Comencé a odiar al viejo la noche que pasó junto a los pies de la cama
y se detuvo a espiarme. Al menos creí que me espiaba y fue por eso que me
enderecé de golpe y lo sostuve por la pierna hasta que trastabilló. Entonces se
tomó de la madera y trató de mantenerse erguido, pero era muy viejo de modo que
comenzó a caerse y su cara pasó frente a mis ojos, tan seca y marcada como no
la viera nunca. Los ojos aguachentos mirándome con expresión piadosa me
pusieron más furioso todavía; los ojos precursores de la muerte de los viejos.
-Epa -dije con malicia-. ¿Por qué me espía, viejo? -insistí haciendo
crujir los dientes. Él se encogió en su gran traje holgado y limpio, el único
que le conocíamos. Trató de no llegar al suelo y debo admitir que se sostuvo
con toda la fuerza de sus manos arrugadas. Seguramente pensó que al darse por
vencido haría mal papel, de modo que forcejeamos aún un largo rato, yo sin
soltarlo del tobillo, él asido a la cama con su lágrima a punto de rodar por la
mejilla y su olor a viejo tan cerca de mi cara que casi me obligó a ceder.
-Ahora va a decirme por qué me espía, viejo -insistí.
Tosió, se recompuso y poniendo en juego el resto de su vitalidad
comenzó una frase varias veces con la misma odiosa voz que canturreaba
“Malevaje”.
-Yo no te espío, muchacho, te veo muy solo y trato de hacerte compañía.
Creí que estabas dormido.
-¿Todas las noches me ve dormido, viejo?
-Muchacho: vivimos en la misma pieza y vengo a ser algo así como tu
padre.
Los dedos se cerraron con más fuerza sobre su tobillo flaco.
-¿Mi padre qué? ¿Qué es lo que dice, viejo? ¿Mi padre qué?
Entendió que estaba resuelto a derribarlo porque se puso a gemir y
pareció asustado.
-Dejame ir a la cama -me rogó-, es muy tarde.
-También es tarde para espiar.
Y lo empujé del todo hasta que recobró el equilibrio cruzando los pocos
metros que había entre la cama y el tabique. Cuando desapareció, escuché el
golpe de sus zapatos negros al caer sobre las maderas del piso y el crujido del
elástico. En la penumbra percibí también el bufido de su respiración y la noche
pareció volverse a su lugar. Allí estábamos yo y el viejo, en la misma pieza de
pensión de la calle San Martín, apenas separados por el tabique divisorio que
Dolly concibiera, con vivo afán de rapiña, para aprovechar los lugares
disponibles y hacinarnos, por lo demás, como animales. Debo de haber escuchado
un largo rato porque la calle se hizo del todo silenciosa y calculé que
estarían por dar las tres o quizá las cuatro; hasta que el viejo se durmió
verdaderamente. Lo supe por el tono y el ritmo del bufido que pronto se quebró
en la oscuridad. Roncaba con absoluta precisión; cada inspiración sonora tomaba
dos segundos y luego de una pausa apenas, sobrevenía la exhalación con un
temblor curioso terminado en el silbido. Todo ese mecanismo adquiría una
insistencia empecinada dentro de la pieza que se iba llenando con la
respiración como un sótano inundado por el agua.
Siempre me costó dormir. La noche me parece un espacio de tiempo
lujurioso y enemigo que me produce más excitación que sueño. No sé a quién
puede gustarle la noche. La gente queda librada a sus impulsos verdaderos, que
siempre son maliciosos. Una noche, yo vi a una mujer encinta aplastada contra
el suelo, en una esquina. Bien entrada la noche, mi madre hacía entrar al
hombre que todos conocíamos. De noche, yo me siento tal cual soy y no puedo
rebelarme. De modo que no sé dormir y desde que vivo con el viejo estoy más
despierto que nunca.
