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domingo, 29 de octubre de 2017




Es bueno estar otra vez en Buenos Aires. La gente no ha cambiado y hay olor a limo, a asfalto y los jacarandaes me echaron su espesa bocanada no bien el automóvil enfiló por Libertador. En el hotel, la gente me trató con deferencia, no muy seguros de mi origen ni de mis posibilidades y luego, cuando disqué el número de mi hermana, casi estuvo a punto de llorar. Por la ventana, Buenos Aires estaba gris y sujeta, como siempre, al artificio de una nube baja que borra los edificios y me produce asma. La estación de Retiro sigue siendo el ferrocarril y el reloj de los ingleses, pero más allá de los elevadores, el río es la sorpresa permanente tal como si uno no pudiera convencerse de la estupidez de los conquistadores, edificando la ciudad en un pozo.
Ya hace una semana que estoy aquí. Ya visité a mi hermana y comprobé que nos separan los genes, mi pobreza y su incapacidad. Anteayer, en Florida y Córdoba, cuando alguien me pidió una dirección, pensé que volvía a ser argentina. El diario “La Nación” se ocupó de mi regreso y la noticia -diez por dieciocho- ocupó exactamente un espacio similar al de mi vida en los tres millones de kilómetros cuadrados, entre veintidós millones de desarraigados.
Hacia el segundo fin de semana el conserje extrajo la nota de mi casillero y me la entregó con la acostumbrada displicencia.
-Para usted -dijo secamente.
Deberían dejar de lado la agresividad, me dije. Deberíamos. También yo sintiéndome un ciudadano trascendente había sido agresiva.
Ahora enseñaba literatura a medio centenar de caras granujientas y extranjeras y era distinta a mi conserje; usaba otra pasta dentífrica, fumaba otros cigarrillos, hubiera sido incapaz de recordar viejas pasiones o fobias compartidas. La nota, en fin, estaba escrita a lápiz y la letra no era de las mejores. Pero leí el apellido claramente: decía, Iglesias. Alguna vez, ese apellido de modestas resonancias fue para mí la determinación del mundo. Habría otros Iglesias; se daba el caso de nombres y apellidos semejantes, mi propio caso al fin. Me confundían con los descendientes de un Fulano ilustre, me atribuían parentescos con los del Perú, creo que hasta con Madama Lynch. Siempre había sido un clavel del aire de las genealogías acostumbrada a pensar que solamente yo era el principio y el fin de la familia. En el país del cual venía el nombre Iglesias hubiera sido de pronunciación dificultosa pero en Buenos Aires era una palabra más, como Moldes o Roccatagliata.
-La nota fue dejada por una señorita... anoche -dijo el conserje advirtiendo mi perplejidad.
Y bien. Un botones entreabrió la puerta y la tarde penetró por ella con el aire de la calle, las bocinas y una mujer canosa arrastrando sus valijas. Iglesias era muy rubio, de anchas espaldas, y vestía siempre un pied de poule. Uno cree estar a salvo de cosas como esa hasta que ocurren. Un día, durante las vacaciones, al otro lado de la mesa y mirándonos -mezcla de despecho y de curiosidad-, afirmándose en un tema baladí y ya la vida no vuelve a ser la misma. La nota en sí tampoco era gran cosa: una bienvenida formal y un número de teléfono, pero decía Iglesias y de pronto Buenos Aires había comenzado a zumbar con un rumor harto conocido; las caras granujientas dejaban de existir en el recuerdo y yo hablaba con los mismos esquemas del conserje. También me pregunté si valdría la pena insistir, pero de sobra sé que en estos casos la gente como yo no resiste la curiosidad; que hay un fondo de venganza y mucho de autocompasión. Volver es el error, pero de algún modo la vida no ofrece tantas compensaciones como para resistir, más bien configura una larguísima reiteración en el fondo de la cual yacemos idénticos a lo que fuimos, como un traje de novia celosamente conservado. ¿Qué habría sido de Iglesias?
También es cómico dejar de amar. Su pelo era largo y rizado; en la urgencia del abrazo yo solía mirar con apasionamiento aquel pelo rebelde y rojo, prolongado sobre el cuello. Tenía grandes pecas en la espalda, y en la piel, un olor a miel y a vainillas, un ingenuo olor a limpio que mi desazón reencontraba en su ropa, en las mantas de la cama y hasta en la habitación que compartíamos. Nuestras riñas llegaban hasta el patio donde la dueña de casa mataba el tiempo curioseando en las ventanas de los pisos superiores; tensas tardes de amor nos tuvieron como protagonistas. Es entonces cuando el mundo se convierte en un muchacho que se llama Iglesias, que nos despierta la sensación de amor.
Debo decir que no tuve valor o quise contar lo que no fue. Pero estaba de regreso y las palabras dan un gran salto sobre el tiempo transcurrido. Iglesias llamaba mi atención, una breve palmadita sobre el hombro y volviéndome encontraba aquella mirada cerrada por la ira o estrábica de amor, encontraba un orden férreo al que me había mantenido unida a pesar de una historia trivial de cobardía o renunciamiento. Más allá del salón de té estaba el teléfono. En el fondo del bolso encontré una moneda de veinticinco céntimos de dólar y tuve piedad de mí, la desarraigada. Debí pensar que Iglesias también había continuado la vida y que sería bien joven todavía; apenas si lo era yo pero él andaría por los treinta y tantos. Nos ilusionamos acerca del estancamiento del que va quedando atrás y acaso uno mismo es quien se rezaga en esta carrera de postas desdichada. El tiempo, siempre. Al menos, lo que amamos, debiera ser inmutable, pero ocurre que también los otros se transforman y ya el conjunto no es más que el campo donde nuestro ejército participa de la gran maniobra. Iglesias, pues, andaría por los treinta y ocho. No pensaba en él aun cuando su existencia estuviera adosada a la mía, una piel que guarda abajo la otra piel, y aun otra y acaso todas las pieles necesarias.
El número del teléfono tampoco me trajo ninguna conmoción. Siete cifras ordenadas y la voz de Iglesias contestó (habían pasado casi ocho años entre el amor y la respuesta somnolienta):
-Ah, ¿sos vos?
Entonces sin pensarlo seriamente arreglamos una entrevista que sería en su casa, a las ocho de la noche.
A él le encantaba aquel tipo de invitaciones. Siempre le había dado importancia el hecho de que se lo invitara, buscaba el contacto familiar, ansioso de ámbitos y de compañías. La dirección que me diera quedaba cerca de Belgrano y en las dos horas que faltaban traté de no pensar. Abandoné el hotel demasiado convencional y vagué por Santa Fe a la altura de Callao. Pero ocho años de ausencia separan a la gente y a las cosas; no hubiera sabido entrar en un café para matar el tiempo y no era tan extranjera como para sentir que los cueros argentinos son lo mejor del mundo. Por carta conservaba un par de amigos que habían guardado silencio acerca de Iglesias.
Él -lo había dicho en el teléfono- sabía de mí por intermedio de Traverso, ahora radicado en México. Traverso visitó mi departamento en Nueva York la Navidad pasada. Decía carro en vez de automóvil y exageraba el aire lanzado con las jotas. Sin embargo, Traverso le escribió a Iglesias acerca de mi nueva vida o Iglesias lo recordaba ahora. Por fin me decidí a entrar en una confitería y ocupé una mesa al lado de la puerta. Dos mujeres jóvenes criticaban a una tercera que acababa de salir. Hablaban de algo ocurrido en Buenos Aires un mes atrás. Aunque me esforcé no entendía la intención del diálogo y se me escapaban los nombres y las situaciones. Sentí que estaba cortada por mitades y la idea me procuró una viva sensación de miedo y repugnancia. Al partir, uno inmola buena parte de la vida y ahora tenía que aceptar el oscuro resentimiento que se hacía presente al escuchar los ecos de la conversación ajena. Sin embargo yo trabajaba bien, me había enamorado nuevamente y gozaba de buenas digestiones. Fred no era mal tipo, quizá algo apegado a la buena marcha de las cosas, y aceptaba con empeñosa voluntad lo que se le ofrecía. Todos ellos son así. Altos, torpes, serios y voluntariosos.
El mozo dejó frente a mis ojos una irrisoria cantidad de masas y sandwiches cuando la morocha dijo:
-Ella creyó que por ser un militar le estaría...
Pero la anarquía de Iglesias me había llenado de terror; era bien cierto que aquel derrumbe contagioso dio a mi vida, misteriosamente, hondo significado; que los días se contaban antes y después de Iglesias. Ahora a veces me sentía feliz. Se trabaja, se duerme, se transita por un mundo que admite horarios y estaciones reiteradas pero no es serio que aguardar dos horas por una invitación produzca tan grande conmoción. Ahora la puerta de la confitería se abrió en imágenes para que Iglesias entrara con la rubia cabeza descubierta, vistiendo el pied de poule, garabateando servilletas con sus poesías nunca coronadas por el éxito. Inclinado hacia mí, sobre la mesa, preguntaba acerca del estado del amor y el destino de un regalo de cumpleaños, desinteresado de todo, negativo y recio. Ensayé largo tiempo el adiós que pondría fin a nuestras relaciones y a menudo pienso que esa historia fue un año de amor y tres de despedidas. Sin embargo, era mi ser íntegro el que tomaba té un jueves a las siete y diez en Santa Fe y Cerrito.
No había una calle ajena en Buenos Aires, no había una esquina ausente en aquellas entrevistas, pero Iglesias reaparecía en mi vida sólo a merced de unas modestas vacaciones, en tránsito. Palpé mis manos sobre la mesa, luego mis antebrazos, memoricé una larga tirada de Shakespeare. Cuerpo, memoria, reflejos componían una realidad. Las morochas daban cuenta de su té y del casamiento de una prima. En la ceremonia había estado el Intendente y una actriz de prestigio recitó para los recién casados. Una ridiculez. Pagué y salí porque era extranjera en el horario y al fin y al cabo habían llegado las ocho de la noche.
En Buenos Aires los hombres seguían metiéndose con las mujeres y uno se manejaba por la calle extrañamente acompañada.
Fred no hubiera hablado a una mujer desconocida y mis canas lo tenían sin cuidado. Él hacía el amor con el mismo empeño que aprendía el español o que jugaba al tenis. A las cinco y cuarto desearía a Vicky un buen fin de semana y quizá pensaría en mí. Se había divorciado de su mujer en el pasado otoño y pensábamos casarnos pronto. Vendría con él a la Argentina en las vacaciones próximas y Fred no entendería nada. Quizá le hablaría de Iglesias pero él se mostraría leal.
-No te preocupés -diría.
La casa de Iglesias estaba a la mitad de cuadra, en la misma vereda de Goethe Schule. En Belgrano hay muchas casas como esa y me alegré de que Iglesias hubiera progresado. Quizá se había casado con una mujer rica, cosa que encontraba razonable y útil. Los hombres como Iglesias no deberían anestesiarse en el trabajo. Nadie le hubiera pedido trabajo a Van Gogh o a Proust. Ni siquiera a Gene Kelly o a Alfredo Alcón. Quiero decir que Iglesias me había resultado siempre insólito y hermoso, lejos de las concesiones cotidianas. El timbre sonó como una escalita musical y entonces creí escuchar la voz de un niño. La mucama no era gran cosa pero abrió la puerta del departamento con una simpática sonrisa.
-¿El señor Iglesias? -pregunté.
