Cuando
los vio llegar, el encargado del hotel puso un disco con música francesa.
Vagamente intuyó que era adecuado a la hora, al mal día de verano y a la pareja
que ocupaba ahora la mesita de la izquierda, no exactamente la mejor pero sí la
que abarcaba parte de la playa y el mar. Después fregó a conciencia el mármol
del largo mostrador y aguardó el pedido. Pero ellos tardaban en llamarlo,
demostrando una inquieta falta de comodidad en cada gesto como si las sillas,
la medialuz y aun las blusas de colores y los pantalones les quedaran mal.
-Dos
cafés -dijo el hombre levantándose.
Pero
ella protestó en voz muy baja de modo que agregó:
-Jerez,
también.
-Disculpame
-dijo el hombre, que se llamaba Alfredo.
Era un
hombrón de un metro ochenta y tantos, corpulento y rubio, a quien el sol de la
villa había maltratado. La piel de la frente estaba roja y seca y la remera
color caqui debía lastimarle las anchas espaldas rojas y despellejadas. Uno de
esos hombres demasiado blancos, con una gran cabeza romana y ojos fríos, que
caminan como si quisieran triturar la tierra. El encargado le indicó la puerta
de la izquierda y llenó las dos copitas hasta que el líquido se derramó sobre
la mesa. Después limpió el jerez con la servilleta, acomodó las copas y las
tazas de café y se las llevó a la mesa donde estaba la mujer. También ella
trató de ser gentil pero sus ojos permanecían lejos, casi donde volaban las
gaviotas junto a los arbustos y al barquito que usaba el fotógrafo para las
mejores poses del día. Eran como las seis y se había levantado viento de modo
que ella vio nubes gris plomizo, muy amontonadas, con un borde blanco dibujado.
Los últimos bañistas corrían en busca de las toallas y comenzaba el paseo de
los rezagados, los solitarios de siempre, enamorados del mar en la tarde
triste, anunciadora del otoño. La mujer insistió:
-Gracias.
En eso
se escuchó el ruido de la puerta y Alfredo reapareció esta vez de mejor
talante.
-¿Qué
hacés? -dijo llegando hasta la mesa como si no encontrara nada por decir.
-Aquí
estoy -contestó ella sonriendo.
El
encargado descubrió entonces que todo iba a ser difícil, hasta ocupar su sitio
detrás del mostrador acomodando las botellas o los trozos de queso bien
cortado. No había nadie en el pequeño bar de la playa y las voces de uno y otro
se oían claramente salvo que se susurrase. El hombre pensó que pocas veces le
había sido dado ver tanto cansancio. Ahora ellos miraban la playa y un niño de
unos dos años que corría alegremente como si no tuviera sentido de la orientación.
Su madre arrojó una gran pelota verde y el agudo grito de júbilo entró por el
ventanal cerrado.
-Deberían
abrir estas ventanas -dijo la mujer.
Afuera
iba poniéndose más oscuro y frío.
-Es
imposible con el mar -contestó Alfredo encendiendo un cigarrillo.
Luego
extendió la mano y tomó la de ella con buena voluntad.
Ambos
sonreían; la mujer sonríe más, pensó el encargado estudiándola. Sonriendo,
ambos parecían revolver un baúl viejo lleno de recortes, de cintas de raso y
terciopelo, de sombreros, también viejos. Habían llegado a la villa una semana
antes. Lo sabía porque Alfredo fue al hotel con su pequeña valija pidiendo
habitación. Ella vivía algo más lejos, en uno de los elegantes hoteles de la
costa, y en esa semana pasaron muchas veces a tomar café y jerez. Solamente
café y jerez y una de esas veces habían reñido ferozmente y la mujer lloró. Al
del hotel lo había impresionado más que el llanto la actitud de Alfredo tan
igual a la del hombre que cumple su jornada de trabajo, tan distinta a la de
los despreocupados veraneantes medio pelo que se desquitaban durante dos
semanas de las ocho horas de oficina, del autobús y la monotonía. Mientras los
otros se aligeraban de su peso diario, aquel hombrón cargaba con el suyo en una
forma demasiada clara, tal como si quisiese que ella lo advirtiera. Tal como
diciendo:
-Este
es mi esfuerzo. Esta es mi contribución.
