Al
otro lado de la puerta, sobre el corredor, estaba su marido. Eso es importante
en un país católico por aquello de la indisolubilidad del lazo hasta el día de
la muerte. Y recordó la melancólica oficina del Registro Civil, en la calle
Agüero, con un vestíbulo de zócalos verdosos y mosaicos falsamente venecianos.
Su hermana Herminia estornudó la mitad del tiempo. Perdón, decía inciertamente
al aire, perdón y volvía a estornudar hasta que la empleada se compadeció: cierren
la puerta, dijo a su vez y Herminia agradeció llorosa detrás de su pañuelo, sin
dejar de sacudirse y lagrimear. Mamá llevaba un sombrero ladeado hacia la parte
izquierda de su lindo rostro de Madonna; y el célebre prendedor, con los
dientes de leche de sus hijos. Es puro marfil, había afirmado justificando el
atavismo. El juez leyó salteando el orden de las frases, pero nadie se resigna
a enajenar su vida a un juez; quizá si de Dios se trata, la cosa se
justificaría. A Dios puede uno permitirle lo de la indisolubilidad y la muerte,
separándonos; a Dios puede uno perdonarle lo de la soga al cuello. Pero nunca
al juez, con un ambo gris de dudosa calidad y un aliento fuerte expedido con el
aire en la lectura atropellada de los códigos. Nadie podría sentirse casado
verdaderamente si fuera por los jueces como aquel. Pero estaba Dios y he aquí
que escuchó el timbre justamente cuando terminaba de estirar las sábanas. Volcó
los ceniceros, apartó al gato con un distraído puntapié y también maldijo
largamente porque las interrupciones, a esa hora, aumentaban su nerviosidad. Al
otro lado de la puerta estaba Pablo y entonces trató de acomodar el cuello de
su blusa, ambos sonrieron, dijeron hola al mismo tiempo y en seguida ella se
hizo a un lado.
-Pasá -exclamó,
mostrando el revoltijo y la pequeña cocina con la olla donde hervían las
arvejas.
-Espero
que no lo encontrés mal -dijo el marido.
Le
ocurría recordarlo mejor de lo que era, algo más alto y bien tostado. Cuando
aún vivían juntos el extraño mecanismo de las sustituciones la atormentó a
menudo. Bajaba del taxi en la diagonal que forman Agote y Anchorena y corría
media cuadra mortificada por los remordimientos, casi segura de encontrarlo
espléndido; Sir Lancelot, dispuesto a todo por reconsiderar las causas y las
consecuencias del problema: Don Quijote, Enrique IV, Ricardo Corazón de León.
Pero
encontraba a un arquitecto distraído, sumamente amable y algo hambriento a
causa de la tardanza de su esposa; las niñas lo acosaban pretextando sueño, y
lúgubres posibilidades para la aritmética y la física del día siguiente.
-Mamá
no tardará.
Pero
mamá tardaba porque es difícil pisar dos terrenos a la vez, difícil calibrar el
desnivel; finalmente muy difícil conciliar los argumentos a esgrimir, las dos
vidas y la hora. Ya en la puerta del salón, la ilusión de Josefina vacilaba. Su
marido, el arquitecto, intentaba un saludo gratificante que le caía mal. Por
otra parte redescubría que su cara le era demasiado familiar; a fuerza de
conocer cada detalle la perdía de vista.
Entonces
¿cómo calibrar a Lancelot en aquel desconocido amable que se levantaba del
sillón, oliendo vagamente a whisky y forzándose en las frases y sonrisas?
Josefina había odiado sus discretas decepciones del atardecer; había salido de
cada una de ellas con renovados rencores, apta, cada vez, a la posibilidad de
ruptura.
-Es
poca cosa -dijo refiriéndose al departamento. Ya no percibía el olor de Andrés
en el ambiente. Antes, un par de años atrás, de boca sobre las sábanas rayadas,
la boca y la nariz sobre la almohada, aspiraba el olor de su amante como una
vieja fórmula de la posesión.
-Olés
a vainilla, olés a campo, olés a los dos.
Sobre
la biblioteca, el hollín de Buenos Aires, a diez pisos de altura, engrasaba los
estantes, el borde del Coloso de Marusi y una falsa moneda romana.
