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miércoles, 8 de noviembre de 2017

EL FIN DEL AMOR Marta Lynch


Estudio el almanaque: es el día 10 de abril en Buenos Aires y hace exactamente tres años y tres meses conocí a Guido Hintermeyer durante un verano. Desde entonces, mi vida tuvo conciencia de una persona determinada que abriga intereses distintos a los míos, que ofrece un color de piel, cierta semejanza y otras cualidades: la voz de un hombre, ojos negros, algo, en conjunto, que es preciso distinguir o separar del resto de la especie.
Fue un proceso algo trivial, comenzado acaso por costumbre, y aunque echar mano del azar me parece poco valeroso, trato ahora de explicar mi realidad. Todo el mundo desconfía del realista ingenuo que cree a ciegas en el testimonio de sus ojos. ¿Por qué habría de explicarme? ¿Y para quién? Es precisamente lo inútil de la cosa lo que me impulsa a continuar, una mezcla de desdén y de remordimiento, acaso el rezago de lo que almacenándose a lo largo de días y semanas vacila en la memoria como un viejo sube y baja. El amor es siempre un sentimiento de precariedad. Y aun admitiendo esa rotunda limitación no encontraría motivos suficientes para escribir acerca de Guido si tan sólo me guiara el sentimiento y no la razón, una razón tan poderosa -debo decirlo- que es capaz por sí misma de arrancarme de la absoluta postración sobre la que vegeto.
La visión de una curva de tres años y tres meses aparece horrible y deliciosa tanto como el inocente mecanismo mediante el cual Guido se redujo a un plano sin relieve. No fue un proceso fantástico, ni siquiera muy curioso, más bien irreversible o fatal como las enfermedades de la infancia; juro también que no hubo imprevisión o audacia y sí, más bien, un ardiente juego de verano que se extendió más de la cuenta, por debilidad.
En cuanto a lo que Guido es o dejó de ser, forma parte de mi riesgo. Quiero decir que yo di significación a su figura de modo tal que ningún otro hombre existente o por existir estaría en condiciones de ocupar un sitio similar al suyo; ninguna voz repetiría sus palabras, nadie, nunca, nada, será esto que todavía insiste en ser. Quizá algunos de ustedes objeten esta manía de meterme en situaciones de las cuales parece improbable salir airoso sin emplearse a fondo. Tampoco encuentro respuesta a ese reclamo porque el motivo que me empuja hoy es el desamor o, en última instancia, esa implacable debilidad que induce a explicar cómo es que acabó lo que se creyó sin fin. El amor que sentí por Guido Hintermeyer se desintegró aunque acatar la orden de caducidad no me explique nada y aunque sea muy difícil seguir las fases de este proceso, las fases descendentes, nada más.
Guido no era inferior a mí; todo lo contrario. Su exterior era estupendo y su modo de conducirse en sociedad no despertaba mayores dudas. El Director de la casa me lo presentó a la entrada del hotel adjuntando una tarjeta en la que figuraba un empleo en Alemania, o quizá habrá sido en Suecia; pero lo cierto es que tomé aquellas credenciales como buenas y las uní a su buena carnadura de europeo, rubio y musculoso; las uní a una especial presentación en la que hubiera sido fácil descubrir la trampa, aunque no forzoso. El origen de mi buena voluntad estaba más bien en el problema del aburrimiento. No hay nadie que se aburra más que aquel ser tan libre como yo era entonces. Inclinada sobre mi buen empleo y la habitación 25 del quinto piso en el Queen’s Hotel donde tenía alojamiento, me aburría. No es bueno tampoco el total anonimato de los corredores ni la habitación, con un bonito sillón cama y la cómoda francesa, de la cual la sirvienta quita el polvo y las colillas todas las mañanas. El aburrimiento tampoco es excusa ya que existen maneras distintas y más bien inocuas de dar cuentas de él. Enamorarse por aburrimiento no es excusa ni tampoco lo es inventar toda una historia sobre la cabeza de un ser humano elemental y vulnerable, todo lo suavemente animal que puede ser un hombre, todo lo mágico y vacío que resulta ser una vez que hicimos el amor con él.
Ahora, por ejemplo, nuestro automóvil jadea y resplandece a un costado de la plaza, a medias cubierto por el polvo de la ruta entre Orán y Salta, como un viejo animal doméstico habituado a las correrías. Antes de doblar frente a la plaza quise avisarle que el hotel Colón me parecía confortable y más bien barato. En realidad, el hotel Colón no pasa de ser un gran patio rodeado de palmeras y de puertas que se abren a las habitaciones. Un penetrante olor a orines acompaña desde la conserjería; entonces, como para decidirse, Guido aceptó la llave que se le tendía y firmó en el registro con su letra alta y rápida. Como la habitación era deplorable pronto estuvimos de nuevo en medio de la calle y Guido se mostró furioso. En realidad la misma furia lo acompaña desde el momento mismo de iniciar el viaje. Me reprochó la falta de practicidad que me hacía una habitación permanente de pensiones y hoteles de segundo orden, mi falta de habilidad para vivir, mi escasa sensatez. Él pensaba que de no mediar sus buenos oficios yo hubiera podido ser devorada por los piojos: era una expresión soez.
