Ayer encontré a mister Miles en el camino que va del colegio a las
antiguas vías del ferrocarril. El paraje, hasta hace unos cinco años la
estación Bermúdez, es ahora un terraplén desolado cubierto de maleza, recorrido
por los muchachos que van y vienen en dos turnos y marcado por los restos de un
cajón señalero. Al otro lado de la vía se ven los chalets que ocuparan tanto
tiempo atrás los ingenieros ingleses y que ahora envejecen honorablemente como
otras sólidas construcciones de esa época. Las tejas oscuras están manchadas
por el moho; el sol y el agua deterioraron la madera; existe un incierto aire
de abandono y la ropa colgada a través del patio es de mala calidad. Hay
deterioro como en el resto del país, quizá un deterioro muy decente como el de
los viejos que sobreviven en una miseria decorosa. A veces caminando por las
vías, observo todo esto y, naturalmente, vuelvo a pensar en mister Miles. De mi
época escolar conservo la corbata a rayas, mordida en un extremo, casi irreconocible
por el uso y en el fondo de una caja donde nadie, ni siquiera Elvira, advierte
su significado. Y también, la costumbre de regresar a casa por el borde del
andén o entre los durmientes como si ese acto involuntario pudiera borrar de
golpe los años transcurridos y aquellos giros de la suerte que por fin no trajo
nada. Mister Miles subió ágilmente los dos metros de terraplén y caminó hacia
mí, aún sin distinguirme. Por cierto que siempre fue aquel un paraje quieto. En
el mes de setiembre los naranjos daban botones de azahar y la ligustrina del
cerco blanqueaba con una flor diminuta que olía a pasto dulce. Una cuadra más
abajo la calle torcía hacia la izquierda, bifurcándose junto a la barrera que
cuidara otrora don Ernesto, el genovés. Cuando llovía me gustaba ver el brillo
del agua sobre el empedrado parejísimo y los frentes similares de las casas
ferrocarrileras oscurecidas por las grandes manchas de humedad y el vaho de las
locomotoras a vapor. En tiempo de clase la misma calle se llenaba con las
bicicletas de los muchachos, con sus voces gruesas y el tono rubio de tantas
pelambreras anglosajonas, distintas a la mía, tan oscura. La de mister Miles
era rojo herrumbre. Y casi lo distinguíamos por ella no bien salía al pequeño
porche, inclinado sobre la cerradura de la puerta baja y bien pintada que
protegía su jardín. Siempre alguno, apostado de vigía, lo divisaba:
-Cheeeee… viene el Inglés. ¡Adentro!
Pero no había más que ingleses en aquel colegio distinguido donde nos
hacinábamos desordenadamente con la despreocupación que da el privilegio
económico y la mala disciplina, donde la rudeza era un símbolo de distinción.
Ingleses o hijos de ingleses o chicos de familia como solía decir Abuela: -Vos
no sos de buena familia sino de familia simplemente -porque la familia es un
beneficio otorgado con exclusividad junto a la buena casa y al par de
automóviles flamantes; de familia, o no hubiera estado allí, junto a los otros,
espiando por el cerco blanquecino, aprovechando los últimos minutos del recreo
para revisar la horrorosa clase de historia de la que se encargaba mister
Miles.
El maestro pelirrojo entraba al aula a las ocho y cinco en punto
mirándonos alternadamente con sus ojos chicos y oblicuos -ojos pitiñosos decía
Alfredo-, tristes ojos en la conjunción harto sajona de flacura, tez rojiza y
altos pómulos. Era un tipo extraño, al menos para mí, el más extraño de todos
aquellos desconocidos que dictaban clase entre manifestaciones de manías
inocentes o de fobias graves, secuelas todas del destierro en Sudamérica.
Mister Dodds siempre borracho en la clase de francés o mister Cosens que
castigaba duramente a los alumnos frente al resto de la clase. Mi madre solía
hablar del destierro de “aquellos pobres santos” que lidiaban con nosotros,
ellos, ingleses nada menos, rectores de una civilización, súbditos de un gran
imperio, amos encubiertos de la granja que ahora giraba su eje hacia Nueva
York, ingleses dignísimos y para siempre ingleses en un oscuro suburbio de
Buenos Aires, como si en lugar de cátedras les hubieran otorgado un castigo;
lejos de la city de la reina madre o de mister Churchill con quien se llenaba
la boca de mi familia en cada sobremesa.
-¿Qué sentirán los pobres santos? -decía mamá bajo su sombrilla en la
fiesta deportiva de fin de año. Ella luchaba para que su buen tono de criolla
no resaltara demasiado entre las exangües epidermis de los otros.
¿Qué sentirían, trasladados al país de la improvisación, a un país de
facilidades y de trampas, sin mezclarse nunca, aislados como microbios
preciosos, tan ingleses, tan maniáticos como en la primera hora, arribando a la
escuela con el impermeable, el paraguas, la valija, la pila de cuadernos;
retirándose de ella con el mismo equipo bajo el brazo, mucho después, más
viejos, los mismos ojos azules, la misma desaprensión y un inaudito mapa de
arrugas?