Él estaba a dos metros de distancia. Vestía un pantalón de franela y un pullover gris como sus ojos. Había engordado un poco y a los costados de la boca mostraba dos surcos novísimos confundidos con el hoyuelo del mentón. Los años lo mejoraban en parte y en parte lo privaban de su encanto. Recordé la tarde en que el tren nos traía de Bahía Blanca, cuando ambos trabajábamos en el diario y compartíamos la nota. En el espejo del compartimiento vi su cara muy joven y sombreada de cansancio; habíamos hecho el amor toda la tarde y la vida de ambos quedaba reducida a eso. El mundo cabía en una litera del Ferrocarril General Roca. Todavía nos abrazamos largamente hasta que el guarda llamó para el primer turno de la noche. Ahora le tendí una mano pero él me atrajo con desenvoltura, apoyando su mejilla en la mía. También recordé la piel y el olor a vainilla. En aquellos días, pensando que la vida era construcción, había renunciado a todo eso. Fred olía a lavanda, y el aire de Nueva York a cemento húmedo. Yo debí ser la mujer que me saludaba ahora con una sonrisa de simpatía profesional. No sonreiría si hubieras compartido aquel camarote de ferrocarril, pensé.
-Mi mujer -dijo Iglesias sin esfuerzo.
Temí más a su abulia que a la aparición de sucesivas mujercitas como aquella. Iglesias siempre tuvo la mágica cualidad de reemplazarlo todo; desposeído como estaba desde niño, sabía despedirse de las cosas, de los seres humanos, de los lugares que habitaba. Se desprendía del contorno con generosidad: aquella mujercita u otra ¿qué más daba? El caso es que no era yo. Y yo debí estar en lugar de la muchacha que era sexual y algo deprimente.
-Hola, qué gusto -dijo la mujer de Iglesias.
¿Cuántas veces la habría traicionado ya? No hacían mala pareja, y como ambos eran bastante jóvenes y hermosos aquella afinidad me entristeció. Una supone que nadie puede reemplazarla. Se descuenta la imposibilidad de sustitución y un exclusivo amor. Advertí que la conversación sería difícil porque Iglesias era mal conversador y yo bastante tímida. No sé cómo funciona su mujer; ella parecía más bien una de esas muchachas que aguardan taxis a las siete de la noche por la calle Santa Fe, con las rodillas descubiertas y los largos mechones del pelo a los costados de un rostro anguloso. Seguramente Iglesias se habría excitado muchísimo con ella. Él usaba a las mujeres con exageración, por arranques y ocupando ciclos. Luego, el ciclo era para otra y así siempre. Por eso preferí la cátedra y tantos años ocupados en cosas ejemplares como la literatura iberoamericana y Fred. Se me ocurre que yo hubiera sido una mujer muy entusiasmada, que habría necesitado tocar el cuerpo de Iglesias, todo el tiempo, que hubiera gritado de terror frente a la desconocida que abría la puerta de mi casa. También viviría en Belgrano o en el fondo de San Isidro, donde aún se conservan una o dos casonas coloniales con jazmines y paredes de color rosado. ¿Sería rica la mujer de Iglesias? Vi sillones de pana gris y una chimenea de cristal. Entonces llegó el niño. Era alto y pecoso, de unos cinco años, con la nariz de luchador que yo había admirado en Iglesias y ojos azules. El pelo rojo se encrespaba sobre un par de orejas perfectas. Vestía una camiseta a rayas y zapatillas de basquetbol.
-Hola -dijo y me tendió la mano.
Era muy simpático. Parecía amasado con harina y agua dulce. La piel blanquísima estaba muy manchada por las pecas y la boquita aparecía dibujada sobre el hoyuelo del mentón. Entre las pestañas negras sus aviesos ojos azules me estudiaron.
-¿Cómo te llamás? -pregunté espantada.
Se llamaba Aquiles.
-¿Aquiles? Sabés que hace muchos años hubo un hombre que...
-Lo sé -dijo el muchacho apoyando una mano en mi rodilla.
La mujer de Iglesias sirvió el whisky en vasos anchos y ventrudos. Es muy extraño ver cómo otra actriz ocupa nuestro lugar en el escenario. Se nos ocurren otros gestos, pasos distintos. Ellos hablaban de la vida en la Argentina y creí entender que me envidiaban. Iglesias siempre envidiaba al prójimo. Pero yo estaba fascinada por el niño y lo toqué con las puntas de los dedos como a un objeto sagrado.
-¿Cuántos años tenés? -pregunté con un hilo de voz.
El muchacho me entregó los ojos más bonitos de la tierra.
-Cinco -contestó.
En alguna parte yo había leído que los niños desconfiaban, que los extraños irrumpían en la vida de los niños como aquel para perturbarlos. Pero Aquiles se mostraba tan seguro de sí mismo entre mis rodillas que éstas parecían su sitio natural. Toqué el cuerpecito que olía a caramelo.
-¿Dónde vivís? -preguntó el chico haciendo caso omiso de sus padres.
Traté de explicarle lo de Nueva York y le di una precisa descripción de mi casa y de sus alrededores. Entonces Aquiles respondió que siempre había vivido allí, que su compañero preferido se llamaba Lito y que me traería a su perro.
-Es un niño precioso -dije cuando nos quedamos solos.
La mujer de Iglesias trató de apuntalar la conversación refiriéndose a mi vida. Pero era inútil: no, no tenía hijos, tampoco estaba casada. Creí oportuna una mentira:
-Fred adora a los niños bien educados. Seguramente querrá tener alguno, pronto.
Fred no se fijaba nunca en los niños; su primera mujer no pudo tenerlos y aquel problema lo tenía tan sin cuidado como el de mis canas.
-¿Tenés un novio norteamericano? -preguntó Iglesias seriamente.
-Es bastante natural, ¿no te parece? -respondí.
La esposa, que era muy tonta, se echó a reír.
-También ustedes fueron novios o algo así -agregó.
Algo así. Al beber el whisky la nariz y parte de mi cara quedaron dentro del vaso. Ella debería haber visto aquel camarote del General Roca, pensé. Quizá no es prudente aceptar situaciones como esta, en las que el mundo se vuelve cómicamente del revés. Hacia el final del viaje el agotamiento de Iglesias no le impidió decir: “Arrastraremos esto el resto de la vida”. Ahora estábamos de visita, él de pie, yo sentada en un sofá moteado, bebiendo whisky. Creí que le decía Pacha, o sería Masha; quiero creer que no se llamaría Marta; digamos Masha, entonces. Yo no hacía otra cosa más que pensar en el niño; se me había incrustado en la garganta haciéndome difícil hablar o respirar. No había contado con que Iglesias tuviera un hijo de Macha o como demonios se llamara. Un hijo de Iglesias, de todos modos, era un riesgo y una posibilidad con la que no contara. Ahora pienso que es injusto aquel aspecto del viejo problema. Había renunciado a Iglesias, no a su hijo. Finalmente, de pie, a mi alrededor, estaba el mundo. Sentada frente al matrimonio, la estudié con horror en una fantástica pantalla.
Masha dijo que él hablaba de mí a menudo y quizá estaba demostrándome su absoluta despreocupación o tan sólo colocándose en una posición menos secundaria. Siempre se imagina el pasado mejor de lo que fue; sin embargo, nuestro pasado había sido realmente hermoso. La idea de tener que comer y conversar aún por espacio de una hora me pareció insoportable. Ni a ellos ni a mí nos pasaban grandes cosas, acaso ya lo habíamos pasado casi todo. Ahora hablaban de la vida en la Argentina tal como ellos la veían desde el departamento de Belgrano. La mujer de Iglesias dirigía una boutique, la misma donde Iglesias la encontrara antes de casarse. Pero todos sabíamos que aquí se vive bien aun cuando la explicación de tal bienestar sea confusa y complicada.
Iglesias me dijo que trabajaba en una empresa de financiaciones y lo imaginé renunciando a su preciosa cualidad de soñador. La mujer parecía ganar mucho dinero; pero aunque ella llevase todo el peso de la casa Iglesias seguiría haciéndose valer; había sido su insólita costumbre y también su espléndida característica. Durante nuestras relaciones se había enamorado de una o dos mujeres y a pesar de eso yo lo respetaba, jamás había perdido mi consideración, lo admiré con firmeza todo el tiempo. Sólo que no me casé con él, que no viví con él, siquiera. El niño entró arrastrando un perro de color marrón con orejas suaves y sedosas que rozaban sus patas delanteras. Siempre seguro de sí mismo depositó el animal cerca de mis piernas.
-Se llama Bonnie -dijo.
Era una perra. El nudo en mi garganta me hacía vacilar. Yo no conté nunca con aquella trampa elemental que ellos me tendían ahora. Iglesias fue un amante satisfactorio que me trajo alegrías y dolor. No era justo que yo reencontrara a Iglesias y, multiplicándolo, al hijo de Iglesias y la casa con aire penetrante y aun dos o tres objetos conservados de aquella intimidad, objetos vivos, con la huella de los dedos.
-No molestés demasiado, Aquiles -dijo Masha con frívola ternura.
Los ojos de Iglesias me contemplaban sobre el vaso comunicándome impresiones. Había amado ese color gris, no su expresión; era parco y a menudo brutal. Pero los ojos de Aquiles sumaban el color a la ternura y esa chispa de curiosidad de la cual ha de nacer, poco después, todo el milagro de la relación. No era sensato que ahora apareciera con el niño; cuando se renuncia a un hombre se renuncia a lo que conocemos de él, su cuerpo, alguna frase memorable, una tarde en el automóvil junto a los árboles, la noche en que atravesamos el Centro Cívico, su candor, su cara en el hueco izquierdo del cuello. A nadie se le puede ocurrir imaginar la existencia de un chico como aquel. Me habían hecho trampas. Yo no habría renunciado a Aquiles. Nadie hubiera renunciado a un niño amasado con pan y agua azucarada que sonreía mostrándome su perro:
-Vendré a buscarte para ir al Zoológico -le dije con la voz ahogada.
Aquiles movió la cabeza y nuevamente se adhirió a mis rodillas de modo que sentí su fragilidad y sus huesos delicados.
-¿En tu país hay muchos animales? -preguntó.
Le dije con tristeza que él y yo teníamos el mismo país, que me había ido lejos sólo por trabajo. Pero era idiota tratar de explicarle al chico que la pérdida de quien era su padre casi me costó la vida. Que yo había visto derrumbarse aquella torre de amor entre riñas, indignidades y mentiras.
-En Nueva York podés ver animales dentro de cajas de cristal en un Museo.
-Digo animales vivos -insistió Aquiles sagazmente.
-Vendré a buscarte -le prometí-, iremos al Zoológico alguna vez, si tu madre lo permite.
Masha dijo que para ella todo estaba bien, y le parecía espléndido que alguien se ocupara de Aquiles una tarde. Impulsivamente estreché al niño entre mis brazos pensando que resistiría, pero no lo hizo. Y esta vez Iglesias comprendió. Cuando dejé el vaso de whisky sobre la mesita baja su rostro se había contraído.
-Pasemos a comer -dijo.
La comida fue muy mala porque Masha había comprado el pollo y la ensalada a último momento. La ensalada tenía un feo gusto metálico y el pollo estaba crudo, con rastro de sangre junto a los huesos. El niño comió y bebió juiciosamente y yo pretendí conversar. La mirada de Iglesias volvió a perderme en una maraña de recuerdos y de conflictos que quebraban mi serenidad.
-¿Todavía escribís cuentos? -preguntó.
-Oh, sí, ahora sin esperanzas.
-Deberías haber traído algunos para leerlos.