Siguió
sosteniéndole la mano pero sus ojos no variaron de expresión. En cualquier
momento podría resoplar, encoger los hombros, enfurecerse.
-¿A
qué hora sale el autobús? -preguntó la mujer.
-A las
nueve y cuarto. Podés quedarte conmigo hasta entonces -dijo Alfredo.
Ella
miró su reloj pulsera y su cara cambió como si de pronto retomara una expresión
antigua de la que ambos estaban ya semiolvidados.
-Te
extrañaré.
Ahora
hacía verdaderamente frío y aun así las parejas paseaban cerca del borde de las
olas. El carpero acomodó las sillas en pilas de cinco cada una y las arrastró
luego lejos del agua. Era un mal verano aquel con largas tardes otoñales como
esa en las que nada quedaba por hacer salvo encerrarse en el cine o jugar a las
cartas. Todo estaba recatadamente gris, hasta el tardío rayo de sol que
iluminaba el recorrido de las gaviotas y cuervillos, y el nombre del barquito
usado por el fotógrafo que era Danny, un nombre inadecuado para un barco. El
niño corriendo junto a su madre se trepó al barco arrastrando con él la gran
pelota verde.
-Adentro,
Silvestre -gritó la señora riéndose.
La
mujer trató de sonreír y dijo:
-El
niño se llama Silvestre.
-También
yo te extrañaré -dijo Alfredo besándole la mano.
Pero
se revolvió con inquietud hasta que retuvo ansiosamente y como un hallazgo la
presencia del encargado del hotel.
-¿Hay
cigarrillos? -preguntó.
Estaba
aliviado por el descubrimiento de un tercero y la pregunta acerca de los
cigarrillos. Parecía ser un fumador desesperado.
-Americanos
-aclaró, y las manos se soltaron.
-Sólo
en el pueblo -contestó el del bar.
-Bueno
-dijo Alfredo mirando su reloj-, el pueblo es grande.
El
encargado era un tipo curioso, algo tímido.
-En lo
de Viñales -dijo.
-Apenas
conocemos -dijo la mujer y su cara se puso como si fuera a llorar-, hemos
pasado ocho días en la playa.
El
encargado, que estaba a punto de decir algo pareció arrepentirse y se inclinó
sobre el mostrador para mostrarse servicial. Tampoco él tenía mucho que decir.
-Lo de
Viñales es la calle tres.
Entonces
habló Alfredo:
-¿Hace
mucho tiempo que tiene este hotel?
-Desde
el 65, dos años, exactamente tres temporadas.
-Un
buen negocio, entonces.
Podía
ser que Alfredo fuese uno de esos hombres que siempre buscan los negocios de
los otros. Daba el tipo a pesar de la brusquedad de sus ademanes y de su
aspecto reservado. Esa gente que vive ojeando sobre el hombro lo que consigue
el prójimo. Ahora mostraba entusiasmo por saberlo todo acerca del
funcionamiento de un hotel como ese. Él había tenido la idea de un hotel. Ponía
por testigo a Josefina, dijo, y la miró como un amigo veterano que busca el
asentimiento de su compañero de pensión.
-Sí
-dijo Josefina.
Volvió
el rostro mustio y bien tostado hacia el ventanal. El contraluz no la favorecía
aunque ya era muy tarde y se había levantado una bruma espesa casi como si el
mar hirviera. En la parte baja del hotel junto a los tirantes de madera se
veían las reposeras de colores y los tablones por los que de día transitaban
los bañistas. La tarde no acababa de morir. Aún, hacia el sur, el cielo estaba
gris claro pero en la playa sólo una muchacha se paseaba, seguida por su perro,
una linda muchacha joven con largos cabellos negros, sueltos. Llevaba los
pantalones enganchados bajo las rodillas y se mojaba los pies a pesar del frío.