-¿Qué? -se preguntaba mamá inútilmente. Ella no hablaba inglés y aun
hablándolo la barrera hubiera sido infranqueable. Colocada fuera de concurso
por su piel morena y su presencia clamorosa, mamá iba a dar sobre los ingleses
como un golpe en la mandíbula, porque ellos, que aceptaban complacidos la
puntualidad de sus cheques, no comprendían el alcance de su naturaleza. Al
parecer no sentían más que desprecio por nosotros, los de familia, o una recia
indiferencia que solía convertirse en buena preparación para la vida, en cierto
espíritu elegante de justicia.
Alguna que otra vez Alfredo, que se destacaba en los deportes, recibía
de ellos insólita adhesión. Mister Miles, por ejemplo, lo atajó a la salida de
las clases de la tarde y le estrechó la mano.
-Usted siempre se destaca, Argüello -dijo fríamente. Revolviendo en su
bolsillo extrajo nerviosamente un par de medias de rugby mal atadas. Se las
entregó:
-Tómelas -le dijo-, le serán útiles.
Alfredo lo contó en seguida entre las impúdicas exclamaciones de su
grupo pero guardó las medias como si fueran una reliquia. La adhesión de todos
modos no iba más allá, apenas un breve asentimiento si alguno de nosotros
dejaba de ser tan brutal como exigía la norma del colegio o si recordaba con
gusto una larga tirada de Keats, en clase de recitación. Pero en las horas
dedicadas a la historia y tratándose de la segunda guerra los ojitos pitiñosos
de mister Miles se iluminaban; entonces podía entregarse durante el resto de la
clase a relatos que más parecían una confesión apasionada que una exposición
frente a treinta rostros somnolientos. Y de ese modo aprendimos que mister Miles
amaba el tiempo de la guerra como si solamente en él hubiera podido desplegar
su alma vengándose a la vez de la melancólica monotonía que arrastraba en su
casita de Olivos. Cuando en las tardes de los sábados pasábamos por la vereda
del colegio, solíamos verlo, volcado el pelo oscuro sobre las plantas de su
jardín, en pantalón y mangas de camisa, abstraído y entregado al manejo de la
tierra y de las raíces que extraía con mano sabia y paciente. No sé en qué
momento de aquel año comencé a sentir afecto por el tono de su voz que nos
hablaba siempre en inglés; afecto por su tristeza y por la forma en que
contestaba nuestro saludo, casi sonriendo para sus adentros en una inútil
demostración de buena voluntad. A la hora del almuerzo, Alfredo y yo lo
observábamos para discutirlo luego. Sentado a la mesa de los profesores comía
con la misma mesura que demostraba para cada cosa; sonreía apenas y contestaba
las preguntas sin quitar el ojo de la mesa de muchachos que le eran asignados
por el reglamento entre los que estábamos Alfredo y yo. El conjunto rivalizaba
en grosería e intolerancia. Sin embargo, mister Miles no acostumbraba
impacientarse. Cuando el ruido de cubiertos y las exclamaciones se hacían
intolerables abandonaba la mesa y comenzaba el paseo entre las filas de largos
bancos de madera mirando tristemente a uno y otro lado hasta que el murmullo se
aquietaba. En tales ocasiones yo notaba lo hermoso de su cabellera espesa que
él llevaba larga y algo caída sobre el ojo, el contorno de un cuerpo escuálido
alrededor del cual bailoteaba la ropa de mal corte y también los movimientos de
su nuez de Adán, muy prominente. Sabía que los muchachos callaban más por
piedad que por consideración de disciplina y de ese modo prestaban atención al
llamado de un remotísimo respeto oculto tras el ademán brutal que era el sello
distintivo de tan peregrina educación. Sin embargo, mister Miles dábase por
satisfecho y retomaba su lugar en la mesa de profesores para poner fin al
almuerzo silencioso. Alfredo se mostraba irritado:
-Si será infeliz -decía observándolo con rencor-, comportándose como
una liebre jamás conseguirá que lo respeten. Será preciso que un día de estos
le demos una buena lección, así aprenderá el inglés, te digo que debe aprender
a hacerse respetar de veras.
No bien Miles regresaba a su mesa, los alumnos estallaban nuevamente en
blasfemias y actitudes que iban desde el robo de cubiertos hasta a imitar el
grito de una mujer miedosa. Quizá -lo pienso ahora- aquellas locuras no eran
sino explosiones naturales, emanaciones de nuestros cuerpos siempre asfixiados
dentro del edificio. Pero el resultado era infernal. Mister Dodds llegaba al
límite de su resistencia antes de los postres y abandonaba la mesa soltando
manotazos que alcanzaban la cabeza o el pescuezo de los más desaprensivos. Uno
podía defenderse de los golpes de Dodds con un buen puntapié a sus rodillas,
podía discutir con Cosens la responsabilidad de cada uno en el batifondo. Pero
nadie discutía nada con mister Miles, nadie se conformaría con un
enfrentamiento desparejo de modo tal que insistir en el tumulto frente a sus
ojos tranquilos contrariaba la lógica escolar. Casi era una actitud cobarde y
nosotros no éramos cobardes; al menos no lo eran los demás.
