HAY OCURRENCIAS bastante
singulares. ¿Ves aquella dama que entra en este momento en la Iglesia de la
Cruz? Esa que se ha detenido en el atrio para dar una limosna...
-¿La que viste de negro?
-Justamente; ahí va entrando;
entró.
-No digas más. Tu mirada me
está diciendo que la dama en cuestión es un recuerdo tuyo de otro tiempo; y no
ha de ser mucho ese tiempo, a juzgar por el cuerpo: es una mujer espléndida.
-Debe andar por los cuarenta
y seis años.
-¡Ah!, conservada. Vamos,
vamos; deja de mirar el suelo y cuéntamelo todo. ¿Es viuda, por supuesto?
-No.
-Bien; el marido aún vive.
¿Es viejo?
-No está casada.
-¿Soltera?
-Así, así. Hoy en día debe
llamarse doña María de Tal. En 1860 florecía bajo el apodo de la Marucha. No
era costurera, ni propietaria, ni maestra de escuela; anda descartando
profesiones, y llegarás... Vivía en la Calle del Sacramento. Ya en ese entonces
era esbelta y, seguramente, más bonita de lo que es hoy; modales serios, hablar
fino. Cuando iba por la calle, aun vestida del modo más recatado y sencillo,
muchos se deslumbraban con ella.
-Tú, por ejemplo.
-Yo no, pero sí Andrade, un
amigo mío, de veintiséis años, medio abogado, medio político, nacido en Alagoas
y casado en Bahía, de donde vino a Río en 1859. Su esposa era mujer bonita,
dulce y resignada; cuando los conocí, tenía una hija de dos años.
-Y a pesar de eso, ¿la
Marucha... ?
-Es cierto, lo dominó. Mira:
si no tienes mucha prisa, puedo contarte una historia interesante.
-Soy todo oídos.
-La primera vez que se
encontraron fue a la entrada del almacén Paula Brito, en el Rocío. Él se
encontraba allí, y vio asomar a la distancia una mujer bonita; esperó, ya
entusiasmado, porque era en grado sumo amigo de faldas. La Marucha venía
caminando despacio, mirando y deteniéndose como quien busca alguna dirección.
Se paró un instante frente a la tienda; después, con timidez, extendió a
Andrade una tarjeta, preguntándole dónde quedaba el número allí escrito.
Andrade le respondió que al otro lado del Rocío, señalándole la ubicación
aproximada. Ella le agradeció con mucha gentileza; y él se quedó sin saber qué
pensar con respecto a aquella pregunta.
-Como estoy yo ahora.
-Nada más sencillo: la
Marucha no sabía leer. Andrade no alcanzó a dar con la explicación. La vio
atravesar el Rocío, que por entonces no tenía estatua ni jardín, y dar al fin,
después de preguntar varias veces, con la casa que buscaba. Esa noche, Andrade
fue al teatro. Presentaban La Dama de las Camelias; allá estaba la Marucha,
quien, en el último acto, lloró como una criatura. No prosigo: al cabo de
quince días se amaban locamente. La Marucha se alejó de todos sus amantes, y me
parece que no fue poca la pérdida; algunos eran gente de buen dinero. Se quedó
sola, absolutamente sola, viviendo apenas para Andrade, sin buscar otra
relación distinta a ésa, dejando de lado cualquier otro interés.
-Como La Dama de las
Camelias.
-Exacto. Andrade le enseñó a
leer. "Estoy hecho un maestro de escuela", me dijo un día; y fue
entonces cuando me contó la anécdota de la tienda. La Marucha aprendió de
prisa. Se comprende: la vergüenza de su ignorancia, el deseo de conocer las
novelas que él le mencionaba, y hasta el gusto de complacerlo, de serle
agradable... Andrade me lo contó todo, con una expresión tal de alegría en el
semblante que no llegas a imaginarte. Yo gozaba de la confianza de ambos. A
veces cenábamos los tres juntos; y... no tengo por qué mentir, algunas veces
los cuatro. No pienses que eran reuniones disolutas; alegres, pero honestas. La
Marucha gustaba de las conversaciones sobrias y tranquilas, como sus vestidos.
Poco a poco se estableció entre nosotros una buena intimidad. Ella me
preguntaba por la vida de Andrade, por la mujer, por la hija, por sus
costumbres; quería saber si él de verdad se interesaba en ella, o si era sólo
un capricho, y si había tenido otras, si la olvidaría pronto... una lluvia de
preguntas, y un temor de perderlo, que mostraban a las claras la fuerza y la
sinceridad de su cariño...