-También vivía antes de conocerte -le dije tomando la valija. El mediodía del norte se descargó sobre nuestro estridente dúo.
-Nunca tuviste alegría de vivir -respondió Guido caminando a largos trancos-, ni siquiera destreza. En realidad no has tenido nada.
Yo estaba sedienta y más bien harta. Una siniestra complicidad con las cosas que iban resultando mal me inspiraba opiniones que no me atrevía a repetir. ¡Ah, si hubiera podido decir tan sólo: al diablo, o quizá, al infierno! Sin dejar de maldecir, él agregó que al otro lado de la calle hallaríamos un hotel decente, que asimismo sentía calor y sed y que las dos valijas pesaban como mil demonios. Yo debería haberme animado a maldecir. Pero ¿cómo?
En el otro hotel había que subir una escalera y en el primer rellano nos aguardaban dos hombres de color oscuro, a medias gentiles y sonrientes. Abajo, en la vereda, el encargado de los equipajes indicó nuestro paso con un gesto. Un lustrabotas se acercó; es mi costumbre sonreír a todos pero ahora no. La sonrisa levanta un rostro mustio; sin embargo:
-No -dijo Guido velozmente-, ahora no.
Dio los datos de ambos a los del rellano y se mostró más complaciente. Un ruido de ascensor nos señaló que la habitación daría a la plaza y que tendría, por lo tanto, buena luz. Esta vez fue una buena habitación.
-Te lo dije -aclaró Guido, dejando el impermeable sobre una silla de cuero-. Vos nunca supiste elegir. Tampoco ahora. Este es un buen hotel por el mismo precio. Nunca hubieras imaginado algo como esto.
La verdad es que había muchas cosas inimaginables junto al fuerte rayo de sol que entraba por la celosía entornada. Aquella primera vez, en cambio, no hubo celosías sino grandes postigones de madera que el suizo abrió gesticulando, algo servil, tan silencioso y extraño a nosotros como lo es toda la gente fuera de América. Así y todo estuve por decirle que alguien habría colocado la rama con un fin determinado; de otro modo no era posible la extrañísima armonía del árbol frente al cristal, y atrás el lago, plateado por la ausencia del sol, el día nublado y lluvioso que anunciaba una nevada por la tarde. Y si alguien se había tomado el trabajo de cruzar la rama, quizá existía el mismo afán de complicidad en el resto de las cosas ya que a partir del instante en que el avión giró para descender sobre la pista, la misma armonía penetrante empapó nuestro enfoque de la realidad. Habían construido la hostería sobre el lago y la escalera crujió un par de veces en tanto Guido y yo subíamos cada peldaño, de la mano, sonrientes, reteniendo el aliento y seguidos por el suizo silencioso solamente atento a nuestros deseos (si nos levantaríamos temprano al día siguiente, si el dulce debía de ser de fresas o mosquetas). La gran cama de nogal parecía muy alta en el centro de la habitación y quizá había un ropero de tres lunas y la ventana con la rama prevista que irrumpía en la escena. Hacía mucho frío y en alguna parte el suizo raspó un fósforo y un leve resplandor indicó el lugar del fuego. Guido me buscaba ahora frotando mi mejilla con el áspero roce de su saco, y escudriñando el común deslumbramiento para gozarlo más. Frente a la ventana, de perfil al absurdo paisaje de aguas y montañas, me dijo que también él había presentido. Me empujó con suavidad porque hay ritos ciertos y este era uno de ellos. Ritos complejos, pensé mientras caía hacia atrás con blandura y sin cerrar los ojos, ritos pensé mientras me abrazaba y sentía frío; la cabeza alerta, sin perder detalle de la ceremonia integral de la que participaba. A pesar del frío nos desnudamos apresuradamente porque la puerta quedó abierta y el suizo iba a regresar con el pretexto de la toalla y los jabones. Detallamos la felicidad de estar allí, en medio de la potencia de nuestras actitudes, rodeados por los muebles sólidos, las ventanas y paisajes que combinan en forma admirable, asustados y llenos de emoción. Somos un hombre y una mujer bastándose a sí mismos, encuadrados en una conjunción feroz de piel, ardores y respiración. Guido desnudó su pecho blanco al que las pecas otorgaban aire infantil. La barba roja, el vello oscuro, la piel sin nudos ni asperezas, una lisa piel adolescente para un torso de hombre que va inclinándose. Subí la mano por el pelo rizado, espeso y ocre; aspiré. Todos cuantos han sentido amor conocen eso de aspirar al otro con cada contracción. El olor de Guido también me dio la sensación del peso de un cuerpo sobre la mitad del mío, un peso que no es tal sino el abrigo, quizá el amparo y, por qué no, la máxima protección otorgada. El cielo pareció abrirse y descubrí un fino azul entre el principio de la tormenta y aun estirándome entreví la rama nuevamente, el marco de madera oscura y el dintel; la habitación también nos rodeó amorosamente y el conjunto todo fue de una indecible armonía. Haríamos el amor. A menudo lo conversábamos porque hacer el amor significa formar parte de él, aprehenderlo, incubar infinitas posibilidades de nuevo amor. Entonces, lo haríamos, porque no hay otra forma de expresarse sino confundiéndose, disolviendo la soledad