A Manuel Mujica Lainez.
Ella llamó por la mañana a eso de las nueve. Es por el aviso, dijo con
una voz grave y temblorosa e insistió que necesitaba la pieza y que pasaría a
verme. Entonces creí mejor avisarle que mamá y yo almorzábamos temprano y que
la hora adecuada serían las dos de la tarde porque había previsto una
diligencia en Tribunales y yo estaba sola para todo. Dijo que pasaría a las dos
pero ya su voz resultaba extraña a punto tal que no pude conciliar el sueño y
me quedé de espaldas en la cama que compartimos con mamá desde que papá murió.
Hubiera querido verla en seguida para comprobar si la voz correspondía a la
angustia mostrada, de modo que se lo conté a mamá que llegaba con el nescafé y
las galletitas. Ella también se mostró intrigada pero dijo:
-El hecho de alquilar una pieza que nos sobra no es motivo para
complicación, Silvia.
Y yo le contesté:
-Acordate del caballero japonés, el funcionario de Toshiba. Decía que
la pieza para él era un juguete, pagaba con puntualidad y nos traía flores y
bombones. Y un día quiso cortarse el cuello.
-Pero no lo hizo.
No todos los pensionistas pueden ser como Lina, la italiana que ocupa
la baulera sobre la cocina y que trabaja de enfermera durante todo el día. Ella
es una mujer ideal. Cuando llega del trabajo con todas sus historias de abortos
fallidos y de trepanaciones, las tardes y la noche del domingo se interrumpen
de un modo natural y amable. Lina nos divierte con las desdichas de los otros y
por momentos pareciera que el tropel de hombres y mujeres que pelean por sus
vidas en el hospital, los amigos en la hora de visita, el mundo todo irrumpe en
nuestro piso.
Nosotras dos conservamos el piso con decoro. Es amplio y responde a los
términos del aviso que inventé una tarde, cinco años atrás, cuando decidimos
dar pensión. Casa de categoría, lujosa habitación para caballero distinguido y
apareció Renato, que llenó nuestra vida durante un par de años; Renato que era
delicado y humoral y que cantaba acompañado por la guitarra española, regalo de
su madre, santa madre, como él decía, de quien nunca consiguiera separarse.
Renato aún nos visita y hasta canta algunas canciones pero sin guitarra, Y
luego fue Arístides que era menos alegre pero cumplía con nosotras y eso hasta
el caballero japonés. Nunca una mujer; solamente Lina en su baulera haciéndonos
reír y riendo largamente, con una risa aguda y fuerte que se oye desde el
ascensor. Sólo Lina porque nosotras pedíamos caballeros distinguidos. El mal
del mundo lo traen las mujeres y yo me hubiera muerto de vergüenza si por una
de mis imprevisiones mi madre hubiera tenido que alcanzar el desayuno a una
empleadita de comercio en camisón.
Pero la mujer del teléfono era otra cosa. Dijo, por favor, con una voz
profunda que despertó mi curiosidad y desde el momento en que mi salud fue mala
descubrí que la curiosidad es el sexto sentido del enfermo y aquello que lo
ayuda a mantenerse en mejores condiciones. La curiosidad y la observación ponen
alas a nuestras posibilidades cuando estamos atados a la cama. Desde que rompí
con Rolfi no he dejado de sentirme mal. No es que lo amara demasiado pero a los
treinta y cuatro años y desde los treinta uno se acostumbra a la voz, a un
horario, a un cierto cambio de preguntas y respuestas. Tener novio no me
preocupó hasta que tuve treinta años cuando conocí a Rolfi en la tienda de
artículos de punto y él me contó que era judío y me pidió el número de
teléfono. Bien que hice sufrir a mamá con el inconveniente de la religión hasta
que conseguí explicarle que nosotras éramos católicas de nombre y que no puede
rechazarse a un candidato porque el domingo de Ramos vaya a misa o no. De modo
que fueron cuatro años en compañía de Rolfi y casi estábamos dispuestos a la
boda cuando él llegó una tarde con el cuento de Virginia, de su compromiso y de
los altos valores morales a los que no podía renunciar y yo lo eché. Ya para
entonces el hígado y el estómago me daban mucho trabajo como también la
garganta y este insomnio desdichado que me tiene en cama hasta el mediodía y
aun los dolores de cabeza que me devuelven a la cama por la tarde. Entre una
cosa y otra apenas tengo tiempo para envolverme el pelo en los ruleros y
mostrarme presentable. Y tan poca cosa me fastidia. He optado por usar un gorro
de lana de colores que me envuelve la cabeza y que a la par de otorgarme un
aspecto exótico me da comodidad. Pero ella había dicho que estaría en casa a
las dos y pensamos, con mamá, que podríamos recibirla en el escritorio donde
una vez hice funcionar una oficina de alquileres. Renato me ayudó, lo recuerdo,
pero la oficina exigía ganas de vivir y yo no estaba segura de tenerlas, al
menos de vivir con tantas energías. Conseguí ofrecer un departamento en la
calle Pellegrini pero no llegué a tiempo para mostrarlo al único matrimonio
interesado, y los sujetos llamaron y dijeron un montón de cosas y aunque traté
de explicarles lo de mi estómago no volvieron a llamar. Entonces resolví lo de
la promoción para artículos de perfumería y convencí a mamá de que me
permitiera salir con el muestrario a recorrer el radio establecido. Pero
justamente esa semana tuve anginas y llovió muy fuerte de modo que la valija
con las muestras quedó sobre la mesa y con tantas idas y venidas mamá se
persuadió a sí misma que dar pensión era una idea formidable y allí estábamos.
No es fácil la vida para dos mujeres solas en una ciudad como Buenos
Aires donde la gente ladra en vez de hablar. No es fácil en un país tan duro y
con la única prerrogativa de haber sido siempre gente bien y de mantener un
piso entero en Viamonte y Pellegrini, verdaderamente un piso antiguo pero aún
muy presentable, sobre todo la parte del comedor y la sala de recibo en la que
aún conservamos las vitrinas y los recuerdos que Amanda nos envía para Navidad
desde California. He notado que cuando la gente sabe que tenemos familia en
California nos mira con mejores ojos y siente alegría. Esa parte de la sala se
conserva intacta y cuando cada pensionista hace su entrada, a través de la
puerta de vidrios biselados, recibe su impresión. El aviso no miente en aquello
de la casa de categoría. Espero que ocurra lo mismo hoy con la mujer que habló;
y casi siento deseos de dejar la cama para darme un buen baño caliente pero
hace frío y mamá recién accedió a encender la estufa y hay olor a querosén hasta
tal punto que el humito del sahumerio no consigue disiparlo. Así que puedo
estar tranquila un rato más y como mamá también demuestra curiosidad acerca del
llamado, conversamos. Mamá: sentada a los pies de la cama, su grueso batón de
pirineo gris y toda la modestia que no heredé porque salí a mi padre; tengo el
orgullo y la apostura de mi padre aun cuando los últimos años de su vida las
circunstancias se ensañaron con él y desfiguraron su personalidad. Un militar
que siempre es importante en la Argentina conserva el privilegio de serlo en
todas partes excepto en el hogar: mamá y yo hacíamos con él nuestra santa
voluntad, todavía más cuando pidió el retiro y arrojó a la familia a esta
mediocridad sin límites en la que nos ahogamos hoy. Él nos llevó de la mano
hasta su empleo en los ferroviarios y el cambio no me pareció decente. Un piso
en Viamonte y Pellegrini no puede ser el habitáculo de un empleado ferroviario
aun cuando papá fue jefe o algo así y todos sabíamos que no tuvo alternativa en
la elección porque en eso la revolución que lo defenestró se mostró implacable.