A
veces la casa de la calle Agote le parecía bien, en verano sobre todo cuando
Pablo abría las ventanas y ella divisaba una parte de la cabalgadura del
General Mitre y dos canteros con anémonas. Por un instante se sentía en paz
hasta que la pana del sillón que enfrentaba al de su marido comenzaba a
provocarle picazón bajo los muslos.
-¿Cuándo
regresaste? -preguntó.
-Hace
cinco días -dijo Pablo.
Ahora
parecía fácil redescubrir esa cabeza junto al par de ojos almendrados que se
volvían hacia ella con las últimas noticias.
-Recibí
una carta de María Mercedes -dijo Josefina.
Ella
estaba bien. Acababa de cumplir catorce años y la escuela en Vevey la había
conformado en parte.
-Querés
decir resignado -dijo.
-Digo
conformado. Las jóvenes se las arreglan pronto -dijo Pablo.
No
podía demostrar tanta ansiedad porque no era razonable. Razonables habían sido
todos dieciséis meses antes, cuando decidieron poner punto final a la clásica
situación triangular. Actuar con madurez, con civilización, dijeron todos. La
chica aquella, María Mercedes, había objetado a gritos hasta el último momento.
Le faltó gritar por su madre, aullar en el balcón, arrancarse el pelo. Pablo y
Josefina se dijeron al unísono que aquel ataque pasaría pronto y que las dos
niñas -Tulia era menor- verían con agrado y pronto la disolución de una pareja
falsa. No fue tan fácil. Pablo suplicó también hasta el último momento. La
gente se adhiere a una fórmula de amor por pura cábala pero el amor entre ella
y Andrés no merecía limitación alguna. Seguramente estaba ahora algo sudorosa y
sin duda descuidada.
-Perdoná
-dijo entrando en la cocina. Pablo la observó maniobrar con impericia en el
pequeño espacio libre, entre los artefactos de la casa.
-Preparo
la comida de la noche -dijo.
Cuando
chica, el nudoso sobrehueso del dedo mayor le había otorgado patente de
estudiosa. Sonrió tiernamente a su propia imagen de trenzas y ortodoncia.
-Contame
-dijo con volubilidad agachándose sobre el pequeño mostrador.
Amontonó
nerviosamente las papas peladas, el colador con las arvejas, y llenó de agua
una pava empavonada por la grasa.
-Has
enflaquecido -dijo Pablo.
Trata
de ponerme a prueba, pensó Josefina, comenzando a sentir lo pegajoso del sudor
sobre el labio superior. Debí cambiarme de vestido. Pero ¿qué vestido? Quizá
con las seis horas de la tarde en la agencia de publicidad, como free lance o
lo que fuera. En la agencia trabajaban media docena de muchachas rutilantes.
Quizá ahora no sería tan difícil lo de las blusas o el vestido para ocasiones como
esa. Pablo se mostró cordial y hasta generoso, discutiendo el asunto en una
mesa junto a la ventana de Queen Bess.
-Divagás
-dijo Josefina-, no puedo aceptarte medio centavo.
Cuando
Andrés y ella se abrazaban, el vestido yacía enrollado, abandonado junto a los
zapatos; la luz de la media tarde velaba la piel, sus dientes parejísimos iban
a entenderse con el hombro, con el pecho poderoso, con el vello rojo y rizado
del pecho o de la axila.
-Has
enflaquecido -dijo Pablo.
Ahora
notaría lo de las caderas y la vena hinchada en la pantorrilla izquierda.
También Andrés la había señalado sin aflojar en el abrazo:
-Tus
caderas se esfuman, amor mío -dijo suspirando fuerte.
Algunas
mujeres enflaquecían con la edad pero ello lo atribuía a su falta de costumbre
en el trabajo; las dos piezas no se limpiaban solas y Andrés a más de amante
era un hombre exigente, con hambre nocturna y una camisa diaria.
-Verás
-se habían dicho-, todo será excelente.