Su perro corría unos metros adelante. La mamá de Silvestre y Silvestre mismo
habían desaparecido.
-¿Hacen
una buena diferencia por temporada? -preguntó Alfredo enfrentando al encargado.
-Cuando
es buena la estación. La gente no quiere una playa con frío. Así y todo ya
hemos levantado casi toda la hipoteca.
-El
año anterior fue muy hermoso -dijo Josefina.
-¿Hacen
buenas ganancias entonces? -preguntó Alfredo sin oírla.
-Unos
seiscientos mil -dijo el encargado.
-Está
bien. No hay que preocuparse entonces. Esta es la clase de negocios que
quisiera conseguir. Un amigo puso una hostería en Córdoba y la pagó en dos
años.
Sus
manos eran muy blancas y finas y al mirarlas el encargado cobró bríos para
contestar:
-Hay
que trabajar fuerte, de algún modo.
Dos
chiquitas rubias entraron como tromba en el bar acompañadas por Silvestre.
-Son
mis hijas -dijo el encargado.
-¿Cómo
se llaman las chiquitas? -dijo Josefina.
-Ester
y Lina. Este es Silvestre, el padre es médico y veranea en el hotel.
-Ya lo
conocemos -dijo Josefina-, es un chico muy simpático.
Las
chicas, en cambio, no eran graciosas. Una de ellas sería gorda. Las trenzas
sobre la cabeza le daban aspecto de mujer madura.
-¿Te
gusta la villa? -preguntó Josefina con amabilidad.
-Me
gusta -dijo la que sería gorda.
-A mí
me gusta bañarme en el mar con Silvestre -dijo la otra.
-Ya lo
creo que este es un gran negocio -insistió Alfredo encendiendo otro
cigarrillo-, yo quisiera comprar una cabaña, alquilarla en el verano y vivir
aquí el resto del año.
-En el
invierno todo es muy desolado. Sólo resisten los alemanes que se refugiaron
aquí después de la guerra.
El
encargado calculó que serían las ocho menos cuarto. Apenas una hora después
saldría el autobús y ellos conversaban acerca de los alemanes y las cabañas
ofrecidas con un plan de ventas galopantes. La conversación murió.
-Así
las cosas -dijo el encargado cambiando el disco. Ahora, francamente, ya no
sabía cuál elegir. Buscó uno que hablaba de bohemia; aunque no conocía el
francés era fácil deducir el significado si el tipo que cantaba deletreaba la
bo-he-me. Ellos también escuchaban la bo-he-me.
-Alfredo:
¿qué te pasa? -dijo Josefina con desesperación.
-¿Qué
me pasa, qué?
-¿Qué
te pasa? -insistió a punto de llorar-. Han sido ocho días infernales.
-Eso
es lo que se te ha metido en la cabeza. Estamos espléndidamente y me siento
feliz de haber estado aquí.
-Ahora
te vas.
-Dentro
de una semana estarás de nuevo en Buenos Aires. Todo irá bien, ya lo verás.
La
infelicidad se colocaba sobre los hombros de ella renaciendo a cada frase
pronunciada. Lo más difícil para ambos era encontrar un tema al cual
reintegrarse juntos. Sólo podían hablar del desencuentro. Debajo de una frase
la agresión mostraba los dientes.
El
encargado decidió servirse un whisky. Bendita tarde. Gastaría más en whisky que
la ganancia del café y jerez. Pero cualquier cosa era preferible a escuchar el
diálogo que le llegaba claramente. Los tres se sentían mal. Era poco confortable
y triste estar allí con una tarde derrumbándose sobre la arena, sobre el techo
de telas, sobre las mesitas y los escalones de la entrada.
-Sos
una cochina -gritó Silvestre rompiendo a llorar.
Las
niñitas se prendieron del pelo en una pelea familiar.
-Cochina,
cochina -gritó Silvestre.
-Fuera
chicos -dijo el encargado arrastrándolos.