He dicho que únicamente cuando se tocaba el tema de la guerra nuestro
profesor de historia cobraba animación; estremecido y lleno de entusiasmo
relataba largas aventuras, algunas de las cuales teníanlo como protagonista. En
tales ocasiones mister Miles llegaba a enseñar el manejo de sus armas
preferidas imitando el ruido siniestro de los obuses y de la V-l y V-2
alemanas, que caían con metódica frecuencia cerca de su pieza en el hotel de
Charing Cross. Pasaba revista minuciosamente a su actuación durante el
desembarco y entonces sus pómulos rojizos y aquellos ojos sin vida se encendían
revisando los recuerdos de violencia dentro de los cuales su espíritu se
regocijaba. En las filas del fondo el murmullo de los alumnos iba in crescendo
junto a sus relatos de guerra. Federico Peralta y Winninger, dos muchachos de lo
peor y más famosos de la clase, iniciaban un eco clamoroso que iba propagándose
entre los demás hasta que la clase entera se convertía en coro desarticulado de
alaridos, de detonaciones y atroces comentarios. Al furioso grito de Alfredo -el
más fuerte de la promoción- Miles se despertaba frente al tumulto con un gesto
de perplejidad. Alfredo enfrentaba a los muchachos, seguro de sus actitudes:
-Ahora basta, animales, ahora basta ya.
Entonces mister Miles, apoyándose en aquel machito distinguido,
continuaba la rutina de la clase hasta que el timbre salvador venía en ayuda de
todos. Alfredo no daba el brazo a torcer:
-No lo aguanto -me decía durante la hora del recreo-, la próxima vez
dejaré que lo liquiden.
Y lo observaba atravesar el largo corredor atestado de muchachos, con
su anotador de tapas de hule y su pelo rojo, ya de regreso a su melancólica
actitud, abandonada su pretensión bélica, como si la clase de historia hubiera
sido para él sólo un paréntesis audaz.
El colegio era un lugar triste aunque todavía entonces circulaban
trenes y don Ernesto, el genovés, hubiese adornado su casilla de guardabarrera
con macetas y malvones. En la puerta principal se apostaba Carlo que vendía al
fiado caramelos y bolsitas de pororó; y algo más allá, las casas de los profesores,
todas iguales, con sus pequeños jardines frontales bien prolijos y altas
chimeneas falsamente Tudor, debían encoger el corazón de los pobres
desterrados. A mitad del año, mis padres decidieron que ingresaría al colegio
en calidad de pupilo porque el viaje a Europa de rigor desmembraría
temporariamente la familia. Allí estaría seguro, de manera que junté mi vida a
la de Alfredo -interno en el colegio por motivos similares- y ambos a las del
colegio inglés en una inútil conjunción que no se complementaría nunca. Fue
precisamente en el mes de mayo cuando la noticia corrió entre la comunidad
dando un nuevo giro a los tranquilos meses del invierno. El Consejo Ejecutivo
decidió nombrar head-master de la secundaria a mister Miles y éste, según la
delación de un alumno castigado, anunció el inmediato retiro de la señora Miles
-su mujer- desde Inglaterra. De ese modo singular el colegio todo se enteró de
que el flamante head-master de la secundaria era casado. Para nosotros, los
profesores como él y aun los más violentos como Dodds o Cosens no tenían alma y
casi ni siquiera eran viscerales. Nuestras familias pagaban una fuerte suma
para mantenernos protegidos recitando clases en inglés por la mañana y en
español después del azaroso almuerzo. Éramos todos alumnos mediocres, harto
seguros de nuestra impunidad y más atentos al castigo corporal que al común
sello de ignorancia con que egresábamos cada fin de año. Y nuestros profesores,
por lo tanto, pasaban a formar parte de un cuadro donde la indisciplina más feroz
hacía los días soportables y menos complicada la camaradería. Pero que aquellos
hombres tuvieran cuerpo y alma era, para nosotros, un hecho tan ignoto como las
malditas ecuaciones sin solucionar. El descubrimiento de mister Miles como un
hombre casado resultaba un hecho insólito, separado del resto de las actitudes
de la especie, y no sin cierto temor Alfredo y yo nos preguntábamos qué nueva
extravagancia del profesor de historia, y ahora nuestro head-master general,
significaría el arribo de una mujer desconocida al ámbito escolar. Pero desde
la tarde de su arribo la señora Miles destrozó todos los supuestos; todas las
previsiones fueron rotas por aquella mujer que irrumpió en el pequeño porche
del jardín tan bien cuidado, con un sombrerito que apretaba sus cabellos y un
par de largas piernas bajo el abrigo de viaje. Alfredo y yo, apostados detrás
de la ventana del salón de mapas, la vimos penetrar con paso rápido. Al llegar
junto a la casa se quitó de un tirón enérgico el sombrero y sacudió la cabeza
de tal modo que su cara quedó a la vista, apenas sonriente, el entrecejo
contraído mientras su mano izquierda se posaba sobre el hombro de nuestro
profesor de historia convertido ahora en marido. Por cierto que era lindísima.
Todo era hermoso en ella: la boca, la nariz, el mentón breve. Bajo el abrigo de
viaje parecía muy delgada aunque también algo sinuosa y es así como a la vista
de sus largas piernas descubiertas se nos secaron las comisuras de los labios.