Pero siempre pensé que había que defender el piso y nuestra manera de vivir, es
decir, mamá y yo, parapetadas detrás de estas altas celosías desde las que
vemos las vidrieras de La Orquídea, con sus plantas carnívoras, obscenas y
carísimas. Debo admitir que algunos fueron momentos agradables como el día de
la llegada a casa del caballero japonés. Mamá y yo habíamos dispuesto la mesa
en el comedor que no se usa porque ella, Lina y yo comemos juntas en la
antecocina. (A la americana como dicen ahora, quizá como Amanda en California.)
Mamá cocina para todos y allí nos reunimos de buen modo, yo que recién consigo
levantarme, la bata sobre el camisón, a la una de la tarde, junto a mamá y Lina
que regresa de sus hospitales. Es una hora amable entre impresiones de la calle
-las pocas que se reciben desde aquí- y la radio que funciona noche y día y
ahora la televisión. Es una hora amable pero apenas terminamos de comer ya me
siento exhausta nuevamente y entonces es cuando alcanzo a maldecir el recuerdo
de mi padre porque aún no hemos terminado con los trámites, los certificados y
la jubilación. Hay una horrible sucesión de impuestos, de fantásticas cargas a
una propiedad que nos pertenece a medias y por la que debo pelear a brazo
partido. Y es la hora de revancha de mamá que se instala frente al televisor
mientras salgo a enfrentarme con esa multitud anodina de hombres y mujeres de
oficina, seres absurdos con títulos y horarios que se desplazan metódicamente
de un edificio al otro, de una ventanilla a la siguiente con implacable
regularidad. Nunca se oponen excepciones. Para cada circunstancia existe un
folio, un estante, una firma, una estampilla, sellos. Certifico que soy la hija
de mi padre o que mi padre fue enterrado o que la primera hipoteca del piso
data del año 1953 o que mi madre no volvió a casarse. Siempre adelante. A veces
hago un alto y bebo mi café italiano que, fuera de la mirada de mamá, no me
causa trastornos; olvido mi estómago en tanto engullo las medialunas, de pie,
entre un conjunto de criaturas frenéticas que también beben su café, se afanan
como yo y me ignoran. El caballero japonés miró a su alrededor encantado:
-Pero esto es un gran recibimiento -dijo.
Mamá bajó los ojos con placer. Sobre la mesa había colocado el mantel
de hilo de Bruselas y las copas de buena calidad. Le servimos sidra. El hombre
bebió poniéndose de pronto extrañamente parecido a un mono. Bebió otra vez y
por temor a mi estómago sólo lo acompañé con la mirada.
-Bienvenido a casa -dijimos con mi madre, a dúo.
Fue un gran recibimiento y desde entonces el huésped pasaba las tardes
del domingo en nuestra compañía, nos hablaba de la empresa que marchaba bien y
del Japón que nadie puede visitar sin quedar hechizado para siempre.
-La señorita Silvia debería conocer el Japón -decía.
Yo, con lo enferma que me sentía casi siempre, con mis obligaciones,
día y noche entre la cama de mamá y las oficinas. Sólo me queda como límite de
evasión posible el rectángulo azul que envía Amanda cada dos o tres semanas,
las estampillas que marcan el cambio de imaginación en el correo americano y
sus vicisitudes relatadas con cierta reticencia: estamos bien, tendré una nueva
criatura para la primavera. Paco ha llegado a los setecientos dólares. El
japonés me regaló un hermoso calendario que fue a descansar junto a los viejos
formularios de la inmobiliaria y las muestras de jabones. De ese modo las
postales de Amanda, y los papeles que se ponen amarillos y el vistoso
calendario con los jardines de Kioto marcan la presencia de aquella habitación
entre la sala y el comedor cerrados. Apenas si conseguimos quitar un poco del
olor a moho con el humo del sahumerio pero aun así el olor siempre me ha
parecido confortable, tranquilizador, como esos olores melancólicos de las
sábanas o de los armarios.
-No estoy segura de la conveniencia -dijo mamá-. Una mujer es muy
complicada casi siempre, puede recibir visitas, llamadas fuera de momento,
traernos dolores de cabeza.
-Quiero escuchar su historia -confesé. Su voz era muy trágica.
Mamá levantó ligeramente las cortinas para ver la calle. Yo prefiero
mantener la habitación en penumbras porque eso me ayuda a descansar y me aparta
a la vez de tantas cosas indeseables. Y bien: puedo vivir perfectamente sin las
vidrieras de Mario Camuyrano, sin los autobuses que chillan al frenar y sin la
gente que toma café y gaseosas en la esquina. Puedo vivir mejor en mi reino de
dos plazas si mantengo la habitación en penumbras, bien abrigada en el invierno
como ahora, y sombreada y fresca en el verano. Mamá y yo conocemos nuestro olor
común y he descubierto que en estado de vigilia la vida es mucho más amable.
Pero el timbre musical de la puerta de la entrada se estremeció con cierto
ímpetu y nosotras nos miramos aterradas.
-Dijo a las dos.
Mamá me alcanzó los pantalones de franela, el pullover de angora y el
gorro gris para ocultar el pelo aún sin peinar.
-Pasate el rouge por los labios -susurró escurriéndose hacia la cocina.
Y la escala musical volvió a sonar. Ella se mostraba impaciente y algo
impuntual o bien estaba realmente afligida y necesitaba cerciorarse de que la
habitación para huésped distinguido era real.
Por fortuna estaba el humo del sahumerio no bien se transponía el
umbral, y la ventana del escritorio sólo entornada. Hasta podría creer que
habíamos trabajado allí un momento antes. Cuando abrí la puerta apenas si los
vi. Pero la voz era la misma. Llevaba un sacón a cuadros y un gran cuello de
piel. El hombre era muy joven.
-Yo hablé con usted esta mañana, por el aviso de la habitación -dijo la
mujer del teléfono.
Fue entonces sonreír, confirmar su frase y hacerme a un lado no sin
antes reprocharle esa anticipación de casi media hora que me tomaba de sorpresa
y a la que atribuía mi aspecto deplorable. Sin embargo era el de costumbre
aunque ella no podía saberlo y la mentira me daba gran elasticidad.
Disculpé a mi madre asegurando que en el escritorio podríamos hablar en
paz. Él era un hombre alto y rubio y parecía mudo; su gran cara inexpresiva se
recortó contra el papel de la pared. La pared tenía manchas gigantescas.