-Claro que sí -dijo Masha sin mucha convicción.
Se levantó para acostar al niño y yo adiviné que el pretexto le servía a fines de ocultar su aburrimiento. Estaba cómoda en un mundo al que ya consideraba seguro, al que no prestaba demasiada atención, y que le exigía poco. Iglesias sentía una entusiasta gratitud por la carne que le era útil y estaba el niño además, también debía ser importante el niño aun cuando el nuevo hubiera deseado tenerlo conmigo.
-No me has dicho si ya vas a la escuela -dije.
Dejó la habitación seguido por su perro. La camiseta fuera del pantalón cortísimo mostró parte de su piel muy blanca. En seguida regresó con un cuaderno a rayas donde escribiera: mano, masa, yeso; el perro sentado sobre el cuarto trasero comenzó a rascarse y Aquiles lo empujó excusándose. Me dijo que él mismo bañaba a su perro el día sábado; pero el problema estaba en que aún no distinguía bien un día de otro.
-¿Mañana es sábado, papá? -preguntó volviéndose hacia Iglesias.
Los dos rostros rubios enfrentados se llenaron de pequeños surcos y de hoyuelos. Masha fumaba un cigarrillo con aire pensativo. Por derecho, ella se adscribía a todas esas cosas que me producían vértigo y derrumbamientos. Le había bastado ser libre e intentar. Quizá sólo es posible vivir sin reflexiones y ella no se mostraba demasiado entusiasmada al aceptar un orden de cosas harto natural. Sin embargo dijo:
-Aquiles, debés ir a la cama.
-Vendré a buscarte antes del sábado -prometí.
El niño levantó los ojos clarísimos y empujó al perro sin contemplaciones.
-Hasta mañana -dijo ofreciéndose para el beso inevitable.
Si me echaba a llorar estaba perdida. Ahora Iglesias también compartía en parte aquellas emociones.
-Siempre te gustaron los niños -dijo.
-Ahora es tarde -contesté olvidándome de Fred y mis últimas posibilidades.
-Estabas demasiado empeñada en escapar -dijo Iglesias con rencor.
Masha se alejó canturreando con el niño de la mano. Al caminar noté sus espléndidas caderas y las piernas poderosas. Pero Iglesias insistía:
-Y bien: ¿te ha ido bien, entonces?
Lo que pudo haber sido yacía alrededor de Iglesias.
-No sabía lo de Aquiles -contesté bajo un acceso de asma.
Tomamos el café discutiendo acerca de la rudeza de los choferes en Nueva York. Una vez Masha había pretendido comentar lo hermoso de la Quinta Avenida en el mes de abril y el chofer la había puesto en su lugar: No intente ensayar su inglés conmigo, dijo. Oh, claro. No todos los yanquis eran así. Afirmándolo, mi vida me pareció tan vulnerable que dejé morir la conversación. Iglesias, como siempre, odiaba Buenos Aires. Pero no se decidía a partir. Los padres de Masha eran dueños de algunas hectáreas de campo en la Patagonia y ellos aguardaban un porvenir neblinoso con buenos augurios y una tranquilidad heredada. Le recordé que él había amado el peregrinar por el mundo y que aquel afán ambulatorio me asustaba tanto como procurarle aburrimiento. Si pensaba en Fred ahora me pondría enferma. Oh, no, los yanquis eran mucho peor que eso. Lo del chofer sólo era la espuma de una sucia ola que llegaba con absoluta periodicidad. Un voraz centro aspirador de vida absorbía la mía en el departamento de Tercera y Cuarenta y dos a medias pago, a medias eficiente, a medias realizada. Los norteamericanos me aplicaban una mano férrea para sobrevivir. Los Iglesias iban al Colón dos veces por semana y en verano alquilaban una pequeña casa en San Bernardo. Aquel bello torso blanco se llagaba bajo el sol cuando hacíamos el amor entre los médanos. Ahora una mujer que hablaba jerigonza veía correr al hijo de Iglesias y se tostaban juntos. Fred y yo veraneábamos en Jimena Bay. Eran las once y media.
-Me despediré de Aquiles -dije poniéndome de pie.
El niño dormía en una cucheta como para marineros. Su pelo rojo brilló bajo el ángulo de luz de la puerta entreabierta. Lo besé tantas veces que se despertó. Colocando un dedo dentro de mi boca me sonrió mostrándose conciliador.
-Voy a dormir -murmuró.
Los padres me despidieron con sonrisas y descubrí encantada que mi visita había puesto a Iglesias de un humor de perros.
-Tomemos otro café por ahí -dijo Iglesias.
Pero si salíamos juntos a la calle, Buenos Aires sería un ancla a fondo, atándome de nuevo. Ya en la puerta, Masha me pidió que regresara pronto. Todo el tiempo lo había pasado deambulando por la casa sin mostrar mucho entusiasmo. Para vengarme acerqué mi mejilla a los labios de Iglesias.
-Te llamaré -me prometió.
Yo les repetía que Aquiles era un niño muy hermoso.
Al salir, y bajo la sombra de los árboles sentí miedo y estuve a punto de llorar; caminé por Virrey del Pino hasta Cabildo y tomé un taxi que enfiló hacia la calle Santa Fe.
-Es una linda noche -dije.
El chofer me contó que estaba por guardar el automóvil cuando lo llamaron para llevar un herido hasta el hospital Fiorito. Una chica joven que sangraba, explicó volviéndose sobre el asiento. El conserje me entregó el cable de Fred y pensé qué haría con él mientras el ascensor zumbó hasta el sexto piso. Después lo eché a un cajón sin enterarme de su contenido.
-He perdido mucho tiempo -dije en alta voz revisándome las canas-, en realidad siempre pensé que los yanquis eran unos cerdos.
Si volvía ahora a la calle, alguien hablaría conmigo, quizá tomaría un café y el diarero me ofrecería “Crónica” con un horrible titular de drogas y de fútbol. Si bajaba ahora a la calle llamaría a casa de Iglesias para escuchar el tono de su voz. El niño pelirrojo dormiría confiado en sus padres jóvenes que fumaban cambiando frases sobre la cama conyugal. Por esa noche Iglesias no tendría el gusto atroz. Aunque nunca se sabía de él.
Yo no había contado con que Iglesias tuviera un niño pelirrojo y una voz muy grave reclamándome ahora en el teléfono:
-Marta, oíme.
-Pero che.
-Escuchame.
Corté despacio.
Quizá mañana o antes del sábado si cumplía mi promesa acerca del Zoológico.
Afuera, en la calle, un noctámbulo discutía con otro interrumpiendo el tránsito. El diariero me ofreció la “Crónica” y se la pagué sin esperar el vuelto. Había salido la luna y esa parte de la ciudad se destacaba nítida contra un cielo aterciopelado, más claro sobre la Iglesia del Pilar. Y yo pensé que era bueno estar de regreso, continuando el tiempo de mi vida y absorbiendo de golpe y para siempre toda la humedad de Buenos Aires.

FIN


CUENTOS DE COLORES Marta Lynch



Mi abuela, sentada a la puerta de la casa, me lo decía siempre: ésta llegará lejos, y señalaba con ademán seguro la esquina de Quintino Bocayuva e Yrigoyen. Recargando el gesto, aumentaba su generosidad en dirección a Castro Barros. Lejos, decía. En esos casos, sintiéndome observada, hacía un alto en el juego callejero para permitir la admiración de los vecinos; sobre todo la de los inquilinos de mi abuela, que me auguraban desde siempre toda clase de éxitos.
Cuando lo recuerdo, descubro que ya entonces era lo que se llama una belleza con mis grandes ojos claros y el pelo espeso y negro que mamá dejaba crecer generosamente adelantándose a la moda que vino luego. En casa éramos dos, mi hermana y yo, pero la belleza solamente mía. Ocurre a menudo que una chica se destaque entre toda la familia como si fuera un ejemplar exótico, y entonces, los que la rodean cumplen con su obligación rindiéndole homenaje. Mi hermana me decía:
-Gladis, ¡qué linda sos!
Desnudándonos en el vestuario del club o en el comedor donde por la noche tendíamos los sillones-cama, ella me miraba con una larga atención llena de envidia y de curiosidad.
A los catorce años ya era lo que se llama un esplendor con unas piernas finas y un par de pechos tersos que indicaban hacia arriba a cada movimiento sin ceder un milímetro y sin sostén. Mi hermana Elvira no era fea. Más bien baja y regordeta al tipo de mamá, que también fue muy hermosa hasta que se casó y nacimos, una a los diez meses y medio de la otra; entonces empezó a engordar. Con lo espléndido de sus almuerzos los domingos y lo bien que le fue en sus relaciones conyugales, no es extraño que haya perdido la elasticidad porque mamá, como todas las mujeres de aquel barrio, es una mujer tranquila que se sienta a tejer después de la hora del almuerzo y ya no se preocupa hasta el teleteatro de las cinco. Pero a decir verdad yo le traje mucha inquietud. Hay que ver lo que es tener la responsabilidad de una belleza a punto tal que lo proclamaban todos: la gente del Mercadito y el boletero del cinematógrafo, y éste más que bien acostumbrado a las fotos de las artistas norteamericanas y francesas. El barrio entero tenía algo que hacer conmigo, y los sábados por la tarde, al entrar en el club, mamá notaba que se hacía un silencio misterioso como si todo el mundo quisiera cobrar fuerzas para redoblar su admiración. Precisamente allí gané el primer concurso.
Se hizo para Carnaval y yo no había cumplido todavía diecisiete cuando el presidente, que era el dueño de la peluquería, me llamó:
-Gladis -dijo todo encrespado. Noté desde ese día que los hombres, como el presidente aquel, se encrespan desde los pies hasta la cabeza cuando hablan a una chica hermosa como yo; se babean casi, se acercan mucho y una puede descubrirles el olor a vino o el aliento de la úlcera-. Gladis -dijo entonces-, este concurso está hecho para vos. Prácticamente...
Y se quedó en suspenso.
Yo cavilé acerca de aquel prácticamente que quedó en el aire. Entonces, despierta como siempre, quise enterarme del significado.
-Pues... que está hecho para vos, hijita -dijo el peluquero algo confuso-, que es un concurso para que lo ganés vos.
Quise saber también si no competirían otras chicas, Leonor, por ejemplo, que era la hija de una empleada de correos con la que nos observábamos con furia al encontrarnos en el almacén o el cine; Leonor o Ester, que trabajaba en la fábrica de soda y que era un poco chueca aunque muy bonita; o Irma, la empleada de la mercería que después se hizo oficinista para estar sentada porque las ocho horas y media de pie le traían várices. Suponiendo que por las várices y el acné mensual quedaría fuera de concurso, pude mostrarme generosa.
-O Irma -dije con magnanimidad.
El presidente movió las manos sobre mi cabeza, tan habituado como estaba a manejar el pelo de los otros.
-Ninguna tiene nada que hacer con vos, hijita -repitió mirándome encantado-, vos lo sabés. Ninguna.
Papá, que acababa de ser ascendido en la Municipalidad, quiso saber los detalles del concurso; si habría de pasearme en malla o si los hombres del jurado tomaban las medidas, como él había visto hacer en las películas. Hay que calcular los escrúpulos de mi padre sabiendo que ya entonces yo era 92-65-92, lo que referido a mis diecisiete años es una descripción notable. Ser 92-65-92 es aún la primera condición que se exige a una mujer. Y que no vengan ahora a interponer en mi relato objeciones pretenciosas. Ya me lo avisó la directora del colegio, una mujer algo triste que me conocía desde primero superior:
-¿Sólo sexto grado, Gladis? Va a resultarte difícil trabajar. Ahora, en el mundo exigen cosas como el estudio y la preparación...