Era morena, con el mismo tono ocre de mi madre, y sus grandes ojos azules muy
sombreados tenían muchos años más que los mostrados en conjunto por su cuerpo,
sus brazos y sus piernas. Volviéndose hacia mister Miles lo besó en la boca sin
afectación; en seguida ambos desaparecieron en el interior de la casa y Alfredo
se dirigió hacia mí:
-¿Qué me decís? -preguntó.
La mujer de mister Miles se llamaba Arthea y no ocupó función alguna en
el colegio. De todos modos el feroz conjunto de muchachos se ensañó con ella
apasionadamente durante dos semanas al cabo de las cuales y por aburrimiento o
saturación dejaron a la pareja en paz. Ella aparecía en el cuadrado de césped a
eso de las cuatro de la tarde y sentada al sol de la media tarde leía o cuidaba
un gran macizo de amarilis inclinándose sobre el borde del cantero con un par
de pantalones ceñidos sobre el comienzo de los muslos. Los domingos asistía al
oficio religioso que los protestantes realizaban en el gran salón del edificio,
y Alfredo y yo que, naturalmente, éramos católicos pedíamos autorización para
entrar. Entonces estudiábamos con detenimiento la forma de sus pechos bajo la
fina tela de la blusa y el conjunto todo donde los grandes ojos azules
revestían una importancia extraordinaria. Ella no parecía notarnos, tampoco
notaba demasiado al resto de la gente, a los compañeros de tareas de su esposo,
ni siquiera al propio mister Miles cuya presencia volatilizaba por el solo
hecho de contornearse armoniosamente según su costumbre. Quiero decir que no
era una mujer provocativa aun cuando su presencia misma fuera explosiva. Ella y
mister Miles parecían soportar a dúo y bien aquella hermosura particularísima
que colándose por los pliegues del abrigo permanecía en los corredores del
colegio mucho después que ella se hubiera ido. Al menos yo lo sentía así. Ambos
soportaban la belleza de Arthea con amabilidad. También eran amables sus
relaciones conyugales, sus conversaciones y la forma como se comportaban con el
alumnado y el resto de la colonia inglesa reunida para las fiestas deportivas o
en la kermesse mensual. En tales ocasiones Arthea, cerca de su marido, hacía
las veces de dueña de casa, con sajona responsabilidad, sin dejar de sonreír,
acaso de mostrarse, pero sin exceso, como si también y en pos de su hermosura
arrastrara la robusta sensatez de la raza a la que pertenecía. Fue precisamente
en una de esas fiestas cuando descubrimos que mister Miles estaba chiflado por
aquella espléndida mujer.
Alfredo y yo probábamos suerte en uno de los kioscos levantados en el
patio principal cuando mister Miles se nos acercó, con una copa en cada mano y
algo borracho:
-Ah, jóvenes, salud -dijo sonriente.
Trajo consigo a su mujer y nos la presentó. Cuando Arthea se deslizó
entre Alfredo y yo, apenas despojada de su aspecto de viajera, nos sentimos mal
y desvalidos.
-Hola -dijo Arthea, mirando a uno y a otro.
Ahora, a corta distancia, veíamos muy bien su tez reluciente y el
moteado azul de los ojos que nos revisaron divertidos.
-Oh, bueno -dijo mister Miles-, el señor Argüello es el mejor jugador
de rugby de la escuela.
Los ingleses se referían a sus predilectos con una gracia zumbona que
mister Miles usaba ahora.
-Y el señor Herrera -agregó señalándome.
Quizá diría que yo era bueno en historia o aritmética en cuyo caso me
sentiría muy imbécil; pero no lo hizo.
-No juego fútbol -contesté adelantándome.
-Pero puedes hablar con él acerca de la guerra, querida -dijo.
Para él era muy importante volver sobre la guerra o hablar acerca de
ella. Se dirigía a su mujer poniéndose muy cerca, muy nervioso. La llamaba
amor, querida o queridita y yo hubiera deseado avisarle que ello resultaba
absurdo y también algo chocante.
Desde un principio pensé que debía montar guardia en su lugar.
-Ya sabes, queridita -insistió pesadamente-, con el señor Herrera
puedes hablar de la historia de la guerra, y aun de la misma guerra, hay
ciertos argentinos con los que es posible hablar de cosas como ésa. No todos,
claro.
-Queridita -insistió.
Arthea movió los ojos.
-Ellos no tuvieron guerra -respondió con cierta cautela-, lo han pasado
bien.
Quizá buscaba el tema que una mujer como ella podía compartir con dos
adolescentes granujientos, pero se mantuvo decorosamente en el papel de esposa
del head-master invitada a la kermesse. La fiesta aquella era como todas. Los
ingleses mostraban buen humor después del primer par de whiskies, sintiéndose
al fin más cerca, casi de regreso en Inglaterra. Lo decían aun mientras
dictaban clase; el sueño del regreso se hacía tan visible que podía acaso
sobreponerse a la responsabilidad del trabajo. Ahora, medio borrachos, debían sentirse
en su claustro natal, tan seguros de ser lo mejor del mundo, tan naturales con
su quieto aire de decoro y superioridad. Para ellos la palabra latino o acaso
latinidad abarcaba desde la buena comida hasta los amores explosivos, tal como
si la rápida cualidad de ser irresponsables que nos atribuían fuera resultante
fatal de un origen confuso, con indios y matones españoles, un origen
amablemente bastardo, al fin.