Un día, fiesta de San Juan,
Andrade fue con la familia a la Gávea, para asistir a una cena y a un baile;
dos días de ausencia. Yo los acompañé. Al despedirnos de la Marucha, ella
mencionó una comedia que había visto semanas antes en El Gimnasio -Cenando con
mi madre- diciéndome que, no teniendo familia para pasar con ella la fiesta de
San Juan, pensaba imitar a la Sophia Arnoult de aquella obra: cenaría con un
retrato. Pero no el de la madre, pues no tenía ninguno, sino el de Andrade. Tal
afirmación estuvo a punto de merecerle un beso; Andrade quiso dárselo; ella,
sin embargo, ante el hecho de mi presencia en la habitación, lo rechazó
delicadamente con la mano.
-Pues mira, creo que es un
bonito gesto.
-Así lo sintió también
Andrade. Tomándole el rostro con ambas manos, la besó paternalmente en la
frente. De allí salimos hacia La Gávea. Por el camino me contó grandes bellezas
al respecto de la Marucha, me habló de sus mutuas ternezas, me confesó su intención
de comprarle una casa en algún barrio alejado, tan pronto pudiese disponer del
dinero necesario; y elogió la actitud digna de la muchacha, que se negaba a
recibir de él más de lo estrictamente necesario.
-Todavía hay más -le dije; y
le conté algo que él no sabía, esto es, que cerca de tres semanas antes la
Marucha había empeñado algunas joyas para poder pagar una cuenta de su
costurera. Esta noticia lo conmovió de veras; no me atrevo a jurarlo, pero creo
que se le salieron las lágrimas. En todo caso, y después de meditar un rato en
silencio, me dijo que definitivamente estaba decidido a conseguirle casa y a
ponerla al abrigo de la miseria. En La Gávea encontramos aún ocasión para
seguir hablando de la Marucha; finalmente las fiestas terminaron, y regresamos
a la ciudad. Andrade dejó a su familia en casa, en la Lapa, y siguió hasta su
despacho con el fin de arreglar algunos papeles urgentes. Poco después del
mediodía se le apareció allí un tal Leandro, ex-agente de cierto abogado, a
pedirle, como solía hacerlo, un préstamo de dos mil o tres mil reis. Era un
sujeto vulgar y haragán. Vivía de dar sablazos a los amigos de su antiguo
patrón. Andrade le dio tres mil reis y, como lo viese excepcionalmente risueño,
le preguntó qué bicho lo había picado. Leandro hizo parpadear los ojos y se
pasó la lengua por los labios; Andrade, que se moría por las anécdotas
picantes, le preguntó si era cosa de amores. Él se hizo de rogar un poco, y
confesó al fin que sí.
-Mira, ya sale de la iglesia.
¿No es ella?
-Ella misma; apartémonos de
la esquina.
-Realmente, debe haber sido
muy hermosa. Tiene un aire de duquesa.
-No miró hacia acá; mira
siempre hacia el frente. Va a subir por la Calle del Oidor...
-Sí, señor. Comprendo muy
bien a Andrade.
-Volvamos a la historia.
Leandro confesó que había tenido la víspera una suerte extraña, o mejor única,
algo que él nunca hubiera osado soñar, y que no merecía, porque sabía bien que
no pasaba de ser un pobre diablo. Pero, en fin, también los pobres son hijos de
Dios. El hecho fue que la víspera, cerca de las diez de la noche, había visto
en el Rocío una dama vestida con sencillez, vistosa de cuerpo, y muy envuelta y
protegida con un gran chal. La dama caminaba atrás de él, y más aprisa; al
pasar a su lado, lo miró fijamente a los ojos, y aminoró la marcha, como en
actitud de esperar. El pobre diablo pensó que aquello no podía ser verdad.
Confesó a Andrade que, a pesar del atavío modesto de la dama, adivinó al punto
que no era cosa que estuviese a su alcance. Prosiguió su marcha; la mujer, que
se había detenido, lo miró de nuevo; pero esta vez con tal fijeza, que no pudo
menos de sentirse animado; ella hizo lo demás... ¡Ah! ¡Un ángel! ¡Y qué casa,
qué sala lujosa! Algo fino de veras. Y luego, su desinterés... "Mire,
señor Andrade -añadió el otro- es una mujer como para su nivel, no para el
mío". Andrade sacudió la cabeza. No lo tentaba la aventura. Pero Leandro
le insistía: la casa quedaba en la Calle de Sacramento, número tantos...
-¡No es posible!