Hablábamos de pie en la esquina de Boedo donde está el colegio. Las luces de la pizzería fueron a dar sobre mi suéter y vi el reflejo de mi pelo oscuro en la vidriera. No había un solo hombre que no se diera vuelta a mirarme, algunos hasta se paraban fingiendo encender un cigarrillo o estudiar el kiosco de revistas sobre el cordón de la vereda. La directora, que era triste pero no zonza, lo observó en seguida.
-No tan difícil -resolvió.
Y me pareció algo más triste, a punto tal que traté de desembarazarme de ella porque ya estaba segura de ganar en el concurso y no quería saber nada con aquellos que congelaran mi alegría. Así fue que planté en sexto grado porque había descubierto que a pesar de mi belleza los mejores papeles en las fiestas de noviembre se los daban a Ester, que era menos bonita pero aprendía de memoria cada frase como si un ser misterioso se las dictase en el oído.
Por mi parte las palabras o los versos me costaban una barbaridad y reflexionando acerca de ello sentía flaquear mi vocación por el cinematógrafo.
Mi hermana y yo solíamos mantener largas charlas sobre los galanes a escoger, sobre la ropa que podríamos usar, los carteles luminosos y el gran sueldo que nos permitiría mudarnos del barrio en dirección al Norte, o al centro si se quiere; de todos modos, lejos, según el dicho de la abuela. Como mi cintura seguía estrechándose y mis lindos pechos señalando arriba, decidí por fin que sería modelo y ya no hice otra cosa que caminar como aconsejaban las expertas, con un libro sobre mi cabeza y el vientre contraído. En ese tiempo, entre el fin de curso y el concurso, mamá comenzó a entusiasmarse con la idea de que la belleza de una de sus hijas no fuese solamente de uso casero. Quiero decir que mamá se transformó, puso todo su empeño en secundarme y todo el dinero de la casa fue a parar a las revistas de modas o a la modista de la cuadra, que se desvivía ante la posibilidad de estar vistiendo a quien sería en el futuro una auténtica 92-65-92 para la Argentina.
Al fin, después de muchas discusiones el concurso fue en pullover y pollera, porque el padre de Leonor amenazó con dar parte a la Minoridad y el Cura presionó por medio de la directora; así que desfilamos justamente el domingo quince de febrero con un calor de locura y un cielo gris oscuro que presagiaba convertirse en lluvia antes de la noche. El asado y el baile estaban programados para festejar el acontecimiento, y en el club no había sitio para nadie. Hasta papá tuvo que resignarse a concurrir porque mamá mostraba un entusiasmo mayor que el del presidente y exigía a la familia asistencia obligatoria. En el tumulto alcancé a descubrir los ojos asustados de mi hermana y en ellos como un signo de reproche, lo que me resultó muy injusto. La belleza que se lleva como una condecoración corre por cuenta y riesgo de aquel que la otorga y uno queda libre. De tal manera no sé cuál era el reproche de mi hermana pero supongo que en el fondo del asunto contaba, tanto más que toda reflexión, la pesada carga de envidia que arrastra en pos una belleza como yo.
Desfilamos por el salón de actos y recuerdo que los zapatos nuevos me apretaban mucho.
Tal como me aconsejara mi madre y la experta instalada en la farmacia de Castro Barros e Yrigoyen, entré cuanto pude la barriga y saqué mis lindos pechos hasta que ya no pude más. Mis pechos sin sostén, estaba por decirles, mientras aguardaba junto a Leonor y a Ester. Desfilamos por la pasarela o por aquello que el presidente llamaba, y no sé por qué, la pasarela, una esquina del salón comedor del que habían quitado las mesas de banquete y también las sillas. Alrededor la gente se agolpaba entre murmullos, las mujeres con una falsa mirada de conocedoras y los tipos como si nos fueran a comer. Con mi práctica de modelo no me fue difícil intentar un giro original, pero ahora que he caminado tanto en tal sentido comprendo cuán torpe debí parecerles a todos, aun a la sencilla gente de mi barrio, con los zapatos estrenados ese día y la pollera que me caía un poco sobre la curva de las pantorrillas. No bien di la primera vuelta descubrí que sería elegida porque el presidente y un periodista de la radio me escudriñaban como desaforados. Ambos se habían enardecido y escribían afanosamente sobre un papel verdoso. Entonces fue cuando me descompuse o al menos creí descomponerme porque se armó a mi alrededor un gran revuelo y mientras el presidente me proclamaba reina de las fiestas de la Celebración del Club, mamá pedía agua para mí, más atenta al monto de mi premio que a mi estado de salud, a decir verdad, muy buena.
Las otras chicas se dispersaron tan pronto como les fue posible porque, aunque no lo supe entonces, he supuesto siempre que el sabor de la derrota es muy amargo...
Entretanto, en el escritorio que ocupaba el presidente se me preparaba el manto y la corona, y fue entonces cuando el periodista de la radio comenzó a fastidiarme para que mostrara un poco más las piernas o en cierto modo para que accediera a despojarme de la ropa como sincera proclamación de mi belleza. Mamá, que había conseguido colarse en la Dirección, comenzó a protestar a gritos. Pero el presidente logró calmarla aclarándole que sólo se trataba de usar una malla bien ceñida que ella misma podría ir a buscar a nuestra casa. Para mayor seguridad iría con mi madre la mismísima mujer del presidente, podrían ir las dos mientras el público comenzaba a prepararse para el baile y yo quedaba a buen recaudo entre los miembros del jurado y mi hermana. Una belleza como yo merecía un tratamiento especialísimo porque al cabo de esa noche podían surgir circunstancias especiales que harían de mi vida un verdadero éxito. Eso no debía olvidarlo mamá y sus últimos temores fueron abatidos cuando el periodista dijo haber descubierto entre la concurrencia a un magnate de la televisión para el cual todas las llaves del triunfo estaban desde siempre aseguradas. Fue el final y allí partieron mi madre y la enérgica copresidenta, dejándome en las seguras manos de mis admiradores de hoy. En seguida todos se asociaron a la obra. Para festejar mi triunfo debíamos hacer una celebración particular, dijeron, y pidieron al buffet una botella de vino blanco, una botella verde y fina, la recuerdo, y llamaron a mi hermana que entró más muerta que viva. Afuera parecían haberse olvidado de nosotros porque la música comenzó a llenar las instalaciones del club y aun por las puertas entreabiertas vi algunas parejas que iniciaban el baile y dos de las chicas del concurso que lloraban. No sé por qué verlas llorar me produjo una intensa conmoción interior, una salvaje alegría. Por primera vez en la vida me sentía triunfadora en público, cosa muy distinta a sentirlo y serlo -como yo- frente a la familia o los vecinos más fieles del barrio.
Miré a mi hermana con el convencimiento de que me comprendería y así ocurrió. Ella estaba parada en el otro extremo de la pieza, temblando como si la hubieran sacado del agua, y transpirando.
-Ganaste, Gladis -dijo al fin.
Hubiera querido abrazarla como en el teatro pero la felicidad me volvía dura y egoísta hasta las lágrimas. En eso estaba cuando los vi regresar con la botella. Sobre una puerta había un espejo y observé una vez más lo hermosa que era con todas mis redondeces debidamente repartidas, la cara lisa y tersa y los ojos restallantes como hechos de la más pura porcelana. Ellos entraron y dieron vuelta la llave.
-Aquí están mis lindas chicas -dijo el presidente muy emocionado-, porque la hermanita de Gladis no es fea, Rafael, mirala bien, no es fea.
Pero Rafael no tenía ojos más que para mí y ya se acercaba alegremente mostrando sus espesos bigotes y su cara joven muy movida por la risa y la excitación de lo que pensaba hacer.
-Entonces, querida, para que pueda inscribir tus medidas en el diario, dame una oportunidad -dijo respirando fuerte.
Creo que protesté sin mayor convencimiento porque el espejo me atraía mucho más que el periodista e infinitamente más que el presidente, que era calvo, gordo y viejo. El espejo reclamaba mi atención porque en él estaba ahora de cuerpo entero y tan hermosa que sólo cabía dar rienda suelta a mi belleza mostrándola con tranquilidad.
Los dos admiradores brindaban en tanto por mi éxito y felicidad y la sonrisa que consiguieron arrancar a Elvira disipó mis últimas reservas. Ya al salir de la pasarela, cuando mi desmayo, había sentido la mano de uno de ellos justamente bajo la curva del trasero; y bien, ahora la sentía nuevamente en forma harto apremiante porque los tipos actuaban con tanto frenesí que casi una no se daba cuenta de las cosas y todo era fácil y ligero como una carrera en automóvil. El caso fue que me quité el pullover con un brindis por aquel mágico sostén sin aditamentos y luego los zapatos, pero uno de ellos me gritó: los zapatos nunca, lo que me pareció en rigor una verdadera grosería y bastó casi para que desistiera de mostrar lo que todavía permanecía oculto.
-Sos una reina -gritaba el presidente-, te lo dije, Rafael, con esta chica a la televisión, luego a la gloria, al mundo.
-Un pecado, viejo -dijo el periodista-, haberla hecho desfilar vestida fue un error monstruoso.
Con la segunda copa de vino renegaron agriamente de las exigencias del cura y de la directora a quien acusaban de jovata o de beata, no recuerdo bien, pero ya estaban promediando la botella y advertí que -los zapatos nunca, pero el resto sí- debía emprenderla ahora con el resto de lo que llevaba encima. Por cierto que la imagen reflejada en el espejo no podía ser mejor; cierto era también que mi hermana se había puesto roja como si le brotara sangre de la cara y parecía más próxima a llorar que a gozar de un momento como ese. Por las exclamaciones de los dos traviesos miembros del jurado advertí que había que darse prisa si es que quería mostrarme en todo mi esplendor porque el periodista hablaba ahora de una fotografía de arte que me pagarían una barbaridad, y con la que llenarían todos los kioscos de la calle. Podría sacarme así o de este modo, decía maniobrando aceleradamente sobre mis caderas y mis muslos, pero:
-Ahora la pollera, linda -dijo el muy estúpido rompiéndome los broches.
Ya está. La fotografía era un hecho y es un oficio bien decente donde las chicas actúan con la máxima honorabilidad y sólo se muerden de rabia las mujeres como la directora, que ya han perdido el turno. Ya estaba. Mi cuerpo emitía el máximo esplendor posible y ellos dos se mostraban más cómicos atropellándome y aconsejándome las poses, tratando de apretar aquí o de rozar allá, entusiasmados como un par de chicos de la escuela, qué degenerados, dijo mi hermana, pero yo pensé más bien, qué imbéciles, y me sentí adherida a ellos por una compasión dulzona como si estuviera a punto de abrazarlos o de ceder al fin. Pero escuchamos unos golpes en la puerta y los dos recobraron de golpe la apostura, el presidente más que el otro que estaba más bien deschavetado quizá porque era joven y se sentía a gusto entre nosotras, jóvenes como él. El presidente ordenó su escaso pelo algo alborotado y como un tenor que se compone el pecho, dijo:
-Voy, querida -mientras me empujaba sin mayores miramientos hacia el fondo de la pieza donde había un baño. Con un envión final me reunió a mi hermana en tanto el otro hacía desaparecer las copas en el interior de un mueble y ambos corrían gritando entrecortadamente, voy, un instante, que la chica se prepare y otras cosas similares. La copresidenta y mi madre dieron golpes apremiantes para derribar la puerta y así es como me vi en el interior del baño mientras mi hermana forcejeaba por cubrir mi desnudez cuando entró mamá y le dijimos:
-Me preparaba.