Arthea rió con un suave gorgorito.
-La guerra ya pasó, Richard -dijo y luego dirigiéndose a nosotros-:
Richard hizo allí su gran experiencia. Un experimento de violencia.
Quizá se burlaba de él pero ni Alfredo ni yo estábamos seguros. A los
diecisiete años nadie piensa que una esposa se burla del marido frente a sus
alumnos. Nosotros no pensábamos seriamente que el mundo podía estar constituido
por maridos burlados y mujeres fascinadoras como esa. Por ejemplo, mamá
resultaba un modelo difícil de imitar. Sólo ocurría que se había puesto gorda y
reluciente, condiciones esas que hacían resaltar aun más su buena carnadura de
patricia. Pero Alfredo y yo y quizá también los otros habíamos acatado desde
siempre aquella regla por la cual las mujeres amaban a su marido y viceversa.
Los muchachos usaban la violencia en el trato y aun en sus relaciones con
mujeres pero se sobreentendía que sólo con mujeres aptas para atropellar. La
sociedad lo especificaba bien: no mamá ni la madre de Alfredo ni las chicas,
mis hermanas, ni las primas o las amigas de las primas. Pensándolo mejor, los
domingos, en mi casa, mi madre y mis hermanas hablaban todo el tiempo acerca de
la familia de Alfredo. Quizá su madre se parecía a Arthea y por tal motivo
Alfredo la trataba con soltura sin que le faltaran las palabras y restándole
importancia. Yo, en cambio, estaba sofocado todo el tiempo, rojo hasta la raíz
del pelo, inmerso en una especial congoja, carraspeando y en busca de las
frases con las que no daba y aun evitando mirarla a los ojos. Arthea se
divirtió de veras observándome y lo demostró tomándome del brazo mientras se balanceaba.
Entonces sentí su roce y su blandura mientras objetaba risueñamente la euforia
guerrera del marido que ya comenzaba con el desembarco en Normandía. También él
parecía muy joven y agitado frente a los alumnos por el hecho de mostrar su
natural predilección. Pero yo, más sensibilizado que Alfredo, noté un tono
demasiado agudo en su conversación, tal como si hubiera resuelto lucirse frente
a la concurrencia a impulsos de una misteriosa desesperación. Aquella noche,
sin embargo, la pasamos bien. Los pies de Arthea eran pequeños y delgados, tan
nerviosos como sus finas pantorrillas. Aquellas piernas seguirían por los
muslos, altos y bien lisos hacia la cadera y lo demás. Está bien: era una
espléndida mujer vieja; quizá tendría treinta y cinco años. Pero Arthea
advirtió que había cumplido 28 el día del paso de la línea, en el Ecuador. Los
del barco armaron una gran jarana en su honor.
-Usted no sabe, viejo -dijo Miles balanceándose al compás de la música
que llegaba desde el salón de actos-, Arthea quiso casarse conmigo a las dos
semanas de encontrarnos en la galería, en Paddington.
Dijo también que una vez nos mostraría sus dibujos.
-¿Usted creyó que yo era solamente loco por la historia, viejo? -dijo
Miles poniéndome una mano caliente sobre el hombro-. Sin embargo me importa el
color tanto como le importó a Matisse, viejo, y aun lo que consiguió Picasso
con su cabra, por ejemplo. Cuando salí de la universidad mi madre me pagó un
viaje a Nueva York. Era costoso y toda la familia se cotizó para el esfuerzo.
Yo quería visitar Nueva York por la cabra de Picasso. Cuando viajé, por fin, la
encontré, detrás de un ventanal, sobre los jardines del museo. Los
norteamericanos se paseaban por el edificio enteramente adaptados a una cosa
semejante. Yo vi la cabra y tuve que sentarme.
-Richard debió ser artista -objetó Arthea mirando alrededor.
-Pero la suerte estaba echada hacia la historia y camino a la Argentina
-insistió el señor Miles-. Ahora soy el head-master. Si se mira bien es lo que
alguien llamaría una buena carrera y así me lo dije al decidir que Arthea
viniese a instalarse aquí. Una buena carrera decorosa para un profesor inglés
que ama la cabra de Picasso.
Sus ojos se fijaban en Arthea como quien ausculta la benevolencia de la
divinidad. No nos explicábamos cómo diablos había podido el señor Miles vivir
todo un maldito año sin traer a su mujer consigo. Tampoco se nos ocurrió pensar
si Arthea hubiera estado más cómoda en su pequeña pieza de Charing Cross,
escribiendo a Sudamérica su carta semanal.
