-¡Caro mío! -exclamó
desesperada-. Están entrando. Llegarán en un momento.
La besé con fuerzas,
la apreté entre mis brazos y le repetí que no me iría.
-Caro mío, hay una
posibilidad. Tal vez la haya -dijo halándome la mano-. Ven, rápido. Sígueme.
Tengo una idea.
-¿Adónde vamos?
Tiró con fuerza de mi
mano y sin decir otra palabra nos internamos en la oscuridad total.
Lisa y yo vivimos
felices en París, en el Museo del Louvre. Durante el día, cierto, ella le
pertenece a la humanidad, pero de noche es sólo mía. Contrario a lo que piensan
algu nos idiotas, sí es posible vivir únicamente del amor. Hace años que, como
ella, ya no me hace falta la comida. Nos alimentamos mutuamente porque sólo
necesito su presencia, su hermosa conversación, sus suaves caricias plácidas. Y
no me canso de explorar este cuerpo exquisito que Leonardo tuvo la genialidad
de ocultarle al mundo bajo un traje negro y un manto oscuro. A mi querida Lisa
vienen a contemplarla todos los días desde cada país de la tierra. Unas cuantas
galerías más arriba, en la remota sala de tapices italianos del Renacimiento,
nadie ha notado que en el tapiz llamado «El Banquete», justo al lado de la
espléndida bandeja de oro con incrustaciones de madreperla y lapislázuli, hay
un nuevo invitado que no tiene cara de florentino ni de italiano. Mientras ninguno
de los empleados lo note, estaré a salvo.
2004
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