-Estamos refaccionando la casa -dije-, pero ustedes saben que en el
país es en vano intentar nada que no sea gastar enormes sumas de dinero. Los
obreros vienen cuando quieren o cuando se les promete beneficios realmente
estrafalarios. Yo entiendo algo de este negocio de las casas; he trabajado aquí
precisamente con uno de mis huéspedes anteriores, un muchacho que fue un
consuelo para mamá, que es viuda desde hace ya diez años, y para mí, que rompí
un noviazgo. Ese muchacho, digo, me enseñó mucho del negocio inmobiliario pero
desde hace un tiempo sufro de terribles dolores de cabeza. Algunos médicos me
han dicho que es consecuencia de las tensiones pasadas, una depresión, aunque
tengo un espíritu siempre de primera ¿cómo podríamos darnos vuelta dos mujeres
solas?, digo dos mujeres porque Lina apenas si puede estar en casa, pobre, con
su trabajo en el hospital y los pacientes de las inyecciones. También yo sé
poner inyecciones si es preciso, pero la medicina no se hizo para mí. Hay que
tener buenas piernas, buen pulso, sangre fría. Siempre fui muy delicada. Sí,
señor, mi padre decía: Esta chica nos dará un buen susto y la verdad es que no
se equivocó. A veces quisiera estar con mi hermana en California, tengo una
hermana cuatro años mayor, casada con un técnico de la Westinghouse y dos niños
preciosos, aquí están, esta es la última postal que recibimos para el
cumpleaños de mamá que es el primero de marzo. Justamente cuando tuvo que
partir el caballero japonés que ocupó la pieza durante ocho meses y que era una
bellísima persona. Daba gusto compartir la casa con una persona semejante, con
una exquisita conversación y tan puntual en los pagos que a menudo debíamos
rogarle que aguardara a fin de mes para abonar. Cuatro años estuve de novia y
recién ahora puedo levantar la cabeza de tanta preocupación, no es que sufriera
demasiado, pero mi novio, digo, el que era mi novio, profesaba la religión
judía y su familia, sus padres y amigos eran tan distintos. Mi madre mucho que
lo lamentó, la pobre, y también Lina, que vivió en Italia parte del fascismo,
me llenaba de consejos. Pero no era eso un obstáculo verdaderamente no, sino
que para unas vacaciones él conoció a una muchacha empleada en un mercado o
algo parecido o se enfermó, el motivo valedero fue su enfermedad nerviosa. ¿Se
han fijado ustedes que el gran flagelo de la época son los nervios maltratados
por la vida que llevamos? Una barbaridad cómo es que se contrae el hábito de
los barbitúricos, hasta yo debo tomar píldoras y eso que estoy mucho mejor
ahora aunque no puedo salir a trabajar, es tan difícil en Buenos Aires con los
militares y las revoluciones y luego de la herencia de Perón, de modo que
prefiero sacrificar una parte de la casa que es hermosa, sí señor, ustedes ven
que es una gran casa de real categoría, sacrificar no está bien expresado,
diríamos compartir para sobrellevar los gastos, diríamos los once mil pesos que
pido por la habitación, casi nada, un chiche para mamá y yo pero también ayudan
en el caso de que aún tarde un par de meses en recuperarme del todo.
Ambos me miraban y de pronto sentí que aquella doble presencia llenaba
el escritorio como una niebla densa y pegajosa. Llenaban el espacio de vida de
las dos a tres de la tarde aun cuando el hombre parecía de piedra y ella se
mostraba tan nerviosa que pestañeaba sin cesar, casi llorando. Sobre el gran
cuello de piel emergía su cara delgada y más bien larga, una cara trágica
rematada en dos bandas de pelo negro y despeinado. Tenía la nariz fina y
aguileña, el rictus de la risa marcado a uno y otro lado de su boca, los ojos
sombreados y grandísimos. El hombre se mostraba reticente y después aprendí que
esa era su manera especial de oponerse. Se miraban. Descubrí también que me
había adelantado a ellos con mi propia historia y maldije aquel temperamento
que me hacía obsesiva y lenguaraz. No había tenido motivos para hablar de Rolfi
ni de mi depresión nerviosa: sólo del caballero japonés o de Renato para que
ellos supieran que mi madre y yo conservábamos recursos, gente que se ocupaba
de nosotros, que éramos hábiles y efectivas para dirigir nuestra vida. Sólo el
caballero japonés. Pero la mujer estaba más contrita que yo.
-Sé que el aviso fue muy preciso -dijo en voz tan baja que casi no se
oía-, pero el caso escapa de lo cotidiano, señorita...
-Silvia -aclaré.
-Señorita Silvia -y agregó-, el señor Ballester necesita un sitio al
cual yo pueda tener acceso.
Debió creer en mi cara de estupor.
-Oh, por Dios. El señor Ballester y yo vivimos una situación difícil.
Hace años.
Era una situación reciente porque se miraban como náufragos. Ovillada
en una cama en la semioscuridad, rizándose el cabello, una aprende muchas
cosas. Yo descubría ahora que la situación era fresca todavía, podía ver los
bordes de la herida, oler la sangre entre los vapores del sahumerio. Pero
decidí darles la oportunidad y acepté.
-Una vieja situación que por ahora es insoluble -dijo-, él no tiene
padres, ni hermanos, su padre vive en Bolivia. Yo soy su única familia.
Comienza a trabajar a las siete de la tarde y ustedes no sufrirán molestia
alguna porque nos moveremos como duendes. Regresa ya de madrugada y duerme la
mitad de la mañana. Todo consiste en que se me permita acompañarlo un par de
horas, cada día.
-Bueno está que ustedes comprendan lo insólito de la situación. Mi
madre y yo decidimos hace tiempo alquilar la pieza a un hombre, a una persona
de sexo masculino, de categoría, un hombre discreto que no trajera dolores de
cabeza ni nos pusiera en evidencia frente a la familia que todavía nos visita.
Los amigos. Todo el mundo cree que el huésped elegido es un pariente lejano de
mamá. Ustedes saben; a menudo hay que sacrificarlo todo a la forma. Un pariente
lejano, sobre todo los domingos, cuando viene tía Teresa, la única sobreviviente
de mi padre que era militar, familia de militares todos aunque después tuvieron
que consentir a un cargo en los ferrocarriles. De tal modo, una pareja...
-Oh, no. No vendré a la hora de visitas, sólo un par de horas para
poder ayudarlo en sus trabajos. Sé que es transitorio, en algunos meses más
habremos salido de esto y le aseguro que no molestaremos más.
¿Por qué la dejaba suplicar? Era ella la que llevaba todo el peso de
aquella escena atroz que me conmovía y que a la vez me atraía enormemente. ¿Por
qué permanecía silencioso, repudiando casi lo que la veía hacer? Sin embargo
todo se refería a él; en cierto modo la mujer se empequeñecía, suplicaba por
él. Nerviosamente tomé el hilo con todas las fuerzas de que era capaz.
-Si usted me certifica que no habrá complicaciones, que de veras no
existe la posibilidad...