Fue esa noche cuando comprendí que Alfredo y yo cobraríamos un afecto
irremediable por aquel curioso delirante que lucía sus años de guerra como una
condecoración. E imaginé también que él necesitaba de nosotros. A eso de las
doce y cuando arreció el entusiasmo de la gente por el baile me animé a invitar
a Arthea. Ella bailaba apretándose sin provocar, con una mano suave dentro de
la mía que sudaba. Habló poco mientras la orquesta se desintegraba y algunos
compañeros me hacían gestos de complicidad. Uno podía bailar con una esposa que
ha cumplido ya 28 años. Arthea lo hacía bien pero todo el tiempo me lo encontré
pensando que ella estaba sacando a pasear a su perro antes de dormir. No quiero
decir con eso que se mostrara impaciente ni demasiado fría: sólo es que bailaba
como quien está paseando a un perro, simplemente.
Entonces apareció el señor Ramayo que era el profesor de gimnasia y los
muchachos lo rodearon. Tenía largas patillas y la nariz quebrada como la de un
buen luchador.
-Ese tipo es de primera -dijo Miles mirándolo.
-Triunfamos en los intercolegiales por obra y gracia de Ramayo -admitió
Alfredo-. Usted debe hacerse amigo de él, mister Miles; tiene todas las buenas
condiciones. Imparte órdenes sin que nadie se sienta postergado, lo llamamos
por el nombre y cerca de él uno se siente cómodo, más fuerte.
-Dios proteja al maestro aventajado -dijo Miles caminando hacia Ramayo.
Arthea lo observaba haciendo pasar el peso de su cuerpo de una pierna a
la otra. Invitó a bailar a Alfredo pero éste se excusó con tanto ardor que la
hizo sonreír:
-Richard me habló de usted -murmuró buscándole los ojos-, por lo tanto
sé que usted es un notable jugador de rugby.
Alfredo enrojeció de disgusto.
-Hablemos de Ramayo -dijo.
-Parece un hombre muy seguro de sí mismo -dijo Arthea poniendo su brazo
alrededor de mis hombros. Temblé todo el tiempo que duró la pieza hasta que
regresamos junto a Alfredo; éste miraba la fiesta en apogeo con extrema
desconfianza.
-El señor Argüello tiene un gran carácter -dijo Arthea burlándose con
suave insistencia.
Ahora Ramayo y Miles se reunían con nosotros.
-Hola, Gerardo -dijo Alfredo al profesor de gimnasia.
Era un gran tipo verdaderamente. A través del tejido de su camisa
blanca, los músculos se dibujaban bajo la piel. Por el cuello entreabierto aparecía
el vello rojo y sus dientes eran parejísimos. Pero lo que atraía en él era su
fresca naturalidad. Todo el tiempo mostraba su linda dentadura y las encías
sanas mientras daba manotazos fraternales sobre nuestros hombros con aire
protector. Un gran tipo, sí señor; Arthea y él se trataban con mucha cortesía.
-Señora Miles -dijo Ramayo inclinándose.
Si la invitaba a bailar me iba a morir ahogado. Arthea no podría dejar
de comparar lo escuálido de mi cuerpo, mi mano que sudaba en la suya y que
soportara con estoicismo. Notaría el ancho cuerpo de hombre en comparación con
el mío, desmirriado aún, de colegial.
Ramayo la invitó a bailar. Salieron a la pista en tanto mister Miles
marchaba hacia la ponchera y Alfredo lo seguía con cierto presentimiento
atravesado en la garganta.
No sé por qué demonios Alfredo se sintió siempre en la obligación de
proteger a nuestro head-master. Ahora, por ejemplo, todo hubiera sido más fácil
de no mediar la conmiseración de Alfredo. Arthea y el profesor de gimnasia
bailaban como los dioses mezclándose con los otros bailarines y sin llamar otra
atención que la mía. Yo sí que estaba sobreexcitado; recordando la presión de
los pechos de Arthea y según la posición de los cuerpos, trataba de saber el
grado de intimidad que alcanzaba la pareja. Uno lee cosas como esas pero no las
cree hasta que pasan; quiero decir hasta que le pasan a uno. Yo me sentía
violentamente atraído por la señora Miles y he aquí que ella bailaba apoyándose
con delicadeza en un profesor de gimnasia al que todos venerábamos. Bailaba con
un tipo desmesuradamente mayor, tanto como ella; ambos se perdían en la
neblinosa treintena, tan acordes uno con el otro, tan bien, tan olvidados de
nosotros.
Mister Miles regresó con las bebidas; Arthea abandonó su baile y los
tres bromearon todavía un largo rato hasta que la gente comenzó a ralear.
Entonces Arthea y Ramayo bailaron nuevamente y ella apoyó su carita breve en el
hombro de su compañero; luego se apartó, sonriente, pero él la obligó a
recuperar la posición, todo esto mientras mister Miles peroraba con Alfredo y
mister Dodds ponía fin a la fiesta.