inicial o recitando esa larga oración de mutuo homenaje. La boca de Guido tomó la mía con infinita precisión y lo dejé hacer. Vacilé por un momento pero fue un instante apenas. Guido moviéndose acompasadamente pudo penetrarme bajo un leve resuello victorioso. Nos abrazamos con la honda seriedad del amor y su consiguiente expectativa. Cada vez será mejor, distinta a la anterior, muy superior a lo previsto, todo lo extraído del ser yacente, del fondo de uno mismo, el ardiente arrebato, la refriega, el adherirse, sujetándose por las piernas y los brazos, dos complejidades bien logradas a punto tal que un ser humano nunca está más lejos de sí mismo, tan cerca de otro ser. ¡Acto de amor precioso y saludable! Guido me observó; algo arriba de mi rostro, el suyo aparecía emocionado y serio. Una mujer y un hombre encerrados en una hermosa habitación es casi todo. Nos asombramos mutuamente de sentir amor con el día lluvioso en que luego saldría el sol, hacia el fondo del país, en un punto apartado donde las ramas, los árboles y el contorno de los lagos han sido colocados con expresas finalidades de placer estético. Estábamos confinados en un punto remoto, lejos de la geografía familiar, como si la hostería y los pasos del suizo en las escaleras pudieran mantener fijo, inmerso en el tiempo, todo el esplendor de aquel abrazo. Nos amamos durante largas horas. Descansamos para amarnos nuevamente y cada vez al espasmo sobrevino el asombro. Yacimos sin ardor al fin, bajo un cansancio complaciente y luego, cuando la puerta se movió, sonreímos y aguardamos de pie junto a la cama como dos niños que regresan de un paseo.
-Es una buena habitación -dijo Guido también ahora satisfecho.
Por la ventana se veía la plaza y algunas grandes plantas carnosas de anchas hojas tropicales. En la retreta, la banda se aprestaba a comenzar. La gente iba agolpándose, hombres y mujeres, con los movedizos manchones de los niños corriendo o empujando junto a los músicos que preparaban sus instrumentos. Sentados sobre una banda de ladrillos una docena de ancianos, en traje oscuro, meditaban al sol. Cuando la banda atacó “La gazza ladra”, entreabrí la celosía para oír y ver mejor. ¿Debería rememorar acaso la primorosa veleta del Cabildo que Guido elogiaba con minuciosidad? Al hablar, más que a sus palabras, yo estaba atenta a cierta mueca diabólica, a cierta hosquedad de su cara que me recordaba al padre.
Hablando de la veleta, Guido se enredaba en complicadas alusiones, incurría en errores. Por cierto que era hermosa la veleta colonial sobre el techo de tejuelas y asimismo el largo balcón y su balaustrada de madera. También el Cabildo era objeto del minucioso análisis de Guido, pero tales extremos mostraban un punto de saturación: sentí por nosotros una infinita compasión. De todos modos, sin moverme de mi puesto junto a la ventana, estudié la plaza de Salta con una perversa insistencia en cada detalle. Anoté: tejuelas, veleta, balaustrada de madera, la gente atenta a “La gazza ladra” y aquella barahúnda de acordes italianos insólitos en el mediodía de noviembre. Anoté con fanático entusiasmo cada detalle como alguien que quisiera dar cuenta de su muerte. Veía aquella plaza, la veleta, el mediodía, todo por última vez. Era preciso anotar las impresiones. A mis espaldas, Guido acomodaba la ropa con prolijidad. Está ganando tiempo, pensé, y luego lo escuché abrir los grifos en el baño. Habría que buscar un lugar para comer y luego dormiríamos juntos como era de rutina. La noche anterior, tras una semana indiferente, él me había buscado con un gesto amable. Pensé que hubiera podido decir:
-Y bien, es preciso embarcarnos en esto.
O acaso lo dijo con sus ojos oblicuos y con el gesto entre formal y sabio que usó al tomarme en los lugares y sitios prefijados. Yo comencé a notar aquellos mismos síntomas seis meses atrás, algo más, quizá después que la primera escaramuza fue enfrentada. Era noviembre, casi víspera de fiestas. Ya había entrado el verano cuando descubrí la primera deserción de Guido, el primer grado de su desamor o la convicción de que una pareja no es sino la añadidura de uno más uno. La necesidad de tomarse mutuamente había cedido. Contaba los días, cuatro, cinco, seis, ahora pasaba toda una semana sin que Guido me buscara. Aquella violenta necesidad de acoplarse se apagaba; anotaba uno a uno los besos que se volvían fraternales, luego ni siquiera eso. La noche anterior Guido había actuado como un experto que se hunde en el terreno familiar. Con los ojos bien cerrados evocaba visiones interiores, quizá escenas fulgurantes que daban a sus nervios sensaciones renovadas. Cosa curiosa: yo era más adicta y fiel. Descubrí cómo es que las mujeres conservamos el primer impulso. Aferradas a lo que fue, y en cierta perspectiva encontramos el feroz encantamiento del comienzo; cuestión de gesto, de oportunidad o de palabras. Pero Guido era un macho versátil que tomaba su pareja por costumbre. Una vez me había confesado:
-He tenido tantas mujeres que no alcanzo a recordarlas y te digo: siempre una mujer resulta bien, como novedad se entiende.