Cuando San Martín, Lavalle y Tucumán quedan desiertas el viejo empieza
a roncar. Cada dos segundos sube el estertor y él contiene el aire en una
graciosa maniobra de su nariz y de sus pulmones; y luego baja la cuesta como un
viejo automóvil destartalado, en función todavía, suspirando hasta el silbido
con el mismo ritmo. Tanto arriba, tanto abajo.
-Viejo -aullé.
Tomé un zapato y el golpe sordo del taco en el tabique resonó como un
balazo. Detuvo el estertor, el ritmo de rara precisión se interrumpió, tuvo una
leve excitación y volvió a reanudarse con idéntico cuidado pero en un tono más
agudo. Era como si el viejo hubiera subido un escalón. Buscó otro tono y
suspiró, acomodándose a él con una pacífica impudicia que me alteró del todo.
-Viejo -repetí.
Ahora golpeaba con todas mis fuerzas y el tabique crujía ante el embate
cuando lo oí balbucear, farfullar, silabear, hasta que un catarro espeso le
subió por la garganta. Tosió y el profundo silencio de su lado me indicó que
estaba vivo y alerta dentro de su cama. Me dejé caer de espaldas sin soltar el
zapato utilizado como arma, controlando sus movimientos con escrupulosidad
extraña en mí y estudiando este nuevo estado de las cosas. Y bien: ahora
estábamos despiertos y su ronquido no perturbaba la calma de la habitación de
modo que me mantuve al acecho, controlándolo por si trataba de insistir. Pero
él comprendió en seguida y trató de respirar juiciosamente con toda la cautela
que le permitían sus vísceras maltrechas hasta que retornamos a un silencio
decoroso. El zapato me pesaba en la mano izquierda pero con él me sentía defendido.
Así estuvimos lo que calculé como un buen cuarto de hora hasta que dejé de
escuchar su respiración de siempre. Astutamente, debió poner cuidado en
suspenderla de tal manera que mi sorpresa y mi furia contenidas se acentuaron
con la duda; a mi alrededor bullía un silencio pegajoso y absoluto cuando de
pronto estalló un ronquido nuevo que esta vez me erizó la piel.
-Vamos -grité-, vamos, ¿qué hace?
-¡Eh, eh!
Sacudía el tabique a la vez que lo golpeaba con el taco y aun con el
puño hasta que el tabique y la habitación toda zozobró; sentí temblar los
músculos de la espalda al estirarme para arañar la madera mientras gritaba y
trataba de imponer silencio; erizado aún, casi babeante, ciego de indignación
admití esa presencia viva e indulgente que insistía en hacerse perdonar.
Nuestras camas se tocaban en la oscuridad, con el fino tabique limitándolas, y
ambos componíamos un dúo desparejo, algo así como un monstruoso matrimonio que
entre las sombras trata de vengarse o de desentenderse uno del otro. También
nosotros estábamos unidos. Imaginaba la fórmula siniestra: hasta que la muerte
nos separe, unidos más allá de los alientos y de los achaques soportados con
asombrosa ausencia de misericordia. El viejo al parecer era la parte débil del
dúo, como esas mujeres quejumbrosas que logran todo cuanto quieren sólo con
quejarse e implorar, o era también el macho vencido, el marido traicionado,
atado a mí por una larga insistencia que coincidía con mi irritación.
-Eh, viejo, despiértese, no ruja de ese modo, viejo.
Él no contestó hasta que una claridad muy tenue comenzó a marcar la
forma de la única ventana. Bien pronto tendría que salir de allí para treparme
al autobús y nueve horas después un silbato desalentador me devolvería a la
calle, me vomitaría quiero decir, junto a medio centenar de infelices que en
una maniobra similar se entregaban al trabajo. El trabajo había sido el recorte
del periódico y el horrible dolor del hambre que conociera en mi banco
preferido de la Plaza San Martín, una quincena atrás. Quince días bastarían
para calmar los estertores, quince días de fonda con los grasientos tallarines
y el asado y la fuerza incuestionable del trabajo que me retribuían y por el
que sentía aquella náusea profunda dirigida vagamente a los botellas, a su
contenido, al olor de los operarios junto a la cinta y al ruido de las
máquinas. Mis oficios particulares no bastaban. Si uno es medianamente tibio en
cosas como esa nunca llega a un buen par de zapatos ni a un traje bien cortado.