Pero
la beatitud mermó cuando el Director del diario prescindió de Andrés y ella no
pudo vender las pocas cosas que restaran a cambio de su libertad. Es decir: con
eso habían vivido; pero Buenos Aires es una ciudad hambrienta que muerde cada
vez que puede, eligiendo los puntos dolorosos. Maniobró con habilidad para
apagar el gas y comenzó con la limpieza de la grasa. Notó que su cansancio no
se iba con el sueño y Andrés lo atribuyó buenamente a la cama estrecha donde se
amaran tantas veces. Andrés se ocupaba de ella muy tarde, por las noches.
Durante el día había que vivir con los demás; rastrear ocupaciones, trabajar al
fin, y Josefina regresaba con fruición a las viejas horas compartidas cuando
podían atropellarse mutuamente con un diálogo vivo interrumpido por el sexo.
Ahora ambos se volvían razonables, sobre todo Andrés.
-No podés
vivir en plena excitación, querida -argumentaba.
Y
luego trataba de bromear:
-Sos
una sexomaníaca.
Al
conocerlo le había parecido demasiado corpulento, muy carnal, blanco en exceso.
Pero luego, al enamorarse de él, lo deseó con una ansiedad saludable, nunca
saciada. Solía abstraerse de las conversaciones, sorda a las palabras, nunca a
su voz, atenta al movimiento de una boca hermosa que le sonreía y al brillo de
los ojos claros.
-Me
mirás como a una aparición -decía Andrés.
Ella
pensaba que su cuerpo se volatizaría dejándola en estado de abandono. Quizá por
eso comenzaron las mutuas exigencias y luego el deseo del renunciamiento. Si a
causa de Andrés había que renunciar a lo demás, veía el pacto como bueno.
Sonó
el timbre de la calle y dijo al cobrador que mandaría el cheque por correo.
Durante su matrimonio con Pablo había sido buena en las mentiras diarias; pero
he aquí que esa dualidad había cesado y el cobrador debió intuir la situación.
-Vendré
mañana -dijo.
-La
semana entrante -contestó Josefina, empujando con el pie la hoja de la puerta.
Oh, que no pusiera Pablo esa expresión de condolencias. Bien sabía él que
Andrés era solemnemente pobre. Hermoso, pobre; tal cosa significaba, también,
abulia y mala suerte.
-Me
carga la gente desafortunada -dijo Pablo tras las primeras confesiones.
En el
salón de la calle Agote ellos bebían whisky y conversaban. Las niñas ocupaban
sus habitaciones en la parte izquierda de la casa y desde allí llegaba sofocada
la música del tocadiscos, noche y día. Eran alegres y simpáticas; María
Mercedes, probablemente, sería también muy hermosa. Adoraban a Pablo; algo
menos a mamá, porque una mujer con ansiedades exteriores se hace blanco de las
críticas filiales. Sin embargo, el bloque familiar funcionó bien hasta que
comenzó la etapa de los remordimientos y la dignidad.
-No
podrás llevarte a las niñas a las dos piezas de Menéndez -dijo Pablo.
Andrés
Menéndez querría otros hijos y una mujer completa. También los hombres
renuncian a los hijos y se van, pensó Josefina aquella tarde. Habían reñido con
Andrés a causa de una actriz. El mundo se dividía en mujeres libres y ocupadas.
La actriz se mostró dispuesta a llenar los anchos claros de Andrés cuando
Josefina llegó a la calle Agote con el horrorizado aspecto de una asesinada.
-¿Querés
café? -preguntó.
-El
tuyo era excelente -contestó Pablo mientras revisaba las paredes cubiertas de
objetos, de viejas fotografías y dibujos. Sobre una mesa Andrés alineó los
caracoles, las estrellas de mar y los hipocampos.
-Recordemos
que son los símbolos de la fidelidad -dijo Pablo con ironía.
Ella
no podía ser otra cosa que fiel: no había lugar para retroceder, no conservaba
una jugada mágica, los ases de su juego estaban a la vista.
-La
calidad es mediana -dijo volviendo a la cocina-. Oíme, debo siquiera estirar
aquellas sábanas. Por las mañanas me ocupo de la casa y a la tarde tengo
alumnos. Descuidá, son inagotables. Ayer el último llegó a medianoche.