-Puedes imaginarte la
reacción de Andrade. Durante algunos minutos ni él mismo supo lo que dijo o
hizo, lo que pensó o sintió. Al fin reencontró fuerzas para preguntar al otro
si era verdad aquello que había dicho; Leandro respondió que no tenía razón
alguna para inventar una historia así; notando, empero, la excitación de
Andrade, le pidió discreción, asegurándole que él por su parte cerraría la
boca. Se dispuso a salir. Andrade lo detuvo con una propuesta; le preguntó si
le gustaría ganarse veinte mil reis. "¡Por supuesto!" "Estoy dispuesto
a darle esa suma si usted viene conmigo a la casa de esa mujer, y me asegura en
su presencia que es ella misma la que usted se encontró".
-¡Ah!
-No pretendo justificar a
Andrade; su reacción no era muy loable que digamos; pero la pasión, en casos
como éste, es capaz de enceguecer al mejor de los hombres. Andrade era digno,
generoso, sincero. Pero el golpe había sido tan hondo, y su amor por ella era
tan grande que no dudó en cobrarse tamaña venganza.
-¿El otro aceptó?
-Vaciló un poco, no por
dignidad, sin duda, sino por temor; pero la perspectiva de veinte mil reis...
puso una condición: que no lo metieran en líos... La Marucha estaba en la sala
cuando Andrade llegó. Ella salió a su encuentro con la intención de abrazarlo.
Pero Andrade le advirtió con un gesto que traía compañía. Después, sin quitarle
los ojos del rostro, hizo pasar a Leandro; la Marucha palideció. "¿Es ésta
la mujer?", preguntó Andrade. "Sí, señor", murmuró Leandro con
voz trémula, pues hay actos aún más innobles que el propio hombre que los
comete. Andrade abrió su cartera con mucha ostentación, sacó de ella un billete
de veinte mil reis y lo entregó al otro; luego, con la misma ostentación, le
ordenó que se marchase. Leandro salió. La escena que siguió fue breve pero
dramática. No estoy enterado de los detalles, porque fue el propio Andrade
quien me contó todo, y estaba tan aturdido y afectado como es de imaginar. Ella
no confesó nada; pero estaba fuera de sí, y cuando él, después de arrostrarle
frases terribles, hizo ademán de largarse, se arrojó a sus pies y le agarró las
manos llorando desesperada, y amenazando con matarse. Finalmente quedó tirada
en el suelo al borde de las escaleras; él bajó a paso de vértigo, y se marchó.
-Y no le faltaba razón, hay
qué decirlo: irse a trotar la calle en busca de algún infeliz como el tal
Leandro... ¿Supongo que lo hacía con frecuencia?
-No
-¿No?
-Déjame terminar. A eso de
las ocho de la noche vino Andrade a mi casa. Ya había ido tres veces, sin
encontrarme. Su historia me dejó estupefacto. ¿Pero cómo dudar, si él había
tenido la preocupación de apurar la prueba hasta la última evidencia? Ni te
digo los improperios que le oí pronunciar, los planes de venganza, las
exclamaciones, las cosas que dijo de ella. Todo lo que se dice, en fin, cuando
nos llegan crisis de este estilo.. Mi consejo fue que la abandonase; que se
dedicase a su familia, a su hija, a su mujer, tan buena, tan dulce... Él
aceptaba el consejo, pero al instante volvía a sentirse inflamado por la
cólera. De la cólera pasó a la duda; llegó a suponer que la Marucha, con el
propósito de probarlo, había urdido toda la trama, contratando a Leandro para
que fuera a contarle aquella historia; la prueba estaba en que Leandro insistió
en darle la dirección, haciendo caso omiso de su falta de interés en la aventura.
Y aferrado a esa hipótesis inverosímil, intentaba cerrar los ojos a la
realidad; pero la realidad se le imponía; la palidez de la Marucha, la alegría
espontánea de Leandro... todos los detalles, en suma, le gritaban que la
historia era verdadera. Hasta creo que llegó a arrepentirse de haberse
procurado prueba tan concluyente. En cuanto a mí, meditaba sobre el caso sin
atinar a encontrarle alguna explicación satisfactoria. ¡Tan modesta! ¡Modales
tan recatados!
-Hay una frase de una obra de
teatro que puede aplicarse a esta aventura; una frase de Angier, creo: "la
nostalgia del fango".
-No lo creo; pero espera que
aún no termino. A eso de las diez se apareció en casa una criada de la Marucha,
negra liberta muy amiga de su ama. Andaba en busca de Andrade, muy preocupada
porque la patrona, después de muchas horas de llorar, encerrada en su cuarto,
había salido sin cenar siquiera, y no había regresado. Tuve que detener a
Andrade, que intentó salir precipitadamente. La negra nos suplicaba por todos
los santos que encontráramos a su ama. "¿No acostumbra ella salir por
ahí?", le preguntó Andrade con sarcasmo. Pero la criada respondió que no.