Era también el pacífico macho, el gran hombre argentino definiendo su virilidad con un desfile nutrido de mujeres, una almohada y otra, una pelambrera distinta y otro par de piernas. Para Guido el amor era un color de pelo y esa parte del cuerpo miserable y rica entre la inserción de los muslos y la cintura. Yo había detenido el desfile. Con una mano sujeté aquel cuerpo que oscilaba y la vida se detuvo con él. Pero aquel buen hombre que abre los grifos del baño y que pasea su gran cuerpo por la habitación no posee reservas suficientes para vivir detenido mucho tiempo. Se ha habituado al color de mi pelo, al olor que dejo en su almohada, a mis gestos que ahora enjuicia duramente. Por cierto que esos gestos de dureza me afean algo más; él lo destaca en tanto va y viene un tanto desaprensivo, sin gracia ni recato, como si su cuerpo fuera parte de la habitación y ambos integrantes de mi propio rito expiatorio. Todos sabemos además que el cuerpo mostrado crudamente deja de existir.
-Siempre retobada -dice dándome la espalda-, mostrando una cara larga y tensa que enfría las palabras, que me impide respirar.
-Me has tratado con desconsideración desde el maldito instante en que echamos pie en esta ciudad -le contesté.
Resopló utilizando una forma muy curiosa de demostrar su ira: emite el aire suavemente por una boca a medias prieta y pone los ojos hacia arriba. El gesto resultante me enardece.
-Te sentís con el derecho soberano de cansarte, de mostrar frustración o de disipar malos humores -dije.
Sin embargo, su gesto de fastidio todavía puede provocarme dolor. Cuando se hace presente el insoportable elemento de las lágrimas, resopla un largo rato:
-Odio verte llorar -aclara-, soy lo contrario del resto de los hombres. Una mujer que llora es una calamidad.
El conjunto de sus piernas firmes y de sus nalgas da la impresión de poder. Yo palpé muchas veces esas nalgas poderosas y observé ávidamente el rítmico movimiento de las piernas que ahora lo conducen por la habitación. Siento que estoy por desertar. Aún lo deseo con ese curioso empeño de las mujeres honestas aferradas a su solo hombre. Se decreta: es éste y debe serlo en mucho tiempo, acaso para siempre. La perdurabilidad de la pareja nos otorga una etiqueta severísima. La viva respetabilidad de una mujer queda rotulada al insistir en el cuerpo y la fuerza de un solo hombre. ¿Quién nos enseñó tal podrida mitificación?
-Me cansa ver un rostro acusador -insiste Guido volviéndose hacia mí.
Ahora bien: enfrentar su sexo es una nueva bofetada. Pero él dice sin palabras:
-Me muestro tal cual soy porque ya has perdido tu significado.
No se mostraría así frente a su último descubrimiento. Ella vendía botellas de buen vino con gesto que podía ser conciliador; su misión era vender botellas, mostrarse sobre el escritorio de la cintura a la cabeza y atender el paso de Guido atisbándola a través de la vidriera. Él no se mostraría así a la empleada que vendía buen vino de la tierra del sol y la vendimia de cartón. Sólo frente a mí que soy su pareja y me desvanezco en una suerte de carencias progresivas.
-Cubrite -dije.
Río largamente.
-Dejame en paz -insistió, y luego-: Estoy harto.
Ahora paladea la palabra sobre la que incursiona con una maldad pegajosa. El hartazgo, dice, marca nuestra etapa. Descubro que la mayor parte del día nos la insume esta ácida conversación dentro de la que nos revolvemos con odio y por necesidad. Me había dicho que necesitaba marchar por la vida sin muletas, sin una neurótica feroz aferrándose a su cuello; si era preciso, debía sustituir un hábito por otro. Ostentosamente lee en un libro la definición de hábito: de modo que yo era un hábito entrando con terror en su departamento de la calle Méjico. Bajo el agua de la ducha entona una letra de tango que otrora me enseñara en medio de caricias. Es posible que también él busque dar definiciones o acorralarme para que la decisión final corra por mi cuenta. Cerrando los ojos como si rezara siento odio hacia él. Pero Guido, este hombre por el que siento odio, busca despreocupadamente un motivo para incorporarme al diálogo. Interrumpe pues su declaración de hartazgo:
-Podemos visitar los valles calchaquíes -dijo amablemente.