Yo digo que desde esa noche no recuperé la tranquilidad. Odiaba estar
pupilo y los días se me hacían interminables toda vez que el timbre de las tres
y media de la tarde señalaba el último momento de las clases. Hasta el día
siguiente no encontraba nada mejor que incubar rencor o vigilar la vida de los
profesores. Alfredo y los demás, como deportistas que eran, sólo se ocupaban
del entrenamiento. Alfredo, Ramayo y otros pocos -privilegiados todos- salían
para el campo de Beccar para adiestrarse en los rudos juegos que imponía el
colegio. Batían récord de bala, tiraban la jabalina, saltaban. Sentía envidia
al verlos regresar en el jeep de Ramayo, cansados y unidos por un lazo de esfuerzos
compartidos. A un alumno brillante como yo sólo le quedaba rumiar por décima
vez su lección de historia del día siguiente y vengarse vagamente entablando
inútiles comparaciones para el futuro. Ellos no pasarían de allí. La gente como
mister Miles y yo, en cambio, tendríamos abiertos los caminos de la ciencia, la
dilatada complicidad del tiempo.
-La historia de su patria, Herrera -decía Miles, paseándose conmigo por
los claustros al atardecer-, la joven historia necesita, en especial, de la
gente como usted.
Una tarde de esas me contó que el 20 de octubre cumpliría años y que
Arthea lo festejaría con su modo alegre y particular de disponer las cosas
diarias.
-Es una muchacha especialísima -me explicó-, a veces pienso si echará
de menos Londres y también a su familia, en fin, si añorará aquello que la tuvo
ocupada.
Yo lo acompañaba hasta el porche de la casa con la esperanza de que
Arthea apareciera. A veces tenía suerte. Ella, la misma Arthea, abría la puerta
de calle. Entonces su talle breve y la cara diminuta me parecían de una
indescriptible perfección. Sonreía mordiéndose el labio inferior:
-Eh, el señor Herrera.
Ocasionalmente me ofrecía una taza de té pero yo trataba de que los
otros no me descubrieran cuando espiaban desde la ventana del refectorio.
-Herrera es hijo adoptivo del head-master -decía McIntire a la hora de
dormir-. Herrera anda a la caza del head-master.
Pero cuando llegaba el momento de acompañar a mister Miles me
despreocupaba de las burlas posteriores y caminaba con él por el mismo sendero
del terraplén, al lado de los naranjales, mientras veía avanzar a horario el
tren de las cinco y cinco. Casi siempre la actitud de Arthea se repetía para mi
posterior desasosiego. Ahora ya no negaba el hecho de que la señora Miles
absorbía mis pensamientos y tomaba ubicación en los poco castos terrenos de mi
intimidad. Tal como los otros muchachos guardaban revistas con mujeres yo
conservaba aquellos ojos azules y el maduro movimiento de los inquietos pies
que me perseguían día y noche. Como la había poseído en sueños, volver a verla
me producía una extraña desazón de intimidad y triunfo; la confusa sensación
engolaba mi voz, me impedía dialogar.
Ella se burlaba en su tranquila jerigonza.
-Qué señor Herrera este, Richard: el señor Herrera me explicó acerca de
la retirada de Lavalle. Dice que en la historia inglesa no existe nada
parecido. Pero yo le he hablado de hechos importantes que él debe conocer, de
la fundación de la marina por Enrique Séptimo. O de Tomás Moro, si prefiere.
Escuchándola yo aprendía cómo es que se puede sudar de vergüenza y de
amor. Bajo las sábanas con el sello del colegio inglés, imaginé besar aquellos
labios que sonreían hablándome de Lavalle y de Tomás Moro. Y un día cualquiera
esos mismos labios me dieron la maldita pista que aguardaba.
-El señor Ramayo es un argentino muy alegre -dijo Arthea frunciendo los
ojos sobre la taza de té.
Miles corregía las pruebas escritas de la tarde sin terciar en la
conversación. Media hora más tarde Alfredo y los demás regresarían del
entrenamiento y yo decidí escapar de allí para evitar las pesadas bromas
nocturnas. Mi costumbre de rondar la casa del profesor de Historia ya era un
lugar común en el colegio. Sólo Alfredo me defendía aún argumentando que el
head-master necesitaba una compañía sana y afectuosa como la que yo le ofrecía:
por lo tanto era loable de mi parte haberme acercado a él. Nunca conocí a nadie
más bien intencionado que Alfredo. Nunca conocí un ser más normal, una mayor
capacidad de darse al prójimo. Quizá esa condición también existía en el señor
Ramayo porque uno y otro parecían desparramar salud y bienestar alrededor.
-¡Un argentino que no parece triste como los demás! -insistió Arthea
ofreciéndome tostadas-. Al menos un argentino que está menos irritado que los
otros.
Parece ser que también el señor Ramayo le contaba historias.
-Pero historias más recientes -precisaba Arthea.
En ese punto no la dejé seguir.