Andrés
conservaba sus costumbres de noctámbulo y de vez en cuando era un amante
saludable. Pero los espacios aumentaban más y más, la piel se acostumbra, se
acostumbran los sentidos. A veces, de noche, lo escuchaba respirar
preguntándose cómo es que habían pasado en vela tantas noches, escudriñándose,
acechándose, montando guardia a un deseo permanente. En el verano el terrible
calor de las calles del centro los asfixiaba dentro del pequeño departamento,
penosamente conservado. Rozarse les provocaba una pésima impresión, alguno de
los dos leía hasta la madrugada para darse tregua. Josefina se preguntaba cómo
es que había pasado junto a Pablo tantos años.
Ahora,
en pleno enero, le parecía descabellado concebir la vida del invierno, porque
los días se habían vuelto duros y, ciertamente, repetidos. Las cartas de María
Mercedes no eran muy frecuentes ni tampoco frías ni modelos de amor a la
distancia. Pablo le dijo que nadie se apega a los que prefieren irse.
-Pero
son mis hijas -protestó Josefina.
Los
ojos almendrados la miraron esta vez con curiosidad.
-Ellas
no lo niegan -contestó-, no reclamaron demasiado. Pero ocurre que han entendido
bien temprano que la vida se juega a solas.
-Fui
una madre cariñosa -dijo Josefina sirviendo el café generosamente.
-Ellas
te recuerdan bien -dijo Pablo-, esperan que las vacaciones les permitan
encontrarte.
-No
deberían estudiar tan lejos.
-Una
está en Vevey pero tenés a la otra en Belgrano R -puntualizó Pablo.
-El
domingo es un día largo y negro para Andrés si lo dejo solo -contestó.
-Bien
que lo sé. Soy yo entonces el que salgo con Tulia. No te quejes, Josefina.
-Debiste
avisarme que venías -dijo Josefina agriamente.
-No
tenés teléfono. No puedo dejarte un papel bajo la puerta, ni un mensaje en casa
del portero. Andrés lo vería mal.
-Andrés
tuvo siempre buena voluntad.
-Todos
la tuvimos, Josefina.
Las
manos de ambos se rozaron y la mujer tembló con una vieja y archivada
sensación. Ahora el roce le quitaba el frío pero le daba ganas de llorar. Lo
normal hubiera sido sentarse en el suelo siempre cubierto por recortes y restos
de papel y también ovillos de pelusa. En su casa de la calle Agote sus
empleadas de servicio se ocupaban de los restos de papel y de las camisas de
Pablo, de los desechos de las niñas y el olor a cebolla frita que no debía
llegar al comedor. A cierta hora del día ella pensaba:
-Los
del departamento 6 están cocinando cebollas y pescado.
Era un
olor saludable que le provocaba hambre. Pero ahora, desde hacía tres semanas,
aquel olor casi la volvía loca. Y bien: nadie es tan idiota de fincar su
felicidad en una ráfaga de olor o no. Pablo bebió el café y al inclinar la
cabeza ella lo encontró agradable y hasta atractivo.
Oh, no
había sido un buen mozo. Ella no se casó con él por eso. Era simpático y
seguramente la reconfortaba aquella manera firme y seria de sacarla de cada
enfermedad, de darle hermosos hijos, de ponerle una alfombra al costado de la
cama para que su buen humor no se evaporara al despertar.
-Quiero
decir que, a tu modo, me hiciste muy feliz.
-Pero
a mi modo -dijo Pablo amargamente-. Dame más café, sigue siendo excelente.
Ahora
seguramente lloraría. Su pobre taza de café y aquellas malditas náuseas
premonitorias de la historia que volvía.
-Oíme,
Pablo, me hace bien volver a verte pero debo acabar con la casa antes de la
una. A la una y cuarto viene el aplazado en física, química y matemáticas. No
me preguntés más: un oligofrénico, lleno de dinero.
-Te
pagará mejor, entonces.
-No
seas idiota.
Pablo
rió largamente. Ahora hablaban con naturalidad; ella no tenía ya necesidad de
explicar que Andrés la hacía sentir mejor, más fuerte y llena de entusiasmo por
la vida. Y al no tocar el tema otros surgían ligeros, como los diálogos de dos
sabios profesionales de la vida. Ella no diría a Pablo que la piel de Andrés ya
no implicaba el delirio ni que Andrés tenía un carácter apacible y bonachona
mala educación.