Los
chicos molestarían hasta la hora de la comida a las veinte y treinta. Su mujer
estaba en la cocina y los dos habían trabajado todo el año para mejorar el
hotel y ganar bien durante la temporada.
-¡Quietos!
Desde
afuera llegaban los agudos gritos de Silvestre.
-Hay
algo nuevo, ¿no? Conociste a otra mujer.
Alfredo
se puso furioso.
-Has
estado insoportable todo el tiempo. No me hagas caer en tu propio juego.
-Todo
lo que hago te impacienta, Alfredo. ¡Has estado tan distante! Has cambiado
tanto.
-Es
mentira. Yo sé también exactamente qué es lo que siento y quiero.
-¿Quién
es? ¿Qué es lo que te pasa?
Ella
estaba llorando de modo que apenas podía acertar con las palabras. Se le
entendía apenas. Se mostraba vencida.
-¿Te
acordás del año pasado? Fueron días memorables, días que ni uno ni otro
podremos olvidar.
Alfredo
se ablandó.
-El
año pasado ¿y bien? ¿Cuál es la diferencia?
-Que
ahora sos otro. Existe algo que interfiere.
-También
vos has estado bien distinta. Pensás en aquello que dejaste por seguirme.
Sentís remordimientos. Qué sé yo. Tus construcciones mentales me irritan cuando
no me indignan.
-Todo
lo que yo soy te indigna.
Él
miró alrededor como si se ahogara.
-Cuando
tejés historias, tu voz me agota.
-Alfredo:
no habrías dicho eso el año pasado. No lo habrías dicho hasta ahora.
Esa
tarde viendo sus anchas espaldas hundiéndose en el mar ella había pensado:
Ojalá
no vuelva. Ojalá se muera. Ojalá desaparezca en el agua para siempre.
Y al
regresar jadeante y lleno de entusiasmo por el mar, Alfredo le pareció vulgar.
Dijo
él:
-Te
juro que no existe nadie fuera de nosotros.
Ahora
la mentira se volcaba en el mantel junto con el resto del jerez. Ya no lloraba
y se mostraba razonable:
-No me
digas que nada pasa entre nosotros.
-No
podés obligarme a que siga en este juego -dijo Alfredo con una voz neutra. Ella
se desintegraba-: ¡Claro que todo había cambiado!
El
encargado pensó que aquellos dos se soportaban mal.
-Quiero
conservar la idea de otros veranos.
Él
extendió la mano hasta tomar la de la mujer y estrujarla con algo del antiguo
ardor.
-Querida
mía: no te destruyas. Te quiero mucho y eso también lo sabés. Y no te miento.
Eso también lo sabés.
-Soy
muy desgraciada -dijo la mujer.
Aun de
noche, con las luces encendidas podía verse una parte de la playa hasta los
toldos, y más lejos, la negra línea del mar. Bien pronto la fosforescencia
bordaría la cresta de las olas. Diminutos puntos de luz iluminarían la arena
empapada. Ellos habían caminado un año antes acrecentando a cada paso la
luminosidad. Alfredo colocó un poco de arena con los puntos de luz sobre su
índice.
-Nadie
te ha hecho un regalo como este -dijo.
Se
habían besado en la boca con un beso perdurable.
-Claro
que no -había contestado Josefina.
Ahora
se miraron y el encargado supuso que era el par de ojos más tristes de la
tierra. Alfredo pensó en la blanda chica que conociera en Buenos Aires, antes
de partir. Sonrió a la mujer. Aquella otra cara se le antojaba lo más bonito
que viera en su vida. Sin embargo él había amado a Josefina que ahora volvía a
ser una compañía, agradable y amistosa, ahora que faltaba un cuarto de hora
escaso para dar las nueve. Alfredo la miró con gusto y dijo:
-Acompañame.
-Te
veré en Buenos Aires -dijo Josefina, que realmente era una mujer muy agradable.
-¿Hay
muchas cuadras hasta el autobús? -preguntó Alfredo.
-Unas
dos cuadras y media -dijo el encargado.
FIN
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