Ella titubeó un instante pero luego se quitó la preocupación mostrándome la malla que era amarilla, con un escote profundo sobre los pechos y en la espalda; una malla nueva que había comprado casi secretamente para la ocasión.
Entonces en el baño diminuto, cuatro mujeres -también la copresidenta intervenía ahora con cara desconfiada- llevamos adelante la ceremonia de mi presentación, las dos señoras considerando a salvo mi decencia, y mi hermana y yo, con un secreto compartido que ya había dejado de ser peligroso.
Fue aquella mi primera noche de gloria. Desde entonces, desde que desfilé por mi propio impulso en malla mientras las otras chicas se contentaban con hacerlo en pollera y pullover de banlon, los concursos como aquel y otros mejores se sucedieron... Ahora bien. No se crea que el periodista aquel pasó sin pena ni gloria hacia el olvido. Yo ya había tenido mis cosas en el barrio, desde que cumplí los quince años, y con un muchacho que trabajaba en la fábrica de neumáticos y estudiaba inglés. A decir verdad, mi primer novio fue un tipo muy buen mozo aunque a menudo me aburría un poco. Todo el mundo sabe lo pesado que es un hombre joven, y para colmo honesto, que se enamora de una. Comenzó con los apremios en la última fila del cine un sábado a la tarde y como ganaba bien nada nos costó completar las cosas tal como se debe en el hotel de la calle Rioja. Pero Pedro nunca comprendió que un cuerpo como el que él tenía entre manos merecía la gloria. Quizá en eso lo aventajó el periodista que vino a mí con pretensiones pero también con un montón de proyectos respetables que no era neumáticos recapados o clases en la cultural. Eso lo comprendió mejor que Pedro hasta el mismo presidente, al que tuve que satisfacer en el escritorio donde se me coronara reina de la Promoción porque ya el pobre viejo no me dejaba en paz y siempre es preferible conceder en parte a ganarse un enemigo.
Pero volviendo al periodista debo admitir que todo cuanto tengo ahora se lo debo a él, un tipo inteligente, capaz de darse vuelta frente a una mujer no sólo para sacarle una ventaja sino también para aportar lo suyo. Despedí a Pedro que le había dado por el casamiento e intervine en seguida en el concurso de Primavera, de Carnaval, de Villa Urquiza y de Uruguayos Radicados con un éxito rotundo. Ya empezaba a acostumbrarme al nuevo oficio tanto como a vestir el traje de baño, los zapatos siempre y las fotografías para la revista reservada en la que aparecía, mensualmente, con regularidad.
La corte de mis admiradores arreció y se multiplicó a medida que he avanzado por las fotografías, la publicidad y los concursos, entre los aplausos de los hombres y los ojos cada vez más furiosos de todas las mujeres. Mi hermana me ha seguido siendo fiel. Casi estaría por decir que mi desnudez la requiere como un aditamento sin el cual no podría ser del todo cada vez que me despojo de la ropa para un premio o una fotografía. A menudo, en el trajín de cosas compartidas con mi madre -a mi padre lo veo cada vez menos-, recuerdo que quería ser actriz y hasta me fastidié una vez cuando la dama más importante del jurado quiso preguntarme qué es lo que me llevaba a presentarme allí. La miré sin comprender. Era fea, adusta y vieja, quiero decir que me pareció fea, adusta y vieja y deduje que estaría envidiosa de mi popularidad. Pero ella seguía sepultada en sus visones preguntando con unos grandes ojos tristes que se parecían algo a los míos:
-¿Qué te lleva a presentarte en concursos como este? ¿Qué es lo que te trae aquí?
Mi belleza, jovata, mi belleza y los diecinueve años que olvidaste, debí decirle, pero en lugar de eso sonreí:
-Quiero ser actriz -dije con mi celebrada voz pastosa-, actriz.
Algunos se sonrieron.
-Ah, está bien -dijo la jovata-, pero eso debe darte algo de seguridad, alegría, sentido de responsabilidad sobre tu belleza.
Sentido de mi responsabilidad.
Nadie es menos responsable que una mujer hermosa de diecinueve años a la que se le permite todo, a la que todos buscan, a la que se le rinde un homenaje ardiente a cada paso.
-Sos imponente -me decía el periodista cuando me dejaba en la cama de su departamento-, mijita: sos imponente.
Él fue un tipo importante para mí desde el momento en que me obligó a sentirlo verdaderamente en aquello que tomábamos como si fuera amor y que maldito si nos importaba a él o a mí si lo era o no. Fue bien importante desde el momento que me trajo el contacto para la televisión y comenzó un trabajo más bien duro que consistía en vestirme de soirée a las doce menos cuarto para aparecer frente a las cámaras a los dos y cuarto, y justamente un minuto y medio, al punto que aparecía una modelo celebérrima y consagrada que hacía la parte importante del programa. Pero yo esperaba con gusto las dos horas y media tomando un té con leche con tostadas en el bar del edificio mientras mi hermana retocaba una vez y otra el espeso maquillaje y la cola del vestido tan pesado por efecto de las lentejuelas. Había noches en que casi no podía caminar porque los pies se me dilataban y los ojos me dolían por obra de los focos. Me moría de hambre y había que aguantar las groserías de los que pasaban por allí o las indiscretas exigencias de los hombres, con la firme esperanza de verse al fin recompensada. Mi periodista cumplió holgadamente su palabra y me introdujo. Casi me llevó al cinematógrafo pero en ese rubro los peces gordos no llegaban hasta las chicas como yo, sólo tratábamos con técnicos casados o con fotógrafos muy jóvenes los cuales apenas podían mantenerse y pasar un buen rato con nosotras una vez a la quincena. De modo que todo se volvía trabajo o aparecer un par de segundos tomando la bebida tal o cual u ofrecer un aceite comestible en una lata que todos sabíamos vacía. Así que dije a mi periodista que iba a volver a mis concursos con los que me sentía en mi elemento aunque la gloria fuese corta. Ese segundo que duraba el recorrido de la pasarela, los ojos bien fijos en las partes fundamentales de mi cuerpo y la corona de metal dorado sobre los rulos negros y aceitosos me procuraban una felicidad infinita. Esperaba de cierto modo que alguna vez el presidente del jurado fuese de veras importante y todo cobrara nuevo ritmo. A mi periodista no le gustó nada y me dijo algunas cosas fuertes antes de dejarme vestida y maquillada para el minuto y medio de las dos y cuarto de la tarde. Me dijo cosas horrendas, se metió con mi madre y con mi hermana, lo que fue de veras una descortesía. Y yo demostré que tengo agallas para defenderme cuando esa misma tarde me anoté en el concurso de Miss Argentina.
¡Cuántas ansiedades durante quince días! ¡Cuántos trabajos delicados para imponer en aquellas selecciones previas la rotunda afirmación de mis medidas!
-Sos una 92-63 (ahora) 92 auténtica -decía mi hermana que también había cambiado mucho y que ahora manejaba sus intereses y los míos.
Las cosas comenzaron a ponerse duras desde la aparición de un par de competidoras respetables: Leonor y Marina, dos que enfilaban hacia el triunfo sin rodeos. Marina era modelo profesional y algo crecida, tenía 29 años, ya había estado casada y tenía un hijo cuidado por su madre, una simpática mujer, tan ansiosa por el triunfo de su hija como se mostraba la mía. Todas ignorábamos al que fuera su marido pero Marina estaba enamorada de Ezquivel, un fotógrafo social. Esa era la ventaja de Marina: tenía fotos que dejaban sin aliento y bien que hizo uso de una de ellas hasta que el tipo se angustió de tal manera que acabó por cortarse las venas frente al hospital Durand. Mi hermana dijo que era conveniente para todos si se piensa que una competidora con problemas pierde mucho de esplendor. Y Marina se mostraba muy caída cada noche en el café Moderno al reunirse con el resto de su grupo, grupo bastante confuso si se quiere ya que se integraba por parejas y hoy era un poeta inédito y mañana un corredor de automóviles y la gente de publicidad que llenaba los lugares al lado de nosotras, de modo que a los pocos meses ya aquello era un berenjenal, difícil de desentrañar. En cuanto a Leonor, debo confesar que era la misma del primer concurso en el club, la misma competidora audaz y mentirosa. Ella y los suyos poseían una curiosa certidumbre acerca del triunfo aunque habían pasado más de tres años y yo seguía ganando los concursos subsidiarios, los de las medias y los del Tricot de Lana amén de Miss Canal y Miss Mar del Plata. A pesar de todo, Leonor aprendió a manejarse sabiamente sobre todo con los jefes de publicidad y hasta con el célebre Maciel que se había casado con una actriz de teatro y que ahora aparecía fotografiado en las revistas. Con Maciel o no, Leonor llegó a la preselección y mamá, mi hermana y yo adivinamos que en esa dura prueba la suerte debería elegir entre Leonor, Marina y yo. Por cierto que no fue fácil vivir aquellas semanas de la preselección casi conminadas a estar juntas de la noche a la mañana, sonriendo, ensayando el paso frente a la mesa de jurados, bebiendo jugo de tomates y comiendo arroz hervido como único alimento en parte por la belleza, en parte porque el presupuesto familiar ya no daba más. Personalmente, convivir con mis competidoras me procuraba una ansiedad insoportable. Este par de idiotas que luchaban por sacarse y sacarme una ventaja tuvieron la virtud de quebrar mi resistencia. Marina peleaba por lo suyo con carácter; es algo más decente, dijo mamá, al menos recurría a los hombres, expediente razonable en problemas como este. Pero la otra, haciendo desaparecer invitaciones, mezclando indebidamente el maquillaje en el momento de salir para la exhibición, esta Leonor con su tonito comercial de mostrador después de largos años de trabajo... Ah, difícil soportar a Leonor. Entre nosotras casi no nos dirigíamos la palabra.
También había que aguantar a la señora Armel, la dueña de los Cosméticos Armel, que era solícita en exceso con las concursantes pero en eso al menos yo me mantenía lúcida; la pareja es una mujer y un hombre, por más que la señora Armel fuera la patrocinante de la oportunidad maravillosa.
Una tarde de esas yo no pude más conmigo y comencé a llorar de modo que Leonor se acercó a atenderme y yo aproveché la circunstancia para aplicarle una bofetada espléndida. Leonor gritó tanto que subieron desde la planta baja, el vigilante de turno, el bombero voluntario y la recepcionista. Hay que ver lo complejo que es el mundo de la televisión, de la empresa, de la riqueza organizada. Hay que ver cuánto es lo que se mueve alrededor de la belleza puesta en marcha. Todos subieron como eco a los gritos de Leonor y poco faltó para que nos prendiéramos una a la otra hasta sacarnos sangre con la vaga esperanza de eliminarnos mutuamente. Pero el bombero puso buena voluntad y músculos y aunque fuimos reducidas, desde aquella tarde todo se hizo muy difícil y yo conseguí rebajar tres kilos sin ayuda del jugo de tomates ni de las caminatas por el barrio.