La encargada de vendernos los pasajes no pudo ocultar su admiración. Un hombre admirable el mío: se pavoneó durante largo rato mientras señalaba sobre el mapa un complicado itinerario. En un momento construyó para la mujer una nueva y magnífica aventura. Era ahora un escritor de vacaciones que necesitaba pasajes y una buena dosis de soledad. Fabulaba sin cuidarse porque yo, advirtiendo que mentía, era su contorno. No pude más que admirarlo en tanto sus aventuras detalladas iban invadiendo la agencia de turismo. Frente a los otros, Guido desplegaba un arsenal de sonrisas cautivadoras, hoyuelos sobre las mejillas y admirable buena voluntad. Aquel aborrecido ser humano que llegaba a la violencia, el complicado solitario cargado de manías, el fetichista y aun otros seres interiores, reaparecían sólo cuando la puerta se cerraba. Dice:
-Te quedás a mi lado por venganza, ¿o qué?
Al formar una pareja se piensa: tal es el punto hacia el que nos dirigimos. Pero pasado un tiempo sólo se consigue descubrir que se anda porque hubo un comienzo. Cuando noté todo esto, ya Guido reclamaba quejumbrosamente que le diera tiempo para ver todos los días a la empleada de los vinos. Los seguí: en un banco del jardín botánico, el tercero a la derecha, se manoseaban en la oscuridad. En una casa de la calle Güemes se revolcaban como cerdos. Lo esperé en la acera de enfrente helándome a medida que la noche pasaba. A las cinco de la madrugada, un vigilante se detuvo a mi lado.
-¿Le pasa algo, señorita? -preguntó.
-No, por Dios -le contesté.
El hombre sonrió.
-No hay que afligirse demasiado -dijo echando vaporcito por la boca. Aquel hecho me unió tiernamente al desconocido. Guido salió de la casa poco después, llevaba un pantalón gris muy gastado y la camisa a cuadros que yo eligiera para él. Salió dando grandes pasos, moviendo mucho sus brazos y su notable cabeza algo desproporcionada. En realidad era un hombre torpe y casi feo, pero hasta el aire que desplazaba al caminar encerraba aun cuanto yo quería. El hombre de la camisa a cuadros se parecía a Guido aunque ya fuera otro. Caminaba con decisión, torpemente, dando gran impulso a cada paso. Pensé que hubiera sido más decente mostrar confusión o remordimientos; pero pasó sin verme y bajó la escalera del subterráneo en Canning como quien regresa del trabajo. En algún rincón del barrio de Palermo la otra se lavaba de Guido con las mismas esperanzas que otrora fueran mías. Casi un círculo de familia.
Sin animarme a regresar a casa vagué largamente con un dolor horrible en los brazos y las piernas. Bajé por Arroyo y entré en un café al que íbamos todas las tardes.
-¿Se cayó de la cama, señora, ey? -gritó el muchacho que manejaba la máquina italiana.
En tanto reclamaba un plazo, Guido había dicho:
-Cualquier lugar de Buenos Aires será lo mismo, Ana.
-No traigas a otra mujer a casa -le pedí.
-¿Por qué no? Tampoco podría encontrar un banco o una plaza o una calle ajena a vos. Sería complicarlo todo.
De repente, al dejar de amar también dejaba de sufrir. Un mecanismo de deseo sustituía a otro mientras trataba de enseñarme cordura aferrado a mi brazo o llamándome tiernamente. Cuando me posee, su gran cuerpo claro tiene algo bestial. También ahora hablando de lo que le ocurre se comporta como un gran animal doméstico. Entonces, oliendo a sangre desde lejos, trató de concederme un entierro de primera clase:
-Tengo conciencia de que lo más importante de mi vida ya me ocurrió con vos.
Que es una forma de aclarar: hijita mía, hemos llegado a la desembocadura. Con las manos apretadas sobre la boca del estómago, casi doblada en dos, me apoyé en el estante de los libros: hice rodar los pequeños caballitos japoneses y la vieja y pretenciosa foto de Chaplin y Jackie Coogan.
-Sufro -murmuré espantada.
Debí descubrir el cambio de una cara que se comporta como nueva. Ahora Guido es un hombre extraño y joven que hace café y habla, a veces con fastidio, a veces con piedad. Debe recordar la felicidad: echa de menos otros días completos para ambos. Sobre la mesa dos objetos nuevos indican la existencia de un tercero. Si lo obligo a reparar en ellos, quizá acuda a la mentira o no: es no.
-Sí, me las ha dado Dina.