-Oh, no, se lo aseguro. Sólo es un mal momento; pasará.
Después hizo un gesto incomprensible y mirando hacia atrás en esta
historia sé que aquella mueca de obstinada adoración fue el principio. Sacudió
la cabeza delicada dentro del cuello de piel; ellos se miraban abstrayéndose.
-Nos queremos mucho, si usted supiera -dijo.
Me pareció algo ridícula cuando el contraluz marcó con fuerza el rictus
de la risa en sus mejillas. Pero de pronto pasó hacia una conversación fluida
sobre los inconvenientes de la vida diaria, de cómo había encarecido todo en
Buenos Aires y de tantas dificultades por las que se atraviesa. Si ahora yo
mezclaba a Rolfi en la conversación el tema aparecería forzado. Quizá más tarde.
Y entonces les conté acerca de Amanda y disculpé a mamá que seguramente
escuchaba, la oreja apoyada en la puerta de la antecocina. Tendría que luchar
con mamá para recibirlos pero lo haría; de algún modo no era posible haberse
asomado a un mundo misterioso de miradas tensas y mensajes y volverse atrás.
Fijé el precio de la pieza y elogié con generosidad su buena luz, la
disposición de los muebles y la ventaja de poder moverse sin perturbar el orden
de la casa. Omití decir, naturalmente, que desde la cama yo veía el abrir y
cerrar de la puerta, sus siluetas si penetraban en el cuarto de baño y los
resplandores del ventanal si se lo abría. ¿Quiénes eran ellos? ¿Un par de
actores? ¿Una mujer comprometida? ¿Un enfermo mental? Miré las manos de la
mujer que estaban libres de alianzas. En el anular de la mano izquierda sólo
una banda de oro cincelada con un par de piedras azules. Las manos de él eran
blancas y cuidadas: largas manos de niño. Me parecía algo colegial: su blaizer
de lana azul y el pantalón de franela, la corbata de rayas escolares y su pelo
espeso y rojo que bajaba detrás de las orejas y a un lado de la frente hasta
los ojos. Pero era rígido también como si el alegre colegial hubiera perdido la
capacidad de risa y estuviese en cambio dispuesto a un salto por sorpresa. Un
triste niño viejo, con larga experiencia de la vida. Desdeñaba mi casa, estoy
segura, los fríos ojos azules descubrían la vejez de la valija, las muestras y
el calendario japonés con dos meses de atraso en las fechas. Rechazaba mis elogios
y los esfuerzos de su compañera para caerme bien. Hablábamos del agua caliente
y les ofrecí el desayuno servido por mi madre si lo creían necesario.
-Somos como una familia unida. Por las tardes del domingo nuestros
huéspedes anteriores nos acompañaban.
-También trabajo los domingos -dijo él hablando por primera vez.
-¡Ah! -repliqué decepcionada-, lo siento mucho.
-No molestaremos -insistió la mujer-, y le agradezco con todo el
corazón que quiera aceptar estas condiciones.
Me hizo sentir amable e importante. Después de mucho tiempo yo era un
dios dispensador de buenaventura, de mí dependía que aquellos dos pudieran
verse o no, quedarse o ir a dar a la calle. Ninguna casa de pensión -al fin eso
es lo que era la mía- aceptaría un arreglo semejante. Se trataba de una visita
de mujer o de convertir la casa en un hotel de citas. Ellos me alertaban acerca
de la cita dando una versión confusa, algo dramática de la situación. Pero
fornicarían en mi casa, eso era seguro. Y por eso ella suplicaba; desde su
sillón me miraba con sus grandes ojos desesperados y se volvía hacia el amigo
implorándole colaboración; luego trasladaba su ruego hasta mis propios ojos que
devoraban la escena y la expresión era diferente: dejame ayudarlo, me decían,
necesita un lugar, dormir, debo ayudarlo si es que quiero fornicar. Mientras
mamá cocinaba, Rolfi y yo lo habíamos hecho un par de veces en el sillón de la
sala ahora cerrada. Fue dura e incómoda. Yo pensaba todo el tiempo que el viejo
sillón iba a derrumbarse y que me dolían los huesos apretados contra la
esterilla. Rolfi era lento y poco convincente. Aun así lo apreté con aflicción
hasta que el asunto terminó. Luego insistimos una tarde de verano y el día de
mi cumpleaños. Rolfi me pidió que me encontrara con él fuera de la casa y se lo
prometí encantada. Pero fue entonces cuando surgió lo de la chica del mercado o
su enfermedad o ambas cosas a la vez y sobrevino la ruptura. Habían sido unas
extrañas relaciones que dejaron como lastre mucha sed, los atroces dolores de
cabeza y mi apego por el perímetro de aquel piso de Viamonte. Encontré que
estaba hablando de Rolfi, explicándoles de nuevo su condición de judío y lo
excelente de aquella extraña familia que celebraba el día del Perdón y el Bar
Misvah. Omití decirles lo bondadosos que habían sido todos conmigo a pesar del
profundo odio que yo les profesaba. Aquel odio no me había dejado hacer el amor
en paz; no era la silla ni la sala ni la proximidad de mamá; mamá no hubiera
entrado nunca sin hacer ruido. Era la familia de Rolfi la que yo tenía
atragantada. Y luego la compañía de alquileres con la ayuda de Renato, que
adoraba a mamá como a su madre pero que había espaciado sus visitas hasta
desaparecer llevándose consigo los sellos de goma y los papeles con membrete. Y
luego el caballero japonés con los bombones. Había mucho que decir de todos
ellos. Me gustaban los detalles psicológicos, las indagaciones en todo ser
humano, las conjeturas. El doctor Strum, por ejemplo, un viejo profesor que
vivía en el cuarto piso: a fuerza de observarlo y de reflexionar acerca de él
descubrí que era un funcionario alemán, de la segunda guerra, un alto
refugiado. O el abogado que llevaba la magra sucesión de papá: un hombre de
virilidad dudosa pero tan amable que me hacía bien compartir sus puntos de
vista y escuchar su palabra como miel corriendo sobre los expedientes. La
pareja se mostró intrigada con toda esa humana fetidez que tanto deploro
conocer. Quizá estaba robándoles su tiempo y la mujer miró su pequeño reloj de
oro. Era muy elegante para estar suplicando por el alquiler de una pieza como
la que ofrecíamos. Ella tomaba cada iniciativa, era la parte viva del dúo. Me
pregunté: ¿por qué?
-Entonces estamos arregladas -dije con una sonrisa.
Ella me entregó la documentación de su amigo que rechacé. Debía
dejarlos entrar honrosamente para continuar el hilo que asía fuertemente entre
mis dedos entumecidos por el frío. Mamá había apagado la estufa y la casa ya
era un páramo.
-Estamos por colocar el gas -les expliqué.
-Vendremos esta tarde -dijo él hablando por segunda vez-. Traeré mis
cosas por la tarde.
-Hubiera querido hacerles una pequeña fiesta, recibirlos bien.
Por la cara de ambos pasó una sombra alarmada.