-¿Qué
has hecho con la casa? -preguntó Josefina.
-La
conservo. Las niñas querrán ocuparla durante las vacaciones y es mejor si la
dejo como está. Vivo en Palermo... Solo -dijo.
No.
Ella no consentía esa clase de reclamos ni él le despertaba celos. Pobre Pablo.
Una hora de angustia con la actriz tenía mayor dosis de pasión. La primera
aventura en la vida de Andrés conservaba mayor dosis de encanto. Cuando Andrés
la poseía todas las mujeres del mundo daban un paso atrás. Pero trataba de
imaginar la nueva casa donde el marido viviría con resignación.
-¿O
no? -dijo de pronto.
-Oh,
vivo como todos -dijo Pablo mostrando una penosa herida honda, lanceolada, como
una hoja de árbol pegada a la piel. Ella había aplicado fórmulas perversas: lo
que no tiene remedio, ya lo remediaste; hay situaciones como esta: una salida
es menos penosa que la otra.
-O no -repitió.
Descubrir
la madurez de Pablo había sido molesto y natural como las goteras de su casa.
Intuía vagamente la necesidad de corregirlas tratando al menos de borrar la
aureola sobre el yeso de los techos. Pero las grandes arrugas, ese aspecto
respetable de viejo deportista estaban allí. Cuando aún conservaban la
costumbre de los besos, los profundos trazos en la cara de Pablo dificultaban
aquellas últimas y cándidas efusiones. Pablo dijo entonces que no sería fácil
reemplazarla. Él pensaba todavía que no podría reemplazarla nunca. El sol
hervía sobre los grandes vidrios del balcón. Abajo, diez pisos abajo, un feo
patio interior mostraba los restos de un colchón, algunos trastos y la
bicicleta del portero. La última lluvia había ensuciado los vidrios y ella
fregó inútilmente con un afán desdeñoso.
-Hace
seis meses que no veo a Tulia -dijo.
Lo
lamentaba a veces. Algunas noches, de espaldas en la cama estrecha, respirando
junto a Andrés, hubiera aullado como si algo la mordiera en el vientre. Se
acusaba entonces de fetichista. Los hijos son personas, no objetos para llevar
consigo. Sus hijas existían aún después de su repentina obstinación acerca de
la dignidad perdida. Pablo la visitaba tras su viaje a Europa con filosófica
magnanimidad. Aún faltaba hacer la cama, quitar ese maldito hollín que
engrasaba el lomo de los libros y las lamparillas de la luz. En aquella misma
habitación Josefina había gritado de placer. Algunas noches, escapando al
régimen de la calle Agote, le pareció que el mundo detenía sus maniobras para
compartir sus descubrimientos. Cuando sentados a la mesa de Queen Bess Pablo
recordó que también ellos lo habían hecho de ese modo, le pareció falso e inmoral.
Asimismo consintió por benevolencia: el amor creció, desapareció. Lo raro es
que todo aquel vacío había significado una suerte de bonanza. Ahora ya no
gritaba con Andrés, más bien le costaba arduo trabajo consentir en las
enérgicas ceremonias amorosas a las que ambos se sometían divertidos, sin dejar
de pensar en la proximidad del alquiler atrasado.
-Soy
muy feliz -explicó a su marido tirándose sobre la silla-. Y todos actuamos con
la máxima decencia, Pablo. Era razonable.
Al
regresar luego de una tarde de amor, Pablo le parecía muerto. Bebían whisky
ocultándose uno del otro. Su casa de Palermo era hermosa, intacta a través del
tiempo. A menudo, en la felicidad, ella y Andrés no encontraban qué decirse; al
salir del cinematógrafo preparaban frases para llenar los espacios durante la
taza de café bebido en el mostrador y luego, en el departamento, en cuyo
guardarropa se apretujaban las ropas de los dos. Una tarde, en una hostería de
Pilar, sentir sobre el suyo el cuerpo de Andrés le había significado los impulsos
valiosos de la vida. Fue su punto de ignición; pero ocurría que ahora ella
descontaba el desenlace volviendo las páginas de un libro escrito
cuidadosamente quince años atrás, pero con otro hombre.