Pretextando un incierto compromiso me despedí del head-master y regresé
al colegio. Desde la ventana del dormitorio podía ver la casa de Miles, la
parte trasera del chalet, que ocupaba mister Dodds y por supuesto la casilla de
madera donde Ramayo se mudaba de ropa o guardaba los elementos de trabajo. Noté
que apenas había reparado en esto hasta esa misma tarde. Sin embargo los mismos
detalles me habían sido dados la noche de la fiesta cuando Arthea apoyó su mano
sobre el hombro recio y sonrió. Ya no tuve más que una preocupación. Escuché la
llegada de Alfredo, vi a Ramayo caminando hacia las duchas y estudié la lección
de biología para el día siguiente. Dormí mal y no me extrañó el hecho de haber
respondido en forma harto mediocre en clase de literatura cuando se me
interrogó acerca de Wollsworthy. Nada de eso era importante. La semana
terminaba y el largo sábado y domingo no ofrecían más que el desolado panorama
dentro del cual mi pasión por Arthea se desintegraba como una tristeza
pegajosa. Alfredo y un par de muchachos rezagados en el juego se instalaron
hacia los fondos del colegio para entretenerse hasta el anochecer. El
dormitorio fue ensombreciéndose a medida que la noche cayó primero en la
barranca, luego en el río, y apenas si se pudo distinguir una casa de otra y
los bultos familiares del cubo de los desperdicios o el cuadrado de luz en la
ventana de la cocina. A eso de las siete, mister Miles caminó en dirección al
terraplén llevando a Coockey, su pequeño boxer, atado a una cadena. Esperé
detrás del vidrio hasta sentir frío y calculo ahora que serían alrededor de las
siete y veinte cuando Arthea abrió la puerta de la casa y se deslizó con paso
ligero, casi corriendo. En la casilla del señor Ramayo, también a oscuras, se
encendió una pequeña luz que luego se apagó. Ella no tuvo tiempo de tocar la
puerta de madera porque ésta se abrió y el señor Ramayo la atrajo al interior
de la casilla, muy sonriente. Yo rezaba junto a la ventana para que mister
Miles diera fin al paseo de su perro y reapareciera. Pero el muy imbécil no lo
hizo. Sólo a las nueve de la noche, cuando yo había pretextado un cólico para
no comer, lo vi avanzar, renqueando, el pelo espeso como una mancha sobre la
cara, inclinándose junto a su perro. Hacía unos diez minutos que ya Arthea
había regresado y me enteré que el matrimonio Miles se reintegraba a la
convivencia bajo el techo conyugal por el abrir y cerrar de las luces. A las
nueve y media vi salir al señor Ramayo de su casa; echó una larga mirada hacia
la casa de Arthea y silbó “Noche y día” hasta desaparecer junto a la barrera.
Después no me quedó otra cosa que ocupar mi cama y soportar el mal humor de
Alfredo junto con su larga mirada interrogante. Sobrellevé durante toda la
semana los relatos de guerra del head-master, tan feliz, y la vigilancia en la
ventana -fueron cinco porque las conté- tantas veces como Arthea se deslizó
hacia la casilla del señor Ramayo. Cada tarde sólo conseguí una especie de
sopor que fue el principio de un sueño y el final de una pesadilla atroz. Al
fin del quinto día Alfredo, junto a mi cama, me sacudió sin miramientos.
-Che, ¿qué te anda pasando? Hace una semana que estás como si el alma
se te saliera por la boca. Decí: ¿en qué andás?
No pude resistirlo y se lo conté. De modo que la historia fue
compartida por Alfredo y antes de la última palabra ya tenía su resolución.
-¿Y a vos qué, maricón, a vos qué te anda pasando? -rugió Alfredo
lastimándome con sus manazas-, ¿a vos qué? o ¿qué andás buscando? Que te meta
en tu lugar, ¿o qué?
Y me golpeaba y a la vez se retorcía o quizá gesticulaba como si
también a él le estuviera por pasar algo horroroso. Pero no cedió un milímetro,
no por mister Miles que valía más que todos juntos, ni siquiera por Ramayo que
era un hermano ni aun por Arthea a quien no calificaba.
A la tarde siguiente comenzó a llover. Tanto mejor, pensé, él no podrá
salir con el maldito perro pero desde mi punto de vigía descubrí en seguida a
mister Miles avanzando hacia el colegio con una pila de carpetas bajo el brazo;
y al poco rato -él no había entrado aún en el primer cuadro de césped- a Arthea
corriendo hacia la casilla de madera. De modo que bajé las escaleras cometiendo
un error único que después pagué muy caro. Mi apuro despertó la sospecha de
Alfredo que no había ido al entrenamiento y me siguió. Encontré a mister Miles
en la puerta del salón de actos y aún recuerdo lo guapo y simpático que me pareció
con su ambo gris y el gran manchón de pelo colorado entre los ojos. Cuando
terminé de hablar los dos temblábamos como desesperados. Creo que recogí una
por una las carpetas que se le cayeron y él me lo agradeció, en voz baja, antes
de volver a la callecita en sombras ahora sembrada por los pequeños globos de
la lluvia. Aún temblaba cuando Alfredo me atajó:
-Asqueroso -dijo y repitió con infinito desdén-: asqueroso.
Aquella voz siempre marca las etapas de mi vida; me ha marcado a punto
tal que el asco por todo aquello que me toca se repite. Es la misma voz que
escucho escurriéndose entre el terraplén desierto y los naranjos calculando que
no hay tiempo de escapar, que ya no hay tiempo, que los ojos de mister Miles me
abarcarán al decir:
-¡Salud, señor Herrera!
Y luego mi respuesta dándole noticias de mi vida en esos años y
preguntando por la señora Miles que está de regreso en Inglaterra y de la que
seguramente ha de recibir carta esa semana.
FIN
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