La quincena en la fábrica, pues, se me imponía para calmar las tripas y -lo que
era más importante- para permitirme el teatro.
Ahora ya sé que el teatro forma parte preciosa de mi vida. Soy actor.
Lo soy mientras controlo si el viejo ronca o no porque los artistas somos
sensibles y a menudo caprichosos y sería justo propiciar para nosotros,
elegidos, una ley que permita sobrevivir en libertad, entregados a la noble
vocación, sin silbatos delatadores ni barracas miserables donde se ensaya
malamente. ¿Qué puede saber el viejo acerca del emperador Jones? Una vez
pretendió darme conversación. Su gran lágrima pendía sin caer del ojo derecho.
Me habló como todos ellos, me refiero a la masa irritante de los viejos que
deambulan como este en los hoteles y en las casas de pensión, que vegetan en
las casas de sus hijos, que ensayan tímidas ternuras con los hijos de sus
hijos. Hablaba en tanto trataba de acercarse con esa deferencia que usa conmigo
y que me da ganas de borrar en él. Trabajó en el ferrocarril y es jubilado. Se
queja y uno cree que llora aunque es posible que rece malamente una jaculatoria
colgada de las comisuras de sus labios, como lágrimas. El movimiento de los
trenes es aún muy caro a su corazón. Los conoce a todos. Recuerda sus horarios,
los andenes, los nombres poéticos con los que se indican sus itinerarios.
Flecha del Plata, Cruz del Sur, Rayo de Sol. Todos viven en la boca del viejo y
me resulta poco verosímil que se regocije recordando cómo es que el Rayo de Sol
trepa hasta las faldas de Alta Gracia y el Cordillerano pasa un trecho por la
cremallera. Oyéndolo, le dije:
-¿Qué pueden importarle a usted aquellos nombres? Nunca volverá a subir
a un tren.
Dolly me dijo que era una crueldad inútil.
-Dejalo -insistió moviendo indecorosamente su trasero mientras fregaba
el fondo de la bañera-. ¿Qué es lo que te molesta en él? Vamos, viejo, cuénteme
cómo es que el Estrella del Norte subía la velocidad a partir de La Banda, cómo
es que rodeaban las ventanillas con las toallas empapadas.
No me gustan las mujeres. No me gusta la piedad que asumen ni cómo
mueven el trasero. A ésta cualquiera podría someterla hoy en la misma posición
y estoy seguro que accedería gustosa. No habría viejo ni piedad en la forma en
que se inclinaría atentamente para continuar con su tarea en tanto el otro
hiciese lo demás. Digo que no me gustan las mujeres. No me gustaban tampoco las
de casa, mis dos hermanas y mi madre. Quizá por eso me fui. Aún veo el doble
surco en las mejillas de papá, tan parecido al viejo, aunque, si lo pienso
bien, es a mi madre a quien él me recuerda, a mi madre cuando insiste con su
gran lágrima y su blandura:
-Estás muy solo, muchacho, yo debería ser tu familia ahora.
Uno nace, muere, copula solo. Yo nunca pensé en compañía las pocas
veces que probé fortuna en una cama. Yo sólo pienso en mí y en las grandes
cosas como el teatro. Cada noche trato de desenvolverme arrancándome una tras
otra prendas inútiles para quedar desnudo y en plena limpieza ante los demás.