Ante el absurdo remedo de “dixieland” siento deseos de reírme a carcajadas. Dina bailaría con polleras al tobillo, jopo, zapatos de pulsera y plataformas. Malamente rimarían Dina y Chaina acompañadas de violento toque en batería y saxofón. El pobre Guido buscaría su evasión sobre un torso por mitades ofreciendo vino y pasajes a precios razonables. Dina inventaría historias de grandeza como ocurre a menudo en encuentros similares. Bellísima, casi descendiente de la real casa danesa, hija de hacendados -mi padre es tan modesto a pesar de su título y fortuna-, el caso es que trabajo allí para no aburrirme en casa; colgada del estribo, boqueando tras la larga fila de empleados que emergen de la boca del subte, con calor y frío, el lindo culo bamboleándose bajo la falda imitación; para no aburrirse el lindo culo aplastado a la silla con la jefa lesbiana y el cargoso compañero aguardándola a la salida del toilette. Pobre Dina que usaba una curiosa manera de matar su aburrimiento. Pero era preciso que Guido imaginara. Guido precisaba abundancia y mucha seguridad. Dina lo intuyó en medio de una maraña de mentiras clásicas. Por otra parte un hombre que se dispone a usar el sexo puede pasar por alto una fábula modesta.
Casi con la boca seca me aclaró:
-Es joven, sí, muy agraciada.
(Tengo tantas ganas de tenerte, negra, negra, negrita, negra.)
Sin embargo el amor y el deseo terminaban con mis cavilaciones.
-Te necesito -me dijo secamente Guido una semana después.
Había recortado una figura medieval en la que San Jorge daba cuenta del dragón. Un poco más atrás aguardaba una deliciosa figura de mujer, los ojos bajos y una flor -una azucena- en la mano.
-Ese soy yo -me dijo indicando la figura de San Jorge-, debes darme tiempo para que derrote a mi dragón.
En realidad quería decir: ¿vas a deshacer toda una buena historia por un espasmo? Más claramente: un espasmo no es todo el amor.
Yo miré con horror al ser humano que se descubría frente a mí.
En un camarote de segunda, mirábamos por la ventanilla esa pampa huidiza, cortada por vagones de carga, carros lecheros, fugaces rostros cordobeses, largos trancos de sequía, las primeras piedras grises de Mendoza. Guido me enseñaba el nombre preciso de la acequia, del quillay, el rumbo de las sementeras. Cada vid equivalía a una fortuna. Guido perseguía la ilusión de una fortuna ajena y de ese modo también lograba conmoverme:
-Podría hacer grandes cosas, Ana, ya lo verás: cumpliré aquello para lo que he nacido y será, lo verás, un destino memorable.
A través de la ventanilla, una enorme noche azulada dejaba ver sin embargo grupos de montes y el bulto de algún animal. Guido me contaba acerca del niño rubio, rosado y gordinflón que fuera perdiéndose en la siesta de verano. Yo alcanzaba a ver sus dedos delicados apretando una tiza frente a la maestra, y luego a la maestra en brazos de su padre.
-Papá se apoderaba de mis maestras, siempre. Una de ellas iba a buscarme a casa a la oración; paseábamos por la plaza y papá, como quien vigila la hacienda, oteaba desde el mostrador de la confitería. Ella se llamaba Sara. Yo, en cambio, fui una niña sola y muy cuidada. Guido entonces reconstruía mi vida acariciando tercamente el contorno de mi cara y colocando toallas mojadas en la ventanilla. Ahora le tocaría el turno a mi madre, luego a mis hermanos. En seguida nuestros cuerpos se hacían importantes y nos uníamos mediante un abrazo mudo y perfecto del que casi no me acuerdo. Y otras veces, el niño gordinflón, sin madre, era enviado lejos en busca de otro par de tíos ocupados en sus problemas. Había un pequeño pueblo del sur, con acantilados que formaban grutas, y grandes caracoles rojos. El niño corría libremente entre las piedras junto a su perra: había encontrado un árbol y vivía instalado en las ramas. Construyó su casa de madera, alto, lejos del suelo. Sobre la copa y con buen tiempo, se veía un trozo de mar. También una pareja se une en el pasado. Un niño trepado a un árbol, un árbol en la siesta son largas confesiones. Entonces Guido, sin mentir, dejaba correr la imaginación en pos del niño que resucitaba para mí. Horas perfectas, bien presente el crujido de las ruedas, sin interrupción la potente marcha del tren, como dos compañeros de colegio, de bruces sobre la cucheta, el mentón sobre las palmas, los ojos perdidos en historias breves y tiernas que se extienden y ya son historias de hoy. ¿Cuánto tiempo transcurrió? Guido me abrazó al bajar la cortinilla sobre el primer rayo de sol. En las estaciones, los peones madrugadores se burlaban sanamente; un guardabarrera nos dijo adiós sonriendo. Habíamos pasado toda la noche junto a la ventanilla, extrayendo cuanto fuimos largo tiempo atrás.
Él me dijo:
-Casi he reconstruido tu vida.
Y aún estábamos en eso cuando el guarda gritó que habíamos llegado a Mendoza.
-¿Vas a ocupar la ducha ahora? -dice Guido frotándose la espesa pelambrera rubia.
Debería exigirle que cubra su cuerpo, al que frota y acicala cuidadosamente, y el silencio entre los dos es tan pesado que opto por tenderme en la cama para ocupar el tiempo. Nuestro diálogo siempre resulta tan pobre que sólo alcanza a conformar un par de frases crueles.