No quiero pensar lo generoso y amplio que es el premio para la triunfadora. Dinero en abundancia, viajes, un abrigo de visón, una semana en el mejor hotel de California, otra semana en Madrid, una semana en el Alvear, donde se haría el concurso. Y luego el triunfo entre las piernas. No sé por qué esa expresión de mi madre siempre me resultó preciosa. El triunfo entre las piernas como si la gloria fuera ese caballo brioso que puede conducirnos al fin del mundo apetecido. Mi belleza sería el pasaporte de la felicidad y el triunfo entre las piernas quizás los carteles luminosos y más que todo eso el adiós a la mediocridad, a los largos plantones del mediodía bebiendo té con galletitas, el peregrinaje por las tiendas en busca del vestido más barato, los zapatos gastados por el uso, el gordo bonachón aunque exigente que pasa a buscarnos en la Coupé de Ville. Adiós a todo lo que olía mal y llegó el concurso. Confieso que cuando quiero evocar el día me resulta tan vertiginoso que lo recuerdo apenas. Aprontamos nuestro bagaje: de pechos, ojos almendrados, buenas piernas y traseros, a la hora señalada. Algunas de las concursantes hacían promesas y vi a una chica de Ciudadela extraer de su cartera una pequeña cruz a la que cubrió de besos. Algunas de las madres asistentes nos acompañaron hasta la pasarela donde desfilaríamos y en un relámpago vi la feroz expresión de mi familia -madre y hermana ya lo dije- sumidas en un curioso efecto de embeleso. Alguien me pellizcó un muslo al pasar pero estábamos bajo los reflectores y todas las cabezas, los hombres y la voz del público se fundieron en una masa inadvertible y bien compacta; pensé que así deben divisarla los toreros en el medio de la plaza. Nos llamaron por el nombre y por el número que llevábamos anotado entre los dedos de la mano izquierda.
Desfilamos; y el olor, el tono y el grito de la gente se hizo más patente.
Ganó Leonor, parece extraño recordarlo, ganó Leonor y Marina lloró hasta desfigurarse. Yo no lloré. Al fin y al cabo soy una hembra majestuosa, ya lo han dicho y otra vez quizá se me dará la oportunidad. Ahora había que mantenerse en calma; aprovechando las bases del concurso regresé a la lujosa habitación del hotel que me estaba destinada y encargué -por cuenta de cosméticos Ardel- una cena espléndida con pollo al champignon y champaña helado. Comí hasta que ya no pude más porque ya mañana habrá tiempo de buscarse otro concurso o de aprovechar las conexiones obtenidas. La belleza es la condición número uno si se usa sabiamente. Y en eso, mamá y mi hermana, bebiendo su champaña, estuvieron de acuerdo.

FIN


CAMPO DE BATALLA Marta Lynch



Las dos muchachas, una más vieja que la otra, caminaron resueltamente hasta el portón pero luego, ya sobre el recuadro de la entrada, vacilaron.
-¿Te dejo aquí? -dijo la más joven.
Era alta y carnosa con las pestañas dibujadas en la piel del pómulo, las rodillas cubiertas por encaje y hermosos ojos de gato. La cadera chata levantaba el ruedo de la falda y llevaba encima una chaqueta de vaquero que le apretaba los hombros y los pechos.
-Una bomba -dijo el pesquisa de la entrada escarbándose los dientes.
Pero el vigilante pensaba que había llegado al 26 del mes y que no tenía un centavo; y que su mujer, una criolla de cincuenta y tantos años, era gorda y buenísima.
-Ajá -dijo, por no pasar por zonzo.
El día anterior otra mujer parecida a la suya se había presentado en la comisaría diciendo que su marido le pegaba.
-Se ha enamorado de la camisera que tiene 19 -dijo al oficial.
Como ésta, pensó el vigilante fastidiado. Y desvió los ojos.
-Me dijo que nos anunciáramos -dijo la mayor.
-Las flacas suelen ser tremendas -dijo el pesquisa sin abandonar la limpieza de sus dientes.
Flaquísima verdaderamente, con la boca ancha y muy pintada y un aire enfermizo que hacía olvidar la poca consistencia del cuerpo, las piernas musculosas, la pollera cortísima y el pullover de varias temporadas. Así y todo se notaba que había puesto su mayor empeño al presentarse como ofreciendo a los otros lo mejor; de modo que también era bonita, algo mayor, de unos 27 años muy gastados.
Ellas se miraban mutuamente pensando que pegarían golpe, Mirta en especial, la del sacón vaquero, aunque fuese Adela, la mayor, quien dirigía la maniobra. Y sonrieron, muy profesionales, calculando si el tipo cansado y sin afeitar que las miraba sería alguien importante de la Casa.
-Dejen libre la entrada -rezongó el portero.
Como aquellas, venían a docenas. Llegaban por la mañana y andaban rondando el portón durante horas o cruzándose hasta el bar para entonarse con café y agua. Algunas conseguían entrar y el portero aplicaba en ellas una filosofía bárbara e infalible. Quince días tardaba el promotor ocasional en encontrarlas, darles lugar y despedirlas. Luego volvían a la puerta, al café y de este modo la guardia de muchachas podía ser infinita.
-¿De parte? -preguntó el portero.
Ellas eran Adela y Mirta simplemente; así las habían conocido la tarde anterior en la larga fila hasta la ventanilla y los dos hombres no preguntaron demasiado. Además entre la gente joven y libre como ellos era habitual. De modo que bastaría con Adela y Mirta. El portero las miró a través de unos vidrios empañados. Oyéndolas cuchichear, el vigilante las halló muy parecidas al par de gallinas que picoteaban el fondo de su casa. La preocupación por su mujer y el presupuesto lo dejaban sin aliento: su mujer trabajaba duramente desde siempre; tenía las manos tan quemadas por el agua y el jabón, que parecían separadas de los brazos. Miró de reojo las uñas escarlatas de las postulantes y pensó que el mundo era una bolsa de basura. El pagaré vencería el 28 aunque la Gorda, su mujer, hubiera planchado el 27 por la tarde toda la ropa de la cuadra.
-El señor Amayo -puntualizó Adela retomando la batuta.
Un promotor. Dos, para ser exactas. Mirta había dicho que era extraño encontrar personajes influyentes en la cola del rápido hasta City Bell pero fue un juego del azar, simple casualidad, que el automóvil del señor Amayo no estuviera en el taller justamente el día del encuentro.
-Esta gente siempre se maneja en auto -dijo Mirta tironeándole la blusa.
Adela estaba muy cansada para reflexiones. Desde hacía un tiempo que no lograba quitarse el cansancio de los huesos. Lo llevaba metido dentro de la piel y para eso era inútil dormir o quitarse los zapatos. Mirta resultaba idiota negándose a admitir que la buena suerte sonreía en la fila de los colectivos.
Al fin y al cabo la gente debe conocerse donde circula gente.
-¿De la televisión? -preguntó llena de entusiasmo.
El señor Amayo parecía ser más importante que su compañero aunque los dos cobraron fuerzas para las presentaciones de rigor no bien ellas les sonrieron. El otro se llamaba Tito.
Un hombre de pelo teñido abandonó la Casa seguido por el viejo de una capa de lana azul oscuro.
-Ferrario -chilló una chica precipitándose sobre el automóvil que aguardaba.
El hombre de la capa recorrió los pocos metros que lo separaban de la máquina sin quitar la vista del suelo.
-Ferrario -confirmó Mirta estrechándose al costado de Adela.
Los pechos anchos y blandos se achataron contra el brazo de la otra. Mirta tenía cada cosa. Se habían conocido un año atrás precisamente en la antesala de otro promotor. Esta vez prometían un espectáculo para una boite de la ciudad de Córdoba y cuando quisieron desnudarlas las muchachas salieron a la calle como despavoridas. No era que ambas se negaran a cosas semejantes. Las calles y los cinematógrafos, las revistas todas, estaban atestadas de muchachas como ellas y sin ropas. Pero el tipo aquel con la boca reluciente de saliva había mostrado la máquina de fotos.
-Fotos no -fue la opinión de Adela-, al menos todavía no.
El reluciente se puso furioso.
-A vos no te sobra el tiempo, hijita. Un poco más...
Pero habían dicho no y el viaje a Córdoba se malogró como tantas otras cosas. Desde que la corrían juntas, Mirta se había enamorado de un director de cine sin trabajo que vivió a costillas de ambas durante un par de meses y Adela pasaba modelos en salones de segunda clase. Como ambas eran bonitas conseguían comer y divertirse, aunque Adela se divertía menos; verdaderamente, a veces casi no se divertía nada. La salud y la campechana solidez de Mirta ponían sus nervios en tensión. La veía caminar con alguna pesadez, reírse, cambiar de compañero, treparse a los ómnibus y acariciar los gatos callejeros con una fruición sensual.
Sin embargo Mirta se sacrificaba por Adela; siempre rogaba a su compañero que trajese a alguien como acompañante o la llevaba consigo. También eran requeridas juntas pero el mecanismo resultaba complicado y Adela se mostraba cohibida cuando no francamente repugnada. Mirta era más natural.
-Lo que no se sabe que se ha hecho es como si no se hubiera hecho -pontificó una noche de regreso, muertas de cansancio, estragadas y confusas.
-Nunca otra salida como esta -dijo Adela-, tendré que velar por vos.
-Me conmovés.
Ahora Mirta la miraba reticente.
-No es el caso de que te conviertas en mi hermana -dijo.
-Pienso que lo necesitás. No te vendría mal, a veces.
Mirta avanzó por la pieza descalza y todavía con la falda puesta.
-Me propongo no querer demasiado a cierta gente -dijo-, eso siempre termina en un infierno.
Inclinada sobre la cama de la otra la besó.
-Es un poco difícil no quererte, flaca -murmuró.
Adela apretó tanto los dedos sobre el cigarrillo que lo deshizo sobre la frazada.
-Por lo pronto, salidas como la de esta noche... nunca.
Mirta se encogió de hombros.
-Como quieras -dijo-. Si se ponen muy cargosos es mejor tenerles algo de buena voluntad. A fin de mes nos aumentarán el precio de esta pieza y las dos precisamos un tapado. En fin, si no querés... En esos casos recurriré a Victoria.
-Victoria es una puta -dijo Adela furiosa.
-Llamale hache -dijo Mirta ya medio dormida.
Adela la miró hasta acabar los cigarrillos; un poco su hermana y mucho más su amiga, aquel animalito esclavizante que roncaba suavemente. Bordeando cierto paredón de la calle Cruz jugaba en compañía de su hermano. La vida no era demasiado hermosa entonces, nunca es hermosa la vida de una chica pobre después de la muerte de la madre, y en el colegio las cosas se pusieron peor. Las demás muchachas tenían pretensiones, buenos modales y familia. Su tía se cansó bien pronto de tan peregrina educación.
-Más bien trabajás mijita -dijo.
Quería ser actriz. De algún modo aquella vocación había originado todo, hasta la conversación con los promotores. Una muchacha como ella desea ser actriz como un hecho natural. Era alta y flaca y ahora las modelos se convertían en grandes personajes. Ella tuvo dos o tres buenas temporadas pero le faltaba un hombre. Había tenido poca suerte en eso y cuando conoció a su teniente coronel, el universo se le vino abajo. Casado y además muy prejuicioso.
-Tenés que dejar de andar por ahí, tenés que dedicarte a mí -le había dicho.
Adela se enamoró de él a tal punto que quiso suicidarse cuando lo trasladaron. Pero el teniente coronel fue tan razonable que no se despidió siquiera. Y fue mejor. Adela creyó que las habladurías lo habían mandado a Palpalá. Y buscó en el mapa aquel nombre indígena que ahora significaba su vida. Una modelo de segunda clase no puede viajar todas las semanas hasta Palpalá. Lloró durante un mes y pasó los vestidos con ojos de odio. Oyó que una mujer decía a su vecina:
-Pero che, esta modelo me deprime. Parece que desfilara delante de su tumba.