Ahora el viejo cavilaba en la parte correspondiente de su madriguera y
yo casi conseguí dormir. Pero el zapato cayó al suelo y de nuevo estuve listo
para la vigilancia. Dejé la cama y me asomé por el extremo del tabique para ver
qué hacía. Estaba en cama, de perfil, las mantas muy arriba de modo que
emergían de ellas un pedazo de su cuello y la cara abotagada. Tenía revuelto el
pelo escaso y gris; el rictus de su boca tan marcado que las comisuras de sus
labios rozaban el mentón barbudo; dormía con preocupación, la frente muy
fruncida, con la misma avidez por la cual llegara a viejo, aferrado al sueño de
la madrugada porque lo sabía saludable, gozando de su corto sueño que le daría
fuerzas para atormentarme al día siguiente. Podría haberlo matado. Pero me
limité a estirar mi brazo justamente cuando arrancó a bufar como las viejas
locomotoras de sus recuerdos; soplaba con el pecho, con la nariz, el aire
raspando sus mucosas y abandonándose a ese compás grotesco que en la noche se
vuelve atronador. Calculé dónde estaban sus pies y los tomé con fuerza.
Entonces pareció volverse loco. Furioso se incorporó en la cama, mostrando su
torso fuerte y cubierto a medias de un espeso vello gris. Echaba espuma por la
boca y quizá le daría un ataque o caería muerto en el ángulo de la habitación
correspondiente. Gritó pero lo escuché mal entre la tos y los estertores. Aun
así me llamaba mal nacido y maricón, juraba atraer el mal sobre mi cabeza y me
auguraba desastres progresivos a lo largo de mi vida. Lo que llenaba su boca
con mejor ferocidad era mi disgusto ante las mujeres. Y a pesar de todo, su
larga tanda de palabras parecía un ataque de celos, una atroz escena de
despecho y no un reclamo de justicia. Lloró recordando la vez que me curó de
las anginas cuando yo había estado -bien que lo sabían todos- solo como un
perro, sin dinero y abandonado a los dolores y a la fiebre. Había cocinado para
mí. Había lavado mis sábanas. ¿Quién si no él ponía en orden esa pocilga
mientras yo me revolcaba entre malos pensamientos, mientras trotaba por las
calles en busca de otros hombres, mientras repetía malamente las frases apenas
aprendidas para un teatro de subsuelo, quién se ocupaba de mí?
Di algunos pasos hasta tocarlo y le sonreí:
-Alguna vez podré enterrarlo, viejo -dije suavemente.
Entonces fue demasiado para él. Se dejó hundir con la cara sobre la
almohada sacudido por hipos y sollozos argumentando aún acerca de mi condición
afeminada y mis antiguas pretensiones.
Regresé a la cama pero era tarde ya y había pasado la noche y no sé por
qué yo me sentía exhausto como después de una larga sesión amorosa. Me vestí en
silencio y salí de la habitación dejando atrás al viejo, que dormía.
Mientras desayunaba no pude pensar en otra cosa, imaginé una vez más
que el viejo me quería y yo lo odiaba y que ambos nos refocilábamos en medio de
un sentimiento de reciprocidad que acaso parecía una razonable fórmula de la
convivencia.
Ese mismo día resolví abandonar la fábrica y pasé a cobrar la quincena
con la que podría comer durante una semana y ocuparme del Emperador Jones como
me pidiera Octavio, el día anterior, en el café Tortoni. El teatro, pues, era
una buena excusa para no preocuparme demasiado y en todo caso para encauzar mis
vagos apetitos de gloria y posibilidades: el teatro me permitía extravagancias
tales como mis flamantes pantalones cuadriculados y el saco naval negro con botones
relucientes en los que empleara más de la mitad de lo ganado en la quincena. El
teatro eran los zapatos de gamuza, los gemelos, el pelo largo sobre las orejas,
todo lo cual me asistía dulcemente como una buena compañía. Al reunirme con los
otros pensionistas yo era la primera voz; podía deslizar como al descuido el
nombre de una famosa actriz, de una modelo bien remunerada o del último éxito
nacional tal como si participara de él. Todos éramos bien jóvenes y aún podía
resultar gracioso representar un mínimo papel en un teatrito de subsuelo.