-¿Otra vez en cama? ¿A qué hemos venido a Salta, entonces? Mil seiscientos kilómetros de ruta para estudiar de nuevo tu antigua máscara de furia. Mostrate natural, mujer, aflojate.
Debería abrir esa puerta, tal como estoy, tensa, descalza, desgreñada; abrir la puerta para salir al corredor y huir, aunque la gente me señale luego como a esas locas que gritan su historia por las calles. Sería razonable escapar ahora sin oír la implacable corriente de aversión que destila Guido en cada gesto y con cada movimiento. Debería huir, pero sin cambiar mi posición sobre la cama experimento ya el feroz ardor, un plomo que me ata a esta miseria, la última forma de estar unida a él.
Nuestro diálogo se arrastra como un animal enfermo. Ayer acaso reafirmamos nuestros días con risas y viejos sueños compartidos. Pero he aquí que lo hemos descubierto todo y algo murió. Cuando Guido avanzó por la habitación, me dijo:
-He conocido a alguien, oh, no puedo compararla a vos. Es sólo cuestión de tiempo y una consecuencia de tus celos, de tus riñas, de tus propias deserciones. Ambos hemos caminado juntos en esta dirección. Te lo avisé: Ana, cuidado, te desgastás y desgastás lo que hubo.
Debí gritar: me estás matando, como ahora debería huir, pero entonces dije:
-¿Quién es ella?
No importa. Hace mucho que Guido y yo braceamos sin coincidir en el esfuerzo, en la marcha o en las respiraciones.
Ahora el desamor se colocaba una peluca de mujer y un ridículo nombre “dixieland”; vendía vinos, contaba grandezas, adulteraba su edad. Antes había vendido bombones o máquinas de tejer, Guido no buscaba demasiado alto. Lo confiesa también con esa dura filosofía de la calle que me despertara amor.
-No busco demasiado. Encuentros de esos pueden tenerse veinte en un día. Fijo la vista y surge un cuerpo y una cara de mujer; una mujer cualquiera. ¿Y qué? Están hechas para eso; uno las encuentra y algo funciona bien. Otras cosas, no: nadie pide tanto.
A mí me había pedido la totalidad. Pero el tren llegó a Mendoza y regresamos después de dos semanas y hubo también una noche en que Guido colocó sobre mi anular un grano de arena que brillaba. El espumoso mar se movía cerca de los dos. Vi bailar una mancha de estrellas cuyos nombres sospechaba; eran nombres de mi propia historia, noches perfectas en las que se respira con un hálito fantástico. Guido me regaló los soles del primer verano que pasamos. En la estación, al despedirnos, quisimos jurar y prometernos. Sus ojos y los míos formaron una parábola que siguió intacta mucho tiempo. Ninguna mujer tuvo un dedo anular como el que Guido me entregó esa noche.
Todavía es posible que desee el olor de su cuerpo y lo que pueda darme. Pero su impulso llega tan retaceado que me siento perdida. Toma mi cuerpo, esboza tal número de caricias, tal actitud: Guido cumple su obligación amorosa con responsabilidad. Culminar tal actitud es peor que haber comenzado; al instante estamos tan lejos uno del otro que nuestros hombros no alcanzan a tocarse. Dejo la cama y hablo de su camisa sucia, del tiempo que pasa y de la hora de partir al día siguiente. Nuestros cuerpos han actuado solos y, por lo mismo, torpemente. Se quejó también de mi largo lamento que puede llegar al cuarto vecino. Desde hace un tiempo, todo le resulta mal en mí, especialmente este lamento desigual y desprovisto de significado. También se queja alguien que va a morir.
Ahora se viste mientras canturrea usando una forma especial de soledad. En algún lugar del mundo debe existir una fórmula mágica mediante la que es posible hablar y decidir un destino de pareja. Al abrir los grifos del agua todavía me pregunto: ¿Cuándo comenzó? La agraciada morena de los vinos ocupó un par de semanas. Pero para entonces ya la fisura estaba abierta. Me desnudo, consciente de que mi cuerpo le es tan ajeno como el contorno de la ventana por la que mira hacia la plaza; revuelvo en busca de imágenes, reveo detalles miserables, un número de teléfono anotado en el borde de un papel, una tarjeta, una señal de deterioro. Pero ¿cuál? Lavo este cuerpo que fue amado y que se pierde ahora en tanto Guido discurre sobre la frágil veleta colonial que apenas se mueve en el techo del Cabildo. Es una ruin satisfacción comprobar lo mucho que me aburre, la forma en que me opongo ardientemente a lo que dice, cómo es que lo desprecio, hasta qué punto un hombre queda reducido a un caparazón irresistible. Sólo la cáscara de él. Sólo la piel es lo que me queda de este hombre, lo que me perturba todavía en él. No quiero para otra este caparazón. Me opongo. Quizá tenga razón por una vez: ejerzo mi venganza.
Me sorprendo murmurando a sus espaldas:
-Maldito seas.
Antes, en los radiantes tiempos, la violencia daba al amor una fuerza misteriosa cuando una fotografía descubierta o una actitud ambigua abrían la posibilidad de los celos. Herirse por sentir amor es otra cosa. Ya no quedan sino palabras claves como hartazgo, frialdad, impaciencia y el hecho irremediable de seguir sólo porque se ha comenzado.