La mujer del teniente coronel cambiaría los muebles de lugar y elegiría el lugar para su prole. Desfiló con tanto odio que la despidieron. Entonces descubrió que Mirta era una buena compañera y que si bebían juntas hasta la madrugada, conseguiría dormir. Mirta le parecía muy bonita, con una belleza pegajosa y memorable que empezó a buscar lugar entre sus sensaciones. Pensándolo mejor siempre había tenido su lugar aun con el teniente coronel.
-¿Así que actriz? -dijo el promotor deslizándose a su lado.
Y Tito, en la oreja izquierda de su amiga:
-Es cosa de promocionarse, nena.
Ya casi la tocaba acercándosele mucho con el pretexto de la fila, muerto de risa de puro satisfecho, asombrado de su buena suerte.
Comenzaron con grandezas. Aunque se esté en la cola y esperando el colectivo las grandezas aligeran cada trámite. Nadie comienza mostrando miseria. Las chicas además estaban bien puestitas, limpias, cualquiera con menos pretensiones las hubiera tomado por chicas de familia en vacaciones. Tito se tituló experto en publicidad y llamó al jefe de la Casa su amigo personal. De pronto se encontró contando un viaje por el Amazonas y ofreciendo a Mirta un contrato para todo el año. Lo del Amazonas era infalible y a ésta también le daba por los viajes; había sido azafata o estaba a punto de serlo. Tito lo entendió a medias ocupado en calcular el contorno del saco vaquero y los centímetros de pantorrilla. Algo excepcional, y además de agraciada, bastante divertida, con un tono en sí menor, las erres medio embarulladas, y mohines. Casi le daba fiebre. El Senior se las arregló para conformarse con la Flaca que era distinguida, bocona, seria y de aire trágico. De negro y bajo las luces de neón podría resultar fantástica. De todos modos ellos conocían la historia de las flacas como esa, las modelos que se retorcían frente al objetivo eran símbolos de un amor furioso; el sexo universal estaba de rodillas frente a las flacas piernilargas como aquella.
Sí, casi, casi, pensó Tito haciendo como que escuchaba a Mirta. En fin, siempre había tiempo.
Mirta contó que ese verano veranearía en Pinamar porque era más tranquilo.
Tito tuvo ganas de reírse.
-¿Tranquilo con gente como vos?
Adela explicó que vivían en French y Las Heras, cerca de la familia de ambas.
No podía olvidar aunque quisiera aquel paredón de la calle Cruz. ¿Dónde estaría ahora su familia o lo que quedaba de ella? Era de Santa Fe, de una villa que se inundaba durante las crecientes, y a su padre lo recordaba poco y mal. Mamá cosía, como todas. ¿Y la Negra? Tendría alrededor de 25 años. En la fábrica una máquina le rebanó el meñique y la familia recibía ahora la pensión y se acostumbraban a la mano mocha de la Negra sin emocionarse demasiado.
-¿En French y Las Heras? Las pasaremos a buscar, entonces.
Pero no. Las muchachas querían visitar la Casa y de ser posible probar fortuna, ofrecerse a prueba. Las dos tenían buena pasta de actrices, eso se veía por arriba de la ropa.
O mejor sin ropa, pensó Tito muerto de risa.
Los sábados por la tarde Adela no lo pasaba demasiado bien; a menudo las invitaciones raleaban cada fin de semana; los hombres casados no transigían con la pausa del feriado y ella era ya una muchacha con agallas que exigía al menos cierto trato deferente. Mirta, por el contrario, aceptaba lo que trajera la mano. De buen humor le anunciaba a mediodía el programa de la noche; un conscripto hijo de mamá, con coche, un dibujante de publicidad, el director de cine que se volvía cargoso con el tiempo. Era fácil enamorarse de alguien como Mirta, pensaba Adela mientras preparaba un trago en el ambiente único que compartía con la otra. Mirta lo había conseguido hacía un par de meses, un buen ambiente sobre la calle Güemes en el que se alternaban con altas dosis de camaradería. Más que fácil, añadía mordiéndose los labios. El ruido del ascensor la sacó de su negrura. Mirta golpeó en la puerta anunciándose: el acompañante parecía tener no más de 19 años. Inútil llamarle la atención; así como era graciosa también podía resultar enteramente idiota.
-Llamarlo novio... vamos. Una amistad, digamos.
Y ya tenía corridas durante dos semanas entre cinematógrafos, bancos de la plaza y largas despedidas en el ascensor. Llegado el momento, Adela dejaba el departamento durante un par de horas. O invitaba a los amigos y bebían hasta la madrugada. Mirta era muy buena bailarina, quizá algo pesada. Las rodillas y las manos anchas y rojas eran su punto vulnerable. Pero nadie querría mirar sus manos cuando ella se contorsionaba armoniosamente junto al tocadiscos, nadie repararía en sus rodillas teniendo a la vista la amplia mole de sus pechos y su expresión feliz. Adela la miraba más que los demás y a menudo se encontraba estableciendo dolorosas comparaciones, abruptas semejanzas. ¿Por qué? se preguntaba devorando el cigarrillo. Las visitas del director de cine la sacaban de su quicio. Aquel macho prepotente establecía alrededor de Mirta una red de maniobras y de imposiciones. Hay hombres que verdaderamente se apoderan de su presa. Aquel mandón criticaba todo en Mirta pero también su desconfianza era una parte de la bárbara posesión que le ofrecía. Mirta, menos dada a las especulaciones, se arrojaba en los brazos del recién llegado con una dosis ilimitada de alegría.
-Cuando lo conocí me pareció genial -dijo saliendo de la bañera.
-Te verán de enfrente -dijo Adela.
La otra ofreció su desnudez con expresión burlona.
-Mirá, me tienen harta. No buscan más que eso. Hasta las mujeres.
Adela la miró de nuevo inescrutable.
-Requena se ha puesto como loco -dijo Mirta abrochándose el corpiño-, dice que soy despreciable y me amenaza con dejar en la calle a su mujer para que me case con él.
-Requena es un pobrete -dijo Adela dando vuelta el bife sobre la cocinita.
-Y también un mentiroso -dijo Mirta.
Ahora dibujaba sus ojos cuidadosamente, sus bellos ojos de gato. Contempló su pelo que era escaso y feo.
-Me dijo que viajaría a Mar del Plata y no se movió de la pensión.
-Tenés que elegir mejor tus amistades -dijo Adela.
La otra se rió.
-Mirá quien habla -dijo.
Por suerte el encuentro con los promotores había sido por partida doble. Faltaría ahora que los tipos se hubieran hecho humo. Pero ya el portero les daba una respuesta.
-Amayo las espera -dijo.
Mirta hizo una entrada triunfal.
-Te lo dije -anunció a su compañera con cierto aire de reproche.
A veces la cargaba el eterno pesimismo de Adela. No les iba demasiado mal, caramba, Adela había salido en el aviso de dentífrico y de medias Solferinas. En cuanto a ella, los nombres se sucedían junto al teléfono como en una guía interminable.
¿Acaso su madre no había cortado por lo sano casándose de nuevo? Sus hermanas tenían que vérselas con aquel padrastro simpático y cargoso, pero ella no. El accidente sexual de sus quince años la había liberado y era tan fácil ahora ser bonita, ir al cine, comer, escuchar y sonreír... Tito le parecía algo pesado pero era cosa de imaginar y remitirse a su director de cine, que la volvía medio loca cada vez que la llamaba. ¡Ah! ¡Esas llamadas espaciadas podían ser también excepcionales! No era tan difícil sentirse satisfecha, más bien cuestión de aflojarse y dejar que la vida fluyera mansamente. Pensando en la oportunidad que se le daba Mirta sintió deseos de bailar.
-Buenas tardes, buenas tardes -dijo Amayo-. Un trabajo agotador, mijita -agregó sacando pecho.
El portero le echó una mirada criminal. A ése lo tenía marcado, y también el pesquisa de la puerta, porque había sospechas de juego o de muchachas.
-Qué laburo, ¿no? -dijo el portero ácidamente.
Si los promotores eran gente importante deberían tomar alguna medida con aquel portero. Tito avanzó en mangas de camisa y a Mirta le pareció mejor, más joven y simpático. Su director de cine era especialísimo, ya lo sabía ella, pero en general los hombres resultaban todos muy simpáticos, Tito en especial si se omitía la calvicie prematura y un cierto olor ácido sobre la camisa.
-Saldremos en seguida -dijo el promotor.
Adela miró a Mirta preocupada. ¿No era en la Casa donde se hacían las pruebas? ¿No estaban ellas allí para mostrarse como actrices frente a importantes promotores? Tal había sido la conversación. Lo habían convenido el día anterior antes de abandonar la cola, antes de ocupar un taxi donde todos se apretaron un poco. ¡Ah, los primeros roces podían ser significativos! Y acaso, por la noche, ellos, los cuatro, se abocarían a los juegos de la convivencia, bailar a Go-Gó o besarse un poco. Ya estarían listas para la gratitud, después de la prueba dentro de la Casa. Los promotores iban y venían ocupados si se quiere en misteriosos preparativos; pero el resultado no era satisfactorio. Como dos bolas de billar salían disparados en distintas direcciones, entrechocaban y regresaban, se recogían cambiando confidencias y sonreían a las dos muchachas entre aspavientos. Ellos trataban de conseguir un coche y al fin alguien les contestó a los gritos:
-El coche está en la esquina -dijo Tito.
Dieron órdenes a un muchacho flaco que parecía ser destinatario y única comparsa del dúo y cuando pasaron cerca del pesquisa éste no hizo otra cosa que maldecir su negra suerte: una sospecha de juego y de muchachas y aquellos infelices se alejaban, el brazo puesto sobre los hombros de la más hermosa. El promotor Senior iba, un paso atrás, con la piernilarga. El pesquisa anotó por su hábito: Salida a las cinco y cuarto de la tarde, chapa 636.510 de Buenos Aires, cuatro personas, tales señas. La de 19 años era una bomba.
-Voy a tomar agua -dijo el vigilante con cara de tristeza.
Faltaban aún un par de horas. La Gorda estaría de regreso preparando la comida de la noche; la nena haría los deberes. Y el tiempo pasaría también para la contraentrega de los documentos sin pagar. ¡Qué sed tenía ahora, qué ganas de trampear a la Policía Federal y de sentirse libre aunque más no fuera por un par de minutos! Que se fueran al infierno la custodia de la Casa, el patrullero que daba vuelta en Jerónimo Salguero y el mismo jefe de su Departamento.
-Mira qué papa -dijo el pesquisa contemplando a las parejas.
A la más joven se le vio el final del muslo y las dos rodillas anchas y rojizas.