-Oh, no es preciso, gracias, de todos modos, muchas gracias.
Ella se puso de pie y avanzó hasta mí.
-Usted no sabe... -dijo-, le agradezco tanto.
Impulsivamente tomé sus manos entre las mías. La vida irrumpía con
estrépito en el piso deshabitado y frío. Yo amaba las paredes de mi casa, amaba
el viejo ascensor de jaula que en el cuarto piso daba cada vez un fuerte
sacudón. Adoraba las persianas de hierro y las plantas que mamá colocara en el
balcón del escritorio y que luchaban bravamente para sobrevivir entre el hollín
y la ausencia del sol. Ahora, en cuanto ellos se fueran, volvería a la cama
para reflexionar. Nada de Tribunales por hoy, al menos hasta verlos recalar
allí. Ella habló de los pagos, de la fecha adecuada cada mes y de la limpieza
de la ropa de la cama.
Mamá lavaba y planchaba todo lo que se ensuciaba en nuestra casa. Pero
era imposible confesar una cosa como esa.
-Una mujer viene a trabajar tres veces por semana -dije con soltura-,
son novecientos pesos más.
Ellos se miraron y el hombre estiró su brazo hasta alcanzarla. La
atrajo a él cariñosamente, con unión y afecto en cuanto hacía.
-Conformes -dijo.
Era muy joven. A su lado la mujer resultaba hermosa pero algo mustia
ya.
Una pareja al fin; yo debía estar loca para dar albergue a una pareja
con problemas, pero ya nos despedíamos amistosamente.
-Me llamo Sara -dijo la mujer.
La tomé del brazo y los tres caminamos alegremente hasta el ascensor.
-Mamá no pudo recibirlos ahora, ya la conocerán por la tarde, tomaremos
juntos el té.
Era preciso que aceptaran lo del té porque de ese modo me sentiría
menos disminuida. Tantos años de pobreza no me habían quitado el estúpido
prejuicio de la inferioridad en casos como ese. Yo tenía una pieza y la
alquilaba. Y bien. Ellos tenían algo muy grande entre los dos. No dejaba de ser
un cambio razonable. Pero si tomábamos el té, el sentimiento de embolsar dinero
por la prestación de aquel servicio infame quizá disminuiría. Casi no sentía
vergüenza frente al caballero japonés. Era japonés. ¿Quién puede detenerse en
reflexiones frente a un ser de otro planeta? ¿Qué podría decir el caballero al
regresar a Tokio donde lo esperaban sus negocios (era su historia de la tarde
del domingo), una mujer hermosa, todo lo más apetecible? Claro que jamás
recibió una carta, una postal. Quizá no lo esperaban tanto como se empeñaba en
afirmar. Pero mi madre y yo habíamos conocido esplendores, períodos en que el
servicio doméstico nos atendía asiduamente y usábamos el gran juego de plata
inglesa ahora en la vitrina del Banco de Préstamos. Quizá la fórmula hubiera
sido resignarse a salir del piso y trabajar. Ya la cabeza comenzaba a arderme
bajo el gorro de lana y les dije que los esperaría a última hora de la tarde.
Él apretó el botón con cierta urgencia y aun descubrí el movimiento de sus
hombros como de profundo alivio cuando descendieron. Los seguí hasta que sólo
quedó frente a mis ojos el grueso cable que sostenía el ascensor.
La presencia extraña desaparecía y la casa volvía a ser yo. De modo que
aquello era la curiosidad.
-Mamá, alquilamos -grité al entrar.
Mamá sacudió la cabeza con cierta pesadumbre y aún me aconsejó
prudencia. Por la ventana abierta de la antecocina se escuchaba la estridente
voz de Lina animándonos. Ellas oirían la conversación tras el fino panel.
Conjeturaban.
-Hay un misterio en ellos -dijo mamá-, figurate si tus tíos comienzan
con preguntas. Que por qué están en nuestra casa, que quiénes son y todas esas
cosas.
Pero a menudo la quejumbrosa voz de mamá ocultaba la misma curiosidad.
Babeábamos como dos perros famélicos.
-Les prepararé la pieza. Por fortuna aún el encerado se conserva, y
bastarán un par de sábanas decentes.
De pronto descubrí que mi madre y yo tendríamos acceso a las sábanas.
Acceso a la habitación vacía, acceso a los libros y papeles si es que los
traían consigo. Las sábanas sobre todo me resultaban un interrogante. Cuando mi
madre terminó de tender la cama recién comprendimos el alcance de la
transacción.
-Son nueve mil pesos mamá, tres más que el caballero japonés, y dos de
la sirvienta imaginaria. Once mil pesos por dejarla entrar un par de horas.
Mamá revisó la habitación con la mirada.
-A veces sos infernal, Silvita -dijo con incierta conformidad-, tan
distinta a mí.
Pero éramos iguales.
Ellos vinieron a las siete de la tarde y sin abrir la puerta escuché su
diálogo apagado y el tránsito de las valijas sobre el piso de mosaico. Me asomé
para controlar el taxi pero ellos utilizaban un hermoso automóvil verde claro
detenido ahora en la acera derecha. Sara, medio cuerpo adentro de la máquina,
alcanzaba a su amigo otras valijas más pequeñas. Luego abrieron el baúl y
extrajeron dos cajones grandes.
-Tienen libros -avisé a mi madre detrás de las cortinas.
Mi madre suspiró. Casi en seguida se oyó el crujir del ascensor y la
campanilla musical. Entonces ambas corrimos.
Ella parecía más joven con una falda a cuadros, el pelo largo y suelto
sobre las mejillas. Recuerdo bien que ambos usaban pullovers de lana gruesa y
clara y cualquiera podría haberlos tomado por estudiantes que cambian de
pensión. Sara había abandonado su empaque, parecía más tímida y feliz que en la
mañana.
-Hola -dijo frunciendo toda la cara al sonreír.
Me hice a un lado para darles paso y les presenté a mamá. Ella le habló
con modales firmes de ex alumna aristocrática. El muchacho apenas la miró.
Ahora parecía francamente enojado o deseoso de terminar el ir y venir con las
valijas; quizá sólo deseaba desembarazarse de nosotras. Los ayudé con buena
voluntad advirtiéndoles que mi mala salud me impedía prodigarme con exceso.
-Oh, nosotros lo haremos todo -dijo Sara cargada con el cajón de los libros.
Les abrí la habitación y entraron. Es posible que notaran la delicadeza
de haberles puesto flores en el cuarto y las sábanas verde nilo estrenadas para
ellos. Mamá abrió la banderola que daba al tragaluz.
-Suele estar cerrada para que los ruidos desde la cocina no molesten a
los huéspedes.
Decidí llamarlo Diego como quien se tira al agua.
-Déjeme ayudarlo, Diego.
Pero me detuvo con un gesto que puso duros y oblicuos sus ojos de un
color muy claro.
-Tengo ideas personales -dijo.
-Entonces, antes que nada una taza de té -dijo mamá-. Son un horror -agregó
al pasar.