Mirando mis espaldas quizá también él se diga:
-Quisiera verte desaparecer.
Acaso y sería peor:
-Pobre mujer.
Las tardes se hacen largas. Ambos oteamos el reloj para descubrir los malhumorados pasos de una condena mutua. Hay cierto alivio en las despedidas y una apresurada buena voluntad de última hora:
-Te veré mañana, Ana.
Aún sobreviven los inocuos besos distraídos para una mejilla que se ofrece apenas. Mientras da fin a su discurso sobre la veleta descubro que ve otra plaza, otro balcón en el Cabildo, que Guido ve el revés en cada cosa y yo el anverso.
Termino de vestirme en silencio y ya listos nos palmeamos amistosamente. Pero en el ascensor la sonrisa se volatiza. Guido advierte la misma desazón.
-¿Qué te ocurre ahora? Oh, por favor, me esfuerzo por ser gentil pero tu cara desbarata mis propósitos.
-Difícil cambiar la cara -contesto ácidamente-. En algún momento, esta que llevo te gustó, pero ahora, esa misma cara es un engendro irritante para tu historia. Quisieras verme lejos. Y bien: es preciso que muestres tu hombría dando el primer paso de ruptura. Animate.
Su dedo aprieta furiosamente el botón rojo y el ascensor cruje y se sacude hasta detenerse.
-Ni un paso más, te digo, no doy un paso más. Me niego a estas escenas que tienen por fondo cada rincón de una ciudad maldita. O de cualquier punto hacia el que, maldito sea, nos encaminamos juntos. Estoy harto de esto, escuchame: harto.
Ha dado una vuelta completa -incluyendo el abrazo- para sentir hartazgo nuevamente. Muerdo mis razonamientos tenebrosos: si tuviera dignidad pondría en marcha el ascensor y escaparía. Pero en algún resquicio esta derrota me hace sentir gastada y aún queda su caparazón. Debería odiar también su cuerpo y eso es mucho más difícil que vivir sin él. Guido resuella y pone cara de componedor:
-Escuchame, Ana, vamos a comer. Un buen vaso de vino nos hará mirar el mundo de otra forma. Y bien: aquí estamos, estudiemos la ciudad.
Afuera, la gente se amontona en las confiterías y algunos ocupan el sitio de la banda. La calle atrae tanto a Guido que alcanza a sonreír. Si se lo permitiera, echaría a correr. Al pasar mira con avidez un rostro de muchacha, un pelo espeso y rubio. Le anoto:
-Ya casi necesitás recurrir a la niñez, amigo.
Sus dedos se clavan en mi antebrazo hasta hacerme suplicar.
-Es mejor que cambies la expresión, querida, porque no quiero caminar por la plaza del brazo de una hiena.
-Guido: esto es inútil.
Vocifera y gesticula a punto tal que los curiosos se vuelven a mirarnos.
-Nuevamente me has trampeado -ruge-, juré que no conseguirías enojarme y otra vez has obtenido tu victoria miserable. Querida: sos una víbora.
Debería aclarar que conozco su mecanismo mentiroso o cada pliegue de su dualidad. Debería decir que al yacer conmigo imagina y desea ardientemente otros abrazos. Aquella niña entre virginal y lúbrica es su persecución; la encontramos a cada paso, cruza la calle Santa Fe a las siete de la tarde con una falda escocesa y los muslos descubiertos, está de pie junto al reloj de la estación de Córdoba. Ahora le sonríe desde el volante de su cochecito sueco, a veces señala el título de un libro o limpia el vidrio de la mesa de un café. Debería decirle que conozco su precaria persecución y aun que la comprendo; Guido sustituye un rostro enquistado por una radiante aparición, Guido ha comenzado a huir.
Ya sentados a la mesa descubrimos que había un par de horas ocupadas y ese pensamiento nos procuró tranquilidad. Pero enfrentados, comimos en silencio y volvimos a la calle, la calma noche sobre las cabezas.
En la habitación del hotel me dijo:
-Mañana regresaremos a Buenos Aires, Ana.
Dije que sí.
Luego, de espaldas en la cama, contemplé por última vez la conocida arquitectura de su cuerpo que tanto amé. A veces memoricé las manchas de su vello oscuro y la gran cicatriz que atraviesa su cadera. Quizá eché de menos su calor, la forma como me buscaba entre las sábanas y su voz relatándome las crueles aventuras de niño desvalido. Pero abandonémonos. La cosa se produjo y ya no puede conjurarse. Dejo sobre la almohada mi veneno corrosivo y sin cuidarme de lo que queda atrás echo a andar a toda prisa. He vuelto la cabeza en forma tal que puedo descubrir si Guido intenta mi persecución, pero la insignificancia de los hechos me sorprende. Reconozco que él apreciará esta oportunidad de modo que fingirá dormir y dormirá; es muy capaz de eso.

FIN


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