El coche enfiló hacia Palermo. Los promotores habían olvidado la terminología especial y se dirigían libremente a las muchachas instándolas a gozar del paseo, a mostrar otro poco las rodillas y a acercarse a ellos lo más posible. Mirta y Adela comenzaron a confundir los planes. Ya no entendían nada acerca del desplazamiento de aquellos intereses profesionales. Hasta entonces distinguían claramente las largas horas de pie en el probador, las poses para las fotografías y las changas en la televisión con el miserable café con leche de las dos y media; distinguían el frío o el calor siempre indeseable, las malas compañeras, la directora de escena lesbiana. Conocían el magro presupuesto, la necesidad de aparentar, la loca esperanza de las cámaras sobre sus caras maquilladas y bonitas, el ansiado ojo experto que las descubriría llevándolas a la riqueza, tan lejos de la pieza compartida y de los muchachos barullentos, ardientes y guarangos. Distinguían una buena hora de cine acariciándose con su pareja y hasta la alegría de alguna noche menos ruidosa que otras noches. Pero el trabajo seguía siendo rudo y miserable: se les hinchaban los pies, les pesaba el vientre o la cabeza, se les enrojecían los ojos bajo la doble hilera de anchas pestañas postizas. Podían aguantar porque aún daba para mucho aquella piel de buena calidad, las espléndidas dentaduras, el período mensual sin alteraciones y las santas ganas de vivir y de fornicar. Pero ahora a fuerza de comprender la situación se desorientaban. Ellas no precisaban hombres sino pruebas. El día anterior, en la fila de Constitución habían sido claras: era hora de que aquel milagro proclamado por los consagrados se hiciera para ellas. Eran jóvenes, dúctiles y bonitas. Los promotores habían dicho ser capitanes de la Casa y un contrato para ellos era juego de niños. ¿Entonces?
-Correte, linda -dijo el Senior, que parecía contentísimo.
En el asiento trasero Mirta había transigido filosóficamente por acercar sus piernas. ¿Las polleras cortas habían sido inventadas para eso? Tito resollaba de alegría. Ya no hablaban nada del contrato, sino que se mostraban enamoradísimos, con un entusiasmo casi contagioso. Aun a muchachas veteranas como ellas, el proceso de enamoramiento les resultaba fascinante. En un abrir y cerrar de ojos se disponía de los hombres. Y de atenerse a las estadísticas, habría hombres para rato. Las revistas y el cinematógrafo entronizaban generosamente sus muslos, la canaleta entre los pechos, la hendidura de sus ingles, el borde del pezón, todo era material precioso, ávidamente devorado, expuesto, apto para el consumo y la proliferación. Adela y Mirta orillaban, pues, en cierta forma, una suerte de curiosa gloria que las separaba de la especie convirtiéndolas en ejemplares admirables. Soy una mujer, decía Mirta explicándose. Una terminología apta y precisa como un buen membrete de mercado.
El automóvil entró por un sendero bordeado de árboles; algunos automóviles estaban ya detenidos en las inmediaciones, con la pequeña luz trasera encendida como precaución.
-¡Atención: Zona de amor! -dijo el Senior de excelente humor.
Ahora los cuatro chacoteaban cómodamente. Un área alerta en la atención de Adela seguía funcionando.
De acuerdo, pensó acercándose a su compañero. Antes o después me da lo mismo.
Según las tibias referencias del tipo, los estudios estaban ocupados hasta la medianoche. Quizá después. Aunque hubiera bastado un metro cuadrado de pasillo, pensó Adela entregando la boca al beso que llegó enseguida. O un rincón en el vestuario o el despacho que aquellos dos sabuesos compartían. Cualquier sitio, libre o no, habría bastado para que ellas, ambas, llevaran adelante la prueba cinematográfica. En la cola de Constitución habían precisado sus necesidades: tanto Mirta como Adela estaban bien seguras de lo buenas que podían resultar como heroínas de comedia. Mirta tenía una bonita voz pastosa y era una buena bailarina. Adela sería apta para el drama.
-Están muy buenas -dijo Tito besándola en el cuello y deslizando las manos debajo del pullover. El sacón vaquero cayó bajo el asiento.
Se me romperán las medias, pensó Mirta olvidándose del psicodrama y respondiendo a Tito. Era divertido y joven, aunque una pena que no estuviera en tipo. Borró con enérgico ademán el recuerdo del director de cine que pugnaba entre el cuello de Tito y el borde de su oreja izquierda. No es posible obstinarse en el pelo suave y rizado de un tipo pobre y ardiente. Los tipos como el director no conseguían nunca nada fuera del amor. Mirta lanzó una risita promisoria y de este modo supo Adela que en el asiento posterior las cosas se desenvolverían con normalidad. El Senior era algo exigente y el volante le molestaba sobre el borde de la espalda, las largas piernas chocaron con el tablero de los instrumentos. Era puerco y exigente. En aquellos trances, y como era la más vieja, siempre ocurría que su mala estrella la ponía cerca de lo peor. Suerte para Mirta, suspiró, dejándose llevar tan entristecida que entrevió la caída de las ramas sobre la ventanilla como una visión de lágrimas. Ahora retornarían las imágenes con la visión de una chica flaca en el paredón de la calle Cruz y quién sabe la muchacha desconocida desnudándose frente a la ventana con los pesados pechos bamboleándose. Retornaría el asombro, la prudente observación de una espalda ajena subiendo y bajando en una respiración acelerada, sobrevendría el incrédulo interrogante: ¿Para qué y por qué todo esto? No soy santa, pensó Adela, maniobrando con habilidad, y es la última vez que accedo estando Mirta a un metro de distancia. Es demasiado, sollozó, porque ahora Mirta era la chica de la ventana saludándola y aquellos dos forcejeaban con un amplio margen de impudicia hasta que el asiento posterior y el delantero fueron un solo y único aquelarre. Despojado de entusiasmo el Senior encendió un cigarrillo y le ofreció el correspondiente.
-Mijita -dijo y se volvió para observar a la otra pareja. Rió largamente hasta que Adela sintió serios deseos de apagarle la brasa sobre la mejilla. ¡Con qué satisfacción reía y fumaba el Senior! Las piernas desnudas de Mirta resaltaban sobre el tapizado. La ancha cara felina se acercó sobre los hombros de Tito. Estaba plena.
También ella reía y lo encontraba todo bien. ¡Cuántos ensayos en el hotel, en la escalera del departamento, en el jardín botánico, en los departamentos alquilados con muebles o sin ellos! ¡Y en el automóvil prestado junto al río, ahora o más tarde en el cinematógrafo! El pullover lila marcaba el contorno de los grandes pechos sueltos aviesamente desparramados hacia los sobacos. Tito se aferraba hipnotizado.
-Bueno, che -dijo el Senior apagando de pronto el cigarrillo y retornando a la necesaria seriedad.
Tito saltó del asiento y en un abrir y cerrar de ojos estuvo al lado de Adela. No habría caso de protestas porque los promotores llevaban un ritmo envidiable en cada movimiento y todo funcionaba en ellos a satisfacción; eran como las hermanas manecillas de un reloj, como dos aguerridos mercenarios que se reparten el botín. Mirta ronroneaba entre agresiva y halagada.
Aquellos entreveros pasionales la ponían fuera de sí. No entendía bien las prevenciones de Adela en la materia; hasta opinaba que su mojigatería era perniciosa como la fea enfermedad de una persona joven. El cuerpo era un precioso bien y aquel par de robustos compañeros de la hora respondían puntualmente a un llamado general. Y así fue como se cumplió por segunda vez la ceremonia. Estaba oscuro y un automóvil encendió los focos y los apagó en seguida para no delimitar los grupos. El Senior se había enamorado de Mirta y llenaba su pelo y el comienzo de su espalda de besos encendidos. Tenía que volver a verla, la buscaría. Luego, se calmó. Tito consultó el reloj.
-La pucha, ocho y cuarto. El Viejo nos estará buscando para “El Especial”.
El Senior acomodó su corbata y su camisa como pudo.
-¿Ferrario estaría de regreso antes de las nueve? -preguntó.
Tito se peinaba en el retrovisor.
-Si llega antes que nosotros... despedite -dijo.
La implacable cabeza de Adela dedujo que aquellos promotores tenían una miserable situación dentro de la Casa. Ahora se lamentaban del tiempo, del arranque dificultoso del Di Tella y de no poder tomarse una cerveza antes del horario de la noche.
-¿Qué es lo que ensaya Ferrario, entonces?
Tito se encogió de hombros.
-Yo reemplazo al iluminador que se enfermó por la mañana -dijo manejando con dificultad en un sendero barroso.
-Tené cuidado, salí al asfalto que es directo.
Había tantos automóviles en la oscuridad que a uno y otro lado del sendero los focos iluminaban las cabezas confundidas, las piernas, un trozo de espalda flexionada. Parecía en cierto modo un campo de batalla.
Adela se peinó en silencio. Mirta, la falda aún arrollada en las caderas, levantó las negras medias de encaje. Sanas, menos mal, pensó. Los compañeros se mostraron razonables aunque no demasiado agradecidos. Estaban más bien apurados. O quizá muertos de susto o responsabilidad.
-Apurate, viejo -dijo el Senior encendiendo un cigarrillo sin ofrecerle a Mirta. Ésta lo codeó.
-Ah, ¿vos fumás, piba?
Una hembrita espléndida, pensó distraídamente. Y sería mejor retomar el Bajo. Tito maldijo el tránsito mientras se filtraba entre dos camiones.
-El Viejo se pondrá furioso y yo necesito la quincena.
-Tomá Salguero -dijo el Senior.
Les costaba esfuerzo recordar a las muchachas, o quizá sólo se trataba de una estéril tentativa de comunicación. Y ahora, francamente, ¿cuál sería el objeto? Aquellas espléndidas mujeres exigían una prueba. La habían suplicado. Quizá si el Viejo consentía... todo dependía de su buen o mal humor. Pero Senior y Tito evitaban fricciones como esa. El Viejo quería hacer los descubrimientos por sí mismo, nunca que se los trajeran y menos por encargo de los subordinados. Arriesgarse por Mirta y por Adela era poco razonable.
Porque lindas minas como estas las encontrás a la salida de la Casa cada día, pensó Senior.
-¿Ustedes viven por aquí, muñecas? -dijo Tito.
-Ya te dije que en French y Las Heras -dijo Adela agriamente.
-Ah, mijita, no va a ser posible. Tenemos los minutos contados para el programa de Ferrario.
Mirta rió entre dientes. Quizá cumplirían la prueba al día siguiente, quizá los promotores como aquellos exigían tiempo en el trato o un conocimiento especialísimo.
Ahora Mirta sólo sentía hambre y sed. Un buen bife con cerveza la devolvería a su diario buen humor pero haría falta algo más para conformar a Adela.
En la puerta de la Casa aún conversaba el pesquisa con el vigilante.
-Mañana llamaré seguro, hermosa -dijo el Senior besando la ancha boca de Mirta.
Adela los miró con odio.
-Seguro, seguro, los esperamos -dijo.
Las muchachas se bajaron del Di Tella algo confundidas. En ocasiones como aquella era difícil acertar con cada movimiento. Tito cerró el coche y terminó de abrochar sus ropas arrugadas.
-Hasta la vista, hermosas -dijo.
Adela y Marta pasaron frente a la puerta de la Casa, cerrada la expresión. Mirta daba largos trancos, las rodillas fuertes curvándose al avanzar.
-Una bomba -dijo el pesquisa.
El portero, saludando a los falsos promotores, consignó que habían arribado a las 8 y 25. El policía dispuso el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
Quizá la Gorda habría inventado alguna solución para lo del pagaré. Aquellas mujercitas del montón no sabían lo que es lavar una pila de ropas todas las mañanas, cuidar que la nena hiciese los deberes, sonreír con buena voluntad cuando él llegaba a las once de la noche, después de nueve horas de facción. El vigilante pensó que el mundo era una bolsa de basura.
-Che, ¿qué hacemos? -preguntó Adela cuando llegaron a la esquina.
-Yo tomaría un café -contestó Mirta impasible.

FIN