Traté de disculpar el hecho de que el famoso té ofrecido desde la
mañana se sirviera en la antecocina y no en el gran comedor como correspondía.
Pero el comedor me resultaba aterrador con sus diez sillas Chippendale
y las vitrinas vacías. Hacía ya un largo tiempo que nos habíamos desprendido de
los juegos de té de porcelana y de las tres fuentes Sheffield viejo, imitación.
Y el vacío era desolador, aun para mí que tan a gusto me encontraba entre las
cosas familiares. En la antecocina, pues, les avisé, y ellos me siguieron. Pero
el té fue también una especie de suplicio. Mientras mamá servía, Sara y yo
tratamos de llevar adelante una conversación que agonizó desde las primeras
frases. Ellos bebían su té, se miraban y sonreían en silencio.
-Diego no está muy a gusto me parece -aventuré.
-¡Oh, sí -dijo la mujer apresuradamente-, es una hermosa pieza y hemos
buscado tanto antes de hallarla!
El silencio de Diego otorgaba a la escena una complicación inusitada.
Era la suya una gran presencia inerte, una ráfaga que sacudía las bujías, un
frío intenso colándose por los corredores y las claraboyas, un duende burlón y
silencioso. Aquel hombre me colocaba contra la pared; atrás decía, atrás,
atrás. Volví a servirles té.
-A mi madre y a mí nos encanta la música -dije con esfuerzo-, si Diego
desea disfrutar de un par de buenos conciertos no tiene más que avisarme.
Los claros ojos se aquietaron.
-Gracias -murmuró-, me será muy útil.
Entonces Sara cambió conmigo una mirada de esperanza y me sentí mejor.
Quién sabe no habría más que empezar: bien pronto esta pareja quedaría
asimilada a la familia, tan asimilada y dichosa como se mostrara otrora el
impasible caballero japonés. O Rolfi o Renato antes de mis nervios. Sin embargo
los dos parecían deseosos de marcharse de la antecocina cuanto antes. Me
pareció inútil y grosero. Al fin y al cabo mi madre había preparado el té y lo
servía con modesto recogimiento, los atentos ojos en la escena pero sin
intervenir. Ellos tenían que comprender que aun venida a menos, mi madre era
una dama, y el hecho de ocuparse de la casa, una clara deferencia que debían
agradecer. Pero apenas probaron bocado. Ella mordisqueó una masita seca y algo
vieja, lo confieso, que mamá extrajo del fondo de una lata.
Diego bebió su té siempre en silencio. De vez en cuando sonreía a la
mujer como si estuviera divertido y también incómodo.
-¿Quiere que le preparemos algo por la noche? -pregunté.
Era como decir: ¿qué es lo que haces? ¿En qué te ocupas? ¿Vienes a
nosotras o no vienes?
-¡Oh, no!
Era grosero alarmarse así. Quizá había dado en pensar que queríamos
inmiscuirnos en su vida.
-Regreso muy tarde por la noche. Comeré algo por allí.
Y en seguida sonriendo y disculpándose se levantaron y ella mostró de
lleno su extraño rostro de muchacha desgastada:
-Todo ha estado magnífico. Pero queremos ordenar la habitación antes de
que él salga para el diario.
De modo que era un diario. Mi madre también lo arrebató en el aire. Un
redactor, un diario, pisábamos un terreno conocido. Renato escribía notas
políticas para la Radio Mitre. Entonces como si lo adivinara ella dio el nombre
del periódico y el teléfono donde podríamos dar con Diego en caso de
necesitarlo. Avisó que podrían llamarlo un par de personas y que ella sólo
estaría en casa cuando su amigo estuviera descansando. Cuando asentimos en
silencio dejaron la habitación mirándose. También la antecocina adquirió el
mismo aspecto de vacío que notara en el escritorio esa mañana. Un hombre y una
mujer, lo que forma una pareja es casi todo el mundo. Aquellos dos llevaban el
mundo consigo y sentí mucha inquietud, aquel gran manotazo de terror y rabia
que me tumbaba en cama se hizo presente y lo trasladé a mi madre.
-Es una mujer amable -dijo-. ¿Es ella la que paga la pieza?
Me encogí de hombros.
-No lo sé. Ella lo dirige pero es él quien la domina.
Nos aventurábamos y la risa aguda de Lina sacudió la atmósfera en
tensión.
-Ellos se aman -gritó Lina con su jerigonza siciliana.
Y mamá insistió en sus presentimientos pero era difícil precisar lo que
ocurría entre nosotras, tan grande y estridente resultaba la palabra amor.
Trabajaron toda la tarde y ya era noche cerrada cuando Sara apareció en
la puerta de la antecocina. Caminaba en puntas de pie y sus esfuerzos por no ser
una presencia extraña dentro de la casa me satisficieron.
-Quisiera prepararle el desayuno, si ustedes no se oponen -dijo.
Mamá se precipitó hacia ella indicándole los armarios, las rinconeras,
los frascos de azúcar y el café.
-Traeré todo conmigo -dijo Sara sonrojándose-. Buenas noches.
También escuchamos el saludo de Diego que fue más bien un rezongo en
tono bajo o una palabra apenas. Y luego los pasos por el corredor, la puerta de
cristales biselados y la jaula temblorosa del ascensor hacia la planta baja.
Estarían en la calle cuando mamá y yo nos precipitamos hacia la habitación.
Ellos lo habían cambiado todo; el sitio del toilette, la disposición de las
camas; los cuadros estaban descolgados y guardados en el ropero provenzal,
habían acomodado los libros y leí Eliot, Pound, Prevert. Yo no leo casi nunca
porque mi cabeza está siempre fatigada, prefiero dormitar a oscuras o soñar o
escudriñar los rostros de la televisión que se esfuerzan por distraerme de mis
pensamientos. Leer no. Pero ellos habían llenado la pieza de pequeños
animalitos de madera; una gran bandera canadiense ponía una mancha insólita
sobre la pared, un afiche en radiante azul con un rincón de flores y la firma,
Niza fleur, Chagall. Era detonante. Casi me resultaba obsceno ese cambio saludable
que trocaba la habitación que les ofrecíamos en un estridente muestrario de
colores.
Ya la pieza era de ellos como el olor de la ropa que les pertenecía, la
máquina afeitadora y una pequeña bruja de papel debajo de la lámpara. Habían
convertido la habitación en un lugar extraño donde pensaban recalar, no
solamente dormir y respirar. Ah, desde un principio esa pretenciosa insolencia
de proponerse amar fue una impudicia. Era otra habitación y los viejos muebles
yacían inmersos en un mundo de jirafas y de brujas, de lechuzas y de graciosos
perros de paño, la cama era un largo diván (nada quedaba de nosotros), eran
otro aire, otras paredes. No pude dormirme hasta muy tarde. Encendí el velador
cuando escuché la puerta de calle que se abría y en seguida los pasos de Diego.