Estaba la excusa del futuro y de todo cuanto yo creía, aun cuando no estoy muy
seguro de creerlo. Los otros, mis compañeros, no pasaban de modestos corredores
de seguros, vendedores de departamentos u oficinistas si exceptuábamos a
Ricardo que era hermoso y excitante y no se ocupaba en nada. Siempre me sentí
atraído por Ricardo. Me gustaba regalarle pequeños recuerdos como afiches,
libros y una vez hasta un ramo de flores, con la excusa de compartir la buena
racha. A veces me hartaba de pagarle las comidas en el bodegón de Paraná y
Viamonte y hasta trataba de exigirle señorío y responsabilidad; pero,
misteriosamente, eso ocurría cuando más inclinado me sentía hacia él.
El caso es que éramos amigos y también Ricardo conocía la historia del
viejo.
Por las noches, después del vigésimo café me preguntaba:
-Contame acerca de don Pepe.
Como si me preguntara por mi madre o por mi esposa.
-¿Qué es de don Pepe?
Si me ponía a hablar, el viejo nos ocupaba la noche. Analizábamos sus
actitudes y su generosidad, el mecanismo de su lágrima asquerosa y la forma
como me miraba al hallarme desprevenido. Era un gran tema y advirtiéndolo me
asaltaba nuevamente una furiosa excitación como la de la madrugada. No iba a
darle al viejo la oportunidad de hablar de él: bien que me costaba ya la
vigilancia y el desprecio de nuestra rencilla cotidiana.
Ricardo lo había descubierto en Retiro, una mañana, sentado en el andén
que da sobre los galpones, controlando la entrada y salida de los trenes. A cada
instante sacaba del bolsillo del chaleco su gran reloj de metal, redondo y
voluminoso, pendiendo de una cadena. En un papel anotaba cifras misteriosas. Si
un accidente interrumpía la monotonía de su vigilancia el viejo se trasladaba
en seguida al lugar, cerca de los protagonistas y controlaba. Por gusto lo
había seguido toda una mañana. De Retiro tomó el subte hasta Constitución donde
demostró sentirse mucho más feliz. Él había trabajado allí cuarenta años de su
asquerosa vida. En Constitución repitió el operativo del reloj y del control y
hasta conversó con un par de maquinistas jóvenes. Ricardo lo siguió otras
veces: a menudo, el viejo miraba desde el andén sin lagrimear pero muy triste.
Otros pensionistas lo encontraron y supimos de ese modo que el tiempo que no
pasa en la pensión lo utiliza en el ferrocarril, toda su vida se reduce
entonces a las entradas y salidas de los trenes y a su reducto detrás de la
madera del tabique. En esos dos escenarios sólo yo soy el protagonista porque
hace un par de días el viejo llegó con una revista de teatro bajo el brazo.
-Aquí habla de tu compañía -dijo sin mirarme.
Se hablaba de la compañía, del teatro y de la obra aunque no de mí. No
podía explicarle al viejo que mi papel se reducía a media docena de palabras,
sin colocarme en sus manos o provocarle algo semejante al gusto.
De modo que me encogí de hombros y arrojé la revista arrollada sobre la
manta de la cama.
-Debería hablar de vos -dijo en voz muy baja.
Entonces lo tomé de la solapa y lo coloqué tan cerca que su lágrima
pareció rodar.
-Vea, viejo: ya se lo dije, no se ocupe de mí. ¿Quiere?, déjeme
tranquilo.
Pero esta vez no se amedrentó:
-Maricón -dijo.