-Temo
no estar en condiciones de invitarte para la hora del almuerzo, Pablo -dijo.
-Sólo
quería saber si estabas bien -contestó su marido.
Quizá
le diría que esperaba un hijo de Andrés para que la absurda comedia de la
conmiseración terminase de una vez. Ella había sido tan terca e indecente como
para consentir un hijo. “Sin Vevey ni escuela paga”, pensó mordiéndose.
-Josefina,
quiero que lo entendás bien. Voy a ayudarte siempre. No creo que estés, quiero
decir, holgadamente...
-Hablábamos
de decencia, de amor y no de holgura, Pablo. Hablábamos otro lenguaje, Pablo.
No
amaba para nada a ese curioso remedo de un hermano pretendiendo solucionar su
vida. Tampoco lo amaba cuando lo de Andrés. Era preciso conservar la piel, se
dijo, al fin la piel es lo que nos mantiene vivos.
-Te
llamaré muy pronto -dijo animosamente-, Andrés no conserva nada más que buenos
recuerdos hacia vos. Él siempre fue un hombre de pasiones razonables.
Oh,
aquel indecente mamarracho hacía mal en revolotear por la mugrienta habitación
mostrando su herida y sollozando. Las niñas, él, la paz y los sutiles
cortinados de la calle Agote habían sido su mentira pavorosa. Ella necesitaba
de toda su lucidez para afirmarse en la felicidad a la que todos contribuían.
Lo palmeó con ternura:
-Todo
va muy bien, Pablito.
Podía
ofrecerle un gran abrazo, de la cintura para arriba, y él estrechó su mano como
quien sale a la luz desde una cueva.
-Me
alegro por todos, Josefina -dijo Pablo ya en la puerta-. Pero ya lo sabés: no
tenés más que hablar. Las niñas se pondrán muy contentas con las noticias que
les daré esta vez.
-Seguro
-dijo Josefina.
Esperó
que él entrara en el ascensor. Aún ahora poniendo en juego su buena voluntad le
parecía diminuto y desproporcionado. Cerca de la cama recogió las sales con que
Andrés friccionaba sus grandes pies cansados. Dedujo que el alumno oligofrénico
tardaría unos minutos en llegar y abrió de par en par la ventana sobre el
tragaluz. Lo había leído muchas veces pensando que era una forma de forzar las
circunstancias. Sintió el borde de la balaustrada hincándose en el diafragma y
sonrió perversamente a causa de la angustia y la sorpresa de los que podrían
verla en la planta baja. Tuvo un pequeño sobresalto y gimió; su respiración
intranquila se escuchaba por la habitación. Miró sin esperanza los zapatos
gastados por el uso y los recortes y desechos diseminados; en el borde de la
bañera, la ropa interior recién lavada goteaba silenciosamente. Con los ojos
recorrió el ámbito mezquino donde se apilaban los libros, la única cama y sus
pinceles. Desde la pared el dibujo que hiciera de Andrés tenía una expresión
perdida. Recordó los anchos hombros y aquella barbilla con hoyuelo que daba
dignidad al resto de los rasgos. Nuevamente habían puesto en movimiento el
ascensor y el gato se intranquilizó.
-¿Vos
también lo reconocés? -le preguntó.
Toda
la aprensión, toda la violencia se desvaneció ante la presencia ardiente que se
aproximaba. Todos sus remordimientos estaban ahora fuera de la habitación. Las
piernas calmaron su dolor y la cara en el espejo fue joven y graciosa. Apagó la
hornalla y corrió la cortina para que aquella cruda luz de mediodía no revelara
las viejas formas de las cosas diarias. Aguardó tras la puerta saboreando de
antemano el ruido de los pasos, el chasquido de las llaves, el timbre leve. Sus
manos alisaron la forma de su falda y toda ella se preparó para el abrazo. Y su
boca se alegró, su cuerpo todo se encrespó con esperanzas por la cercanía de
aquel hombre que la colocaba nuevamente en la misteriosa alternativa del amor.
FIN
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