"¿Estás oyendo?", me dijo casi a gritos. Como si la esperanza
volviera de nuevo a acariciarle el corazón. "¿Y ayer..., salió?",
pregunté. La negra asintió esta vez; no quise seguir interrogándola por
compasión a Andrade, cuya aflicción crecía y cuyo pundonor iba cediendo ante la
noticia de la desaparición. Salimos en busca de la Marucha; fuimos a todas las
casas y sitios que frecuentaba; luego fuimos a la policía; pero la noche
transcurrió sin que lográramos averiguar nada acerca de su paradero. Por la
mañana volvimos a la policía. El jefe o uno de los delegados, no recuerdo bien,
era amigo de Andrade; éste le contó del asunto sin entrar en la parte más
íntima; si bien, de cualquier modo, la relación de Andrade y la Marucha era de
sobra conocida por todos sus allegados. Se hicieron investigaciones: ningún
hecho grave o trágico había sucedido aquella noche; ninguna persona había caído
al mar; las tiendas del ramo no reportaban ventas de armas, ni las farmacias
despachos de venenos. La policía agotó sus recursos sin éxito. Imposible
describirte el estado de aflicción del pobre Andrade durante esas largas horas;
todo el día se lo pasó en pesquisas inútiles. No sufría sólo por la idea de
perderla; también lo agobiaba el remordimiento, pues la posibilidad de una
tragedia parecía de algún modo absolver a la joven. Andrade me preguntaba a
cada paso si no había obrado bien haciendo lo que hizo, si no habría procedido
yo de igual modo en una situación como ésa. Y tornaba a afirmar que todo había
sido cierto, y me daba pruebas concluyentes, con el mismo ardor con que en la
víspera había intentado probarse a sí mismo que se trataba de un error; lo que
en suma buscaba era conciliar la realidad con sus sentimientos de esa hora.
-Pero, resumiendo,
¿encontraron a la Marucha?
-Estábamos en un hotel, cerca
de las ocho, comiendo algún bocado, cuando recibimos una pista: un cochero
había conducido la víspera a una señora a la zona del jardín botánico; la
señora había entrado a un hotelito, tras despedir el coche. No alcanzamos a
terminar la frugal cena; fuimos con el cochero a la dirección dada. El dueño
del hotel confirmó la versión, añadiendo que la dama se había recluido en un
cuarto, y apenas comido desde su llegada; tan sólo había pedido una taza de té;
parecía profundamente abatida. Nos dirigimos a la habitación. El dueño del
hotel dio algunos golpes en la puerta; ella respondió con voz débil, y abrió.
No tuve tiempo de hacer o decir nada. Andrade me empujó a un lado, y los dos
cayeron uno en brazos del otro. La Marucha lloró mucho y llegó casi a
desmayarse.
-¿Todo se aclaró?
En absoluto. Ninguno de los
dos volvió a mencionar el asunto. Rescatados de un naufragio, no quisieron
saber nada de la tempestad que los había hecho zozobrar. La reconciliación fue
rápida. Andrade le compró a los pocos meses una casita en Catumby; la Marucha
le dio un hijo, que murió a los dos años.
Cuando Andrade debió viajar
al norte en una comisión del gobierno, la Marucha quiso acompañarlo: se seguían
queriendo igual, si bien el ardor primero se había sosegado un poco. Yo la
convencí de que lo esperase. Andrade confiaba en regresar pronto, pero, como ya
te he contado, murió en la provincia. La Marucha sintió profundamente su
muerte; le guardó luto, y obró en todo como si fuese su legítima viuda. Me
consta que, luego de tres años, aún asistía siempre a misa el día del
aniversario. Hace diez años la perdí de vista. ¿Qué piensas de toda esta
historia?
-Realmente, debo reconocer
que hay ocurrencias bien singulares; siempre y cuando no te hayas aprovechado
de mi credulidad para urdir una trama novelesca...
-No, no he inventado nada. Es
realidad pura.
-Pues, señor, es algo muy
curioso. En medio de una pasión tan ardiente, tan sincera... Yo insisto en mi
teoría: creo que fue la nostalgia del fango.
-No; nunca la Marucha se
rebajó hasta los Leandros.
-Entonces, ¿por qué lo haría
aquella noche?
-Vio un hombre que supuso a
distancias abismales de la gente que ella frecuentaba. Por eso obró sin recelo.
Pero el azar, que es a un tiempo dios y diablo... ¡En fin, cosas!*
FIN
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