Dio unos pasos y recogió la revista casi con delicadeza. Miró la manta
que cubría mi cama y luego a mí. Pasó la mano por la superficie amorosamente,
tan tierno y tan pasivo que me tomé del borde de una silla para no saltarle al
cuello. Mientras desayunaba volví a pensar en todo esto y resolví que pediría a
Dolly un cambio de habitación para evitar complicaciones. Me desprendería del
viejo y podría recibir a Ricardo o a mis compañeros del teatro -los pocos que
se daban conmigo- o estudiar en paz mis papeles. Me sentía casi feliz al
resolverlo y soporté con buena voluntad las penurias del autobús hasta la
fábrica y la cara malhumorada del capataz y del cajero. Al fin y al cabo cada
vez que uno abandona un empleo se toma íntima venganza contra el Régimen. Ejerce
venganza en nombre de los millones de infelices alienados a la Cosa. Uno se
hace superior dando la espalda a sus propias conveniencias porque en el caos
más que en la acción está la rebeldía. Ricardo vendría a ser entonces el gran
revolucionario y cada día lo encuentro más atractivo si descuento su
agresividad y esa pretensión suya, un poco absurda, de saberlo todo. De modo
que escucharía mejor las aventuras de Ricardo si es que echaba al viejo y ya no
tuve otro pensamiento mientras comía las albóndigas a ochenta pesos el plato
repitiendo la frase que me incluye en el reparto de “Los días felices”. Pero al
llegar a la esquina de Cangallo y San Martín, vi que el viejo caminaba unos
veinte metros adelante.
Lo advertí en seguida balanceándose y deteniéndose a cada paso como
para tomar resuello; curioseaba a su alrededor aun a esa hora de la madrugada
en que no hay un alma por las calles y hasta las vidrieras están protegidas por
rejas. Consulté el reloj y supe que habría esperado el último tren de la noche,
el de la una y veintitrés. Pero también imaginé que el viejo ganaba tiempo para
aguardar en vela mi regreso, como una buena esposa amante, como una madre
solícita con la cama lista, la mesa preparada. Lo dejé subir sin acercarme y
para darle oportunidad de desaparecer fumé un cigarrillo junto al cordón de la
vereda. Vi los camiones de “La Nación” cargando y descargando y una pareja
peleándose furiosamente en el portal de un bar que ya cerraba sobre Tucumán.
Después subí. Sobre la mesa de cocina con la que Dolly llenara el requisito de
sala amueblada, el viejo había dejado la leche, los sandwiches y la fruta. El
borde de la sábana estaba bien doblado y la cama abierta. Había limpiado la
pieza y los ceniceros. No quise encender la luz para sentir mejor aquel peso
siniestro, pero detrás del tabique él aguardaba, se estremecía con su vieja
excitación. A esa hora y hasta el día siguiente los trenes detenían sus
carreras habituales. Podía entregarse al placer o al dolor que para su edad lo
mismo es nada. Estaba yo. Pero sentí la piel erizada y fría cuando me arrojé
sobre la cama y advertí que también yo lo estaba esperando. Que casi había
pasado el día aturdiéndome para llegar a ese momento. Nos aguardábamos. Bebí el
vaso de leche ruidosamente, aunque le dije con los dientes apretados por la
ira:
-Mañana le voy a atravesar el vaso en la garganta, viejo. Se lo voy a
atravesar.
Debía estar ansioso por mirarme a través de la pared con su opaca cara
moribunda. En cuanto fingiera dormir se acercaría y yo podría ver su traje
bailándole sobre los hombros más allá de la cama. Nos mantuvimos al acecho
hasta que el reloj de la Merced marcó las dos y media. Entonces escuché el
ruido de un zapato y luego el otro, el crujido del elástico y el suspiro de la
respiración acelerada. Conté cada rumor hasta que el bufido llegó inequívoco
raspando su garganta al inspirar, silbando burdamente al desinflarse. Una
alegría salvaje me liberó de toda angustia y retomé su compás cuando empuñando
el zapato lo golpeé contra el tabique.
-Eh, viejo, ¿qué es lo que está haciendo ahora? Viejo: cállese o lo
mato.
Y golpeé muchas veces hasta que sentí un vivo calambre a lo largo del
brazo y la garganta seca. El viejo se detuvo y yo volví a insistir. Pero una
viva luz dichosa nos acogía en la habitación; ahora todo estaba en orden dentro
de la noche y sólo bastaba esperar que volviera a dormirse.
FIN
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