Eran las tres. Cuando me dormí soñé que una pareja de leones copulaban delante
de mi puerta. Al pasar junto a sus cuerpos los rozaba y ellos se lanzaban en mi
persecución para destrozarme. Me desperté con el eco de mis alaridos. Mamá me alcanzó
las píldoras rosadas que me sientan bien y me avisó que a eso de las siete de
la mañana nuestro huésped había entrado en el baño y en silencio regresó a la
habitación.
Mientras mamá preparaba el café escuché la campanilla musical y Sara
entró en la casa siempre en puntas de pie. No podía levantarme después de la
noche que pasara pero, de rodillas, en la cama la espié cuando penetró en el
cuarto. Ella apretó el pestillo y al ceder abrió la puerta suavemente e
introdujo la cabeza. Desde allí lo contempló un largo rato como en adoración y
lanzó hacia él un silbido apenas perceptible. La voz adormilada y amorosa de
Diego llegó claramente hasta mi escondrijo y volví a meterme entre las sábanas
como si temiera que ellos me advirtieran. Sara cerró la puerta y un silencio
largo cayó sobre la casa. Cuando mi madre llegó con el café le señalé la
puerta. Las risas sofocadas atravesaban las paredes y el silencio intermitente
acabó con la reserva de ambas. Bebí el café con asco y dije a mi madre que la
taza estaba pringosa. Las sábanas me parecían húmedas y el sol que atajaba el
cortinado fue un martillo perforando el hueso de mi frente. Mamá murmuró que
prepararía el almuerzo y yo la dejé ir por primera vez en mucho tiempo sin
ánimos para un comentario compartido. Porque ellos estaban tan cerca de las dos
que hubiera bastado extender los dedos para tocarlos y sentir el punto de calor
de sus cuerpos. Pasado el mediodía Sara salió de la habitación y entró en la
cocina con un paquete envuelto en papel blanco y una botella de leche. Saludó a
mamá y pidió permiso para preparar un par de sandwiches y volcar la leche en un
alto vaso de cristal verde que trajera consigo. Parecía una mujer sencilla que
amaba mucho a su pareja y que trataba de no perturbar la atmósfera que se le
ofrecía. Habló de cosas comunes como el tiempo y las dificultades del
transporte aunque la tarde anterior la habíamos visto descender de un
espléndido automóvil. Hablaba como una mujer joven y así debería sentirse aun
cuando mamá estudió a conciencia el fondo de sus ojos y su piel y le calculó la
edad. Entonces no pude contenerme y salí del dormitorio para reencontrarla con
cualquier pretexto. Conseguí conversar con ella un largo rato y la encontré
solícita y atenta a mis debilidades, al curso de mi enfermedad y a los
eventuales esfuerzos que el periódico exigía de su amigo. Parecía mostrarse
natural y era amable y correcta en todos sus gestos y expresiones. Si vivía en
esa forma misteriosa el hecho pesaba sobre su conciencia y sus actitudes
tendían a hacerse perdonar, de tal modo que casi sentí lástima por ella y de
nuevo la feroz curiosidad. Durante media hora transitó por lugares anodinos
como la temperatura del agua en Bariloche y las dificultades en el lugar donde
vivía. Podía ser San Isidro o Castelar, un lugar apartado al que ella se
refería con la mayor imprecisión. “En casa, aún dicen los míos”, deslizaba
mientras sus manos inhábiles untaban de manteca las galletitas de agua.
Entretanto yo creía verle los labios tumefactos y el pelo despeinado como si
saliera de la cama. Todo en ella estaba fregado, amasado con ardor, frotado
como las mejillas de un rosa subido, y los labios llenos y las diminutas marcas
violáceas en el lado izquierdo de su cuello. Fregada, pensé, está fregada y
exultante. Preparó su bandeja con idénticos visajes de dedicación amorosa. Dijo
que él se levantaba siempre tarde y que debía beber leche como el gran fumador
que era. Habló de desintoxicaciones y tareas como una buena ama de casa
enrolada en la tarea de amar apasionadamente a su marido. Sentí que lo servía
con unción, y prepararle la bandeja debía ser para ella un hecho dulce e
importante; me sonrió al salir de la cocina, dichosa de regresar a la
habitación donde la esperaba la cama. Ya no pude pensar en otra cosa. Mamá y yo
interrumpimos nuestras conversaciones y cuando Lina llegó a la hora del
almuerzo su diálogo de siempre sólo consiguió agotarnos. Ellos no se movieron
de su sitio hasta que alrededor de las dos Diego fue a ducharse y ella dejó la
casa en puntas de pie, tal como entrara.
-Quizá ahora que esté solo venga a saludarnos -dije a mamá. Pero
escuchamos el ruido de la ducha y luego el zumbido de la afeitadora. Él se
vistió en silencio y por los corredores se extendió el aroma de su cigarrillo
norteamericano. Su presencia presionaba sobre una parte de la casa haciendo
distinta la que me correspondía. La casa se llenaba de risas sofocadas, de
vasos de leche servidos con amor, de cigarrillos y de un silencio alucinante.
-Ahora vendrá -dije conteniendo la respiración.
Pero Diego abrió la puerta de calle con cautela y salió al palier como
si atrás sólo quedaran las paredes sin los habitantes. Mamá y yo nos
contemplamos con asombro:
-Sí que es una torpeza -dijo mamá-, ni un saludo, un gesto.
-Mañana llevales café, decile a ella que podés evitarle el trabajo de
servirlo; aceptaron la vida con nosotras y ahora deben compartirla.
Ni uno ni otra volvieron en lo que restó del día y esa noche mi madre y
yo aguardamos el regreso como otrora los pasos de papá o el timbrazo de Rolfi. Los
hombres traen siempre horribles sobresaltos y eran ya pasadas las cuatro de la
madrugada. Por la mañana Sara repitió la ceremonia y no salió de la pieza más
que para llenar su vaso y untar el pan que colocó sobre la bandeja.
-Deben cuidar de no dejar rastros de comida en la mesa de noche.
Desgraciadamente eso atrae a las hormigas -dijo mamá ácidamente.
Ella sonrió. Luego escuchamos el golpe seco de la banderola y quedaron
aislados en el cuarto. Pero conversaban y a eso de las once escuchamos el largo
quejido agónico que se cortó de pronto. Nunca conocí un sonido semejante; quizá
alguien que agoniza puede conseguirlo o en este caso, alguien que gozaba. Un
quejido inconfundible y melancólico. Ya no pude ni siquiera sostener la mirada
de mamá porque mi cabeza estaba a punto de estallar y el corazón me molestaba
como una úlcera debajo del vestido. Volví a mi dormitorio y la penumbra no fue
suficiente para aquietarme; de bruces en la cama me abandoné a la danza
infernal de imágenes y suposiciones. El ser humano era ese ente bestial
encerrado entre las paredes de una casa para lanzar al aire el quejido
inexplicable. Era poco soportable que alguien pudiera entregarse de ese modo.
Ya los vi sobre la cama en la posición bíblica moviéndose con un ritmo
creciente y simultáneo. Tantos movimientos de cadera y el empuje implacable de
un hombre cuyos miembros pesados ocultaban casi un frágil cuerpo de mujer. Y
luego estaba el quejido y los susurros encantados, el silencio. Pero no era
solamente eso. Toda la casa estaba impregnada del quejido y de los movimientos,
el silencio de la doble discreción no era más que un desafío o un acto de
sorprendente afirmación. Lo curioso consistía en la forma como mi madre y yo
quedábamos despojadas frente al dúo. Una pareja feliz es siempre un hecho
inmoral e irritante. Mamá entró con el almuerzo:
-Allí están -dijo señalando la puerta.
El domingo, Sara no apareció por la casa y el hombre durmió hasta
pasado el mediodía. Creí descubrir una posibilidad y se la pasé a mamá.
-Llevale el vaso de leche, y tratá de domesticarlo. Un hombre no puede
vivir encerrado en una cama.
Mamá se mostró de acuerdo pero sus golpes sobre la madera de la puerta
no encontraron respuesta de modo que apretó el pestillo y entró en la
habitación. Tal como Sara debía hallarlo cada día, Diego dormía semicubierto
por la sábana como un gran ángel abandonado. De la sábana emergía el torso
poderoso y el ancho cuello claro hasta el que bajaba su pelo abundante y rojo.
Dormía con el entusiasmo de los niños y todo era muy bello en él como la línea
de la nariz quebrada y el rostro liso, apenas velado por la barba crecida
durante la noche. Desde mi cama y por el ángulo de la puerta abierta pude ver
su gesto de abandono al sueño y su gran cara colegial.
-Le he traído el desayuno -murmuró mamá.
Él se movió apenas y volvió hacia ella una espalda larga y blanca,
cubierta por grandes manchas de sol.
-El desayuno -repitió mamá.
Entonces él dijo claramente: déjeme tranquilo, y rezongó sobre la
almohada con un gesto de feroz desaprobación que aventó todas las ilusiones de
mi madre.
-Haga de cuenta que soy de su familia -insistió mamá y él repitió:
déjeme tranquilo y mamá salió corriendo de la habitación. Cuando llegó hasta mí
se largó a llorar con fuerza.
-Oh, qué es lo que has traído aquí -dijo sollozando hasta que ella
misma se distrajo y comenzamos a deliberar.
Yo hablaría con Sara, que se había mostrado hasta ahora mucho más
normal. Un pensionista era un ser razonable pero aquel gran extraño tendido día
y noche en su cama rodeada de animales de madera y de banderas rompía con las
normas. Sin embargo Sara no apareció durante todo el domingo. En la mañana del
lunes, bien temprano, escuché sus pasos y los susurros y el silencio me
parecieron más apasionados y sonoros. ¿Cómo podían permanecer encerrados tantas
horas sin más horizonte que ellos mismos? Pensé mucho en la alquimia misteriosa
que cambia la vida de los seres humanos y retuerce sus vísceras y sus
pensamientos. El amor era aquella dura batalla interior que sostenían un hombre
y una mujer encerrados en una habitación.
Esa misma tarde me enfermé de angina y tuve alta fiebre durante la
mitad de una semana. Abandoné del todo mis visitas a los Tribunales y el
abogado consultado quedó sin mis respuestas. Casi no me quitaba el camisón y
envuelta en la bata pirineo los espiaba pasar o besarse en la puerta de calle.
Entonces aguardaba la llegada del lamento, de la respiración furiosa y el
silencio como si todo hubiera sido una circunstancia irremediable. Los
picaportes estaban untados de amor, las tazas, la puerta del cuarto de baño,
las sábanas manchadas que mamá lavaba en silencio y sin levantar los ojos, por
irritación o por vergüenza. La presencia de ellos apuntaba desde los cuatro
extremos de la casa y allí yacían privándome del sueño, quitándome la vida y la
alegría. Yo había podido vivir con mamá y Lina y acaso el caballero japonés que
tomaba el té con nosotros y nos hablaba de sus aventuras en Tokio. El caballero
japonés al que nadie llamaba por teléfono ni estrujaba entre risas sofocadas. O
Renato, si se quiere, que era como un niño grande y al que sólo parecían
interesarle los hombres pero que me hablaba del brillo de mi pelo y elogiaba
sin medida los postres de mamá. Estos dos, en cambio, vivían solos, tomando
para sí cuanto encontraran al alcance de la mano. Aquel entusiasmo sostenido a
través de días y semanas era insufrible, aquel coloquio silencioso o estridente
a veces matizado por una atroz reyerta que provocaba un rumor distinto exigía
luego largas horas de reconciliación. O yo acaso adivinaba también un
reencuentro súbito, como la ola que se vuelca, un cuerpo que cae sobre otro y
las dos bocas que se unen insoportablemente en un largo y hondo tubo de amor.
La pareja era una sombra. Sólo sabíamos que existían todavía por el hecho real
de una cama revuelta que entraba en las obligaciones a cumplir y el cenicero
atestado de colillas. Ella ya no preparaba las rodajas de pan ni el vaso de
leche. Entraban y salían en un tenso diálogo nunca interrumpido y yo me sentía
cada vez más humillada y miserable, como si largas y tupidas telas de araña
taponaran tanto mi boca como las ventanas de la casa. Desde entonces he solido
preguntarme cómo es que se puede llegar a odiar a un par de sombras. Ellos no
provocaban mi angustia pero eran el motivo de la angustia; el quejido largo que
llegaba con las horas rompía en trozos diminutos las postales de Amanda, la
valija con las muestras, el termómetro en el que me medía la fiebre cada
atardecer, la vajilla de mamá, mis atroces dolores de cabeza. Aquellos
huéspedes absurdos que habían buscado mi casa para amar me derrumbaban.
Hasta que al fin, a un mes de todo esto, vi el retrato de Sara en el
papel de diario con que mi madre trajera a casa su mezquina compra semanal.
Como dos generales sobre el mapa de las operaciones descubrimos de golpe el
nombre, el apellido, su condición de esposa de un hombre rico y calvo que
sonreía junto a ella, la cara escuálida y clara de sus cuatro hijos. Ahora era
yo quien lanzaba un largo quejido animal.
-¡La desgraciada...!
Mamá deletreó el nombre, el apellido con historia, el nombre de los
niños, el pingüe beneficio de ser la esposa de un hombre importante al que se
lo fotografía en colores junto a su familia. La cara de Sara era muy triste en
la fotografía, tan triste como la vi después. Porque pasó aún una semana tal
como si mamá y yo hubiéramos querido darles una tregua: siempre al condenado a
muerte se le exige un buen deseo para satisfacer. Ellos entraron y salieron sin
dirigirnos la palabra; abonaron puntualmente su pensión, nos dijeron buenos
días al enfrentarnos por fuerza en la mitad del corredor. Ahora notarían la
vida de los otros. Ellos lo notaron como un golpe fuerte, como el de mi corazón
cuando llamé al marido por teléfono y le conté la historia.
La habitación quedó deshabitada y aún me acuerdo a veces de la cara de
espanto que llevaba ella cuando dejó a su joven ángel en el borde de la acera
de Suipacha y se alejó en el automóvil verde sin mirar atrás.
FIN
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